El Califato o la Muerte

 

El Califato o la Muerte

 

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El Califato o la Muerte

El impacto de Boko Haram en la iglesia nigeriana

Marjon van Dalen

Traducido y publicado con el permiso de Stichting
De Ondergrondse Kerk (La voz de los Mártires de
Holanda)

© 2015
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la
reproducción total o parcial de esta publicación, así
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La Voz de los Mártires – Ar
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Primera edición en español: 2024

Impreso en Argentina
Printed in Argentina

INDICE

Prólogo

Prefacio

Introducción

Habila y Vivian

Aquella noche

Sin explicación médica

Un león rugiente

El sueño

El traidor

Una iglesia llena de alegría

La confesión de un militante de Boko Haram

La soledad

Un forcejeo de fe

Lágrimas amargas

Hermanos

Epílogo

¿Qué significa ser cristiano en el norte de Nigeria?

Una pugna por el alma de África

¿Qué significa ser cristiano en el norte de Nigeria?

Sin embargo hay esperanza

Presentación del Ministerio La Voz de los Mártires

Más detalles acerca de Richard Wurmbrand

¿Cómo ayuda la Voz de los Mártires?

Prólogo.

En los últimos años, la comunidad cristiana del norte de Nigeria se ha visto desbordada por una oleada tras otra de violencia extrema. Además de socorrer a las víctimas, queremos dar a conocer cómo los cristianos nigerianos afrontan estos ataques atroces y cómo los supera la Iglesia. La periodista holandesa Marjon van Dalen viajó a Nigeria en nuestro nombre y realizó una serie de entrevistas de corazón a corazón con varios hermanos y hermanas en Cristo.
Uno de ellos es Habila Adamu, que sobrevivió a un intento de asesinato por parte del grupo terrorista Boko Haram. Hace poco, David, el hijo de Habila, que todavía es un niño, le dijo a su padre que cuando fuera mayor quería alistarse en el ejército nigeriano, para poder matar a tiros a los terroristas que habían intentado matar a su padre. Habila se sorprendió al oír estas palabras. “David”, replicó, “¿podrías orar el Padre Nuestro?” David comenzó: “Padre nuestro, que estás en los cielos...”, y llegó hasta “y perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, antes de que su padre terrenal le interrumpiera diciendo “¿Oíste eso, David? Dios quiere que perdonemos. Eso es lo que debemos hacer”.
Este libro te dará una idea de cómo los cristianos permanecen fieles a Dios en medio del dolor, la pena y la pérdida. Espero y oro para que este libro refuerce tu sentido de conexión con nuestros hermanos perseguidos en Nigeria. Que este testimonio, que demuestra la fidelidad de Dios, sea también una bendición para ti en tu propio camino de fe.

Edwin Baelde
Director de Stichting De Ondergrondse Kerk (La Voz de los Mártires) en los Países Bajos.

Prefacio

La azafata nigeriana acaba de repartir bolsitas con nueces. Sorbiendo mi vaso de jugo y mirando por la ventanilla de la cabina, veo un borrón de selva tropical muy por debajo. Aquí y allá se ve un desbroce, con un par de chozas de hojas marrones. Un río gigante y brillante serpentea por el terreno. Hace unos veinte minutos que habíamos despegado de Lagos, la mayor aglomeración urbana de África, con destino a Jos, en el centro del país.

Nuestro pequeño avión apenas está medio lleno; soy el único occidental del vuelo. En la fila de delante va sentada una señora corpulenta con un vestido marrón brillante y un tocado del mismo diseño. Lee concentrada en una gran Biblia que tiene abierta en el regazo. El ambiente a bordo es relajado, hasta que de repente el avión hace una picada pronunciada. “¡Ay-ay-ay-aah!” surge el grito fuerte y lastimero de muchos de mis compañeros de vuelo. Encima de nuestros asientos se encienden las luces de abróchense los cinturones. El avión vuelve a caer en picada, y no es poco. Miro por la ventanilla y veo que el aire sobre la selva se ha oscurecido. Estamos volando directamente hacia una enorme tormenta tropical. Hay relámpagos. Siento un repentino subidón de adrenalina en la sangre. Las imágenes recientes de los restos un avión, que recientemente se había estrellado, vuelven vívidamente a mi mente. Aquellos grandes fragmentos de metal humeantes esparcidos por un campo fueron un accidente que conmocionó a los Países Bajos. ¿Será este mi último vuelo? ¿Por qué he tenido que venir a Nigeria?

Mi misión para las próximas semanas es entrevistar a varias víctimas del grupo terrorista islamista Boko Haram, bien instalado en el norte de Nigeria. Se trata de un movimiento que ya ha asesinado brutalmente a miles de civiles en los últimos años: Amnistía Internacional lleva un recuento de 5.500 muertes de civiles sólo desde principios de 2014. A menudo, los ataques de Boko Haram fueron ejecutados contra profesores y funcionarios públicos. Pero también los cristianos son un objetivo para la destrucción, es porque su fe no encaja con la noción del califato islámico, que Boko Haram había declarado en el norte de Nigeria. Estoy conmocionado por el enorme número de muertos y las inmensas tragedias que estas muertes representan individualmente. El hecho de que nuestros periódicos releguen este tipo de incidentes a un párrafo en la última columna, me motiva aún más para investigar las historias que se esconden tras estas cifras nauseabundas. ¿Cuál es el impacto de Boko Haram en la vida de los nigerianos comunes? ¿Cómo sobrevive la iglesia nigeriana en medio de tanta violencia extrema? Estas son las preguntas a las que buscaré respuesta en las próximas semanas. Comienzo mi búsqueda con una visita a Habila Adamu, un cristiano nigeriano, a quien Boko Haram disparó en la cabeza a quemarropa y lo dio por muerto. A través de Habila, espero ponerme en contacto con otras víctimas de los terroristas.

El nombre de Boko Haram puede traducirse como “la cultura occidental está prohibida”. Parece que la oposición de la que habla el nombre del grupo ha levantado su cabeza antes de que yo haya aterrizado en Jos.

“¡Ay-ay-ay-aah!” Las reacciones de los pasajeros nigerianos se hacen ahora realmente ruidosas. El avión se inclina de nuevo, y esta vez también hacemos una brusca picada lateral - y luego otra. El fuselaje es golpeado indefenso de un lado al otro. Nos tambaleamos de izquierda a derecha y viceversa. La mujer del vestido brillante agita su Biblia por encima de la cabeza y empieza a orar en voz alta. “¡Señor Jesús, por favor, sálvanos! Sólo tienes que decir una palabra y los espíritus del aire te obedecerán. Jesús, sí Jesús...”
La tensión entre los pasajeros crece. Otras voces comienzan ahora sus propias oraciones, cortándose unas a otras. Para gran disgusto de la azafata, el inmaculado caballero que estaba sentado detrás de mí, ignorando las señales del cinturón de seguridad, va y se coloca en el pasillo para hacer el mejor intento que puede arrodillándose graciosamente en este avión que se sacude. “Allahu akbar” - “Alá es el más grande”, le oigo murmurar suavemente, con la frente pegada al suelo.

Siento que me han metido de lleno en una escena extraña. ¿Vamos a poder aterrizar en Jos? me pregunto sin estar muy seguro. ¿O nuestro fin está cerca? Entonces, como por arte de magia, las turbulencias desaparecen. El viento se calma y se enciende el interfono. Crepita un instante antes de que una voz tensa se haga oír: “Señoras y señores, les habla su capitán. Acabamos de escapar de una fuerte tormenta y nos desviamos a Abuja para un aterrizaje provisional. Allí esperaremos en tierra hasta que las condiciones atmosféricas se calmen lo suficiente para continuar nuestro vuelo a Jos.”

“¡Gracias, Jesús!” - la voz de la señora con la Biblia resuena. “¡Amén!”, responden al unísono un par de pasajeros más. “Bienvenido a Nigeria”, pienso con un suspiro de alivio.

Marjon van Dalen - Marzo de 2015

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Introducción

Los suburbios de Jos, la metrópolis de la meseta central de Nigeria, son un espectáculo sorprendente. Sobre el verde verdoso de la meseta, con gigantescos bloques de roca esparcidos por ella, las casas básicas parecen haber sido esparcidas a puñados entre los afloramientos. Sin embargo, si se mira más de cerca, queda claro que aquí nada se debe al azar: las familias locales han buscado cuidadosamente su propia roca para construir. Algunas han integrado sus casas en el paisaje de forma creativa, construyéndolas como una prolongación de la roca. Esto les proporciona un elemento natural para secar la ropa, y eficaz, porque en cuanto el sol se asoma un poco, las rocas se calientan como un horno. Otros residentes han elegido un nicho en la roca para construir. Parece que valoran el refugio adicional que supone tener una pared protectora en dos lados. Pero, ¿protección contra qué? Se sabe que la lluvia, el viento, los puños y las balas surcan el aire. Nunca faltan cosas de las que protegerse si se vive en Jos.

En la época colonial, esta ciudad disfrutó de sus días de gloria como orgulloso centro de la industria del estaño. Su estratégica ubicación en lo alto de una meseta en el corazón de Nigeria impulsó a los británicos a fundar un asentamiento en 1915. Lo que les motivó principalmente fue la perspectiva de los ricos recursos naturales de la tierra. En los años cincuenta, se extraían anualmente 17.000 toneladas de estaño de las minas de los alrededores e incluso del interior de Jos, lo que daba trabajo a 75.000 lugareños. Hoy, salvo alguna excepción, estas minas ya no funcionan. Cuando el mercado del estaño tocó fondo, las grandes empresas abandonaron la zona, hundiendo la economía local en una espiral descendente. Las cintas transportadoras que se oxidan en campo abierto dan un mudo testimonio de los mejores tiempos de la ciudad. Aquí y allá, una grúa destartalada sigue in situ, con su base ahogada por mechones de hierba lo bastante altos como para ocultar a un hombre. La economía del Jos actual es una pálida sombra de lo que fue.

La mayoría de los residentes no son precisamente optimistas sobre su futuro, no sólo por las escasas perspectivas económicas, sino también por la violencia que les asola. Al norte, el movimiento islamista Boko Haram sigue ganando terreno. Los habitantes de Jos son muy conscientes de que no haría falta mucha instigación para que una chispa saltara la brecha e incendiara la ciudad. Jos se encuentra directamente en la bisagra entre los estados del norte, abrumadoramente musulmanes, y el sur de Nigeria, predominantemente cristiano. Hace sólo un par de años, treinta personas murieron en atentados el día de Navidad en Jos. Tras el incendio de una iglesia, estallaron enfrentamientos entre cristianos y musulmanes. Al año siguiente se repitió la violencia navideña. Nadie en Jos quedó indemne; aquellos cuyos familiares directos no resultaron heridos tienen amigos que lloran a familiares. Nadie duda de que las células durmientes de Boko Haram ya están acorraladas en la ciudad, a la espera de órdenes.

Nuestro vehículo todoterreno rebota entre las rocas a lo largo de la pista de tierra compactada. Un par de veces, salgo despedido del asiento trasero y mi cabeza golpea el techo. Sin embargo, después de un vuelo tan turbulento como el de ayer, me alegro de que este vehículo tenga ruedas en el suelo. El coche avanza a toda velocidad entre las casas. A izquierda y derecha, unos niños juegan y se escabullen a los lados. Una mujer corpulenta con un vestido brillante casi pierde el equilibrio al tener que saltar un bache para esquivarnos. Sus ojos, molestos, miran a nuestro conductor desde debajo de su tocado. Unos cientos de metros más adelante, hemos llegado a nuestro destino.

Este es el día que visito a Habila y a su familia. Huyeron de Potiskum, su ciudad natal del norte, hace más de un año. Esta ciudad se había convertido en territorio inseguro para ellos después de que Habila fuera objetivo de los asesinos de Boko Haram y sobreviviera por los pelos. Aquí, en Jos, la familia puede seguir viviendo en un relativo anonimato. Estoy ansioso de escuchar su relato.

Hay espacio suficiente para aparcar el coche frente a una pequeña tienda que vende cubos de plástico. La gran puerta de hierro a la derecha de la tienda se abre. “Buenos días. Es Habila quien aparece con una sonrisa, vestido con un jogging azul oscuro. Con la mano extendida, nos invita a entrar. El conductor local y yo cruzamos el pequeño patio a su paso. La casa está rodeada a ambos lados por casas de hormigón con tejados planos. En lugar de puertas principales, hay cortinas que llegan hasta el suelo en los portales. Habila retira una de estas cortinas y le seguimos al interior.

Nos encontramos con el bebé Gladys gateando por el suelo en la penumbra. “¡Vivian, visitas!” La mujer de Habila asoma la cabeza por detrás de una segunda cortina que delimita la cocina. Al mirarla a la cara, veo enseguida que es una mujer alegre, pero también poseedora de la dignidad característica de las mujeres nigerianas. Su vestido es amarillo ocre con motivos rojos. Luce despreocupadamente un tocado del mismo material. “¡Bienvenidos!” Los ojos amables de Vivian iluminan toda su cara. Vuelve directamente a la cocina para freír un manjar pastoso en un hornillo de parafina que se tambalea. David, su hijo de siete años, ha olido las delicias. Hace un momento no se le veía por ninguna parte, ni siquiera cuando entramos desde fuera. Su lenguaje corporal delata que no todos los días recibe un manjar así con el té de la mañana.

Las vacaciones de verano ya han terminado, pero David sigue en casa. Las escuelas de Nigeria no han vuelto a abrir desde que se suponía que se reanudaría el curso, ya que el virus del Ébola, que ha estado infestando los países vecinos, ahora también ha aparecido en Nigeria. No queriendo correr riesgos con una enfermedad tan contagiosa y casi siempre mortal, el gobierno ha cerrado las escuelas hasta nuevo aviso. Vivian suspira: “Un día es Boko Haram, al siguiente es el Ébola”. Me cuenta con el ceño fruncido su preocupación por que David no progrese adecuadamente en su escolarización con todas estas interrupciones. En los últimos dos años han sufrido más de una interrupción importante de su vida normal. Más de una vez desde que se convirtió en madre, Vivian ha mirado a la muerte a los ojos. Lo considera un milagro de Dios el hecho que Habila siga vivo. “Si me hubieran dicho hace un año y medio que Habila saldría vivo de aquel día y estaría aquí sentado a mi lado en el sofá con buena salud, ¡sin duda no lo habría creído!”, ríe, mostrando un brillante destello de dientes. De su aspecto exterior no se desprende qué grandes preocupaciones han afligido a esta pareja. Desaparece rápidamente tras la cortina de su cocina, para reaparecer poco después con una gran tetera y un cuenco con los buñuelos.

Vivian se posa en el sofá, radiante de orgullo. Gladys, de poco más de un año, se sube a su regazo con la misma expresión radiante que su madre. “Veo la gracia de Dios en ella”, dice Vivian. Como holandesa con los pies en la tierra, siempre me ha sorprendido lo mucho que parecen disfrutar de la vida los africanos, sobre todo los que viven en circunstancias nada felices. Vivian es para mí otra confirmación de ello. Con el atentado contra Habila, su vida familiar se sumió en el caos. No sólo perdieron el trabajo de él, sino también su casa y sus bienes muebles. Me asombra que Vivian consiga mantener su alegría y su confianza inquebrantable en Dios después de todo lo que ha pasado. “Dios cuidará de nosotros en todas las circunstancias; estoy segura de ello. He experimentado la prueba de ello”, explica. Vivian es una experta practicante del arte de contar sus bendiciones; eso me quedó claro enseguida, en este primer encuentro. Su fe es una fuente inagotable de energía que sabe aprovechar una y otra vez.

Mientras tanto, Habila se ha acomodado en el sofá marrón oscuro del diminuto salón. Hay dos sillones del mismo tono, uno a cada lado del sofá. Es todo el mobiliario que hay en esta austera habitación. En la penumbra del interior de la casa, Habila da un trago a su té. Tiene una mirada distante: otea un horizonte que va mucho más allá de la habitación en la que estamos. “Dios puede cambiar tu vida de un plumazo. Tú no tienes ninguna influencia en eso...”, reflexiona. Se ha hecho el silencio en el salón. En sus pensamientos, mi anfitrión se transporta a aquella tarde en la que todo salió terriblemente mal: el 28 de noviembre de 2012. Habila se aclara la garganta y comienza su relato.

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Habila y Vivian

Los suburbios de Jos, la metrópolis de la meseta central de Nigeria, son un espectáculo sorprendente. Sobre el verde verdoso de la meseta, con gigantescos bloques de roca esparcidos por ella, las casas básicas parecen haber sido esparcidas a puñados entre los afloramientos. Sin embargo, si se mira más de cerca, queda claro que aquí nada se debe al azar: las familias locales han buscado cuidadosamente su propia roca para construir. Algunas han integrado sus casas en el paisaje de forma creativa, construyéndolas como una prolongación de la roca. Esto les proporciona un elemento natural para secar la ropa, y eficaz, porque en cuanto el sol se asoma un poco, las rocas se calientan como un horno. Otros residentes han elegido un nicho en la roca para construir. Parece que valoran el refugio adicional que supone tener una pared protectora en dos lados. Pero, ¿protección contra qué? Se sabe que la lluvia, el viento, los puños y las balas surcan el aire. Nunca faltan cosas de las que protegerse si se vive en Jos.

En la época colonial, esta ciudad disfrutó de sus días de gloria como orgulloso centro de la industria del estaño. Su estratégica ubicación en lo alto de una meseta en el corazón de Nigeria impulsó a los británicos a fundar un asentamiento en 1915. Lo que les motivó principalmente fue la perspectiva de los ricos recursos naturales de la tierra. En los años cincuenta, se extraían anualmente 17.000 toneladas de estaño de las minas de los alrededores e incluso del interior de Jos, lo que daba trabajo a 75.000 lugareños. Hoy, salvo alguna excepción, estas minas ya no funcionan. Cuando el mercado del estaño tocó fondo, las grandes empresas abandonaron la zona, hundiendo la economía local en una espiral descendente. Las cintas transportadoras que se oxidan en campo abierto dan un mudo testimonio de los mejores tiempos de la ciudad. Aquí y allá, una grúa destartalada sigue in situ, con su base ahogada por mechones de hierba lo bastante altos como para ocultar a un hombre. La economía del Jos actual es una pálida sombra de lo que fue.

