Torturado por su Fe

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Título del original en inglés: "Tortured for his faith"

Por Haralan Popov

Traducido por Arnoldo Canclini

Impreso en Argentina en 1972

1. PROLOGO

2. RAPTADO DE MI CASA

3. COMIENZA LA INTERMINABLE NOCHE

4. "BIENVENIDO A LA CASA BLANCA, DETENIDO POPOV"

5. UN ATEO DE "CASCARA DURA" ENCUENTRA A CRISTO

6. BULGARIA SE TRANSFORMA EN LA "PEQUEÑA RUSIA"

7. MAS BIEN ESPÍAS QUE MÁRTIRES CRISTIANOS

8. LAS PAREDES DE LA CELDA HABLAN

9. LA "DIETA DE LA MUERTE"

10. LA CELDA DE CASTIGO

11. EL CUARTO DÍA ANTE LA PARED

12. EL DÉCIMO DÍA

13. EL DECIMOCUARTO DÍA

14. PREDICANDO EL EVANGELIO A LA POLICÍA SECRETA

15. MITKO ES LLEVADO A CRISTO

16. LLEGA LA DEGRADACIÓN

17. LA CANCIÓN DEL ZAPATO DE MADERA

18. QUEBRADO PERO NO DOBLADO

19. EL TRÁGICO SUFRIMIENTO DE NUESTRAS FAMILIAS

20. "USTED ES HOMBRE MUERTO, HARALAN POPOV"

21. CLASIFICADO COMO IRREFORMABLE

22. SONIDOS NOCTURNOS

23. UN DON DE DIOS

24. PERSIN: UNA ISLA DE HORROR

25. MENSAJE SECRETO EN UNA FOTO

26. EL DÍA ANTES DE NAVIDAD

27. NAVIDAD EN LA PRISIÓN

28. EL TRABAJO ESCLAVO EN PERSIN

29. EN LA CÁMARA DE LA MUERTE

30. NUEVE MESES EN EL POZO

31. EL INCIDENTE DEL POROTO

32. MI TRABAJO COMO PASTOR DE LA PRISIÓN

33. 47 CAPÍTULOS MEMORIZADOS

34. PREDICANDO POR EL "TELÉGRAFO DE LA PRISIÓN"

35. PIERDO MI NUEVO TESTAMENTO

36. CLASES DE BIBLIA EN EL PATIO

37. LOS FRUTOS DEL ENCARCELAMIENTO

38. SORPRENDIENDO A LA VIEJA "BABBA" MARÍA

39. LOS ESPÍAS DE LA IGLESIA ESPIANDO A LOS ESPÍAS

40. EN LA CLANDESTINIDAD CON DIOS

41. "EVANGELISMO DE CUMPLEAÑOS"

42. LA BIBLIA ENTRE DESPERDICIOS

43. "FABRICA DE BIBLIAS" CLANDESTINA

44. MI MISIÓN URGENTE

45. UN MENSAJE DE LA IGLESIA CLANDESTINA

 

PROLOGO

 Durante trece años y dos meses, mientras estuve en la prisión comunista fui sostenido por dos cosas: primero, la seguridad de que mi vida estaba realmente en las manos de Dios y no en las de mis carceleros y segundo, que habría de vivir para dar mi testimonio algún día y narrar lo que había experimentado. El propósito de este libro no es el de mostrar la depravación humana —que he conocido día y noche durante trece años— sino más bien mostrar el sobreabundante amor de Dios. Si algo debe sobresalir en estas páginas, debe ser la notable verdad del amor de Dios en medio de la brutalidad humana.

En la prisión aprendí la lección del amor como nunca antes. Aunque había predicado sobre el amor de Dios en muchos púlpitos, alcancé a descubrirlo de una nueva manera en la negra desesperación de las celdas subterráneas en los rostros de incontables compañeros de cautiverio. Privado de todos los bienes materiales y de todas las distracciones, encontré en Dios una realidad mucho mayor de la que había conocido nunca antes. A menudo la verdad brilla más esplendente cuando las circunstancias son más oscuras.

En este libro no hago ataques políticos ya que considero al comunismo no sólo como una fuerza política, sino también como un síntoma de una enfermedad espiritual mucho más profunda. Es una "religión de ateísmo militante". La incapacidad de destruir la fe en Dios es el talón de Aquiles del comunismo. Temen con desesperación la fe en Dios. Nunca fueron más ciertas las palabras de Pablo cuando dijo: "Porque no tenemos lucha contra sangre y carne".

Pero tengo otra razón para escribir este libro. Hay muchos falsos rumores hoy en el extranjero de que el comunismo está "suavizándose" para con la religión y que las prácticas del pasado, si bien eran malas, han terminado. He quedado impresionado al ver en qué medida es aceptado este engaño de los comunistas. Se trata de algo totalmente erróneo. De hecho, el cristianismo está siendo atacado más a fondo hoy más que nunca detrás de la Cortina de Hierro. Aún hay muchos que mueren en prisión.

En vez de tratar de destruir la Iglesia desde fuera, en Rusia y otros países el comunismo está buscando la subversión y el contralor desde dentro. En vez de intentar la destrucción de la Iglesia con un único golpe brutal, el comunismo ahora está intentando estrangular a la Iglesia poco a poco. Hoy el ataque es más sutil y más peligroso.

En los países comunistas, la religión no goza de la libertad que algunos proclaman. Tampoco ha sido destruida. Está viva y creciendo aún bajo la persecución, como ocurrió con la Iglesia primitiva. De hecho, la Iglesia Subterránea ha surgido como algo vivo en el mundo comunista. He escrito, pues, este libro para presentar mi testimonio y la historia de esa Iglesia. Lo dedico a los miles de compañeros cristianos que han muerto en prisión, muchos junto a mí, y al cuerpo de Cristo que hoy es torturado en el mundo comunista.

HARALAN POPOV

 

RAPTADO DE MI CASA

A las cuatro de la mañana del 24 de julio de 1948, de repente sonó con insistencia la campanilla de la puerta de mi casa una y otra vez. Me desperté adormecido, me puse una bata y fui a la puerta. Allí encontré a tres extraños, dos de civil y uno de uniforme. "Hemos venido a registrar su casa" dijo el jefe, que era de los de civil, y se abrió paso empujándome hasta el dormitorio. Mi esposa Ruth oyó el ruido y se me unió en el living donde miramos con asombro cómo los tres hombres revisaban toda la casa. Mientras ellos lo hacían, yo pensaba: "Final-mente llegó. Al fin ha llegado la hora".

Revolvieron en todas partes durante tres horas: libros, camas, estantes, alacenas, escritorios. ¡'No dejaron nada de lado! Cuando salió el sol a las siete se dirigieron a mí y me ordenaron que fuera con ellos. Debía acompañarles para un "breve interrogatorio", según dijeron.

Poco sabía yo de aquel "breve interrogatorio": duraría trece interminables años de tortura y cárcel. En momentos en que me empujaban hacia afuera, a medio vestir, mi hijita Rhoda se despertó y vino corriendo al living. Con la rápida percepción de una criatura, comprendió que se llevaban a su padre. Estalló en lágrimas y comenzó a derramar su corazón en llanto, mientras su cuerpo temblaba y se sacudía con los sollozos.

"¡Se llevan a papá!, ¡se llevan a papá!", gritaba una y otra vez.