La mayoría de los residentes no son precisamente optimistas sobre su futuro, no sólo por las escasas perspectivas económicas, sino también por la violencia que les asola. Al norte, el movimiento islamista Boko Haram sigue ganando terreno. Los habitantes de Jos son muy conscientes de que no haría falta mucha instigación para que una chispa saltara la brecha e incendiara la ciudad. Jos se encuentra directamente en la bisagra entre los estados del norte, abrumadoramente musulmanes, y el sur de Nigeria, predominantemente cristiano. Hace sólo un par de años, treinta personas murieron en atentados el día de Navidad en Jos. Tras el incendio de una iglesia, estallaron enfrentamientos entre cristianos y musulmanes. Al año siguiente se repitió la violencia navideña. Nadie en Jos quedó indemne; aquellos cuyos familiares directos no resultaron heridos tienen amigos que lloran a familiares. Nadie duda de que las células durmientes de Boko Haram ya están acorraladas en la ciudad, a la espera de órdenes.

Nuestro vehículo todoterreno rebota entre las rocas a lo largo de la pista de tierra compactada. Un par de veces, salgo despedido del asiento trasero y mi cabeza golpea el techo. Sin embargo, después de un vuelo tan turbulento como el de ayer, me alegro de que este vehículo tenga ruedas en el suelo. El coche avanza a toda velocidad entre las casas. A izquierda y derecha, unos niños juegan y se escabullen a los lados. Una mujer corpulenta con un vestido brillante casi pierde el equilibrio al tener que saltar un bache para esquivarnos. Sus ojos, molestos, miran a nuestro conductor desde debajo de su tocado. Unos cientos de metros más adelante, hemos llegado a nuestro destino.

Este es el día que visito a Habila y a su familia. Huyeron de Potiskum, su ciudad natal del norte, hace más de un año. Esta ciudad se había convertido en territorio inseguro para ellos después de que Habila fuera objetivo de los asesinos de Boko Haram y sobreviviera por los pelos. Aquí, en Jos, la familia puede seguir viviendo en un relativo anonimato. Estoy ansioso de escuchar su relato.

Hay espacio suficiente para aparcar el coche frente a una pequeña tienda que vende cubos de plástico. La gran puerta de hierro a la derecha de la tienda se abre. “Buenos días. Es Habila quien aparece con una sonrisa, vestido con un jogging azul oscuro. Con la mano extendida, nos invita a entrar. El conductor local y yo cruzamos el pequeño patio a su paso. La casa está rodeada a ambos lados por casas de hormigón con tejados planos. En lugar de puertas principales, hay cortinas que llegan hasta el suelo en los portales. Habila retira una de estas cortinas y le seguimos al interior.

Nos encontramos con el bebé Gladys gateando por el suelo en la penumbra. “¡Vivian, visitas!” La mujer de Habila asoma la cabeza por detrás de una segunda cortina que delimita la cocina. Al mirarla a la cara, veo enseguida que es una mujer alegre, pero también poseedora de la dignidad característica de las mujeres nigerianas. Su vestido es amarillo ocre con motivos rojos. Luce despreocupadamente un tocado del mismo material. “¡Bienvenidos!” Los ojos amables de Vivian iluminan toda su cara. Vuelve directamente a la cocina para freír un manjar pastoso en un hornillo de parafina que se tambalea. David, su hijo de siete años, ha olido las delicias. Hace un momento no se le veía por ninguna parte, ni siquiera cuando entramos desde fuera. Su lenguaje corporal delata que no todos los días recibe un manjar así con el té de la mañana.

Las vacaciones de verano ya han terminado, pero David sigue en casa. Las escuelas de Nigeria no han vuelto a abrir desde que se suponía que se reanudaría el curso, ya que el virus del Ébola, que ha estado infestando los países vecinos, ahora también ha aparecido en Nigeria. No queriendo correr riesgos con una enfermedad tan contagiosa y casi siempre mortal, el gobierno ha cerrado las escuelas hasta nuevo aviso. Vivian suspira: “Un día es Boko Haram, al siguiente es el Ébola”. Me cuenta con el ceño fruncido su preocupación por que David no progrese adecuadamente en su escolarización con todas estas interrupciones. En los últimos dos años han sufrido más de una interrupción importante de su vida normal. Más de una vez desde que se convirtió en madre, Vivian ha mirado a la muerte a los ojos. Lo considera un milagro de Dios el hecho que Habila siga vivo. “Si me hubieran dicho hace un año y medio que Habila saldría vivo de aquel día y estaría aquí sentado a mi lado en el sofá con buena salud, ¡sin duda no lo habría creído!”, ríe, mostrando un brillante destello de dientes. De su aspecto exterior no se desprende qué grandes preocupaciones han afligido a esta pareja. Desaparece rápidamente tras la cortina de su cocina, para reaparecer poco después con una gran tetera y un cuenco con los buñuelos.

Vivian se posa en el sofá, radiante de orgullo. Gladys, de poco más de un año, se sube a su regazo con la misma expresión radiante que su madre. “Veo la gracia de Dios en ella”, dice Vivian. Como holandesa con los pies en la tierra, siempre me ha sorprendido lo mucho que parecen disfrutar de la vida los africanos, sobre todo los que viven en circunstancias nada felices. Vivian es para mí otra confirmación de ello. Con el atentado contra Habila, su vida familiar se sumió en el caos. No sólo perdieron el trabajo de él, sino también su casa y sus bienes muebles. Me asombra que Vivian consiga mantener su alegría y su confianza inquebrantable en Dios después de todo lo que ha pasado. “Dios cuidará de nosotros en todas las circunstancias; estoy segura de ello. He experimentado la prueba de ello”, explica. Vivian es una experta practicante del arte de contar sus bendiciones; eso me quedó claro enseguida, en este primer encuentro. Su fe es una fuente inagotable de energía que sabe aprovechar una y otra vez.

Mientras tanto, Habila se ha acomodado en el sofá marrón oscuro del diminuto salón. Hay dos sillones del mismo tono, uno a cada lado del sofá. Es todo el mobiliario que hay en esta austera habitación. En la penumbra del interior de la casa, Habila da un trago a su té. Tiene una mirada distante: otea un horizonte que va mucho más allá de la habitación en la que estamos. “Dios puede cambiar tu vida de un plumazo. Tú no tienes ninguna influencia en eso...”, reflexiona. Se ha hecho el silencio en el salón. En sus pensamientos, mi anfitrión se transporta a aquella tarde en la que todo salió terriblemente mal: el 28 de noviembre de 2012. Habila se aclara la garganta y comienza su relato.

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Aquella noche

El mismo día que ocurrió, el hermano de Habila había hecho una visita anterior. “Hablamos largo y tendido sobre si tal vez deberíamos dejar Potiskum”, cuenta Habila. “Mi hermano me instaba a que me llevara a Vivian y a David a vivir a otro sitio durante un tiempo. Le preocupaba nuestra seguridad”. Ya entonces, la situación en Potiskum, ciudad del extremo norte del país, famosa por la magnitud de sus mercados de ganado, era tensa desde hacía meses. Con creciente frecuencia, los hombres de Boko Haram habían estado secuestrando o asesinando a personas sin ton ni son. Varios miembros de la congregación de Habila habían sido asesinados, aparentemente al azar. Cuando el pastor de Habila fue a la comisaría a denunciar el brutal asesinato de uno de los miembros, la respuesta de los agentes se limitó a preguntarle por qué “perdía” el tiempo con alguien que, de todos modos, estaba muerto. Esto ilustra el estado de ánimo reinante en Potiskum.

“Incluso si ibas al mercado a plena luz del día, no sabías si llegarías vivo a casa. Podían matarte a tiros sin más. Y sigue siendo igual hoy en día”. En la opinión de Habila, es precisamente ese elemento aleatorio el que pone especialmente nerviosos a los lugareños. Los militantes de Boko Haram pueden aparecer sin previo aviso. “Nunca se sabe lo que va a ocurrir. Lo único de lo que puedes estar seguro es que no puedes contar con que el ejército nigeriano o la policía nigeriana te protejan”. Las milicias de Boko Haram están mucho mejor armadas que el Ejército, y más de una vez los soldados se han limitado a huir ante un ataque de Boko Haram. Dejaron a la población sola ante su suerte.

A pesar de estos riesgos, en aquel momento Habila no tenía la intención de abandonar Potiskum. Tampoco le hizo cambiar de opinión la conversación sincera que mantuvo aquel día con su hermano. Aquella tarde ensayaron juntos todos los argumentos. No fue una conversación fácil. Tal como estaban las cosas, el hermano de Habila no tenía ninguna confianza. Habila, sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse expulsar de su propia casa y de la tierra que había heredado de su padre. “Yo vivo aquí; esta es nuestra tierra y esta casa es de mi propiedad”, le había dicho a su hermano. “¡No cederé ni un ápice!”. No le parecía probable que tocaran a su familia. No es que estuviera ciego a todo lo que ocurría a su alrededor, pero realmente, ¿ceder ante un grupo de bandidos? La idea no tenía nada de recomendable, por lo que a él respectaba. Sin embargo, en el mismo momento en que Habila decidió tan desafiantemente quedarse en Potiskum, no tenía ni idea de los horrores que le esperarían esa misma noche...

En la penumbra del salón de Jos, estoy escuchando la historia de Habila e intento imaginarme la escena que él está dibujando. Como persona totalmente ajena a la situación, me cuesta imaginar cómo habría actuado yo en su lugar. ¿Es difícil dejar todo atrás e irse a otro lugar? ¿Son las consideraciones objetivas las que se imponen cuando uno tiene que tomar una decisión así? ¿Es una cuestión de honor para un hombre quedarse y defender su hogar y su casa, o la consideración principal es más bien que un cristiano tiene la carga espiritual de vivir su fe en un entorno hostil? ¿Cómo sopesas el papel de tus creencias a la hora de tomar una decisión de esta naturaleza?

Aquella fatídica noche, Vivian estaba cansada. Había tenido un día ajetreado y su embarazo la dejaba con poca energía al final del mismo. Acostó a David, que entonces tenía cinco años, a las siete en punto. A Vivian le pareció buena idea acostarse temprano. Habila se quedó un rato más frente al televisor. Cerró a las diez y se fue a la cama. En su casa reinaba una calma profunda, pero no por mucho tiempo.

Hacia las once, Habila se despertó sobresaltada. Una linterna brillaba a través de la cortina y su haz bailaba en la pared del dormitorio. Oía voces. “¡Ejército nigeriano! Abran la puerta”. Vivian también se despertó al instante. Se sentaron en la cama y se miraron con miedo. ¿Y ahora qué? Rápidamente, Habila saltó de la cama. Si el ejército llamaba, no tenía más remedio que abrir. Con cautela, se dirigió a la puerta principal y giró la llave en la cerradura. Entonces le sobrevino el terror. Habila estaba frente a frente con un grupo de hombres con pasamontañas negros y AK-47 en la mano. Enseguida se dio cuenta de que no se enfrentaba a soldados, sino a Boko Haram. Cuatro hombres enmascarados entraron a empujones en la sala de estar. Un quinto vigilaba la puerta exterior. Habila retrocedió. “¡Jesús!”, gritó Vivian aterrada al ver entrar a los visitantes nocturnos.

“¡Hemos venido a hacer el trabajo de Alá!”, gritó uno de los hombres. Ante esto, Habila supo que las cosas sólo podían acabar mal. Eran hombres con prisa. Habila se vio obligado a entregarles la llave de la puerta; a Vivian le ordenaron que recogiera todo el dinero, los objetos de valor y los teléfonos de la casa y los entregara. Mientras Habila permanecía de pie en el salón, empezó a orar en voz baja: “Señor, soy un pecador. ¿Me perdonas mis pecados?”. En ese momento, uno de los hombres, que actuaba como jefe de la banda, se dirigió a él. Habila dio un paso adelante. En su mente se agolpaban todo tipo de pensamientos, pero resolvió no responder más que la verdad.
“¿Cómo te llamas?”
“Habila Adamu.

“Si cooperas, no te mataremos”. El hombre le clavó una mirada penetrante. Habila sólo veía sus ojos a través de los agujeros del pasamonta- ñas. El interrogatorio continuó.

“¿Pertenece usted a la policía nigeriana?”.
“No.
“¿Es usted soldado?”
“No.

“¿Es usted miembro del Servicio de Seguridad del Estado?”
“No, soy un hombre de negocios.”

“¿Es usted cristiano?”
“Sí, soy cristiano.”

El hombre lanzó su discurso de conversión. “Sabemos que eres un buen hombre. Tienes el corazón de un musulmán. Antes de que nos vayamos de esta casa, tú también querrás hacerte musulmán”. Habila era consciente de que se trataba de un hombre dispuesto a todo. Mientras tanto, uno de los otros hombres, de pie a unos metros, le había apuntado con la mira de su arma automática. Habila se aclaró la garganta. “Nosotros también tenemos un Dios, y deseo compartir el Evangelio de este Dios verdadero con usted”. “¿Intentas decirme que los cristianos conocéis a Dios?”, replicó su interrogador, visiblemente molesto. “Sí”, respondió Habila, “conozco a Dios. Por eso predico la Buena Nueva a quienes no lo conocen”. Uno de los otros militantes de Boko Haram intentaba ahora hablar con Vivian, que a su vez había empezado a suplicar emotivamente clemencia. “Tienes un marido testarudo”, le espetó. La tensión iba en aumento.

El interrogador dejó de ser oblicuo y formuló su pregunta sin rodeos: “Habila, ¿estás dispuesto a morir como cristiano?”. “Sí”, respondió Habila, “si debo hacerlo, estoy dispuesta a morir”. De nuevo, con más énfasis, el hombre preguntó: “Habila, ¿estás dispuesto a morir como cristiano?”. Por segunda vez, Habila respondió: “Sí”, pero antes de que hubiera cerrado los labios, el hombre que le había apuntado había apretado el gatillo. Habila perdió el conocimiento.

Cayó al suelo. La sangre brotaba de una herida abierta en la carne a lo largo de la cara. Casi inmediatamente, se acumuló en un gran charco alrededor de la cabeza de Habila. No tenía signos vitales. El pequeño David, despertado por el clamor, entró en la habitación en ese momento y vio cómo los enmascarados se turnaban para patear el cuerpo de su padre, que no reaccionaba. “¡Allahu akbar!”, gritaban. Habían cumplido su misión con orgullo. Abandonaron la casa y su recinto amurallado, cerraron la verja tras de sí para que les diera tiempo a emprender la huida.

Vivian se quedó sola en el salón, conmocionada. Lo había presenciado todo. Empezó a llorar y a clamar a Dios, llena de dolor. “¡Señor, ten piedad!”, sollozaba. “¿Cómo puedo seguir adelante sin mi marido? Por favor, acuérdate de mi hijo nonato”. Para su asombro, Habila levantó un poco la cabeza. Vivian se asombró al ver que Habila seguía con vida; estaba convencida de que había muerto en el acto por una herida tan grande en la cabeza. Sin embargo, se sintió angustiada, pues seguramente no sobreviviría mucho tiempo con una hemorragia tan abundante. Habila respondió con las palabras que nunca olvidará mientras viva: “Para mí, vivir es Cristo y morir es ganancia”. Vivian se sintió conmovida hasta lo más profundo de su ser. En la hora decisiva, su marido no había renegado de su Señor y estaba dispuesto a morir por Él.

Abrumada por la emoción, sabía que era crucial encontrar ayuda lo antes posible, ya que la sangre seguía brotando de Habila. Si no actuaba, estaba segura de que moriría desangrado. Pero, ¿dónde podía acudir? Era casi medianoche y todos los edificios estaban a oscuras. Aun así, salió en busca de ayuda, consciente de que no tenía otra opción. David se quedó con su padre gravemente herido.

Cuando Vivian salió al exterior, se encontró enseguida con un gran obstáculo: los hombres habían cerrado la verja por fuera. Toda la casa estaba protegida por un alto muro. Vivian cuenta: “Recuerdo que oré y luego empecé a trepar. Entonces, el muro pareció de golpe bajar de altura. Dios debió de ayudarme a pasar. Si no, no me explico cómo superé ese muro”.

Su siguiente descubrimiento, una vez fuera, fue aún más terrible. Habila no era el único a que habían disparado. En la calle cundía el pánico, con vecinos gritando y llorando por todas partes. En total, doce hombres cristianos habían sido asesinados en el barrio. Uno de ellos era Jibring Matinja, presidente durante muchos años de los ancianos de la iglesia de Habila y Vivian, que había muerto junto con su hijo de 28 años. Casualmente, ambos se habían quedado en Potiskum sólo una noche, tras haber recogido ese día la cosecha en un campo cercano. El mundo lo llamaría un ejemplo para un libro con el título estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Las esposas sobrevivientes pasaron el resto de la noche profundamente conmocionadas, en un ambiente de miedo mezclado con confusión. Llorando juntas y agotadas por los nervios, estaban desesperadas por lo que pudiera ocurrirles. Temían por sus vidas.

Al terrible descubrimiento de toda una serie de asesinatos siguió rápidamente otra prueba para la paciencia de Vivian. Continúa: “Pregunté a los vecinos si me podían prestar un teléfono para llamar al hospital. Pero todos estaban demasiado asustados. Tenían tanto miedo de Boko Haram que ninguno se atrevió a darme un teléfono. ¿Y si Boko Haram se enteraba de que me habían ayudado?”. Vivian estaba completamente perdida. Si la ayuda no llegaba rápido, Habila moriría igual que los otros hombres. Finalmente, una de las familias vecinas cedió a regañadientes a Vivian un celular para que llamara a la policía. Sus esperanzas de que la ayuda estuviera en camino se desvanecieron pronto: no aparecieron, aterrorizados por las represalias de Boko Haram. Vivian estaba desesperada. ¿Realmente no había nadie dispuesto a ayudar?

Habila llevaba horas desangrándose en el suelo de su salón, con la cabeza en un gran charco de sangre. Estaba inconsciente, pero milagrosamente seguía vivo. La ayuda no llegaría hasta después del amanecer, cuando un taxista se armó de valor para llevar a Habila al hospital local. Vivian continúa: “Cuando por fin llegamos allí, me dijeron que no podían tratarlo porque sus heridas en la cabeza eran demasiado complejas. No tenían experiencia interna en este tipo de traumatismos”. Incluso los médicos del hospital local quedaron visiblemente conmocionados al ver la cara de Habila. “Donde la bala le había dejado la cara, un trozo de su mejilla había desaparecido por completo. Sólo había un enorme hueco en el lugar donde había estado”. Habila fue vendado fuertemente para contener la peor parte del flujo de sangre. No le prestaron ningún otro tipo de primeros auxilios.

Vivian estaba preocupadísima. ¿Qué hacer a continuación? Hicieron algunas llamadas y, finalmente, el pastor de la pareja, Awayi, consiguió ponerse en contacto con un hospital más importante de una ciudad más grande. ¿Quizá allí podrían atenderle? No había ninguna ambulancia disponible. Había que llevar a Habila al otro hospital de inmediato; no había tiempo que perder. A falta de un medio de transporte más adecuado, Vivian se metió con su mutilado marido en el destartalado coche de un amigo. Fueron cuatro horas de viaje por una carretera llena de baches hasta el hospital del distrito, e incluso cuando llegaron allí, Habila fue remitido de nuevo a colegas más especialisados. Esta vez, su destino era el Hospital Universitario de Jos. A Vivian le aseguraron que los mé- dicos de allí sabrían cómo tratarlo.

Fue otro viaje angustioso. Vivian recuerda que las vendas de la cabeza de su marido estaban empapadas de sangre. “En cada uno de los hospitales en los que nos detuvimos por el camino, miraron la herida y cambiaron el vendaje. La cabeza no dejaba de sangrar. Estaba muy preocupada”. Pasaron una noche y un día entero desde que recibió la herida de bala antes de que Habila llegara al cuidado de los médicos de la universidad de Jos, que estaban asombrados de que siguiera vivo.

La situación de Habila era crítica. Tenía por delante una estancia de muchas semanas en este hospital. Le pregunto qué recuerda de aquella época. Inmediatamente empieza a hablar de la sonda de alimentación que le insertaron en la boca. “Era una sonda horrible. Me dolía mucho. Durante al menos un mes, casi no pude hablar ni tragar, por causa de esa cosa en mi garganta”.

Durante los primeros días en la cama del hospital, Habila bregó con Dios. “¿Por qué me había dejado vivir en estas condiciones tan terribles? No podía ver cómo las cosas volverían a ir bien”. Tras mucha oración, Habila llegó a la firme convicción de que tenía que haber una buena razón por la que Dios le hubiera conservado con vida. Decidió aceptar la situación en la que se encontraba. A partir de ese momento, accionó un interruptor en su mente y empezó a luchar por recuperar sus fuerzas. Habila estuvo seis semanas seguidas en el hospital. Vivian no se movía de su lado, sentada todo el día junto a su cama. Cuenta: “Aunque apenas podíamos dirigirnos la palabra, orábamos mucho juntos. Estábamos plenamente convencidas de que sólo Dios podía librarnos de esta terrible situación”.

Milagro de milagros, al final Habila salió adelante, gracias tanto a una atención médica excepcional como por el poder de la oración intensa. En contra de todas las expectativas de los médicos, su cabeza sanó casi por completo. La herida abierta en su cara se cerró poco a poco. Ahora, un año y medio después, lo único que queda visible del ataque es una gran cicatriz en el lado derecho de la cara de Habila. Cuando habla, su expresión facial está un poco inclinada hacia un lado, ya que su capacidad para mover esos músculos es menor.

Estoy profundamente impresionado por esta pareja de auténticos luchadores que se han enfrentado juntos a tantas adversidades. Intentando imaginarme en su situación, me asombra que tras experiencias tan traumáticas hayan retomado el hilo de sus vidas y hayan seguido adelante. No se centran en lo que han perdido, sino en lo que conservan.

Habila está profundamente convencido de que Dios le salvó la vida. “Cuando estaba tendido en el suelo con la cabeza en un charco de sangre, esperaba que mis ojos se abrieran en cualquier momento y que un ángel me cogiera de la mano y me llevara al cielo. Pero no fue así. Me mantuve con vida, ¡para mi propio asombro! Doce de mis hermanos que fueron fusilados esa misma noche no sobrevivieron. Para mí es un misterio por qué tuvieron que morir. Soy el único que vive para contarlo. Pero creo que Dios tiene sus razones para todo. Considero que es mi vocación dar mi testimonio para que todo el mundo sepa lo que está ocurriendo en Nigeria. Los cristianos del norte del país están sufriendo una terrible persecución. Nunca hubiera imaginado que sería testigo de cosas tan indecibles en mi propia vida. Comprenderlo me supera, pero quiero demostrar que, aun así, Dios no ha retirado Su mano de nuestra iglesia. Es por la gracia de Dios que sigo vivo!”.

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Sin explicación médica

Aunque el conmovedor testimonio de Habila y Vivian me ha impresionado profundamente, sigo sumido en la confusión, porque no tengo ni idea de cómo interpretar la milagrosa curación de Habila. Curioso por saber qué pueden contener las anotaciones de su caso, le pregunto a Habila si puede ponerme en contacto con el médico que le atiende en el Hospital Universitario de Jos. Ese mismo día, consigo hablar con el Dr. Ben. Es especialista en los tipos más complicados de reconstrucción facial. El Dr. Ben está dispuesto a hacer un hueco en su apretada agenda cuando se entera de que la petición se refiere a Habila. Puedo ir a visitarle esa misma tarde. Lo que consigo de él, sin embargo, no son aclaraciones médicas sobre la asombrosa recuperación de Habila, sino varios detalles nuevos inexplicables.

Le pregunto al Dr. Ben si recuerda sus primeros pensamientos al ver esta herida en la cabeza. “He visto muchas heridas, pero la de Habila es un caso que siempre me recuerdo impresionado. Cuando llegó a mi sala, enseguida me di cuenta de que estaba muy grave. Tenía una gran herida abierta en la cabeza y llevaba ya más de un día sin atención médica suficiente. Al verle por primera vez, debo decirle sinceramente que no tenía muchas esperanzas. Pensaba que era imposible que sobreviviera. Entonces llegó mi primera gran sorpresa. La tensión sanguinea de Habila era casi normal. Desde el punto de vista médico, eso es imposible, ya que llevaba más de 24 horas sangrando sin parar por una gran herida en la cabeza. Los hechos no cuadraban”.

El Dr. Ben lleva más de veinte años ejerciendo. Describe las numerosas víctimas de graves accidentes de tráfico que ha tratado. Le disgusta enormemente que, desde 2010, sean cada vez más las víctimas de Boko Haram las que acaban en su mesa de operaciones. El número de operaciones que realiza su departamento se ha más que triplicado desde el ascenso de Boko Haram en el norte. Para mostrar la complejidad de los casos que han pasado bajo su bisturí, me muestra en su tableta varias fotografías de operaciones de reconstrucción técnica en curso. El Dr. Ben ha visto muchas cosas en su vida. Sin embargo, el caso de Habila es excepcional incluso para sus estándares, porque aparte de la desconcertante estabilidad de su presión sanguínea a su llegada, hay otras cuestiones que escapan a su comprensión.

“Mientras me preparaba para la operación, me puse a reconstruir, a partir de la tomografía computarizada, el recorrido de la bala. Esta entró en la cabeza de Habila por el lado izquierdo de la nariz. Destrozó su mejilla derecha, la mandíbula y parte del pómulo. Parece que el proyectil tomó una trayectoria desviada, porque de lo contrario el punto de salida lógico habría sido la parte posterior de la cabeza de Habila”

El Dr. Ben estaba decidido a no dejar pasar el asunto hasta encontrar una explicación satisfactoria. Tras revisar una y otra vez las tomografías sin éxito, decidió consultar a un experto en armamento del ejército nigeriano. Sin embargo, tras un estudio detallado del expediente, este hombre sólo pudo concluir que “el proyectil no seguía una trayectoria natural”. De hecho, su pregunta de despedida al Dr. Ben fue, si este paciente podría haber estado bajo la protección de un médium ocultista especialmente poderoso. No tenía otra forma de explicar cómo el proyectil dio un giro de casi noventa grados dentro de la cabeza de Habila.

La operación que el Dr. Ben planeaba para Habila también dio un giro inesperado. Poco antes de que comenzara, el personal descubrió al cambiar el vendaje de la herida que gran parte del hueso de la mandíbula destrozada de Habila había vuelto a crecer por sí solo. El Dr. Ben estaba desconcertado. Según cuenta, su intención era trasplantar carne de la pierna de Habila a su cara. “Ya había encargado la mandíbula artificial para la cirugía reconstructiva. Pero -milagrosamente- para Habila, la curación siguió un curso espontáneo”. Todavía buscando una explicación médica, el Dr. Ben presentó el caso de Habila en una conferencia europea a la que asistió. “Ninguno de mis colegas especialistas pudo explicar con datos médicos cómo se curó este hombre. Para ellos ya es incomprensible que sobreviviera. Pero yo he visto las pruebas con mis propios ojos”.

Le pregunto al Dr. Ben cuál es su propia interpretación del caso. No tiene que pensarlo mucho. “Para mí, esto es un milagro de Dios. Desde el punto de vista médico, no puedo explicarlo de otra manera”.

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Un león rugiente

Lamentablemente, el brutal atentado contra la vida de Habila no fue en absoluto un caso aislado. El norte de Nigeria está asolado desde 2009 por las milicias de Boko Haram, que en nombre de Alá siembran la muerte y la destrucción entre la población. Utilizando un arsenal de armas de última generación -y nadie parece saber quién financia los suministros-, asesinan y saquean a su antojo en los tres estados de Borno, Adamawa y Yobe, este último donde se encuentra Potiskum. Fuentes fiables hablan ya de 20.000 asesinatos desde principios de 2009. Amnistía Internacional publicó un extenso informe en abril de 2015 en el que documentaba 5.500 asesinatos solo durante 2014 y los tres primeros meses de 2015. Esto sólo puede servir como una indicación mínima aproximada: de ninguna manera todas las muertes se registran oficialmente. [Lamentablemente esta situación no ha cambiado hasta la fecha de la edición de este libro en español, al contrario, ha empeorado más]

En mayo de 2013, el entonces presidente Goodluck Jonathan, declaró el estado de emergencia en los estados del norte de Nigeria. En muchos casos, sin embargo, el ejército nacional es un espectador impotente, ya que el equipamiento obsoleto de sus soldados simplemente no está a la altura del de los militantes de Boko Haram. La población local se siente abandonada por su propio gobierno. ¿Quién defiende el derecho cuando se masacra sin piedad a hombres, mujeres y niños? Boko Haram ha atacado principalmente iglesias, escuelas y comisarías de policía. Está en guerra contra todo lo que sea incongruente con las nociones islamistas, incluida la educación “occidental” (boko), pero también contra las influencias religiosas y culturales “extranjeras”. Es una ironía que los propios militantes de Boko Haram sean a menudo analfabetos, incluso en las lenguas islámicas “aprobadas”. Abubakar Shekau, que desde 2009 pretende ser el líder oficial de Boko Haram, deja perfectamente claro en sus mensajes de vídeo en línea que su objetivo es introducir la sharia -la ley islámica- y fundar un califato africano. Hay que acabar físicamente con todo lo que contradiga este objetivo. En un califato no hay lugar para la Iglesia.

Sigue siendo desconcertante cómo se pueden llevar a cabo campañas de asesinatos a tan gran escala contra sus compatriotas y salir impunes. No sería justo atribuir esta matanza a motivos puramente religiosos. Al fin y al cabo, hay varios factores en juego. Por un lado, el norte es una de las zonas más pobres de Nigeria, no sólo con las tasas de desempleo más altas del país, sino también con las cifras de alfabetización más bajas. Se trata de un terreno fértil para las ideologías extremistas. Boko Haram ha sabido aprovechar hábilmente estas condiciones: con una competencia no precisamente dura como empleador local, procura seguir siendo una opción profesional atractiva pagando a sus soldados rasos un salario decente.

Empiezo a preguntarme cómo se las arregla la Iglesia para sobrevivir en esta vorágine de injusticia y agresión. Le planteo mi pregunta al pastor Awayi, antiguo ministro de Habila y Vivian en Potiskum. “A veces me siento como el capitán de un barco que se hunde”, admite Awayi cuando me reúno con él en Jos. Su iglesia de Potiskum ha sido incendiada cinco veces por los pirómanos de Boko Haram. Incluso después de todo eso, su congregación -o mejor dicho, lo que queda de ella- persiste en reunirse en las ruinas domingo tras domingo, celebrando el culto sobre el suelo de cemento desnudo. Se ha colocado un toldo de plástico para que los fieles puedan sentarse a la sombra.

Antes de iniciar nuestra conversación, Awayi quiere enseñarme algo. “Mira”, me dice, mientras saca un par de páginas de su bolsa. Sin decir nada más, las deja sobre la mesa. Las hojas se titulan Lista de víctimas de asesinato, sólo ataques de Boko Haram. Representan un resumen sistemático de los fieles que Awayi ha perdido a manos del terrorismo. Para cada nombre, se registra la fecha y el lugar de la muerte. Otra columna, Observaciones, repite escalofriantemente la misma palabra en negrita de arriba abajo: MUERTOS. El pastor ha recopilado 83 nombres en apenas dos años. Esto supera mi imaginación; me quedo en silencio. Me doy cuenta de que estoy ante la amarga realidad de lo que significa ser cristiano en el norte de Nigeria.

Awayi recorre los nombres con el dedo. “Este es Daniel Idi. Era el presidente de nuestros ancianos. Lo decapitaron”. Awayi hojea el resto de sus papeles para aportar pruebas. Produce una fotografía espeluznante de la escena que él mismo encontró cuando llegó a la casa de Daniel: su cabeza empapada en sangre, separada de su cuerpo. Fue asesinado en la Navidad de 2012, un mes después de que Boko Haram intentara matar a Habila. La misma noche en que decapitaron a Daniel, otros yihadistas irrumpieron en la misa de Nochebuena y mataron a tiros a cinco cristianos, entre ellos un oficial de la iglesia. A continuación, los atacantes prendieron fuego al edificio.

A medida que Awayi continúa hablando, queda claro por qué está decidido a transmitir estos hechos tan horribles: “Quiero documentar el sufrimiento insondable que han padecido los fieles de mi iglesia, para que nadie olvide lo que ha ocurrido aquí. El ejército no es capaz de defendernos y la policía apenas se fija en nosotros. La historia de la iglesia del norte de Nigeria no debe perderse, porque la sangre de estas personas se derramó por la causa de Cristo”.

El pastor Awayi es un hombre con una misión. En 2012, cuando la violencia de Boko Haram contra los cristianos alcanzaba su punto álgido, sintió que Dios le llamaba a abandonar Jos y regresar a su distrito natal en el norte de Nigeria. Una suave sonrisa se dibuja en su rostro cuando describe cómo era su vida antes de la violencia. “Yo era como Nehemías, llevaba una vida cómoda en los palacios del rey”. Awayi ha tenido una impresionante carrera como predicador, desde pastor en una aldea del norte hasta profesor en un instituto bíblico y coordinador de formación teológica en la capital de la provincia, Jos. “¡Pero mi gente del norte estaba pereciendo!”, añade. Esto empezó a corroerle. Cuando el sentimiento persistió, Awayi tuvo que concluir que Dios le estaba diciendo algo. Sintió que la llamada divina era volver a su última congregación en Potiskum. La historia de su familia está estrechamente ligada a esta ciudad.

Cuando Awayi le dijo a su mujer que pensaba volver a Potiskum, ella le dejó marchar, aunque con sentimientos divididos. Acordaron que ella se quedaría en Jos con sus cuatro hijos. Hija de un predicador, había visto a su padre asesinado en su púlpito de Potiskum por una turba desenfrenada a principios de los noventa. En ese mismo ataque, Awayi resultó herido por una piedra que le lanzaron a la cabeza. Me muestra la abolladura que le dejó en el cráneo. Hasta el día de hoy, de vez en cuando tiene dolores punzantes justo encima de la oreja izquierda. “Pero”, continúa, “estas experiencias me moldearon y templaron para la tarea que tenía por delante”

De regreso al estado de Yobe, Awayi encontró su iglesia profundamente lacerada. “El diablo se paseaba como un león rugiente. Muchas iglesias habían sido quemadas por musulmanes llenos de odio. El 85% de las cuatrocientas iglesias del estado habían sido destruidas o clausuradas. Sus fieles habían sido asesinados o expulsados de la región. Yobe se había convertido en un infierno. Los yihadistas seguían a los cristianos hasta sus casas y los mataban allí a sangre fría. Esa fue la estrategia que siguieron”. Awayi prosigue: “Boko Haram está haciendo todo lo posible para acabar con los cristianos en el norte de Nigeria. Allí donde lo consiguen, se apoderan de sus tierras y casas. Mientras que las comunidades islámicas gozan de libertad de culto en el sur de Nigeria, abrumadoramente cristiano, los cristianos del norte ni siquiera tenemos libertad de movimiento básica. Peor aún, estamos siendo completamente eliminados, pura y simplemente porque somos cristianos”

En Potiskum, Awayi ni siquiera podía llevar el alzacuello blanco. El riesgo era demasiado grande, porque Boko Haram hace de los predicadores su objetivo número uno. “Cuando regresé en 2012, gran parte de mi tiempo dedicaba a celebrar funerales. Como muchos hermanos ministros habían sido asesinados, otras congregaciones también me llamaban para que dirigiera servicios”.