La escena era demasiado para mí y al estrechar a Rhoda, las lágrimas me salieron a los ojos. Una y otra vez le aseguré que volvería, aunque dentro de mi corazón sabía que aquel era el golpe que había estado esperando. Pero el corazón de Rhoda estaba quebrantado a pesar de todas mis seguridades. No podía ser consolada. Pienso que, de alguna manera, con su infantil criterio, sabía que quizá no volvería a ver a su padre. Con las lágrimas brillando quieta-mente en mis ojos, besé a Ruth y a Rhoda despidiéndome sin saber si volvería a verlas.

Durante todo ese tiempo, mi hijito Paul dormía y no tuve oportunidad de despedirme de él. Más tarde, Ruth me contó que, después que nos fuimos, él cayó sobre sus rodillas y llorando oró que yo estuviera en casa antes del anochecer. Dos o tres horas más tarde, ella fue visitada por la esposa del pastor Manoloff, la que le dijo que su marido también había sido llevado.

Al caminar al puesto de policía rodeado por los tres hombres a eso de la siete, mantuve la cabeza en alto. A medida que aquel "desfile" de cuatro iba calle abajo, podía sentir los ojos de mis amigos, vecinos y miembros de la iglesia clavados sobre mí. Yo sabía que desde mi conversión había servido sólo a Dios y que estaba en sus manos. Desde lo profundo de mi corazón, clamé a Dios, pidiendo que su gracia estuviera siempre delante de mí.

En la policía me registraron de los pies a la cabeza y luego me encerraron en una celda. Dentro encontré a otro hombre, un armenio. La celda estaba sucia y llena de papeles y basura. En un rincón había una vieja vasija de barro quebrada, que era nuestro "toilet". Estaba totalmente lleno y el hedor era terrible. Me paseé de un lado a otro de ocho a veinte, profundamente preocupado por Ruth, Rhoda y Paul.

COMIENZA LA INTERMINABLE NOCHE

A las ocho de aquella noche, la puerta de mi celda se abrió y un joven me ordenó que lo acompañara. Me condujo hasta el segundo piso, a una oficina hermosamente amueblada, donde fui presentado a otro joven. Se me dijo que debía dirigirme a él como "Sr. Inspector". Quedé de pie delante del "Sr. Inspector" y me descerrajó la primera pregunta.

"¿Conoce usted la diferencia entre la milicia y la policía?".

Pensé que la pregunta era una broma y dije: "No, no lo sé. Nunca me he interesado en asuntos policiales". Mi respuesta lo irritó y gritó: "No pretenda jugar conmigo, prisionero Popov. ¡Párese de cara a la pared y no se mueva!".

Aquello parecía un castigo minúsculo, pero puedo asegurar que es lo más cansador y doloroso para todo el cuerpo, especialmente en la base de la espalda.

El "señor inspector" continuó haciendo la misma pregunta desde las ocho hasta medianoche, mientras yo permanecía duro. La pregunta era repetida cada cinco o diez minutos: "¿Conoce usted la diferencia entre la milicia y la policía?". Traté de explicar que no lo sabía. Cuando vi que no lograba nada, dejé de contestar. Lanzó un alarido: "¡Le enseñaremos una lección! ¡Ponga sus brazos en alto y no mueva un músculo!".

Finalmente, alrededor de la medianoche, el "señor inspector" dijo: "Le voy a decir de una vez la diferencia que hay entre la milicia y la policía. La policía se usa para cuidar los intereses de los ricos capitalistas y la milicia protege los intereses del honesto pueblo trabajador". Entonces se me autorizó a bajar los brazos.

¡Había aprendido una dura "lección" en semántica comunista!

Mis brazos cayeron pesados como leños. Entonces me hicieron otra pregunta: "Declare exactamente por qué está aquí". Contesté que tres hombres habían ido a mi casa aquella mañana y me habían llevado. Había estado en una celda todo el día y nadie me había dicho nada. "No", repuso, "usted sabe por qué está aquí".

"Pero no tengo ninguna idea segura" contesté, aunque tenía una bien definida.

Después de haber repetido la pregunta por una hora el "inspector" dijo: "Yo me voy ahora. Quédese allí hasta mañana. Volveré para interrogarlo mañana a la mañana y veremos si conseguimos que sea más amable".

Me dejó al cuidado del joven, llamado Jordan, que era el que me había traído de la celda. Jordan pasó la noche en una silla, sentado detrás de mí, mientras yo seguía mirando a la pared. Apenas podía imaginar que no sólo estaba enfrentando aquella pared por una noche ¡sino que más tarde debería estar allí de pie por dos semanas!

Las últimas horas de la noche, de las tres a las siete fueron las más difíciles. Después de estar parado mirando a la pared toda la noche sin un respiro de sueño, aquellas horas me parecían más largas que la eternidad. Por fin llegó la aurora y Jordan me llevó de nuevo a la celda. El armenio quiso darme algo de comer, pero yo preferí echarme y descansar. Estaba tan agotado que sólo quería dormir, pero las inquietas chinches y toda otra suerte de partículas movedizas me mantuvieron despierto. Antes de que pudiera darme cuenta, mi cuerpo estaba cubierto de bichos y fue imposible dormir. Tuve que levantarme y caminar de aquí para allá. Más tarde oí el rumor de que las celdas eran infestadas adrede con chinches, pulgas y gusanos para hacer sufrir más a los prisioneros. Nunca comprobé la verdad de aquello, pero sospecho que era así. Eran verdaderos ejércitos.

Ya era el domingo 25 de julio y por primera vez en muchos años, no estaba en una iglesia el domingo. En mi celda me arrodillé y mis pensamientos se dirigieron a mis hermanos y hermanas en Cristo, que estarían en el culto en ese momento. Oré por mis hijos y por mi esposa, a quienes había dejado sin dinero ni alimentos. ¡Cómo hubiera querido estar con ellos! Pedí al Señor que les cuidara en el futuro sea lo que fuere que tuviera que ocurrir. Sabía que había comenzado la gran persecución en el nombre de Cristo. A lo largo de toda la historia cristiana, esto ha ocurrido una y otra vez y yo oré desde lo profundo de mi ser para que Dios me diera fuerza como para poder estar a la altura de los discípulos y mártires de la Iglesia primitiva. Ciertamente no podía lograrlo por mí mismo. Un grillo cantó desde algún rincón de los sucios recovecos del piso y mi alma decaída se levantó y mi fe en Dios se renovó.

Los interrogatorios a lo largo de toda la noche continuaron por una semana. El molde era siempre el mismo. Tan pronto como oscurecía, yo era llevado escaleras abajo y se me hacía parar exactamente a doce centímetros de la pared. Allí desde las 19.00 hasta las 8.00 de la mañana siguiente, se me interrogaba y no se me permitía cerrar los ojos. Si éstos parpadeaban, Jordan daba un salto gritando: "¡Alto, alto! ¡Eso no se permite!". Durante el día, luchaba contra las chinches, de modo que tampoco tenía oportunidad de descansar. No se daba comida a nadie en la prisión, pero mi esposa logró averiguar dónde estaba y me mandó desde casa. Yo ansiaba desesperadamente ver a mi familia, saber cómo estaban, pero no me era permitido.

El sábado a la noche, nadie vino a llevarme abajo. Pero hacia medianoche, oí una llave en la puerta y una voz desconocida gritó: "Popov, ¡salga de aquí! Usted ha sido trasladado".

Me despedí del armenio. Nos habíamos hecho buenos amigos y en los años siguientes comprobé que entre los presos que sobrellevan sufrimientos en común se desarrollan amistades estrechas y profundas.