Describe el efecto que esto tuvo en él: “Me preguntaba cuál podía ser la causa de una persecución tan dura. Lo que descubrí fue que los cristianos que quedaban habían perdido gran parte de su anterior conocimiento de la Palabra de Dios. Aunque no lo dije en voz alta, esto no me extrañó. Nuestras iglesias carecían de un objetivo claro. Y ese es el momento para que el enemigo ataque. Pero también vi los efectos positivos de la persecución. Los que aún teníamos en nuestras congregaciones aprendieron de nuevo a orar. La Biblia se abría más a menudo. Los lazos sociales se estrecharon. Las terribles condiciones hicieron que los cristianos se implicaran más en la vida de sus compañeros de iglesia”.

A veces, Awayi se enfrentaba a dilemas imposibles. Hay una situación que nunca podrá olvidar. “Recibí una llamada en la mitad de la noche de alguien de mi iglesia. Varias familias jóvenes de la misma zona de la ciudad habían recibido esa noche la visita de un grupo de Boko Haram. Habían ido de casa en casa, asesinando a todos los hombres. Yo los conocía bien; eran miembros de mi propia iglesia. La petición era: por favor, ven a decir una palabra de consuelo a las viudas. Cinco minutos después, el teléfono volvió a sonar. Era otra persona de nuestra congregación. Las noticias eran que Habila, nuestro líder juvenil, había recibido un disparo, estaba gravemente herido en la cabeza y tenía que ser trasladado al hospital. Así que esta segunda petición era para ayudarle. Son decisiones difíciles. ¿A quién te concentras en ayudar? Cuando te enfrentas a tanto sufrimiento a la vez, te preguntas cuál es la forma más sensata de actuar. ¿Qué palabras puedes compartir en este tipo de situaciones? En esos momentos, oro para que el Espíritu de Dios me dé una palabra que decir. Cuando la gente ve tanto dolor, se quebranta. Es desgarrador verlo. Igual que ellos están destrozados, yo también lo estoy. Entonces lloramos todos juntos”

Le pregunto a Awayi si no tiene miedo de ser él mismo el objetivo. “Sé que me perseguirán”, responde, “pero he desarrollado mi propia estrategia para mantenerme fuera del alcance de Boko Haram. Hasta ahora siempre me ha funcionado. Nunca permanezco más de un par de días en el mismo lugar. Cuando salgo a los pueblos de los alrededores para visitar a los cristianos, duermo en mi coche al borde del camino, para no ponerlos en peligro”. Awayi me confiesa que ha construido varios escondites secretos, al igual que muchos de sus fieles. “Algunos cristianos han cavado una fosa en el bosque o en su jardín donde esconderse a toda prisa si las cosas se ponen feas. Tristemente, así es la vida cotidiana para nosotros”. Me vienen a la memoria en un instante las palabras de Cristo en el Evangelio según San Lucas: “Las zorras tienen cuevas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del hombre no tiene donde recline la cabeza” (Luk_9:58).

Muchos cristianos han huido de los estados del norte. La cuestión de huir o quedarse es un tema que surge con frecuencia cuando Awayi hace sus llamadas pastorales. Lo que realmente está en juego es cuánta persecución puede soportar una persona. Le pregunto a Awayi si anima a los cristianos a marcharse. Responde: “No animo a nadie a irse, y tampoco le digo a nadie que se quede. Que cada uno esté en el lugar que le corresponda. Lo que sí veo, sin embargo, es que el diablo utiliza la carne para molestar a la gente. Si acabas de sobrevivir a un ataque, la reacción impulsiva habitual es querer huir. Pero el miedo es un mal consejero.

Insto a la gente a que busque la guía de Dios en la oración. Dios no habla a través de nuestra carne, sino en nuestro espíritu. He visto a familias partir demasiado deprisa por miedo, con tanto pánico a veces que a los mayores les dio un infarto por el camino. ¿Era buena idea marcharse así? Animo a mis feligreses a pedir primero una indicación clara del Señor antes de tomar cualquier decisión. Siento mucha simpatía por las personas que toman una decisión bien pensada para marcharse. El diablo anda por ahí como un león rugiente, pero lo que sostengo ante la mirada de mi gente es que nuestra autoridad reside en Cristo. Él es el verdadero León”.

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El sueño

Al día siguiente, Habila y yo nos abrimos camino a través de un laberinto de pequeñas carreteras sin asfaltar hasta la casa de Rebeca. Nunca lo habríamos conseguido sin la llamada de Habila desde su móvil: “Estoy junto a la tienda con la fachada roja, la de las galletas. ¿Es aquí donde tenemos que girar a la derecha o más adelante, junto a la parada de taxis?”. Hace tiempo que Habila no ve a Rebeca, aunque la llama de vez en cuando para preguntarle cómo le van las cosas. De hecho, sólo en el último año han llegado a conocerse mejor: un resultado positivo de haberse visto envueltos en una tragedia compartida.

“¡Hola! Por aquí... ¡aquí estoy!”. Rebecca camina hacia nosotros con sus chanclas de plástico y una alcantarilla abierta a su lado. Está visiblemente encantada de ver a un viejo conocido de Potiskum. Un niño pequeño se balancea con ella en la cadera: su hija Rachel, de tres años. Un sonriente Habila se acerca a ellas.

Desde la fatídica noche del 28 de noviembre de 2012, de la que ya ha pasado más de un año y medio, Habila y Rebecca han buscado refugio más al sur, en Jos. Cuando Habila recibió el alta hospitalaria, él y su familia no tenían ninguna duda de que era demasiado peligroso para ellos volver a casa. Los militantes de Boko Haram no descansarían hasta haber acabado con todos sus objetivos; eso estaba claro por todas las se- ñales que Habila había captado. Rebecca tampoco estaba segura de que sobreviviría en Potiskum. Aquí, en Jos, el cuñado de Rebecca le había encontrado una habitación. El barrio donde ha ido a parar es miserablemente pobre para los estándares nigerianos o de cualquier otro país. En la habitación que tiene apenas caben dos personas, pero al menos tiene un techo bajo el que cobijarse y, lo que no es poco importante, está a salvo aquí por el momento. A pesar de todo lo que le ha ocurrido, Rebecca, de 33 años, dice que su llegada aquí ha sido guiada por la mano de Dios.

Habila sigue el rastro de Rebecca junto al muro de tierra. Pasa por encima de un demacrado perro callejero que ha venido a refugiarse un poco de la lluvia. Trota por el centro del estrecho pasillo, justo debajo de una plancha de tejado ondulado que sobresale. Habila tiene que mantenerse alerta para no empaparse. Dos grandes cubos amarillos de plástico están colocados bajo las chapas onduladas para recoger el agua que cae; Habila los esquiva con destreza. Un par de metros más adelante, Rebecca se detiene y se agacha detrás de una cortina de colores en una abertura en la pared de arcilla gris. “Bienvenidos a mi nuevo hogar”, anuncia. Nos sentamos en su cama, pegada a la pared desnuda. Es el único mueble de la habitación, a menos que contemos el televisor de la esquina. Rachel, tímida al ver caras desconocidas, se escurre detrás de las faldas de su madre.

Una sobrina de nueve o diez años, llamada para preparar las bebidas, vuelve enseguida con tres latas de zumo de mango para los inesperados visitantes, completas con pajitas. Rebecca comienza su relato con voz suave. Su rostro irradia una intrigante mezcla de amabilidad y profundo dolor. Habila escucha atentamente mientras Rebecca relata recuerdos de su marido, Ishaku. Era un hombre al que Habila conocía bien. Durante años, formaron juntos el equipo de líderes juveniles de la iglesia. Ishaku daba las historias de la Biblia a los niños más pequeños mientras Habila enseñaba a los adolescentes.

Veo que a Rebeca le hace bien refrescar la memoria y reencontrarse con una cara conocida del pasado, que sabe qué clase de hombre era su marido. Saca un par de fotos antiguas de una cajita y las alisa con cuidado un par de veces. Son posesiones preciosas. Una de las imágenes es de un alegre grupo de jóvenes: los líderes juveniles de la iglesia de Potiskum. Está claro que disfrutan de la compañía de los demás. “Mira, este es Ishaku, y Habila está ahí de pie”. Rebecca sonríe un momento. Habila parece bastante más joven aquí, a pesar de que la fotografía se tomó hace sólo un par de años. La imagen hace que Habila cuente algunas anécdotas sobre un concurso que el equipo organizó para los jóvenes mayores. Parece que se divirtieron al hacer bromas con los jóvenes. Después de reírse a carcajadas, los dos se callan un segundo, admitiendo conmovidos que saben que aquellos tiempos ya no volverán. Desde su posición ventajosa, detrás de los pliegues de su madre, la pequeña Rachel observa la escena con cierta reserva. No responde cuando Habila le hace una pregunta y sigue acariciando su peluche. Rebecca le da un par de golpecitos en la espalda, se sienta y dobla las piernas bajo ella en postura de sastre. Le apetece contar una historia más seria: el extraordinario sueño que tuvo Ishaku.

“Una mañana, Ishaku se despertó antes de lo normal. Estaba aturdido por un sueño que había tenido esa noche. En él, se veía a sí mismo en medio de una multitud incontable. Todos iban vestidos de blanco brillante. Se dirigían a una hermosa ciudad cantando. Nunca había oído una música tan gloriosa. Entonces, un ángel señaló a mi marido y le instó a que tuviera un poco más de paciencia: pronto, muy pronto, el gran Rey le saludaría”. Una semana después, Rebeca tuvo su propio sue- ño. “Mientras dormía, abrí los ojos y al instante pude asomarme al cielo. Vi a mucha gente allí. Vi a una hermana de nuestra iglesia que había sido asesinada por Boko Haram, y a muchas otras, a la mayoría de las cuales no reconocí. Pero también pude ver que yo seguía en la tierra mientras miraba. Entonces, una gran tela descendió del cielo, de colores preciosos, bordada en oro. Cayó suavemente sobre mí como un vestido. Me cubrió por completo”. Al despertar, Rebeca no sabía qué pensar del sueño. ¿Era un mensaje especial para ella?

Ishaku y Rebecca lo hablaron. Juntos decidieron que ambos debían compartir sus sueños en la siguiente reunión de oración. “Desde el surgimiento de Boko Haram, en Potiskum habíamos empezado a orarar mucho más”, explica Rebecca. “Un grupo de miembros de nuestra iglesia se reunía semanalmente para orar”. Rebecca no tenía ni idea de que la reunión de oración en la que ella y su marido contaron sus sueños sería la última a la que asistirían juntos.

Cinco días después, Ishaku fue atacado en su casa por la noche por hombres de Boko Haram. Era el 28 de noviembre de 2012, la misma noche en que intentaban matar a Habila. Rebecca se había llevado a Rachel a ver a una amiga esa noche, pero una sobrina estaba presente para presenciar que los hombres exigieron a Ishaku que renunciara a su fe para perdonarle la vida. Ishaku se negó. Le dispararon en el acto. Arrastraron su cuerpo hasta la calle y lo quemaron, junto con los cadáveres de otros cristianos asesinados del vecindario. Los asesinos también prendieron fuego a la casa de Ishaku y Rebecca.

Rebecca hace una pausa y mira al suelo en silencio. Continúa: “Sólo después de la muerte de Ishaku empecé a comprender lo que significaban nuestros sueños...”. Está segura de que eran la forma que tenía Dios de prepararles para lo que estaba por venir. “El sueño de Ishaku se ha convertido en un recuerdo muy preciado para mí. Sé que está con su Padre celestial. La alegría que irradiaba Ishaku cuando me contaba su sueño es una alegría que nunca me abandonará. Llevo conmigo esa preciosa alegría”. Rebecca está orgullosa de su marido: “Permaneció fiel y no renegó de Cristo”.

Aparte del par de fotografías, Rebecca no tiene otros recuerdos tangibles de la vida antes de aquella noche. Su rostro está marcado por el dolor, pero sin rastro de amargura. “Dios estaba allí”, dice en un tono tranquilo y decidido. “No puedo explicar exactamente cómo, pero lo sé en lo más profundo de mi ser”. ¿No le resultaba difícil aceptar que Dios no hubiera intervenido en el momento en que su marido se encontró frente a unos asesinos? Su respuesta es imperturbable. “Nunca me he enfadado con el Señor”, dice. “¿No nos dice la Biblia que estas cosas pueden ocurrir?”.

Rebeca ha conservado su confianza en el futuro a través de todo lo que ha sufrido: “Experimento cada día cómo Dios guía mi vida”.

Es una mujer de gran fe”, pienso. Veo que Habila también está conmovido por las palabras de Rebeca. Tiene la mirada seria. Rebeca es sólo una de las muchas viudas de su iglesia. La mayoría son mujeres bastante jóvenes. Tienen que sobrellevar solas su dolor, pero la muerte de sus maridos también las dejó en un instante sin apoyo económico terrenal. Cuando Habila se despide de Rebecca y le promete seguir en contacto, Rebecca le suelta la noticia de que dejará su pequeña habitación alquilada a finales de año. “Busco una habitación con parcela incluida. Tiene que ser lo suficientemente grande para mantener cien gallinas. Quiero cincuenta gallinas ponedoras y cincuenta pollos de corral. He calculado que el dinero de ese número de huevos y esa cantidad de carne nos mantendrá a Rachel y a mí. El mercado donde venderé los huevos no está lejos. Estoy segura de que Dios proveerá. He confiado en Él”.

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El traidor

Esa noche, permanezco mucho tiempo despierto pensando en la historia de Rebeca. Qué asesinato tan animal. ¿Quién cometería semejante acto? Cada vez me intriga más saber qué tipo de personas se unen a Boko Haram. ¿Qué les lleva a hacerlo? Llevo algún tiempo pensando si debería buscar contacto con simpatizantes de Boko Haram. Antes de venir a África, intenté varias veces encontrar a algunos en los Países Bajos. Envié correos electrónicos a organizaciones nigerianas para preguntarles si podían ayudarme a ponerme en contacto con alguien del grupo. Pero sus respuestas no prometían gran cosa: “Boko Haram no tiene oficina ni portavoz; ni siquiera nosotros tenemos contacto directo con ellos”. O: “Sólo podemos ver las dramáticas consecuencias de la acción de Boko Haram; la organización en sí es invisible”

En el momento en que llegué a Nigeria, eso era todo lo que había avanzado. Sin embargo, no tenía intención de dejar de buscar. Después de todo, consideraría incompleto un relato que sólo incluyera los testimonios de las víctimas. Decidí intentar, al menos, de encontrar a Boko Haram. Intenté animarme a mí mismo pensando que si Boko Haram seguía siendo esquivo, seguramente podría encontrar a algún desertor con el que podría hablar. Una vez que llegué a Jos, en las primeras conversaciones de sondeo, hice hincapié en que se garantizaría el anonimato en cualquier entrevista. Esto provocó algunas sonrisas irónicas, pero por cortesía, un par de hombres de diferentes organizaciones locales prometieron hacer todo lo posible. Pensando que había más de una forma de hacerlo, decidí seguir adelante y entrevistar primero a algunas víctimas.

Después del desayuno, sentí que era hora de volver a ver a Habila. Mi taxista ya podría haberme llevado hasta allí con los ojos vendados, después de todas las horas que había pasado en aquella casa. Tenía una pregunta candente que no había conseguido hacerle a Habila hasta ese momento. ¿Si había sentido alguna vez el deseo de localizar al hombre que le disparó aquella noche de noviembre de 2012?

“Llevaban mascaras”, explica Habila, “así que era difícil ver con quién estábamos tratando. Al menos era obvio que eran hombres jóvenes. El acento de algunos de los jóvenes nos hizo pensar que probablemente no eran de fuera del estado. Pero no se podía decir lo mismo de todos ellos”.

Explica que nunca investigó los antecedentes de esos jóvenes, y que no siente ninguna necesidad de hacerlo. “No siento odio por esos chicos de Boko Haram, aunque hayan destrozado mi vida y la de los miembros de mi iglesia. Pero sí siento una profunda pena por ellos en mi interior; una simpatía, tal vez”.

Vivian, que ha venido a sentarse con nosotros, se une ahora a la conversación y aporta un detalle convincente. Uno de los militantes de Boko Haram le soltó una pesada indirecta la noche del ataque. “Los zapatos de este hombre nos condujeron a tu casa”, dijo, señalando un par de sandalias. Vivian se había quedado estupefacta ante el comentario, porque a primera vista podía ver que el calzado en cuestión pertenecía a un joven de su propia congregación. Era un soltero bastante inestable que vivía en su barrio. Vivian continúa: “Sé con certeza que realmente era él, porque le conocía bien. Desapareció después de aquella noche. Nadie ha vuelto a ver su rastro. Probablemente está demasiado avergonzado para atreverse a mostrar su cara en Potiskum. Después de todo, tiene sobre su conciencia el asesinato de doce hombres”.

Los vecinos respaldan esta afirmación con declaraciones en las que afirman haber visto al joven esa noche siendo empujado y obligado a señalar las casas de sus compañeros de iglesia, con una Kalashnikov apuntándole a la cabeza. Al corroborar estos relatos con lo dicho por el militante de Boko Haram, Habila y Vivian saben que fueron traicionados por uno de los suyos. Es un pensamiento incómodo, tanto más cuanto que el joven acudía regularmente a cenar a su casa. En la conversación se hace un silencio doloroso. Acabo de darme cuenta de lo profundas que son las heridas que está causando este conflicto. Se están sembrando semillas de miedo en comunidades muy unidas, se está enfrentando a la gente. La confianza está dando paso a la desconfianza. La división corroe los barrios. ¿Cuánto tiempo tardarán estos lugares en recuperarse de la desconfianza mutua? ¿Una generación entera, o quizá dos?