El policía me llevó hasta un vehículo, de los que comúnmente eran conocidos con el mote de "Cuervo Negro", que me estaba esperando con dos hombres dentro. Fuimos por la calle principal de Sofía y pocos minutos después llegamos a un gran edificio blanco. Era el cuartel central de la DS, la temida policía secreta ...

"BIENVENIDO A LA CASA BLANCA, DETENIDO POPOV"

La policía secreta tenía el nombre de Dershavna Sigornost o DS. Tenía su sede en un gran edificio conocido comúnmente como "la Casa Blanca". ¡Pero puedo asegurarles que esta "Casa Blanca" es muy diferente a la de los Estados Unidos! Muchos de los mejores hombres de nuestro país han ido a la "Casa Blanca" y no han vuelto a salir con vida. Se rumoreaba que la Casa Blanca tenía inclusive su propio cementerio para disponer de los cadáveres de sus víctimas.

Para la gente de Bulgaria, el nombre de DS era sinónimo de desesperación, sufrimiento y muerte. Sobre la puerta de una celda estaba escrita una cita del "Infierno" del Dante: "Abandonad toda esperanza los que entráis". ¡Qué exacto! Más era la gente que había muerto allí que la que había salido con vida y aquellos que sobrevivieron no fue por mucho tiempo en razón de las torturas a que habían sido sometidos. Se decía que la gente que pasaba junto al edificio de la DS podía oír los alaridos que llegaban a la calle, surgiendo del enmarañado complejo de celdas subterráneas. Más tarde comprobé que aquello era cierto.

Cuando el "Cuervo Negro" se detuvo y fui introducido al edificio, me sobrecogieron el temor y la inseguridad. Había sido una semana de desvelo e interrogatorios y mi cuerpo temblaba y se sacudía. Al ser llevado a través de la puerta, vinieron a mi mente las palabras del Salmo 73:28: "He puesto en Jehová el Señor mi esperanza...".

Sabía que no podía esperar ayuda de nadie, allí en la "Casa Blanca". Murmuré una silenciosa oración: "Dios, mi vida está en tus manos". Mis temores comenzaron a deshacerse. Tenía un profundo sentimiento de paz. Se había ido la tensión de mi cuerpo. Quizá me esperaba la muerte en la "Casa Blanca" de la DS, pero mi corazón oraba y alababa al Señor.

Cuando un hombre enfrenta la muerte, se examina a sí mismo y medita en cómo está su relación con Dios. Ve las cosas muy claramente. Me había resignado a la idea de que mi vida en la tierra terminaría pronto y que en poco tiempo estaría con el Señor. Para mí era claro que había sido llevado allí para morir. En la semana anterior, había perdido todo lo que me era querido en el mundo —mi esposa, mi familia, mi iglesia, mi hogar— pero sentí a Dios a mi lado al caminar a través de las puertas en la sede de la DS.

El guardia me miró burlonamente y dijo: "Bienvenido a la Casa Blanca, detenido Popov". Una vez más fui desvestido y registrado y llevado luego escaleras arriba al tercer piso. Mientras subía observé una red de alambre colocada sobre la barandilla, de modo que ningún prisionero pudiera escapar de la DS lanzándose por las escaleras. Evidentemente tantos prisioneros habían intentado cometer suicidio, que tuvieron que colocar esa red de alambre para evitarlo.

En el tercer piso, fui llevado por un largo corredor, con ominosas ventanas enrejadas de un lado e hileras de puertas rudas y oscuras del otro. Cada celda tenía un ojo de buey con una puertecilla. Gemidos apenas audibles salían de los ocupantes de las celdas. Los guardias usaban zapatones de tela para que los prisioneros no pudieran oír cuando se acercaban.

Pero permítanme contar cómo llegué a este punto de mi vida...

UN ATEO DE "CASCARA DURA" ENCUENTRA A CRISTO

Nací y pasé mi juventud en el pueblito de Krasno Gradiste, en Bulgaria. Éramos cuatro hijos, tres hermanos y una hermana. Todos nacimos en una vieja casa de chacra construida por los turcos, consistente en una pieza y una cocina. El techo era tan bajo que mi padre tenía que encorvarse para no golpear su cabeza con los tirantes. Tenía un piso sucio, que mi madre pintó con una mezcla de estiércol, barro y agua. No olia muy bien, pero era desinfectante e impedía que el piso se resquebrajara.

Dormíamos todos en una pieza, sobre el piso cubierto de alfombras. En un lado de la cocina había un horno grande y ennegrecido, sobre el cual se colocaba un surtido de cacharros de barro mohoso y cascado. Los porotos que mi madre nos cocía en aquellos días eran tan buenos como la dieta de cualquiera de los demás aldeanos. Mamá acostumbraba decir: "Si se quiere tener buenos porotos, se los debe cocinar en agua buena". De modo que los niños íbamos hasta el río, a algunos cientos de metros, para cargar agua para los porotos. Entonces se los cocinaba en un cacharro de barro que les daba un gustillo especial. Tengo muchos recuerdos placenteros de mis años de infancia. Los días pasaron rápidamente, algunos plenos de risas y algunos con disputas, palizas infantiles y aventuras.

Eran días de pobreza, trabajo duro y dolor en nuestro hogar, pero ninguna de estas cosas hizo que disminuyera nuestro amor del uno para con el otro. De hecho, todo ello nos unía más. No teníamos una granja grande, por lo cual los niños éramos enviados a trabajar a granjas mayores. Las dificultades fueron más grandes durante los años de guerra, de 1914 a 1918. Papá fue llamado al servicio militar y al año siguiente llegamos prácticamente al límite de morirnos de hambre. En el invierno de 1917-18, cuando tenía diez años, fui enviado a trabajar para el hombre más rico de nuestra aldea, el "abuelo" Kolyo. No recibía sueldo, pero por la comida yo conducía los bueyes, mientras el "abuelo" (que tenía 87 años pero parecía mucho menor) araba sus campos. Luego en el verano cuidaba las ovejas de mi tío en una granja cercana. La guerra terminó y mi padre volvió a casa. Esto me permitió volver a la escuela. Aunque éramos muy pobres, mis padres se ingeniaron para mandarme a una escuelita en una aldea cercana. Sentían mucho orgullo de mi capacidad de leer e hicieron cuanto pudieron para seguir adelante con mi educación. Comencé a asistir a la escuela vestido con ropas remendadas, hiladas en casa y con zapatos tipo mocasín, también de fabricación casera, hechos con cuero crudo de cerdo, con las cerdas hacia afuera. ¡Era todo un espectáculo! Cuando llegué a las clases superiores, sentía vergüenza de no tener el traje reglamentario y zapatos bonitos. Como consecuencia, esquivé la compañía de otros niños y me encerré más bien en mí mismo.

Tuve mi primer par de zapatos propiamente dicho cuando llegué a los diecisiete años. Cuando me los puse, mi estima de mí mismo creció enormemente, quizá demasiado, y comencé a buscar amigos entre mis compañeros de clase. Fui haciéndome egocéntrico y luego ateo. ¡Y eso es mala combinación! Cuando terminé la escuela de la aldea, fui a Ruse, una gran ciudad sobre el Danubio, en busca de trabajo. Conocía a una sola persona en Ruse, un antiguo vecino llamado Christo, que se había trasladado allí años antes. Christo tenía un empleo en la provisión de agua y vivía en las instalaciones mismas en una piecita de unos dos metros cuadrados. Aunque era tan chica y casi todo el espacio estaba ocupado por una cama, consintió en compartirla conmigo y nos hicimos íntimos amigos. Esto ocurría en noviembre de 1925. En aquella época había mucho desempleo en Bulgaria y no me era posible encontrar trabajo permanente. Conseguí un trabajo transitorio, pero casi siempre viví del sueldo de mi amigo Christo.