Pregunto a Habila y Vivian cómo les afecta saber que un miembro de su iglesia les ha traicionado. “Le amenazaron con un arma”, responde Vivian. “Me he preguntado qué habría hecho yo en su lugar. No tenía un carácter fuerte; no creo que hubiera podido hacer otra cosa. Sospecho que fue elegido por Boko Haram por esa misma razón”. “Pero...”, intento una formulación diferente, “¿no es esto un trago amargo?”. Vivian necesita un momento para pensar. “Por supuesto que es difícil de tragar, pero aún recuerdo que el día después del ataque hice un esfuerzo consciente por perdonar a este joven. Si no lo hubiera hecho, la amargura me habría devorado el resto de mi vida. Y eso habría sido una carga insoportable. Así que me di cuenta de que no tenía otra opción que perdonar, sobre todo para liberarme”.

Meses después de que Habila se recuperara de su herida en la cabeza, intentó un par de veces encontrar al joven. Al no conseguir nada, Habila invitó a su casa a un primo de su traidor. Estaba bastante nervioso cuando llegó a nuestra casa; no sabía muy bien qué pensar de nuestra invitación. Pero le di un mensaje que me gustaría que lo transmitiera a su pariente, si volvía a verle: que le he perdonado por lo que hizo y que no estoy enfadado con él. Y que espero que encuentre el camino de vuelta a Dios”

Habila me cuenta que su enfoque de la vida ha cambiado radicalmente desde que se recuperó. “Decidí a partir de ahora concentrarme sólo en las cosas que realmente importan. En cierto sentido, eso es mucho más fácil de evaluar desde el 28 de noviembre de 2012: todas las certezas que hasta entonces creía tener, se evaporaron. La tierra que me legó mi padre había desaparecido. También mi casa, mi trabajo”.

Habila y Vivian dejaron todos sus bienes mundanos en Potiskum para poner a salvo a su hijo David en Jos. Habila me cuenta que para los hombres de Boko Haram, terminar lo que empezaron es una cuestión de un rígido honor. “Si se enteran de que sigo con vida, harán todo lo que esté en sus posibilidades para localizarme y darme el tiro que realmente acabe conmigo. Llevamos aquí más de un año e intentamos vivir lo más discretamente posible. Los buenos amigos saben en qué barrio pueden encontrarme. Si alguien más me llama y me pregunta dónde estoy, le digo que en Abuja o en Lagos. Nunca se sabe quién está escuchando. Pero no tengo miedo a morir”. Habila se detiene un momento y mira fijamente hacia delante con melancólica concentración. “En esencia, ya estoy muerto. No hay más que leer a Pablo; él mismo lo dice al final de Gálatas (Gal. 2:20). Es Cristo quien vive en nosotros. Y esa es mi propia experiencia. En el bautismo, hemos muerto nosotros mismos y hemos resucitado con Cristo”.

“He mirado a la muerte a los ojos y he sentido cómo la vida pende de un hilo”, añade Habila. “Perdí todo poder sobre mi propia existencia. Pasé una noche entera en el suelo de mi salón sin que nadie me ayudara. No tenía ningún control sobre lo que estaba pasando. Estaba convencido de que iba a morir, pero Dios decidió mantenerme con vida. Entonces comprendí profundamente que mi vida está en Sus manos. Así es como puedo vivir sin miedo: cuando llegue mi hora, me iré. Eso depende de Él. Y hasta que llegue ese momento, intento mostrar Su amor, incluso a los que le odian a Él. `Amad a vuestros enemigos´ (Mateo 5.44 y Lucas 6:27), dice la Palabra. Eso no es opcional; es una obligación”.

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Una iglesia llena de alegría

Llega el domingo por la mañana y me despierta el ruido sordo de un balón de fútbol junto a la ventana de mi habitación. Acaban de dar las siete y el sol acaba de salir. Una gran turba de niños corretean por un polvoriento campo de juego persiguiendo el balón. ¡Qué energía y qué alegría! Aunque no soy aficionado al fútbol, no puedo dejar de mirarlos. Ahora veo que entre ellos juega un par de hombres adultos. Tienen una habilidad extraordinaria con el balón; es evidente que los jugadores más jóvenes están admirados de ellos. Un par de enormes palmeras bordean el campo. El verde chillón de sus hojas contrasta con el rojo de la tierra. Numerosos seguidores, jóvenes y mayores, observan el partido con entusiasmo desde la banda. Animan y aplauden cada vez que cambia la posesión del balón. Esta energía es otra cara auténtica de la vida en Nigeria.

He acordado con Habila y Vivian de ir don ellos a la iglesia. A Habila le han pedido que predique esta mañana. Encontramos un taxi que nos lleva por las desiertas calles de Jos hasta la iglesia, o más exactamente, hasta lo que pronto será la iglesia. Este edificio de grandes dimensiones situado a las afueras de la ciudad aún no está terminado. Todavía hay andamios de bambú a su alrededor, pero eso no impide a los fieles entrar. Las paredes y el tejado están en su sitio, pero falta el suelo. Los sencillos bancos de madera descansan sobre arena suelta. Las mujeres que llevan tacones altos tienen que tambalearse con cuidado para sentarse. Aquí y allá, una señora casi se cae sobre un terrón de arena, pero a nadie parece importarle.

Hombres y mujeres se sientan por separado en esta congregación. Los hombres están a la derecha, las mujeres a la izquierda del pasillo con los niños pequeños. Al sentarme al fondo de las filas de señoras con sus vestidos estampados de flores, me doy cuenta de que debo de resultar bastante sosa en este derroche de color. Por otro lado, soy la única cara blanca de la iglesia. Un par de niños de primaria me miran como si hubiera caído del cielo. Me pregunto qué piensan de mí. Cuando intento entablar conversación con ellos después del servicio, sólo pueden reírse.

La banda de música está sudando la gota gorda en el escenario. Los chirriantes altavoces apenas pueden soportar el volumen que alcanzan el batería y el bajista. Madres jóvenes con sus bebés en bandoleras a la espalda se unen a señoras de cierta edad para mover suavemente las caderas al ritmo de la música. Los más pequeños dormitan, sin inmutarse por el estruendo: están acostumbrados. Un par de bebés que han permanecido despiertos celebran su propia fiesta jugando con las manos de los demás. Es una escena alegre y tranquila.

Llega el momento de la recogida de la ofrenda. En esta iglesia no hay bolsas ni cubos que pasar por los bancos. En su lugar se ha colocado una gran cesta en un lugar destacado del escenario. El anciano que dirige el servicio pide a los feligreses que “traigan su ofrenda con alegría”. Esto provoca que las ofrendas comiencen sin vacilación. Al ritmo de la música, se forma una larga cola de fieles en el pasillo central. Todos acercan su contribución al cesto, y algunos se contonean al depositarla. Esta es claramente una iglesia que da con alegría.

De camino a la iglesia, compartí mi inquietud con Habila. ¿No estaba él corriendo un riesgo excesivo al compartir su historia personal con todo el mundo? La iglesia era un lugar público. Nunca se sabía quién podía estar sentado en los bancos. Habila tenía preparado una respuesta audaz. “Por la gracia de Dios sigo vivo. Muchos de mis amigos de la iglesia han sido asesinados por Boko Haram. Quiero aprovechar el tiempo que me queda lo mejor posible. Así que, ¿por qué preocuparme por asuntos que están en manos del Señor? De todos modos, no tengo ningún poder sobre ellos. Por encima de todo, quiero dar testimonio del amor de Dios, para que más personas sigan a Jesús”.

El grupo de música toca un estribillo más antes de que Habila pase al frente para empezar a predicar. Pronuncia su texto del evangelio de Juan: “…aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios.Y esto os harán, porque no han conocido al Padre, ni a mí” (Juan 16:2-3). Habila agarra el toro por los cuernos desde el principio. No anda con rodeos. Veo que es una escritura que resuena en la congregación. Hace sólo un par de meses, Boko Haram hizo estallar una bomba en un barrio de mayoría cristiana de Jos. Decenas de personas murieron. Se trata de fieles educados no sólo en la teoría, sino también en la práctica del sufrimiento.

Cuando Habila empieza a hablar de su historia personal y describe cómo sobrevivió a un intento de asesinato por parte de Boko Haram, la iglesia se queda en silencio. El contraste con el exuberante primer cuarto de hora del servicio es notable. Con su relato sencillo pero convincente, Habila toca la fibra sensible del público. Insta a sus oyentes a resolver sus disputas y a vivir cada día como si fuera el último: “Debemos estar preparados para despedirnos de esta vida y listos para encontrarnos con Dios”. Ahora se podría oír caer un alfiler. Cuando termina el sermón, seis miembros de la iglesia pasan al frente para confesar sus pecados, incluso peleas y adulterio. No tienen reparos en contar los detalles en público. Corren las lágrimas y las oraciones.

El servicio concluye con una última canción. Cuando los músicos vuelven a subir el volumen, los bebés del banco de delante empiezan a llorar. Me impresiona la sencillez de este servicio y me doy cuenta de que tanto la alegría como el dolor están a flor de piel en esta congregación. Llegar a ser como un niño pequeño para el Señor también significa atreverse a ser tan tierno como un bebé. Una cosa es segura. Las personas que he visto en la iglesia esta mañana no tienen intención de dejar que la adversidad paralice sus vidas.

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La confesión de un militante de Boko Haram

Hasta ahora, mi búsqueda de partidarios de Boko Haram no ha arrojado gran cosa. Tras más de una semana en Nigeria, sigo teniendo muy pocas pistas. He hablado con organizaciones y contactado a personas cercanas a la agitación, pero el resultado es casi siempre el mismo: todo el mundo conoce a las víctimas, pero los asesinos son una incógnita. Me invade una sensación de duda. Realmente no es una opción volver a casa con medio libro. Pero la realidad es que sólo puedo mover unos pocos hilos y dependo totalmente de la buena voluntad de los demás.

Inesperadamente, justo cuando me planteo tomar otro rumbo con mis pesquisas, llegan buenas noticias en un mensaje de texto: un antiguo combatiente de Boko Haram está dispuesto a ser entrevistado. Tras un asado de ayer, el propio intermediario me da el visto bueno. Se ha llegado a un acuerdo. Tengo que presentarme mañana a las cuatro de la tarde, y todos tenemos que irnos antes de que anochezca. Es un alivio que semanas de preparación den por fin sus frutos. Se trata de una entrevista no exenta de riesgos. Todo yihadista que habla sabe que hay una bala con su nombre en alguna parte. Mi fuente lo tuvo muy claro cuando se unió a Boko Haram hace seis años. Él mismo ha comprobado a menudo que no se trataba de amenazas huecas.

Por lo tanto, nada se deja al azar en el recinto donde se efectuará la reunión al día siguiente. Las medidas de seguridad se extienden por todo el recinto. Sólo pasando dos barreras para coches, cuatro puestos de control y una puerta herméticamente sellada llego a mi meta. Un joven de unos veinticinco años está sentado en una silla de madera en medio de una habitación vacía. Parece nervioso, pero tranquilo. Conociendo bien los riesgos, ha decidido deliberadamente contar su historia.

Establezco contacto visual y le ofrezco la mano. Nos presentamos brevemente. Se presenta como Umar. Me cuenta que durante los últimos seis años ha llevado una vida secreta en el núcleo de Boko Haram. “Asesiné a cristianos, incluidos niños y mujeres embarazadas. No me importaba: Estaba convencido de que prestaba un servicio a Alá”. Él personalmente disparó o decapitó al menos a diez cristianos y quizá hasta veinte: “Perdí la cuenta”. Mientras Umar habla, mira fijamente al frente. ¿Es el efecto de su estricta educación islámica en su forma de tratar a una mujer, o es vergüenza? Luego entra en más detalles sobre su doble vida como militante de Boko Haram.

Durante el día estaba en casa con sus padres, cuidando el ganado de su padre. No tenía dinero para ir a la escuela, algo que su padre nunca valoró demasiado. Su familia pertenecía a la tribu musulmana Fulani, tradicionalmente ganaderos. Por la noche, Umar era llamado regularmente a participar en las masacres: “Participé en seis grandes ataques armados en el centro y el norte de Nigeria”. Cada vez que atacaban una ciudad o un pueblo, rodeaban el lugar con al menos doscientos hombres, nunca menos, para asegurarse el éxito. En cuanto terminaba el ataque inicial, se dividían en bandas más pequeñas. Cada grupo peinaba su propio sector.

“Ninguno de mis amigos sabía que yo era yihadista”, cuenta Umar. “Teníamos estrictamente prohibido hablar de ello. Sólo mis padres fueron informados del secreto por el mulá. Su actitud cuando se lo contaron fue que yo luchaba honorablemente por Alá. Estaban orgullosos de mí, y eso me hacía sentir bien. Desde muy pequeño, mi padre me llevaba a la mezquita del pueblo. El Islam era lo más importante en mi vida. Oraba cinco veces al día, sin falta. Me aprendía de memoria los textos del Corán que nos daban para estudiar en la mezquita. Estaba motivado. Le caía muy bien al mulá”.

A los 19 años, Umar y otros cuatro jóvenes de su pueblo fueron seleccionados por su propio mulá para un campo de entrenamiento especial en un lugar secreto en lo profundo del bosque. “El campo estaba en Barkin Ladi, un distrito del centro de Nigeria. En total, había allí 150 chicos de todas partes del país. Algunos habían sido entrenados previamente para la yihad en Arabia Saudí, donde aprendieron técnicas para fabricar bombas. Por las mañanas estudiábamos el Corán. El entrenamiento militar era todas las tardes. Aprendimos a manejar Kalashnikovs, K-2 y ametralladoras. Nuestros instructores eran hombres del ejército nigeriano, lo veíamos en sus uniformes, y tampoco lo ocultaban. Nos dijeron que no debíamos mencionar a nadie la existencia de este campo. Si se lo decíamos a algún musulmán, nos impondrían una multa de diez mil nairas [50 dólares estadounidenses] y cien latigazos. Si revelábamos nuestra confidencialidad a un cristiano, nos fusilarían sumariamente. Una vez presencié una ejecución así. Los líderes exigían un cien por cien de obediencia”.

Tras causar una buena impresión a sus superiores, Umar se hizo responsable de un pelotón de doce hombres al terminar el campamento. Él mismo lo explica: “Nuestra misión era localizar y matar a tantos cristianos como fuera posible. Íbamos de casa en casa. Nuestra orden permanente era asegurarnos primero de que el hombre que encontrabamos no pertenecía al ejército nigeriano ni al Servicio de Seguridad del Estado. Una vez que nos habíamos asegurado de que no lo era, procedíamos al interrogatorio. A cualquiera que dijera que era cristiano se le daban tres oportunidades para convertirse al islam. Si se negaba, recibía una bala nuestra”.

Umar se enorgullece de no haber recurrido nunca al alcohol ni a las drogas para superar los ataques: “Muchos de los chicos tomaban esa basura, pero yo siempre me negué. Quería ser un buen musulmán”. Umar dice que en aquellos años no tenía emociones: “No sentía nada cuando apretaba el gatillo. Estaba haciendo este trabajo por Alá, por la causa correcta. El Islam era superior”. Sin embargo, en los últimos meses, su conciencia empezó a remorderle. “Empecé a preguntarme si esta religión realmente me llevaría al cielo. Me estaba cansando de tanto odio. Muchos de mis compañeros de Boko Haram ya habían muerto. ¿Cuándo llegaría mi turno?”. Umar empezaba a dudar de si lo que hacía estaba bien.

En su propio pueblo, llevaba un tiempo observando a un par de familias cristianas. “No entendía cómo perdonaban a sus enemigos con tanta facilidad. Eran buenas personas, amantes de la paz. Cuanto más los miraba, más repulsiva me parecía mi propia vida”.

Apenas siete semanas antes de conocerle, Umar cruzó el punto de no retorno: renunció a su antigua vida. A través de un amigo de un amigo, entró en contacto con alguien de la comunidad cristiana que podía ayudarle a familiarizarse con el cristianismo. “Ya no soy musulmán. Me avergüenzo de mi vida anterior”, dice. Cuando sondeó a su mujer sobre cómo se sentiría si él abandonara el islam, ella le dejó en claro que sería una forma rápida de poner fin a su matrimonio. Umar supo enseguida lo que eso significaba. Se escondió. He huido tanto de Boko Haram como de mi familia. Ni siquiera mi esposa sabe dónde estoy. Si me encuentran, se vengarán. Sería mortalmente peligroso para mí contarles lo que estoy haciendo ahora”.

De repente, entran dos hombres de seguridad. La entrevista tiene que terminar bruscamente porque está anocheciendo. Las preguntas siguen bullendo en mi mente, pero este encuentro ha llegado a su fin. Una fotografía tomada a toda prisa y se fue.

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La soledad

“¡Buenas tardes!”, saluda el pastor Awayi, que me ha estado esperando. “¿Puedo hablar con usted antes de que regrese a Holanda?”. La tarde se acerca y mi mente está en plena ebullición. Sigo dándole vueltas a la entrevista con el ex combatiente de Boko Haram y había pensado que estaría bien relajarme con un poco escuchando música en mi habitación. Pero si alguien viene a verte, sobre todo en África, la visita tiene prioridad. Así que decido que la música puede aplazarse hasta la noche. Cogemos un par de sillas y nos dirigimos a un lugar sombreado bajo un gran árbol.

“Sabes”, empieza Awayi, “hemos estado hablando de los problemas que Boko Haram está causando en mi iglesia. En realidad, me pregunto si ése es realmente nuestro mayor problema. La Iglesia está muy dividida. No hay una unidad visible del cuerpo de Cristo en Nigeria. Eso me consterna a veces. Me entristece más que la amenaza de Boko Haram. ¿Sabías que hay iglesias en Nigeria cuyos predicadores tienen el descaro de aceptar donaciones para un jet privado? Por supuesto, la historia que cuentan a sus congregaciones es que se trata de una herramienta necesaria para difundir el Evangelio”. Le pregunto a Awayi cuántos predicadores conoce que se desplacen en sus propios aviones. Enseguida me da los nombres de tres predicadores “de éxito” del sur de Nigeria. Son mercaderes del Evangelio de la prosperidad.