Una noche, Christo me invitó a ir con él a una iglesia bautista cercana, aunque sabía que yo era ateo convencido. A causa de mi amistad con él, era imposible negarse. Fue la primera vez que entré en una iglesia evangélica. Sólo había conocido la Iglesia Ortodoxa y creía que todas las iglesias eran iguales. Pero ¡de hecho todo era diferente! El culto era realizado en búlgaro y no en el antiguo idioma eslavo que los sacerdotes usaban regularmente y que muy pocos podían entender.

En vez del monótono canto de la misa ortodoxa, escuché hermosos himnos, con melodías de Bach, Mendelssohn, Beethoven y otros grandes compositores. Allí toda la congregación tomaba parte; en las iglesias ortodoxas, sólo cantaban el sacerdote y el coro.

¡Hasta vi himnarios! Christo ya había aprendido los himnos y cantaba de memoria, mientras yo seguía las palabras en el libro. Esas hermosas palabras, escritas para la alabanza de Dios, me hicieron una profunda impresión. Nunca había esperado escuchar a un culto e inteligente pastor predicar tan gloriosamente de su fe en Dios en un lenguaje que yo pudiera entender. En nuestra vecindad, no había una persona inteligente que se atreviera a reconocer que creía en Dios. La "religión" era para los viejos y los débiles mentales, a mi entender.

Después de la reunión, hablamos con dos damas de edad, que eran reconocidas en la ciudad por su buena preparación. Nos hablaron de Dios y trataron de probarnos que existía, pero a pesar de lo que yo había visto y oído en la iglesia y todo lo que aquellas damas dijeron, mi orgulloso intelecto se negaba a aceptar que El existía.

Sin embargo, por primera vez, comencé a preguntarme si tendría razón.

Aquella noche comenzó en mí una lucha espiritual que duró varios días. La cuestión era si había o no un Dios. En la Iglesia Griega Ortodoxa de aquel tiempo, los sacerdotes no necesitaban tener preparación alguna y sólo ancianos y ancianas asistían a los servicios religiosos. Jamás se veía una persona instruida que creyera en Dios. Al menos, así nos gustaba suponer a los ateos. Los que teníamos alguna preparación mirábamos por sobre el hombro a aquellos "simples" hombres y mujeres que decían seguir una religión o creer en Dios. ¡Y ahora yo había oído a gente educada y culta que testificaban abiertamente que Dios existía! Hablaban de lo que Cristo significaba para ellos y de lo que había hecho por ellos. Eso me impresionó más que todos los sermones y hasta el día de hoy soy un fuerte creyente en la efectividad de los "testimonios vivientes" para llevar hombres a Cristo.

Debatí mi conflicto con Christo y él me dijo que me presentaría a un hombre que me ayudaría. Poco después, invitó a un hombre a visitarnos. Su nombre era Petroff. Nos leyó de su Biblia. No era un predicador elocuente, pero cada palabra que pronunciaba me probaba la existencia de Dios. Testificaba de cómo sabía de la presencia personal de Dios. Cuando contaba de lo que Cristo significaba para él, su rostro brillaba con el amor de Dios. Me era obvio, en ese momento, que había un Dios.

Yo le vi en aquel hombre piadoso.

El testimonio de Petroff me convenció de la existencia de Dios y comencé ardiente e intensamente a buscarle. Descubrí que en la misma medida en que yo estaba buscando a Dios, Dios me estaba buscando a mí. Recibí una maravillosa experiencia de salvación en Jesucristo, que cambió mi vida. Petroff se transformó en mi padre espiritual. Poco después, fui a vivir con Petroff para estar más cerca de su enseñanza bíblica y con su ayuda conseguí un empleo en los ferrocarriles del estado. El trabajo era pesado, pero el gozo de mi recién descubierta salvación en Jesucristo me hacía sentir pujante de alegría y paz. ¡Era muy feliz en Cristo!

Cada noche, Petroff y yo leíamos de la Biblia y hablábamos por horas sobre la Palabra de Dios. A su tiempo, otros se nos unieron hasta que formamos una "pequeña" manada de creyentes. Gradualmente, nuestra pequeña reunión tomó la forma adecuada de una iglesia y bajo el ministerio, profundamente espiritual, de Petroff, fuimos grandemente bendecidos por Dios. Fue en febrero de 1929, cuando él dijo: "Haralan, Dios ha puesto su mano sobre ti. Él te quiere para su obra". Yo también había sentido su mano sobre mí orientándome en esa dirección. Yo amaba profundamente a mi Cristo y oré toda la noche prometiendo: "Señor, mi vida entera es tuya. Estoy listo para darte todo lo que tengo".

Aquella promesa fue sometida a duras pruebas en los años por venir, pero nunca lo lamenté.

Servirle es maravilloso, pero sufrir por Él es un privilegio aún mucho mayor.

Para prepararme para el servicio cristiano, asistí a institutos bíblicos en Danzig e Inglaterra, donde encontré a una joven estudiante de Suecia. Su nombre era Ruth. Como el personaje bíblico del mismo nombre, era una persona profundamente dedicada al Señor. Ella me dijo: "Haralan, donde tú vayas, iré yo". Así fue como volví a Bulgaria, no sólo con mayor conocimiento de la Palabra de Dios, sino también con una esposa.

Los años siguientes fueron plenamente un don de Dios. Llegó a Bulgaria un tiempo de gran cosecha espiritual y pocos años después yo estaba pastoreando la iglesia más grande del país. Al mismo tiempo, hacía tareas evangelísticas por todas partes. La mano de Dios estaba con abundancia sobre nosotros y su Palabra crecía poderosamente en Bulgaria. Por más de dieciséis años, pastoreé mi iglesia y me desdoblé para actuar de evangelista en pueblos y aldeas de montaña donde la Palabra del Señor aún no había sido asentada. Los años de la guerra llegaron y las cosas se pusieron difíciles en extremo, pero sólo constituían una ligera prueba frente a la gran tribulación que estaba delante de nosotros.

En 1944, una oscura amenaza llegó a horcajadas del ejército ruso, la amenaza del comunismo. Lentamente los comunistas tomaron el poder mientras nuestro país yacía postrado a los pies del ejército rojo. Al principio, el partido comunista cooperaba ampliamente con los demás partidos e inclusive formó una coalición para el gobierno. Tres años después, los demás partidos estaban disueltos, sus líderes presos y el partido comunista con la plenitud del poder.

BULGARIA SE TRANSFORMA EN LA "PEQUEÑA RUSIA"

Habíamos oído de nuestros hermanos de fe en Rusia y de cómo habían sufrido, pero poco nos imaginábamos que Bulgaria se parecía tanto a Rusia —y seguiría así hasta ahora— que recibió el nombre de "Pequeña Rusia". Estrechamos filas esperando lo peor, pero para nuestra sorpresa el golpe que esperábamos no llegó. De hecho, pasamos por un período de libertad religiosa, como una luz de atardecer. No era que los comunistas estaban en favor de la libertad religiosa, sino que estaban demasiado ocupados consolidando su poder político y absorbiendo todas las cosas firmemente en sus manos, antes de dedicarse a "ocuparse" de nosotros, para usar sus palabras. De modo que, en vez del golpe que esperábamos de repente, tuvimos un gran don de Dios: tres años, de 1944 a 1947, durante los cuales Dios detuvo su mano y nos permitió trabajar.