“Sus iglesias son auténticas catedrales”, añade Awayi. “Mientras tantos nigerianos de a pie luchan por llegar a fin de mes, esos predicadores se dan un baño de lujo. La iglesia se ha convertido en su negocio. El tama- ño del edificio y el vehículo en el que se desplaza el predicador sirven ahora como vara de medir el éxito de su iglesia. ¿Cómo podremos dar testimonio de Cristo si seguimos así? La unidad de la que habla Jesús en las Escrituras no se ve por ninguna parte. Cada uno se ocupa de dirigir su propia empresa eclesiástica lo mejor que puede. Como si de eso se tratara”. Awayi se muestra claramente repugnado.

Involuntariamente, pienso en los carteles de la iglesia que vimos antes. “IGLESIA DE LOS SEñALES Y LAS MILAGROS” era uno de los brillantes carteles por los que pasamos. En el coche, nos reímos de la pareja inmaculadamente vestida y sonriente cuya imagen de tamaño natural adornaba el cartel. El Sr. Pastor llevaba un traje ceñido y zapatos de punta en los que se podía ver su propio reflejo; la esposa del Sr. Pastor lucía un abrigo largo clásico y tacones altísimos. Como si su propio aspecto fuera la prueba más contundente de que los “señales y milagros” del Todopoderoso estaban presentes...

“Si Nigeria tiene iglesias tan ricas, ¿por qué no mueven un dedo para ayudar a la iglesia que sufre en el norte?”, me pregunto. Esto abre una caja de Pandora. Según Awayi, las divisiones no sólo se deben a la falta de unidad entre las confesiones, sino también a la división entre las tribus y las castas económicas del país. Como resultado, los cristianos del sur de Nigeria tienen, en el mejor de los casos, un escaso conocimiento de lo que ocurre en el norte y, en el peor, son totalmente indiferentes a esa escena.

Es un diagnóstico que confirman varias conversaciones más que tuve con nigerianos. “¿Tantos muertos en el norte? No tenía ni idea de que fuera tan malo...”, dice una mujer de negocios de Lagos, claramente nada simplona. “De vez en cuando sale algo sobre Boko Haram en los periódicos, pero lo que me cuentas es algo que desconocía por completo. Nunca se menciona en nuestros servicios dominicales... ¿Quizás el norte debería convertirse en su propio país? De todos modos, en esos estados hay mayoría musulmana. Eso nos libraría de los problemas y ellos tendrían su propio territorio”. “¿Y los cristianos de allí arriba?”, pregunto. Es una pregunta delicada para la señora, que no sabe responder. “Bueno, quizá podrían mudarse...”, murmura.

Awayi me cuenta que, a veces, puede sentirse terriblemente solo. Los violentos conflictos que sufren su iglesia y muchas otras del norte son demasiado para él. Tiene que soportar una pesada carga de responsabilidad. Sin embargo, simplemente no tiene tiempo para reparar mucho en sus emociones. Cada día le llegan nuevas peticiones de ayuda. Awayi se distrae preguntándose cómo atender mejor a las docenas de viudas de su congregación: “Muchas han perdido algo más que a su marido. De la noche a la mañana, han tenido que convertirse en el sostén de la familia”. Nigeria no tiene pensión para viudas. Las necesidades más dramáticas se dan cuando enviudan madres con varios hijos. Awayi me cuenta la historia de Alisha. Desde que asesinaron a su marido, se enfrenta a la tarea casi imposible de ganar lo suficiente para alimentar a sus siete hijos. Sólo pudo permitirse enviar a un par de ellos a la escuela, e incluso a esos los ha tenido que volver a sacar. Se necesitan todas las manos para ayudar a hornear galletas para vender en el mercado. Con su marido muerto, es una lucha diaria saber si venderá lo suficiente para llenar ocho platos de comida. A menudo, no lo consigue. Está claro que necesita ayuda, pero ¿cómo? La de Alisha es sólo una de las numerosas necesidades que Awayi lleva en la cabeza y en el corazón.

Guarda silencio un momento antes de continuar: “He pensado largo y tendido por qué Dios permite una violencia tan extrema. Aún no tengo una respuesta clara. Boko Haram derriba los muros de nuestras iglesias, carboniza las puertas de nuestros edificios y asesina o ahuyenta a los miembros de mi congregación. Los que se quedan se acuestan cada noche sin saber si despertarán en la tierra de los vivos. Así de incierta es la vida para muchos de nosotros aquí. A veces pienso que todo esto podría ser sólo el principio. Quizá haya que derribar mucho más antes de que estemos preparados para proclamar el mensaje de Dios más ampliamente a Nigeria...”.

Todo lo que ve que ocurre en Nigeria hace que Awayi piense mucho sobre pasajes del Antiguo Testamento. Recuerda al profeta Nehemías, con quien se siente vinculado: “Como Nehemías desafió al pueblo [judío] a reconstruir el muro de la ciudad, así debe reconstruirse y reforzarse el muro de la iglesia en el noreste de Nigeria, ladrillo a ladrillo. Nuestro amor por Dios y por los demás debe volver al primer plano. Toda nuestra vida eclesiástica debe rehacerse. Hay que reconstruirla. Eso sólo puede suceder si nuestra iglesia produce discípulos dedicados en el norte de Nigeria que conozcan la Palabra de Dios y que, incluso en tiempos de persecución, se arremanguen para construir juntos el Reino de Dios, firmemente fundado en Jesús, nuestra Roca inconmovible”.

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Un forcejeo de fe

“Sembrar el miedo y la división: ésa es el arma clave de Boko Haram. Están destruyendo nuestras comunidades. Ya nadie se atreve a confiar en nadie”. Estas palabras de un cristiano nigeriano que ha ayudado a víctimas de la violencia siguen resonando en mi cabeza. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy que algo de verdad hay en ese sentimiento. Que Boko Haram asesine a personas con extrema violencia ya es bastante horrible, pero las heridas invisibles que causan en el tejido de una comunidad son aún mucho mayores. Cuando las personas desconfían unas de otras o llegan a detestarse, las consecuencias tienen un alcance mucho mayor. Son heridas de las que se tardará años, quizá toda la vida, en recuperarse. El hombre que conoceré hoy es un ejemplo intensamente triste de ello.

Sí, se trata de un segundo ex militante de Boko Haram que está dispuesto a hablar. Me ha llegado indirectamente el mensaje de que quiere compartir la historia de su vida. Se trata de una oportunidad excepcional, ya que ahora podemos contar con otro relato de primera mano sobre la vida dentro del movimiento Boko Haram para completar el cuadro. Habila está dispuesto a acompañarme. Antes de que nos pongamos en marcha, nos advirtieron que debemos ser prudentes. Este antiguo combatiente de Boko Haram es otro cuya vida pondremos en peligro si las personas equivocadas descubren que aún anda por ahí.

Como no tenemos mucha información previa, no sabemos qué esperar de este encuentro. Habila está tenso. Es la segunda vez que mantiene una conversación directa con un ex miembro de Boko Haram. La pregunta candente que ambos queremos responder es cómo este hombre se enredó con un movimiento tan extremista que no tiene reparos en asesinar a cualquiera con ideas o creencias distintas a las suyas. ¿Qué es lo que le atrajo de Boko Haram?

Habila se ha puesto hoy su tradicional túnica blanca. Se ha tomado más tiempo para orar esta mañana. Subimos a un taxi y, cuando llegamos al destino, encontramos a un joven indeciso junto a las puertas de hierro del hotel. No puede tener más de treinta años. No hay nada en su aspecto que sugiera una violencia brutal. De hecho, parece el yerno de nuestros sueños: bien peinado y arreglado. Nos causa una impresión nerviosa; mira a nuestro alrededor con aire de inquietud mientras nos da la mano. No deja de escrutar su entorno para ver si hay algo que no va bien. Después de saludarnos, entramos por la puerta de hierro. Buscamos un rincón tranquilo en el extenso jardín del hotel para sentarnos.

El hombre se presenta como Bahdri. Quiere dar su testimonio a un compatriota al que ha llegado a ver como un nuevo hermano. En un inglés elocuente, Bahdri nos cuenta que ahora es cristiano. No explica exactamente por qué ha decidido hablar, pero, por lo que podemos deducir, el dolor que Bahdri lleva consigo es demasiado grande para soportarlo solo. Hacerle la más simple pregunta, es como levantar la tapa de una olla a presión antigua: una gran ráfaga de palabras sale disparada. El intenso dolor que revelan sus respuestas es un dolor que puede percibirse casi físicamente.

“Caí en una trampa; me traicionó alguien en quien creía que podía confiar. Me llevó a un campo de entrenamiento secreto de Boko Haram en el norte del país. Tuve que asesinar a gente para sobrevivir. Si me negaba, me habrían asesinado a mí. Era matar o morir. Al final, mataba a la gente como si fueran pollos”.

Bahdri pasó tres años en el corazón del movimiento Boko Haram. De su relato se desprende que Boko Haram le lavó el cerebro por completo. La increíble violencia en la que se vio envuelto ha dejado huellas imborrables en su vida. En palabras de Bahdri, en aquella época perdió totalmente el control de sí mismo. “Era como una bestia; sólo podía actuar cuando me lo ordenaban. No podía pensar por mí mismo y mis sentimientos estaban totalmente anestesiados. La gente gritaba y suplicaba: ‘¡Por favor, dejadme vivir! Pero yo seguía adelante. Hombres, mujeres, niños, todo era lo mismo para mí. Todos los que vi en mi mira perecieron. Eran cristianos. Había que deshacerse de ellos. Eso es lo que nos dijeron”.

Bahdri se imbuyó del Islam estricto con la leche de su madre. Su padre era un hombre importante en la escena musulmana local. Bahdri creció con la profunda convicción de que el islam era la única religión verdadera. Desde pequeño le inculcaron que el cristianismo era una doctrina falsa. Ni una sola vez en su juventud habló Bahdri con alguién que le dijera lo contrario. Para ilustrar el ambiente en el que creció, menciona un incidente de su juventud. “Unos vecinos cristianos vinieron a nuestra puerta en Navidad para compartir algo de comida con nosotros. La aceptamos educadamente, pero mi padre nos obligó a tirar toda la comida por el retrete. Nos dijo: ‘Los musulmanes son superiores’. No comemos nada preparado por cristianos”.

Bahdri describe a su padre como un líder muy idealista, deseoso de preparar a los jóvenes para propagar “el verdadero Islam”. “Cuando aún estaba en la escuela secundaria, surgieron tensiones entre musulmanes y cristianos en nuestro estado. Un grupo considerable de jóvenes musulmanes se movilizó desde el otro lado de la frontera, desde Chad, para vengarse de los cristianos. Los jóvenes musulmanes cargaron por las calles con armas y palos. Mis hermanos mayores se unieron a ellos. Asesinaron a un par de policías. Recuerdo que también asesinaron a cristianos y destruyeron una iglesia. Más tarde, mi padre pensó que yo debía ser el líder de este movimiento. Yo era la niña de sus ojos. El Islam es la verdad, los cristianos son infieles”, me decía, era lo que debía tener siempre presente. Como era su hijo, le creí, por supuesto. Y, de todos modos, ¿cómo iba a saber yo algo mejor? Nunca habíamos tratado con cristianos”. Bahdri continúa contándome lo arraigado que llegó a estar el odio en su interior contra cualquiera que no fuera musulmán. “Ya de adolescente decidí no volver a dar la mano a cristianos. No quería tener nada que ver con el cristianismo, porque era una mentira”.

Como tenía buena cabeza para aprender, Bahdri se matriculó en una universidad para estudiar Derecho. Allí, él y algunos otros decidieron salir a la calle cada semana después de la oración del viernes con un gran megáfono para predicar “el verdadero islam”. En no pocas ocasiones, esto provocó disturbios y alborotos. Me enfadaba con los compañeros musulmanes que no tenían la misma convicción religiosa que yo. Pensaba que los fulanis deberíamos dar buen ejemplo”.

Algo más ocurrió en su primer año en la universidad. Bahdri llegó a conocer a un estudiante cristiano; de hecho, era su compañero de habitación. “No se confirmó ni uno solo de esos prejuicios anticristianos con los que me habían educado. Esto me hizo pensar”. Los dos jóvenes desarrollaron un estrecho vínculo. Escribían juntos sus trabajos trimestrales y también discutían sus creencias. Por fuera, Bahdri seguía proclamando que el islam era el único camino verdadero. Sin embargo, en su fuero interno empezaba a albergar dudas. Estaba descubriendo cuántos aspectos agradables tenía la fe cristiana.

Llegó un momento en que Bahdri tuvo un sueño inquietante. Cuenta: “Vi a un hombre vestido de blanco que me decía: ‘Abandona el camino que estás siguiendo’. Tuve exactamente el mismo sueño tres noches seguidas. Me golpeaba fuerte. ¿Qué podía significar este sueño?”. Bahdri llevó su inquietante sueño a sus padres, que le aconsejaron que fuera a la mezquita y orara a menudo. Le dieron de beber agua en la que habían empapado versos del Corán. Aparentemente esto no le ayudó. Al mismo tiempo, tuvo una horrible pesadilla. “Bestias salvajes me perseguían y querían hacerme pedazos. No sabía qué hacer con esos sueños. Me distraían y me volvía depresivo”.

Ahora que todos los demás consejos habían sido en vano, Bahdri decidió que debía contarle su sueño a su compañero de habitación. Tras escucharlo, el compañero le instó a que fuera a ver a su propio pastor cristiano. Bahdri explica: “Al amparo de la oscuridad, fui a verle en total secreto. No estaba exento de riesgos. Si mi familia se enteraba... Cuando le conté mis sueños al predicador, me dijo que podía ser el propio Jesús con el propósito de advertirme. Me quedé perplejo: ¿cómo podía hablarme en sueños un profeta muerto? Aun así, volví a consultarle. Acabé yendo a verle todas las noches durante tres semanas. Mantuvimos conversaciones profundas sobre la fe cristiana y la Biblia. Al final, me convencí de que la Biblia era la Palabra de Dios. Me pasé al cristianismo y me bauticé en secreto”. Bahdri considera su conversión y bautismo como un punto de inflexión en su vida. Sin embargo, el curso de su vida pronto daría un giro aún más dramático.

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Lágrimas amargas

La historia de Bahdri es difícil de imaginar para la mayoría de la gente. En un par de momentos cruciales de su vida, se encontró en lugares que no había elegido en absoluto. Los interruptores se accionaron en el momento equivocado y el tren siguió avanzando a toda velocidad. La historia de Bahdri deja dolorosamente claro que en la vida actúan grandes fuerzas sobre las que no tenemos ningún control. Bahdri tenía las manos manchadas de sangre, pero me vi obligado a preguntarme si yo habría actuado de otro modo en su lugar. ¿Habría soportado yo las enormes presiones a las que estaba expuesto? No estoy nada seguro. Juzgar desde la distancia a Boko Haram es fácil, pero aquí conmigo está sentada una persona real con toda su fragilidad.

Bahdri elige sus palabras con mucho cuidado. Mientras cuenta su historia, suspira profundamente de vez en cuando. Es como si la película de su vida se repitiera ante sus ojos.

En los primeros días tras su conversión, Bahdri no contó nada a su familia. Sin embargo, cuando su hermano pequeño fue a verle a su residencia de estudiantes, vio una Biblia y las cosas se torcieron. La noticia se filtró al resto de la familia y cundió el pánico. Bahdri decidió con su ministro que tenía que huir. Conocía a sus parientes lo suficiente como para darse cuenta de que nunca aceptarían que abandonara el Islam. El ministro le consiguió un escondite en otra ciudad. Allí, Bahdri comenzó un curso de discipulado para familiarizarse mejor con la fe cristiana.

Un par de meses después, Bahdri fue acorralado por dos de sus hermanos en la calle. Cuenta: “Me preguntaron: ‘¿Te has hecho cristiano?’ No lo negué. Me insistieron en que debía darme cuenta de que esa decisión tenía consecuencias”. Los hermanos de Bahdri se lo llevaron con ellos bajo coacción. No se hacía ilusiones sobre la situación en la que se encontraba.

La familia se reunió en la casa paterna y Bahdri fue colocado en el centro del círculo. Continúa: “Mi padre, mi madre, mis hermanos, mis hermanas, mis primos, todos estaban allí. Mi padre tomó la iniciativa: me preguntó si era cierto que me había hecho cristiano”. Bahdri decidió abreviar la historia y admitió abiertamente que lo había hecho. Fue como hacer estallar una bomba en la habitación. “Mientras estaba sentado en el suelo en medio de ellos, debatían acaloradamente sobre cómo debía ser castigado y si se me debía permitir vivir”. Tras muchas discusiones, el padre de Bahdri pronunció la sentencia en voz alta: su hijo debía morir si mantenía su decisión. Su madre rompió a llorar y pidió clemencia. La hermana de Bahdri, abogada, suplicó que se le concediera el periodo de reflexión prescrito.

Se accedió a ello. Bahdri dispondría de dos semanas para entrar en razón y renunciar a su nueva fe. Su padre lo encerró en el sótano. Apenas le daban de beber y casi nada de comer. Sin embargo, una hermana menor ideó una estratagema para ayudarle a escapar. Bahdri cuenta: “Recuerdo que corrí, corrí, corrí... lejos de casa, tan lejos como pude”. Tras varias horas de huida, decidió llamar a la puerta de una iglesia en busca de refugio. Sin embargo, su relato de conversión al cristianismo y de que su vida corría peligro no fue creído. Una segunda y una tercera iglesia le cerraron las puertas, al no creer que pudiera ser un hermano. “Tengo los rasgos de un fulani”, explica Bahdri, “y todo nigeriano sabe que los fulanis son musulmanes”.