¡Y cómo trabajamos! Día y noche, mes tras mes, evangelizamos, esparcimos el evangelio y edificamos la fe de los creyentes antes de que la oscura noche del comunismo cayera sobre nosotros. Como se nos había advertido, sabíamos que pronto los comunistas "se ocuparían" de nosotros. Febrilmente, con el sentido de una carrera contra el tiempo, trabajamos y Dios bendijo nuestros esfuerzos con una época de grandes cosechas en toda Bulgaria. Yo dirigí varias reuniones de bautismos en masa en el mar Negro para muchos jóvenes que habían encontrado a Cristo. Sin duda, nuestro febril trabajo por Cristo durante estos tres años, "antes de la tormenta" produjo que fuéramos señalados para el "tratamiento especial" que habría de venir en las prisiones comunistas.

La misma intensidad de nuestro trabajo, durante la calma antes de la tormenta, nos transformó en hombres marcados. No teníamos mucho tiempo. Tan pronto como los comunistas consolidaron su poder, supimos que nuestra hora había llegado.

MAS BIEN ESPIAS QUE MARTIRES CRISTIANOS

La primera señal de que nuestra hora había llegado fue una campaña de rumores para desprestigiar a los pastores más destacados del país. A pesar de esa campaña, el avivamiento espiritual se esparció más aún y se formaron nuevas iglesias, de modo que el gobierno forjó otro sistema más dúctil. Gradualmente los pastores de las iglesias fueron retirados y reemplazados por personas que podían ser "herramientas útiles" en manos de los comunistas. Se concentraron en poner títeres en los púlpitos.

Los pastores consagrados pronto se vieron desplazados y no podían encontrar sino empleos minúsculos, como el barrido de calles. Una vez que muchos púlpitos fueron ocupados por pastores títeres, escogieron el próximo objetivo: los principales líderes religiosos búlgaros de las iglesias bautistas, metodistas, congregacionales y evangélicas. Yo era uno de ellos.

Una baja campaña de difamación fue iniciada. Se nos acusó de ser espías. Era preferible que fuésemos espías y no mártires cristianos. Se nos describía como "instrumentos del imperialismo". Al principio cuando oímos aquello, causó risa y pregunté a Ruth: "Bueno, ¿cómo te sientes casada con un 'instrumento del imperialismo'?".

"¡De modo que eso es lo que eres ahora!", contestó ella riendo.

La verdad significaba poco para aquellos que estaban dispuestos a destruir a la iglesia cristiana. Nosotros, los quince líderes de las denominaciones evangélicas de Bulgaria, fuimos nombrados específica y públicamente.

Era evidente que no éramos culpables de los cargos que se nos hacía, pero una nueva campaña fue lanzada para distorsionar todo lo que decíamos y hacíamos a fin de ensuciarnos. Se hizo mucha bulla por la prensa y otros medios de que habíamos traicionado a nuestro país para venderlo a los ingleses y norteamericanos. Así comenzó la campaña que habría de llevarnos a la prisión y tortura. Durante los trece años y dos meses siguientes, que yo pasé en prisión, a menudo me pregunté por qué Dios permitió que ocurriera tal cosa. Aquel largo período de examen de mí mismo me ayudó a entender mejor la enseñanza de la Biblia de que debemos pasar por el sufrimiento para entrar al reino de Dios. Pablo y Bernabé dijeron a los discípulos del Asia Menor que "es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios" (Hechos 14:22). El apóstol Pedro dijo la misma cosa (1 Pedro 1:6, 7): "En la cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sea sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo".

La primera reacción natural del hombre cuando mira el sufrimiento es la de pensar que es demasiado fuerte para soportarlo. Tratamos de evitarlo, pero luego descubrimos que el sufrimiento llega a ser algo de valor y que es más precioso que el oro. El sufrimiento fue un fuego que nuestras iglesias debieron soportar para que todo aquello que fuera paja y escoria se quemara, dejando al oro puro más brillante que nunca. En aquel proceso, la estructura de la iglesia podría ser destruida o subvertida, pero siempre quedaría una iglesia verdadera, viviente, el cuerpo de Cristo, la iglesia subterránea.

Toda aquella estaba delante de nosotros.

Aquellos eran los hechos que me llevaron de ser un ardiente ateo a mi posición de pastor que enfrentaba la tortura por Cristo en la temida "Casa Blanca".

LAS PAREDES DE LA CELDA HABLAN

Fui conducido a lo largo del corredor hasta la celda número 21. La gran llave sonó en la cerradura y yo fui empujado dentro, para ser separado una vez más del mundo exterior. En la celda había un joven llamado Tsonny. Me dijo que había estado allí por tres meses y nunca le habían dado una razón para su encarcelamiento. En un rincón de la celda, estaba el recipiente que sería nuestro toilet en los seis meses siguientes. Aquellos recipientes eran un elemento standard en la vida de prisión. Eran vaciados sólo muy rara vez y a veces su contenido los superaba. A menudo se derramaba y el hedor era insoportable. No había sino el rudo cemento para dormir y las paredes eran de piedra tosca. Estaban cargadas de lemas, oraciones y citas arañadas en la superficie con algún objeto duro por los ocupantes anteriores.

Aquellas paredes eran casi un "diario" o crónica de los hombres condenados. En algunos puntos las paredes parecían pintadas de rojo, pero examinándolas más cerca descubrí que lo rojo no era pintura. Era la sangre de incontables chinches que habían sido matadas por los presos anteriores cuando los insectos trepaban por las paredes. Las "paredes rojas" de otras celdas similares también llegarían a ser una imagen habitual en los años siguientes. Aquella primera noche en la DS, maté 539 chinches, muchas de las cuales habían sorbido de mi sangre. Para ayudarnos a distraer nuestra mente de la situación, Tsonny y yo las contamos (¡pero no volvimos a hacer la prueba!).

En las paredes, se podía leer sobre muchas de las aflicciones y nostalgias de los cautivos anteriores. Casi podía describir sus personalidades, sus pesadillas, sus esperanzas, sus sueños, reflejados en aquellos tristes arañazos. En uno decía: "Cuando entres aquí, confía en Dios y ora a Santa Teresa", evidentemente escrito por un católico. Una elegía de Push-kin estaba escrita en toda su extensión en ruso sobre la pared. Contenía tres versos que memoricé. Sobre la puerta, alguien escribió un antiguo proverbio latino, "Dum spiro spero", lo que significa "mientras respire, confiaré". Yo sentí que conocía a los habitantes anteriores de aquella celda por medio de sus escritos en la pared.

¡Qué historias de valor humano, desesperación y sueños aplastados vi en aquella celda y en un sinnúmero de otras durante trece años!

Tomé la costumbre de escribir versículos bíblicos y palabras de aliento en cada celda que ocupé, confiando que aquellas palabras pudieran traer consuelo y ayuda al próximo ocupante. Las paredes de la celda eran no sólo el "papel" en el cual yo arañaba versículos bíblicos sino también el "tablero de sonidos" sobre el cual golpeteaba la Palabra de Dios a los hombres de la celda adyacente por medio del "telégrafo de la prisión".

Yo pensaba que era maravilloso que las paredes construidas para aprisionar a los hombres se transformaran en "papel" para la Palabra de Dios y en el "cable" para el telégrafo de la prisión que permitía mandar las Buenas Nuevas. Pero, debido a que aquella era la primera vez que yo pasaba por una prueba tal y porque la primera semana había sido un tiempo tan abrumador, me resultó difícil mantener mi coraje.