Finalmente, Bahdri conoció a un hombre de aspecto amistoso que le dijo que podía quedarse en su casa un par de días. “Pero, ¿adónde me llevó? A un descampado vallado con edificios alrededor. Cuando le pregunté dónde estaba, sólo me dijo: ‘Espera, no te preocupes’”. Pronto quedó terriblemente claro que Bahdri había caído en una trampa. Había aterrizado en un campo de entrenamiento de Boko Haram.

El recinto estaba repleto de hombres de entre quince y veinticinco años. Bahdri calculó que al menos un centenar de ellos se alojaban allí. Procedían no sólo de Nigeria, sino también de Chad y Níger. Se aplicaba un régimen estricto: “El ambiente era aterrador. Igual que antes, era odio, odio, odio...”. A los militantes se les daba tiempo para recitar el Corán todas las mañanas. Bahdri se aprieta el corazón con ambas manos para ilustrar lo fanáticos ideólogos que eran los instructores del Corán. Decía: “Estaban llenos de devoción. Su tipo de fe era el único que existía. Era mi antiguo entorno, del que me había distanciado”. No se toleraba replicar, estaba prohibido salir del recinto y el contacto con el mundo exterior era imposible. Todas las tardes había entrenamiento militar. Los equipaban con uniformes y botas y realizaban ejercicios diarios de tiro. Bahdri recuerda: “Si dabas en el blanco, eras el campeón del día. Había aplausos y recibías raciones extra”. El entrenamiento estaban justificado ideológicamente: “Nos decían: ‘Mirad lo que están haciendo los israelíes y los estadounidenses. Están entrenando a los cristianos contra nosotros y suministrándoles todo lo que necesitan para luchar contra nosotros. Tenemos que jugar el mismo juego’”. [En realidad esto no es así]

Al principio, Bahdri se sentía abatido y profundamente infeliz en el campo. No deseaba en absoluto estar allí, pero no había forma de escapar. Sin embargo, con el paso del tiempo, empezó a dudar de lo acertado de su anterior conversión al cristianismo. ¿Había sido la decisión correcta? Se preguntaba por qué el Dios de la Biblia no venía a sacarlo de aquel miserable campamento. Se preguntaba: ¿quizás Jesús no era de fiar? Después de todo, no había podido o no había querido evitar que Bahdri acabara aquí...

Mientras tanto, Bahdri mostraba una gran aptitud para el tiro. Las armas de fuego le daban un gran subidón de poder y le hacían sentirse un hombre de estatus. Después de tres meses de entrenamiento, un día les dijeron a los chicos que iban a salir a perfeccionar sus habilidades letales en el mundo real. Los metieron a todos en grandes camiones y los llevaron a lo que Bahdri describe como “un bosque oscuro y profundo”. Más tarde, descubrió que estaban en Sambisa, un rincón aislado del noreste de Nigeria.

A su llegada, Bahdri y sus compañeros recibieron órdenes. Si veían cristianos, debían matarlos en el acto. Los cristianos eran cerdos, infrahumanos. Comenzaron el pogromo en los pueblos vecinos. Al principio, Bahdri trató de mantenerse al margen en la medida de lo posible, pero la presión de los compañeros era enorme y al final no hubo forma de evitar participar. Él también tuvo que empezar a apretar el gatillo. Bahdri estaba desesperado. No quería matar, pero debía hacerlo. “Ninguno de nosotros quería ser el asesino”, dice. “Cuando lanzábamos un ataque y rodeábamos una casa, siempre acordábamos de antemano quién iba a cometer el acto. Ninguno de nosotros lo hacía con gusto”. Los militantes acordaron un sistema de “reparto equitativo” para garantizar que ninguno de ellos tuviera que matar más que el siguiente. Me sorprende la ironía: conservaban el sentido de la equidad incluso cuando su negocio era la peor de las injusticias.

En los días previos a un ataque, los hombres que dirigían el campamento daban a sus tropas algún incentivo extra para matar, dándonos raciones reducidas. Bahdri dice: “Nos explicaron que si teníamos hambre, sólo teníamos que robar algún botín extra: comida o cosas con las que pudiéramos comerciar. Yo no tenía elección. Para sobrevivir, tenía que comer, y eso significaba asesinar. Decir que “no”, no era una opción. Si no seguías la corriente en el campamento, te atravesaba una bala. Más de una vez vi a alguno de los nuestros fusilado por la dirección del campamento por alguna infracción. Sentía que no tenía adónde huir y tenía que participar. Pero con el tiempo te acostumbras”, añade, casi perdonando lo que hizo. “Puede parecer una locura, pero llega un momento en que asesinar a una persona es para ti lo mismo que retorcerle el pescuezo a una gallina. No lo vimos como un crimen”.

Bahdri afirma que el ejército nigeriano rara vez supuso una amenaza para su grupo: “Nos tenían pánico y buscaban un lugar donde esconderse hasta que terminábamos la operación. Sólo se les veía aparecer de nuevo cuando nos marchábamos”. Siguiendo las órdenes de los líderes de Boko Haram en el campamento, los militantes asesinaban a inocentes, quemaban sus casas y se llevaban comida y botín de las aldeas. Al ver cuántos eran los muertos de Boko Haram en estos remotos asentamientos nigerianos, Bahdri llegó a la conclusión de que, después de todo, Alá podría estar realmente de su lado. Sus sentimientos seguían siendo contradictorios, pero su fe pasó a un segundo plano. Estaba seguro de que no tenía otra forma de sobrevivir a este régimen que participando en él.

En este punto de su relato, Bahdri agacha la cabeza. Es evidente que le cuesta seguir hablando. Suspira profundamente al reanudar el testimonio, con un gran peso casi visible sobre sus hombros: “Asesiné a mucha gente. No puedo decir exactamente cuántas, no lo sé... Fueron al menos más de ocho”. Evita mi mirada por vergüenza mientras habla. Tengo la impresión de que no quiere, quizá no se atreve, a mencionar la verdadera cifra.

En más de una ocasión, los ataques se encontraron con una gran resistencia por parte de la población local. A veces, intervino la policía. Bahdri vio personalmente cómo algunos de sus compañeros de Boko Haram caían abatidos en un ataque. Empezó a tener pesadillas con más frecuencia. Sus compañeros le aseguraron que era normal tener pesadillas y que no era motivo de preocupación. “Pero”, añade, “en mi interior sentía un profundo miedo y preocupación. Era un tormento. Estaba entrando en crisis. No había nadie a quien pudiera contárselo, porque la más mínima expresión de duda sobre la misión de Boko Haram me habría valido una bala en la cabeza. El régimen de nuestro campamento exigía un compromiso incondicional. Esto me puso en un dilema. A la hora de la verdad, seguí la corriente, pero mi mente se agitaba en lo más profundo”.

“Empecé a pensar en mi hermano pequeño. ¿Cuántas veces había cuidado de él, jugado con él? ¡Cómo quería a ese niño! ¿Y cuánto tiempo hacía que no lo veía? ¿Seguía vivo? ¿Cómo estaba? Automáticamente, esto me recordaba a los niños de su edad que yo había asesinado. A veces, no podía comer. Me sentía miserable. Nadie podía verlo desde fuera, pero cada vez me odiaba más por lo que había hecho. Odiaba la vida en la que había acabado. En aquellos días, tomé una decisión: si alguna vez se presentaba la oportunidad, intentaría escapar. Quería salir de allí, de eso estaba seguro ahora. La única cuestión era cómo”.

Un día de 2010, cuando Bahdri llevaba tres años en la unidad de Boko Haram, la violencia les alcanzó. El Ejército se enfrentó a ellos inesperadamente. Los combates fueron encarnizados y, finalmente, las tropas nacionales consiguieron rechazar por completo el ataque de Boko Haram. “¡Fue terrible!”, cuenta Bahdri. “Mirara donde mirara, había cadáveres. Vi amigos muertos delante de mí, y otros gravemente heridos. Aún puedo verlos ante mis ojos. Esta vez, el ejército salió en masa. La gente corría presa del pánico en todas direcciones. Había disparos por todas partes y fuertes explosiones. Era un caos absoluto. En ese momento, me di cuenta de que había llegado mi momento de escapar. Lejos de aquí, lejos de esta locura...”.

No era la primera vez que Bahdri corría por su vida: “Ya no podía pensar en nada; lo único que podía hacer era seguir corriendo”. Escondió su arma en un arroyo del bosque y cambió rápidamente sus botas de soldado por sandalias, para que nadie lo reconociera como militante de Boko Haram. Tenía puestas sus esperanzas en la suposición de que su grupo lo daría por muerto. Mientras quedara tiempo antes de pasar lista, debía poner la mayor distancia posible entre él y el lugar de los hechos, antes de que encontraran su rastro. Al llegar a una aldea, Bahdri llamó a la puerta de una iglesia para preguntar el camino. Cuando el párroco le preguntó de dónde venía y qué le pasaba, Bahdri rompió a llorar: “Lo único que podía hacer ahora era llorar, llorar y llorar. No podía parar. Sabía que no podía darle al pastor una respuesta sincera. Si le hubiera dicho que había estado luchando con Boko Haram, me habría entregado al ejército. Así que me limité a decirle que me había perdido en el bosque y que necesitaba dinero para el autobús de vuelta a casa”.

El pastor se mostró amable y le dio a Bahdri el importe del billete. Los aldeanos le indicaron la carretera principal. Estaba a varios días de camino a través de un profundo bosque. Encontró un autobús hasta la capital de la provincia, Yola. Desde allí continuó hasta la ciudad donde había vivido tras huir de su familia. A su llegada, Bahdri se dirigió directamente al pastor que le había llevado a Cristo cuando era estudiante. Había desaparecido y había estado fuera por tres años, pero cuando volvió a verme, abrió los brazos para abrazarme. Recosté la cabeza en su pecho y lloré lágrimas amargas. No me hizo ninguna pregunta. Yo sólo podía llorar. A él también se le llenó la cara de lágrimas. El sentimiento que me recorrió entonces fue indescriptible. Estaba encantado de volver a verle, pero tan destrozado por la pena. Estaba a punto de volverme loco”

Cuando Bahdri le contó al pastor su paso por Boko Haram, éste se mostró más conmocionado que sorprendido. “¿Supongo que te enviaron para matarme?”, preguntó. Bahdri le aseguró que no, y que necesitaba ayuda. “Estaba completamente fuera de mí. Como un animal, sólo respondía a instrucciones. Había perdido todo sentido; apenas sabía quién era yo. Mi alma estaba prisionera”, añade.

El pastor fue lo bastante prudente como para diagnosticar que se trataba de un caso grave y llamó a unos cuantos policías cristianos para que le asesoraran. Bahdri fue examinado a fondo y mantenido en observación durante unos días. Conforme a lo que los hombres observaron y comunicaron, y tras considerarlo detenidamente, el pastor decidió que sí confiaba en Bahdri y que le ayudaría. No se presentaron cargos. En lugar de ello, el pastor ayudó a Bahdri a volver en sí. Se oró intensamente por él en reuniones convocadas por la iglesia. Se le preguntó si estaba dispuesto a renovar su compromiso de fe y mostrar arrepentimiento por sus actos. Tras un largo periodo de preparación, así lo hizo. La recuperación de Bahdri fue lenta pero segura. “Con el tiempo, me liberé de las ataduras espirituales que me habían retenido en Boko Haram”, afirma.

Ahora que habla conmigo, han pasado un par de años desde entonces. Bahdri se esfuerza ahora por aconsejar a los jóvenes que comparten su pasado y su destino. Imparte estudios bíblicos y es mentor de un grupo de jóvenes. Sin embargo, no pasa un día sin que le preocupen los ataques por venganza. Un encuentro casual con cualquiera de sus antiguos camaradas podría ser fatal, porque abandonar Boko Haram es un crimen que nunca puede quedar impune. Explica: “Todavía es arriesgoso para mí caminar por la calle aquí. Siempre temo que me capturen. Si mis antiguos compañeros descubren dónde estoy, estoy seguro de que harán todo lo posible por eliminarme. Por eso me dejo ver lo menos posible. Sólo salgo del portal cuando es absolutamente necesario, y preferiblemente no a la luz del día”.

Trágicamente, Bahdri encuentra mucha desconfianza en la comunidad cristiana de la que ahora forma parte. Incluso asistir a un servicio religioso le resulta intrigante. “Puede que vaya a la iglesia tres veces al año”, dice. La etnia de Bahdri no se puede ocultar; su complexión fulani proclama que procede de una estirpe abrumadoramente musulmana. Los fulanis son mucho más delgados que los nigerianos del sur. Explica: “En cuanto entro en una iglesia, veo el susto en las caras de la gente. Suelo buscar un lugar discreto al fondo, para poder irme rápidamente después de la reunión. El otro día me enteré de que un par de asistentes habían llamado al pastor después del servicio para preguntarle si estaba seguro de que yo no tenía segundas intenciones. No hay confianza”.

“Incluso cuando me siento en una iglesia, sigo sintiendo la culpa. Lucho con mi pasado. Señor, perdóname. Desperdicié los mejores años de mi vida en Boko Haram. Llevé a los hombres al asesinato y yo mismo cometí asesinatos. Me siento tan mal por eso. Haré todo lo que esté en mi mano para compensar los terribles errores que he cometido en mi vida. Aún lloro lágrimas amargas por esos pecados”. Bahdri suspira, traga saliva y vuelve a tragar. Ahora intenta con todas sus fuerzas reprimir las lágrimas. Lleva a cuestas la pesada carga de su pasado. Pero ahora, al menos, ha compartido su historia. Sólo mucho más tarde descubro que esta era la segunda vez en su vida que Bahdri tenía el valor de contar su testimonio a compañeros cristianos. El miedo aún no ha desaparecido de su vida, ni mucho menos.

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Hermanos

Habila no puede dejarlo pasar. El encuentro con Bahdri hace un par de días atrás le ha tocado la fibra sensible, me dijo. Ha estado dándole vueltas y más vueltas en su cabeza. Pero no sabe qué es. ¿Fue el profundo dolor de Bahdri lo que le afectó? Casi se podía sentir en la habitación cuando Bahdri habló de ello. ¿O es que Habila vio algo de su propio testimonio en la historia de Bahdri? Habila y yo decidimos que tenemos que verle una vez más.

Me dice casi distraídamente que Bahdri podría haber sido uno de los chicos de su clase de la escuela dominical. Piensa en su propia infancia. Había crecido en una familia cristiana, pero ¿era él más santo que Bahdri por eso? ¿Cuánto tiempo llevaba Dios llamando a la puerta de su corazón antes de que abriera a regañadientes? Esto trajo automáticamente a la mente de Habila una experiencia impactante de su propia adolescencia...

Con una sacudida, Habila se sentó en la cama. ¿Era un sueño o no? Las lágrimas rodaron por sus mejillas y empezó a llorar en voz alta. “¿Qué pasa?”, preguntó la abuela, que también se había despertado y se sorprendió ante su alarma. “Estaba en medio de una fuerte tormenta”, responde Habila. “¡Tenía mucho miedo! Había truenos y relámpagos. Golpearon nuestra iglesia. Hubo un estruendo enorme y se partió en dos. Conseguí salir corriendo justo a tiempo, pero la mayoría de los demás no pudieron llegar. Justo antes de esto, nuestro predicador estaba sudando a mares en el púlpito mientras intentaba por todos los medios llegar a los jóvenes con su mensaje, pero yo veía que no se inmutaban. El sermón no les llegaba en absoluto. Cada uno iba a lo suyo. Entonces oí una voz penetrante que me llamaba por mi nombre tres veces, igual que el Señor llamando al joven Samuel: ‘¡Habila!’, dijo, ‘Quiero enviarte. Debes decírselo’”.

Por muchos años que hayan pasado desde aquella noche, Habila nunca ha olvidado el sueño: “Era como si Dios me dijera que debía tomar bajo mi protección a los jóvenes de la congregación. Era evidente que el predicador no los controlaba. Había mucha desafección entre los jóvenes de nuestra iglesia. El conocimiento de Dios estaba decayendo, y los jóvenes se preocupaban sobre todo de cosas que ocurrían fuera de la iglesia. Pero yo tenía otras cosas de las que preocuparme además de este mensaje. Para ser sincero, no tenía ganas de hacer nada al respecto. Aunque sintiera que Dios me llamaba a servir a los jóvenes, no quería hacerlo. Sabía que, si empezaba a trabajar para la iglesia, tendría que dejar atrás mis años de despreocupación. Y aun no estaba preparado para hacerlo”

¿Quizá sea ésta la experiencia común que ha visto que comparte con Bahdri? Él también fue advertido en su juventud a través de un sueño extraordinario. “Abandona el camino que ahora sigues”, fue lo que le dijo la persona de blanco en su sueño. Bahdri no comprendió entonces a qué se refería y no atendió a la llamada de inmediato. Sólo más tarde llegó a la convicción de que había sido el propio Jesús quien le había dado la advertencia. La conclusión de Habila es que lo mismo se aplica a ambos: “En esencia, somos iguales a los ojos de Dios. Ambos hemos pecado, y Dios, a su manera, nos ha atraído de nuevo hacia sí con gran paciencia”.

A pesar de su oposición inicial, que duró más de un año, Habila acabó respondiendo a la llamada y se convirtió en líder juvenil de su iglesia. En el caso de Bahdri, tuvieron que pasar tres años de maldad incalculable con Boko Haram antes de que se diera cuenta de que debía cambiar su rumbo. Rompió radicalmente con su pasado y ahora se esfuerza al máximo por llevar una vida renovada. Para Bahdri, sin embargo, lo mejor de sí mismo nunca es suficiente para sus altas expectativas: “Debo lograr más ahora que nunca de lo que hice con Boko Haram”, nos reveló en una conversación. Es como si quisiera reparar la miseria que él mismo provocó. Parece que los pecados de su pasado con Boko Haram le están aplastando; casi está pereciendo bajo la culpa.