Todo preso puede decir que los primeros meses son siempre los peores. Yo me decía a mí mismo: "Si el hombre que arañó en la pared 'mientras respire, confiaré', pudo mantener viva su esperanza, seguramente yo, como creyente, puedo poner mi vida enteramente en las manos de Dios". Me di a mí mismo una "conferencia" y me sentí mejor. Aun cuando yo no sabía lo que el día me podría traer, tenía la seguridad, serenidad y paz en mi corazón. Como Pablo, yo estaba determinado a que debía aprender a decir: "He aprendido a contentarme, cualquiera sea mi situación".

Pasé exactamente cinco meses en la celda número 21, desde el 19 de agosto hasta el 31 de diciembre. La celda 21 de la "Casa Blanca" de la DS se transformó en mi cámara de sufrimientos. Cada vez que pienso en ella hasta el día de hoy un escalofrío me recorre la espalda. En 2 Corintios 12:4, el apóstol Pablo habla de "palabras inefables que no le es dado al hombre expresar". Sin embargo, quisiera hablar del inexplicable sufrimiento que es difícil expresar con la lengua humana o poniéndolo por escrito.

Como estaba exhausto de estar de pie todas las noches durante una semana, me eché sobre el piso desnudo y me estiré. De repente se oyó un fuerte sonido como el disparo de un rifle automático que sonara en el corredor. "¿Qué es eso?", pregunté a Tsonny. Me sonrió y explicó que lo hacían intencionalmente los guardias para asustar a los presos y evitar que se durmieran. El sonido era producido golpeando fuertemente sobre las puertas de las cel-das con una barra de hierro, haciendo sonidos como apagados disparos de rifle. Era repetido cada diez minutos durante aquella noche y cada noche durante los cinco meses. Era casi imposible dormir y precisamente eso era lo que se buscaba.

En la mañana del 2 de agosto fui llevado de mi celda a una cómoda oficina de la planta baja. Para mi gran asombro, descubrí a un joven a quien conocía muy bien. Su nombre era Veltcho Tchankov. ¡Mi corazón saltó de alegría cuando vi a Veltcho! Le había conocido desde que era niño.

También sabía que era comunista. Cuando los comunistas llegaron a Bulgaria en los talones del ejército rojo en 1944, Veltcho se unió inmediatamente a ellos. En los tres años que habían pasado, había llegado a ser jefe de la policía secreta en Burgas. A pesar de las diferencias en el camino de nuestras vidas, parecía que durante mucho tiempo habíamos mantenido una especie de mutuo respeto. De modo que sentí mucha alegría al verle de nuevo y pensé que aquél era el primer rayo de esperanza desde mi arresto. Pero, ¡cómo había cambiado Veltcho ahora! ¡Un mes después supe que aquel Veltcho, mi "viejo amigo" era el que había orquestado toda la campaña contra los pastores evangélicos! ¡Vi entonces lo que el poder puede hacer a un hombre!

Cuando los comunistas no están en el poder a menudo son capaces de congeniar, de cooperar y ser amables. ¡Pero déjenlos alcanzar el poder y verán lo que son realmente! Que todos los que juguetean con el comunismo recuerden la lección de Veltcho, el comunista "amable" que había alcanzado el poder.

Cuando los partidos comunistas están lejos del poder, adrede parecen "razonables" y amables, pero si se los deja alcanzarlo, se revelará su verdadera naturaleza. Las prisiones estaban llenas de hombres que pensaban que los comunistas eran sólo un partido político más. Mucha de la gente, que decía que eran "un partido político más" y toleraron a los comunistas, fueron ejecutados cuando ellos llegaron al poder. ¡Qué tomen cuidado los países occidentales que toleran los partidos comunistas! Esos "pequeños" partidos pueden parecer amables hoy, pero si llegan al poder ¡entonces verán su verdadera naturaleza como lo hicimos nosotros!

Yo dije: "Veltcho, me alegro de volver a verte". Me miró con hostilidad y dijo: "Nos conocemos mu-tuamente, Popov, y le advierto que si quiere volver a ver a su esposa debe hacer exactamente lo que diga".

"Pero ¿qué he hecho yo, Veltcho?". "No vuelva a llamarme Veltcho", me repuso con un alarido. "Yo soy el camarada Tchankov y usted el detenido Popov. ¡No lo olvide jamás!", prosiguió. "Usted debe criticar sus crímenes. Si confiesa, le será mucho más fácil. El gobierno del pueblo es muy clemente y perdonaremos sus crímenes. Sabemos que usted es buena persona, pero debe adaptarse a nosotros y a la nueva sociedad que estamos construyendo".

Esas palabras —"adaptarse a nosotros"— las oí durante todos los trece años.

Entonces un torrente de palabras salió de los labios de Veltcho:

"¡Le repito que usted debe adaptarse a confesar sus crímenes!", gritó. "Si se niega a obedecerme, estará cometiendo el mayor error de su vida y vivirá como para lamentarlo. Aprenderá que no estamos jugando y no queremos transformarlo en un mártir de la religión. ¿Le gustaría eso, verdad, Po-pov? Bueno, no vamos a darle esa chance. Si le convertimos en un mártir religioso, sólo haríamos más fuertes a los cristianos. No vamos a consentir que eso ocurra. ¿Se piensa usted que somos tontos? Vamos a calumniarlo y ensuciarlo hasta que aun los cristianos dirán su nombre con asco".

Quedé mudo ante las palabras de Veltcho. Su plan era satánicamente sabio y hablaba como un hombre inspirado.

Repuse: "El pueblo de Bulgaria me conoce. Ellos comprenderán cuál es la verdadera razón". Se limitó a reír. Sólo tiempo después, me di cuenta que estaba enfrentando a especialistas en hacer que lo negro se vea blanco y lo verdadero parezca falso.

Los nazis eran crueles, pero los comunistas eran crueles y satánicamente hábiles. Esta es la única diferencia real en la práctica entre nazis y comunistas. Más tarde, las amenazas de Veltcho fueron cumplimentadas con precisión matemática, punto por punto.

Veltcho ordenó que fuera llevado de vuelta a mi celda. Fui sumido en la más profunda desesperanza y conté a Tsonny mi conversación con aquél. Me aconsejó que no confesara nada que no hubiese hecho. El consejo era bueno, pero imposible de cumplir en los meses por venir.

Me sentí en mi celda en un estado casi de shock. Había creído que los comunistas eran sólo hombres errados. Pero este encuentro con Veltcho me sacudió profundamente. Me di cuenta que era contra la sabiduría y el mal del mismo Satanás que estaba luchando. Por primera vez, lo enorme de aquello que enfrentaba y la agudeza de aquellos hombres diabólicamente inspirados me golpeó en la cara.

LA "DIETA DE LA MUERTE"

Comenzaba haciendo padecer hambre. Los sentimientos del hambre —tal como los sentimientos del amor— son imposibles de describir. Mi ración diaria de comida eran dos rebanadas de pan y seis cucharadas de "sopa", lo que en realidad era agua con cierto sabor. La dieta estaba planeada cuidadosa y científicamente para mantener la vida... y nada más. Los prisioneros la llamaban "dieta de la muerte". Consistía básicamente en agua y bastaba sólo para mantener débiles pulsaciones. Al mismo tiempo, era suficiente para estimular los jugos gástricos, provocando que uno sintiera más agudamente el no tener nada real que comer.

Si una persona no come, muere gradualmente, pero su sentido del gusto se adormece y es librado misericordiosamente de las infernales angustias del hambre. No fue así conmigo. Los dos trozos de pan y las seis cucharadas de "sopa" llegaban a las seis de la tarde. Desaparecían en dos minutos y no había más comida hasta las seis del día siguiente. La meta era la de "quebrarme" y debo confesar que el hambre era un instrumento horrible y efectivo para lograrlo. El hambre me hacía sentir el cuerpo como si tuviera fiebre palúdica. Aquellas sensaciones me acompañarían día y noche durante los cinco años siguientes.

Es necesario comprender que los comunistas no estaban tratando de hacerme un "lavado de cerebro". Sabían que nunca lo lograrían. El lavado de cerebro implica un cambio completo y definitivo de la mente de una persona como para que esté totalmente consagrada a otra manera de pensar. Los comunistas sabían que nunca podrían lograr eso conmigo y no lo intentaron.

Lo que se proponían era quebrar mi voluntad, apaleándome, golpeándome, torturándome, abusando de mí y haciéndome pasar hambre hasta el punto de que mi voluntad se quebrara totalmente y pudieran obtener de mí lo que quisieran y que luego yo recuperara aquella voluntad y volviera a ser yo mismo. De esa manera, pues, su táctica no era "lavar" mi cerebro, sino sacudirme y arrastrarme más allá de lo que se puede soportar humanamente, como para que simplemente yo perdiera el dominio de mi voluntad. El "lavado de cerebro" exige una alternación entre los buenos y malos tratos. Destruir la voluntad de una persona es algo más simple, pues requiere sólo palizas brutales e ininterrumpidas, hambre y tortura, aumentando hasta un pico y un crescendo de horror, en el que una persona no sea ya dueña de su propia voluntad. Aquella era su táctica y la comenzaron con furia y brutalidad.

El hambre, la falta de sueño y el estar de pie de cara a una pared semana tras semana eran las "herramientas" básicas para quebrar la voluntad de una persona. Este trato sólo puede transformar a un hombre inteligente y racional en un animal. Lo único que queda después de un trato así es el instinto animal de procurar algo para comer. Mi guardia acostumbraba decir que yo debía ser "más tranquilo que el agua y más chato que el pasto".

LA CELDA DE CASTIGO

El 5 de agosto, bajo los efectos de la "dieta de muerte" fui colocado en confinamiento solitario y sometido a un interrogatorio ininterrumpidamente de veinticuatro horas por día. Tenía tres interrogadores, que trabajaban en turnos de ocho horas. Eso les permitía mantener la tortura física y psicológica por veinticuatro horas diarias. Esa celda solitaria tenía un detalle muy inusual. La pared estaba pintada de blanco, con un barniz de esmalte brillante. Se me ordenó estar de pie enfrentando la blanca pared brillante a una distancia de doce centímetros y mantener los ojos abiertos, bien abiertos. Mi interrogador comenzó a gritar:

"¡No se mueva ni una pulgada!".

"¡Debe mantener los ojos abiertos todo el tiempo!".

"¡No debe descansar sobre un pie u otro!".

"¡No debe mover un músculo!".

"No debe...". "No debe...", una y otra vez chillaba mientras yo estaba de cara a la pared. Después de unos pocos minutos, mis ojos ardían como hierros ardientes. A doce centímetros, estaba tan cerca que el brillante esmalte blanco me impedía mantener mis ojos en foco. Sugiero que el lector lo pruebe por un momento solamente... Los ojos se rebelan. Pugnan por cerrarse y ponerse en foco, pero no pueden. Es un dolor terrible, pero apenas yo parpadeaba, mi interrogador me golpeaba en la cara.

El dolor de los ojos se hacía intolerable. "¡Cuénteme de sus actividades como espía!", gritaba el interrogador.

"Soy un pastor", respondí" y he trabajado para Cristo toda mi vida. Jamás he sido espía". El interrogador me dio otro golpe en el lado de mi cabeza. Mi oído vibró al impacto del golpe y él volvió a gritar: "¡Hable de cómo espió para los norteamericanos!".

De nuevo respondí: "Soy un pastor, un siervo de Dios, y sólo he trabajado para El. No sé nada de las acusaciones que me hace de espionaje".

Más adelante, al pasar los años de brutalidad, me fui endureciendo a tales golpes y me afectaban sólo físicamente. Pero al comienzo de mi prisión aquellos golpes me afectaban y me desorientaban, tanto psicológica como físicamente.

El interrogador que me golpeaba era un hombre grande y torvo. En los años siguientes, tuve tiempo de reflexionar en aquellos guardias e interrogadores. Siempre traté de orar cuando podía por un guardia mientras me estaba golpeando. Me di cuenta que en cierto sentido, ellos eran casos más tristes que aquellos a quienes golpeaban.

¡Qué tragedia la suya!

Paso a paso, a medida que actuaban brutalmente con los prisioneros, descendían pendiente abajo en su humanidad al nivel de las bestias. Sus rostros, después de un tiempo, desafiaban cualquier descripción y tenían aspecto animal.

Nosotros los prisioneros, eventualmente podíamos recuperarnos, pero los guardias sufrían una quiebra permanente de su humanidad. Así es que durante las palizas, yo trataba de mantener esa perspectiva y oraba por ellos. Comprobé que en realidad de esa manera se suavizaba el dolor de los golpes. "¡Hable de su trabajo como espía!", gritaba el interrogador. "Soy pastor, y..." pero antes de terminar la frase otro golpe me caía sobre el costado de la cabeza. Durante el primer largo día, quedó establecido el esquema según el cual estaba obligado a quedar de pie, totalmente quieto, sin mover un músculo, con mis ojos ardiendo como bolas de fuego, fijos en la brillante pared a doce centímetros delante de mí. Desde atrás la voz de mi interrogador gritaba: "¡Cuénteme de sus actividades de espía!". Yo volvía a contestar: "Soy sólo un pastor y nunca he hecho otra cosa que predicar el evangelio".

Seguía otro golpe en la cabeza y luego varios minutos de silencio. Luego, otra vez la pregunta, otra vez la respuesta y otra vez el golpe en la cabeza. Al pasar las horas, las preguntas se hacían menos frecuentes y yo me preguntaba por qué el interrogador tardaba tanto entre una y otra. Después de una hora o dos se me hizo la luz: el tiempo mismo era su arma. El tiempo estaba de su lado y ellos contaban con un desgastador efecto sobre mí. Hora tras hora del primer día, el esquema de preguntas, respuesta, golpe, pausa, preguntas y respuesta, golpe, continuó sin cesar. Perdí toda noción del tiempo. Sólo sentí el terrible ardor en mis ojos y cerrarlos aunque fuera por un minuto llegó a ser mi obsesión. Mi cuerpo estaba paralizado. Perdí todo sentido de la hora y sólo era devuelto a la realidad por el sonido diferente de la voz de un nuevo interrogador, lo que indicaba que habían pasado ocho horas y había comenzado un nuevo turno.

Ahora se hicieron más largas las pausas entre las preguntas, a veces hasta una hora. No tenían apuro. Llegó la noche y pasó como una eternidad. El sueño pesaba sobre mis párpados, pero aun un instante de cerrarlos provocaba un golpe. Mis piernas me dolían. Todo mi cuerpo se rebelaba y, sin embargo, yo no podía mover ni un músculo. Todo se hizo confuso y el tiempo mismo pareció detenerse. Encandilado, oí de repente la voz aguda y fresca de mi primer interrogador gritando: "¡Popov, usted todavía aquí! Bueno, yo estoy descansado. ¡Empezaremos de nuevo!". Algo me sacudió. Había pasado todo un día y el primero de mis tres interrogadores estaba otra vez de vuelta en su puesto.