Habila siente una conexión con este joven que no puede expresar con palabras. El hombre que apretó el gatillo bien podría haber sido Bahdri. ¿Es por eso, le pregunto, por lo que está deseando volver a mirarle a los ojos? La respuesta de Habila es conmovedora. Me dice directamente que quiere compartir su propio testimonio con Bahdri, para mostrarle el poder que hay en el perdón. Para mí, esta es la prueba de que Habila vive en libertad. Los traumas de su pasado ya no le atenazan.

Al caer la tarde, encontramos a Bahdri en el mismo lugar en el que le vimos hace un par de días. Cada vez que algo saca a Bahdri de su mundo inmediato, se siente inquieto. Parece desconcertado al vernos, como la última vez. Nos deja pasar primero a Habila y a mí y atravesamos las puertas del recinto. La oscuridad le cubre la espalda mientras entramos.

Habila toma asiento. Bahdri se acerca una silla. Yo me siento al otro lado de la mesa. Habila es consciente de que Bahdri está estudiando su rostro. Ahora baja la mirada y se concentra en las manos de Habila, que están colocadas tranquilamente sobre la mesa. “Hermano”, comienza Habila, “hay algo que quiero compartir contigo”. Bahdri le mira inquisitivamente. “¿Has estudiado bien mi rostro? ¿Has notado algo?”. No hay respuesta. Bahdri mira ahora a Habila directamente a los ojos. Entonces Habila ladea la cara en la penumbra. Señala la gran cicatriz que tiene en la garganta y la mejilla, una franja de varios centímetros de largo. “Por aquí salió la bala”, dice. Habila saca una fotografía tomada el día después de que le dispararan. Destaca sobre su piel oscura una horrible herida de carne roja donde debería estar su mejilla derecha. El hueso queda al descubierto en el hueco. “El médico del hospital nunca pensó que sobreviviría a una herida así en la cabeza”, continúa Habila. “Pero Dios tenía otros pensamientos. Mientras pensaba que me arrebataban la vida, me la devolvió como un regalo”.

Cuando ve la fotografía, Bahdri se pliega en la silla y agacha la cabeza. Parece que se da cuenta de que podría haber sido él quien disparó a Habila. Se ha hecho el silencio. El lenguaje corporal de Bahdri proclama una cosa: vulnerabilidad. La gravedad de este momento es palpable.

Imperturbable, Habila continúa. Cuenta cómo le traicionó un joven de su propia iglesia que estaba siendo presionado por Boko Haram. Bahdri sacude la cabeza y chasquea la lengua. Ahora comprende que Habila también carga con una tragedia. “Hermano”, dice Habila, “hay cosas en nuestras vidas que nunca podremos volver a cambiar. Todos hemos sufrido heridas. Pero gracias a Jesús, un nuevo comienzo es posible. Jesús puso sus ojos en ti y ya te ha perdonado. Has obedecido Su llamada y has dado un giro a tu vida. Pero todavía eres un brote tierno que necesita crecer. Puedes aferrarte a la luz y dejar atrás la oscuridad”

Los ojos de Bahdri se abren de par en par: “¿Cómo sabías que esto era lo que necesitaba oír hoy?”. Su mirada delata lo profundamente conmovido que está por las generosas palabras de Habila. Que una víctima de Boko Haram, de entre todas las personas, quiera animarle a él, ¡uno de los culpables!

Es hora de que Bahdri hable. “Anteayer asesinaron a un buen amigo mío. Un ex-musulmán como yo. Fue aquí, en esta ciudad. Caminaba por la calle y una bala le atravesó el corazón. Murió en el acto. Fue su antigua milicia de Boko Haram ajustando cuentas con él”. Bahdri apenas logra reprimir las lágrimas mientras continúa. “En este mismo momento, mientras hablamos, está siendo enterrado. No he podido despedirme. Es demasiado peligroso para mí asistir a su funeral. Si me relacionan con él, me pongo en la línea de fuego”

Bahdri tiene grandes dificultades para expresar sus sentimientos con palabras. Suspira. “Por la noche, a veces veo los rostros de las personas que asesiné. Son los animales salvajes que vi persiguiéndome en aquel sueño, el sueño que me advirtió en mis años de estudiante, mucho antes de que acabara en Boko Haram. Aunque sé que Dios me ha perdonado, no siempre me siento perdonado. No puedo liberarme de mi pasado. Se aferra a mí como mi sombra en todo momento”.

Habila no va a dejar que este joven se hunda en el fango. “Hermano mío”, le dice, “Dios ya no se siente ofendido por ti. Puedes poner tu pesada carga a sus pies. Puedes ser una luz para los jóvenes a los que enseñas. Pero vigila que el miedo no vuelva a apoderarse de ti. No se enciende ninguna lámpara para esconderla debajo de un celemín. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido. Tus pecados te han sido perdonados. Has renacido para vivir”.

Bahdri se queda inmóvil en su silla, con la cabeza aún caída. Está visiblemente conmovido por las palabras de Habila, al igual que yo. Luego mueve lentamente la cabeza de un lado a otro, como si no pudiera creer lo que oye. Habila se levanta y se acerca a él. Le da un par de palmaditas en el hombro, como hace un hermano mayor. “Hermano...”, le dice una vez más. Un momento de silencio. Bahdri se da cuenta del significado de esa palabra. “Gracias... muchas gracias”, dice casi susurrando.

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Epílogo

Nuestro avión despega de Jos. Regreso a Lagos, con ganas de aterrizar mañana en Ámsterdam. Si el vuelo sale según lo previsto. Miro por la ventanilla y veo el mismo río brillante de antes, que se adentra en las profundidades. Repaso los encuentros de las últimas semanas y doy rienda suelta a mis pensamientos.

Esta visita a Nigeria me ha impresionado profundamente por el drama indescriptible de lo que está ocurriendo en el norte de Nigeria. Miles de civiles, muchos escolares, han sido asesinados a sangre fría por Boko Haram. Eran cristianos, profesores y policías que simplemente cumplían con su deber. El dolor que encontré en las familias corrientes fue desgarrador. Mujeres que aún no habían cumplido los treinta se vieron obligadas a ver cómo asesinaban a sus propios maridos ante sus propios ojos y les prendían fuego. ¡Qué maldad! La mentira y la injusticia tienen la sartén por el mango.

He percibido entre los nigerianos de a pie una profunda tristeza por el estado en que se ha hundido su nación. Me pregunto cómo reaccionaríamos en los Países Bajos si un grupo como Boko Haram arrasara nuestras iglesias de la misma manera.

Sin embargo, al reunirme con cristianos nigerianos, también he visto el poder renovador del Evangelio en acción. Tanto cristianos como musulmanes se han visto afectados por este poder. Pienso en la fe sólida como una roca de Rebecca, que tras el asesinato de su marido seguía confiando firmemente en que Dios guiaba su vida. Canceló el alquiler de su habitación por fe, segura de que Dios le proporcionaría una casa donde poder criar gallinas. ¡Qué fe! Pienso también en el pastor Awayi, que sigue confiando en el poder de la oración incluso después de que decenas de sus feligreses hayan sido asesinados y su iglesia haya ardido hasta los cimientos cinco veces. A pesar de todo, sigue escuchando la llamada de Dios a su iglesia en esta situación explosiva. Decide seguir proclamando la Palabra de Dios en los lugares más difíciles, sabiendo muy bien que eso podría costarle la vida.

Naturalmente, pienso en Habila, que perdonó a su traidor después del ataque que sufrió. Se aferra al amor a pesar de todo lo que le ha ocurrido. Mientras parece que para todo el mundo a su alrededor la máxima operativa es “ojo por ojo, diente por diente”, Habila va contra corriente y frustra esta agenda eligiendo el camino del perdón. Esto está dando frutos no sólo en su propia vida, sino también en la de aquellos con los que entra en contacto. Así es como la iglesia nigeriana está sobreviviendo a Boko Haram. Fue una alegría y un privilegio ser testigo de ello. La Iglesia de Nigeria no es una mera víctima de las circunstancias; es más que eso. Es un modelo a seguir para la iglesia occidental.

La azafata viene con la cafetera. Mientras hojeo un periódico nigeriano, un titular llama mi atención: Para hacer frente a la inseguridad en Nigeria, el país necesita reverencia a Dios. La musulmana que se sienta a mi lado asiente enérgicamente mientras lee por encima de mi hombro. “Sí, eso es exactamente”, dice.

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¿Qué significa ser cristiano en el norte de Nigeria?

Cuando nací en 1956, en el norte de Nigeria, en la populosa ciudad de Gusau. Mis padres vivían como cristianos en un entorno donde el 90% de la población era musulmana. Por aquel entonces, antes de la independencia de Nigeria, los relativamente pocos cristianos de Gusau gozaban de libertad religiosa y tolerancia. Esta es la zona que hoy aparece en las noticias casi a diario informando del terror por medio de Boko Haram; ataques islamistas, asaltos o agresiones sangrientas contra el estado, los civiles y, especialmente, ataques contra las iglesias cristianas.

 

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Una pugna por el alma de África

En Nigeria, durante los 14 años anteriores, por lo menos 52.250 personas han sido asesinadas por el simple hecho de ser cristianas; según un informe de abril 2023.

No es fácil describir la situación actual en pocas palabras. Nigeria, con una población total de 225 millones en 2023 (de estos 110 millones son musulmanes y 111 millones cristianos), se ha convertido en un sangriento escenario de horror. La razón de esto es que, desde hace años, existe una feroz competencia por el alma de África.

Ahora esta competición ha alcanzado a muchas regiones. Los Estados musulmanes quieren fortalecer el Islam en África y utilizan para ello la agricultura, los dólares del negocio de petróleo, una teología islámica ideologizada y de una forma extrema que no puede llevar a un buen final.

El islam comenzó penetrar en Nigeria en el siglo 11 y el cristianismo recién pudo extenderse aproximadamente en el siglo 17. El cristianismo ha pasado de cero a casi el 50% en la actualidad (las diferentes estadísticas están variando; según algunas de ellas la cantidad de cristianos está mermando).

Con la difusión del mensaje cristiano en zonas donde antes predominaba el Islam, al principio la situación cambió significativamente para mejor: Los niveles de educación aumentaron, todos los ciudadanos tuvieron acceso a los recursos del país, la educación dejó de estar limitada a la posición religiosa del profesor. El cristianismo ha aceptado la modernidad, es adaptable, está abierto al desarrollo de la humanidad, crea oportunidades para la educación y la ciencia, y practica la tolerancia. El Islam, por el contrario, ha reaccionado, desgraciadamente, de forma muy diferente a los desafíos de la actualidad.

En pocas palabras, el grupo terrorista que se autodenomina “Boko Haram”, que significa “la educación occidental es pecado”, encarna prácticamente la incapacidad de muchos musulmanes y tradicionalistas de Nigeria, así como del resto del mundo musulmán, para poder solucionar los desafíos contemporáneos de una manera pacífica.

Muchos musulmanes de Nigeria ven a los cristianos como personas inmorales [*] que actúan contra el Islam tradicional y las enseñanzas del Corán. Luchar por Alá es su respuesta. Boko Haram y los Fulani es la consecuencia más aguda de una situación en la que chocan dos diferentes cosmovisiones religiosas. Esta situación se ve agravada por el hecho de que una gran proporción de los jóvenes en Nigeria son pobres, sin educación, desempleados, sin hogar y dependientes de ayuda, y por lo tanto vulnerables al adoctrinamiento político y a las opiniones radicales. Seducir a estos jóvenes no es difícil.

*En esto, lamentablemente, los musulmanes tienen mucha razón y nosotros tenemos que humillarnos y arrepentirnos, tal como lo hizo el profeta Daniel en el libro de Daniel capítulo 9 (leer especialmente versículos del 3-13).

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¿Qué significa ser cristiano en el norte de Nigeria?

Esto significa que la actitud ante la vida para los cristianos está determinada [tal como lo era durante la época de las catacumbas] por la posibilidad del martirio, la quema de iglesias, la negación de la justicia y el peligro que te esclavicen por tener la religión equivocada. Hoy en día, ser cristiano en el norte de Nigeria por motivos religiosos significa no tener derecho ni siquiera a tu propia tierra. Significa que no puedes conseguir un trabajo; significa que tu fe se pone a prueba. Sucede por ejemplo, que los terroristas suicidas se inmolan en las iglesias, matando a muchos cristianos.

En ciudades como Maidugri, Yola, Damaturu, Kano, Jos, Kafanchan, Chibok y Cudunlabi, hay más de un millón de desplazados internos, la inmensa mayoría son cristianos. La gente está huyendo de sus hogares perdiendo sus medios de subsistencia. Estados como Jigawa, Adamawa y Borno están parcialmente despoblados de cristianos y los que permanecen allí viven temiendo a diario por sus vidas.

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Sin embargo hay esperanza

A pesar de todos estos horrores, hay esperanza; podemos observar que el amor cristiano prevalece. Los creyentes no se rinden, su número crece, la solidaridad se desarrolla más y más. Yo mismo he acogido a refugiados de los estados del norte, donde el terror hace estragos. Y creemos que, como seguidores y discípulos de nuestro Señor Jesucristo, también experimentaremos lo que Él ya había pronosticado.

Se puede conseguir mucho a través de la oración, la esperanza que transmitimos, la acción de ayudar, la atención médica y a través de organizaciones de autoayuda que crean puestos de trabajo y dan a la gente de nuevo un medio de vida. Sabemos: ¡Por medio de Jesucristo todas las cosas ayudan a bien! (Romanos 8:28).

Según Obiora Ike – redactado por VM-Ar

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Presentación del Ministerio La Voz de los Mártires

La Voz de los Mártires es un ministerio internacional dedicado a servir a la iglesia perseguida. Fue fundado por Richard Wurmbrand a finales de 1966 como “Misiones cristianas para el mundo comunista”. Wurmbrand sufrió en su país natal catorce años de tortura y encarcelamientos por su fe por parte de los comunistas. Escribió más de 20 libros sobre esta temática, algunos traducidos a cerca de 70 idiomas. El más conocido es “Torturado por Cristo”, donde testifica de los 14 años de detención en prisiones comunistas, cómo fue liberado y cómo comenzó la misión de ayuda a los cristianos perseguidos. Otros títulos son: “La Otra Cara de Karl Marx” y “Mi Respuesta a los Ateos”.

Lamentablemente, después de la caída de la Cortina de Hierro, la persecución no ha mermado, al contrario, ahora la persecución de los cristianos en el mundo musulmán es mucho más brutal de lo que era bajo el comunismo soviético. Por otro lado hay que darse cuenta que, el comunismo no desapareció, ya que en otra forma y con otras tácticas está vivo y activo por doquier. Además es hora de darse cuenta de que hoy en día el cristianismo de los países falsamente llamados “libres” sufre de una gran anemia espiritual.

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Más detalles acerca de Richard Wurmbrand

Richard nació en 1909 en Bucarest, la capital de Rumania. Fue un talentoso intelectual que llegó a dominar 9 idiomas. Tuvo una juventud tormentosa. Estuvo implicado activamente en políticas izquierdistas. Su conversión se forjó cuando, trabajando como leñador conoció a un carpintero alemán, quien puso una Biblia en sus manos. Este carpintero, sin ninguna educación, logró incentivarlos a él y a su esposa a leer sobre la persona judía más famosa: “Jesucristo”.

Cuando Rumania se convirtió en un estado comunista, Wurmbrand se encargó de enviar copias del evangelio a las tropas rusas en Rumania. En Febrero de 1948, Richard fue raptado en la vía pública por el gobierno comunista. Estuvo detenido durante 3 años bajo un nombre falso; solo y sometido a torturas, para que confesara crímenes que no cometió.

Richard permaneció en total por 14 años en prisiones comunistas, entre los años: 1948-1964. Su esposa Sabina también estuvo encarcelada en un campo de esclavos durante 3 años. En 1964, mediante el pago de U$D 10,000, donados por cristianos de Noruega, Richard, su esposa y su hijo pudieron salir de la Rumania comunista. En sus libros “Torturado por Cristo” y “La Esposa del Pastor” describen en detalle su vida bajo la persecución comunista.

En 1966, ya radicado en los Estados Unidos dio comienzo el ministerio “Misiones Cristianas para el Mundo Comunista”; hoy conocido bajo el nombre “La Voz de los Mártires”. Esta misión se ha extendido por muchas partes del mundo con el objetivo de ayudar a los cristianos perseguidos por los regímenes comunistas, islámicos, hinduistas y otros enemigos de Jesucristo.

Luego de la caída de la Unión Soviética, la labor de la misión se intensifico trabajando en los países árabes y en todos aquellos lugares de hostigamiento a los cristianos. El mensaje de Wurmbrand siempre fue: “Odiemos los sistemas del diablo, pero amemos a los perseguidores y tratemos de ganarlos para Cristo”.

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¿Cómo ayuda la Voz de los Mártires?

Dependiendo del país, la ayuda tiene aspectos diferentes. La persecución tiene muchas caras, y nuestros colaboradores locales de confianza conocen la necesidad y saben lo que se necesita. Participamos mundialmente en muchos proyectos diferentes. Lo hacemos en los ámbitos de ayuda de emergencia, ayuda médica, ayuda jurídica, educación, evangelización, reconstrucción, etc.

Animamos a los cristianos perseguidos dándoles voz y publicando sus testimonios. Es nuestra gran preocupación que a través de estos testimonios los cristianos “libres” sean desafiados y animados a ser igual de perseverantes y fieles en seguir a Jesucristo. Hay mucho que debemos aprender por medio de los testimonios de los perseguidos. Que los cristianos de nuestra nación ¡sigan a Jesucristo! con la misma constancia que nuestros hermanos y hermanas de los países donde son perseguidos.

Con este propósito La Voz de los Mártires-Argentina publica una revista con el mismo nombre y muchos otros materiales para informar, animar e invitamos a la intercesión y al apoyo. Esta revista así como las otras publicaciones pueden solicitarse:

www.lavozdelosmartires.com.ar
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@lavozdelosmartires_argentina
Para contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
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Acordaos de los presos, como presos juntamente con ellos; y de los afligidos, como que también vosotros mismos estáis en el cuerpo (Hebreos 13:3).

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