El hambre carcomía mi estómago. Había pasado por ello antes, cuando sólo recibía cáscaras de pan, pero ahora no recibía ni siquiera esas cáscaras. Cuando las recibía, parecían sumamente pequeñas. ¡Ahora que ni eso tenía, me hubieran parecido un festín!

EL CUARTO DIA ANTE LA PARED

Fueron pasando hora tras hora. Día tras día vinieron y se fueron. El tiempo entre la medianoche y la mañana era el peor. No había comido ni dormido por cuatro días. El interrogador vigilaba especialmente con cuidado para descubrir cuando cabeceaba o parpadeaba. Tenían un especial deleite en sorprenderme un músculo que se contraía o un ojo que se entrecerraba como excusa para un golpe. A la vez, usaban zapatos de fieltro de modo que yo no podía decir si estaban detrás de mí o en otra parte de la habitación.

Al cuarto día me dejó el hambre y una profunda sed se apoderó de mí. La sangre comenzó a depositarse en mis piernas y éstas comenzaron a hincharse. Mis labios estaban secos, resquebrajados y sangrantes. Luego surgió una dimensión nueva del castigo. Los interrogadores comenzaron a comer ruidosamente y a beber agua cerca de mí para aumentar mi sed. La tortura no era sólo física, sino también mental en buen grado.

La sed profunda y quemante era peor que cualquier cosa que hubiera experimentado u oído antes. Era como una frenética bola de lava ardiendo en mi estómago y resquebrajando mis labios.

Una fiebre general me consumía y quebraba mi cuerpo. Comenzó la deshidratación y la agonía se hizo casi insoportable. Hasta el día de hoy, cuando leo de un hombre muriendo de sed en el desierto, las abrumadoras angustias de la sed me golpean de nuevo y dondequiera que esté debo ir y tomar abundante cantidad de agua.

Otro se complacía en beber agua a pocos pasos de mí y uno de ellos me tironeó de los labios lastimados y heridos, sin advertencia. La sed rugió dentro de mí como una fiebre ardiente. Hasta el día de hoy no me puedo explicar cómo estuve sobre mis pies aquellos días y noches. Sólo podía pensarse en Dios dentro de mí, porque ningún ser humano podría tener esa fuerza.

Lentamente se interrumpió el interrogatorio. Se transformó en un período de espera, mientras mis interrogadores esperaban mi derrumbre. En mi afiebrada condición, comencé a tener alucinaciones. Pequeños puntos surgieron en la blanca pared enfrente de mí. Vi caras de personas, de Ruth y de Paul y de Rhoda, luego de los guardias. Diseños girando en colores deslumbrantes era como un alocado caleidoscopio delante de mí. Tenía la certeza de que me volvía loco.

EL DECIMO DIA

Pero el derrumbe aún no llegaba. Perdí todo sentido del tiempo. Un día se confundía con el otro. Mis piernas hinchadas se pusieron monstruosas, recargadas con la sangre por la total inmovilidad. Mis labios estaban quebrados y sangrantes. Mi barba había crecido, porque no se me había permitido lavarme o afeitarme desde mi arresto. Mis ojos eran bolas de fuego. Sin embargo, de alguna manera, me mantenía en pie. A la décima noche, poco después de las doce, oí roncar a mi interrogador que se había adormecido. Moví mi endurecido cuello a derecha e izquierda. A unos dos metros a la izquierda había una ventana. Como afuera estaba oscuro, pude verme reflejado en ella, como en un espejo. Me encogí de horror. ¡Era la imagen de un monstruo! Vi una figura totalmente adelgazada, con las piernas hinchadas, los ojos como agujeros vacíos en la cabeza, con una larga barba cubierta con sangre seca de los labios quebrados, sangrantes y horriblemente hinchados.

Era una imagen grotesca y horrenda que me repelió.

De repente, sentí una sacudida. ¡Aquella imagen horrible, sangrante y grotesca era yo! Aquel monstruo era yo.

Mi mente adormilada absorbió el hecho lentamente y las lágrimas salieron de mis ojos. De repente, me sentí quebrantar, tan solo, tan abandonado a mí mismo. Me sentí como Cristo cuando clamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". No podía derramar lágrimas, pero mi cuerpo se sacudió con lágrimas que no salían. Entonces en aquel momento de desesperanza total y desgarrante, oí una voz tan clara como cualquier voz que hubiera oído en mi vida. Me decía: "No te dejaré ni te desampararé...".

Fue tan audible que me atreví a dar una mirada al adormecido interrogador, seguro de que él también la había oído, pero seguía durmiendo.

La presencia de Dios llenó la celda de castigo y me envolvió en un calor divino, que infundía poder en aquella cáscara que era mi cuerpo.

Tuvo un efecto definido, notorio sobre mí.

Mi interrogador se despertó súbitamente. Se me acercó y comprendió que algo había pasado. No sabía qué, pero tuvo tanta conciencia de la diferencia, que salió corriendo y volvió con otro oficial. No podían entenderlo. Oí las voces ansiosas y susurrantes de los interrogadores a mis espaldas, tratando de imaginar lo que estaba pasando. Yo parecía tan fresco y vivo, con una nueva fuerza. Nunca me sentí más cerca de Dios en mi vida que en aquel momento. Llegó a estar tan cerca de mí que mi corazón ansió verle. Sentí su presencia tan cerca que me fue algo maravilloso, superior a cualquier sensación que hubiera tenido antes. Era como un gusto previo de lo que significaría estar con Dios en la eternidad y no quería volver atrás.

Oré pidiendo la muerte. Ansiaba morir. Era la bienvenida puerta por la cual yo llegaría a ver a Cristo a quien había amado y servido por tanto tiempo.

EL DECIMOCUARTO DIA

La presencia de Dios me iluminó por un largo tiempo, pero al decimocuarto día la total carencia de alimentos, la sed y el ardiente fuego en mis ojos fue demasiado. Sin duda, estaba muriendo. Me sentí derrumbar. "De modo que esto es morir", pensé. "En cualquier momento, veré a Cristo".

El guardia comprendió que algo estaba ocurriendo y salió corriendo, para volver con un médico. Este me echó una mirada y dijo al oficial: "Este hombre se está muriendo". Sus voces parecían tan distantes como si vinieran de muy lejos. Evidentemente no estaban listos para que yo muriera aún, pero sentí que me trasladaban. Debe haber sido una hora más tarde que volví a mi celda. A juzgar por la mirada de horror de Tsonny, mi aspecto debe haber sido terrible. No me podía mover. Mis piernas estaban hinchadas como las de un elefante. Mis labios estaban abiertos y sangrantes. Mis ojos eran agujeros negros en mi cabeza y mis pupilas llamas rojas. Por una semana no fui capaz de enfocar mis ojos para usarlos adecuadamente.

A medida que recuperaba lentamente la conciencia, Tsonny me dijo la fecha. Yo no podía creerla. ¡Había estado sin alimento ni agua por catorce días! No puedo explicar cómo fue posible. Más tarde, el mismo día me trajeron comida, agua y me dejaron descansar. Con dificultad, mi compañero de celda me ayudó a levantar mis hinchadas piernas y a colocarlas apoyadas en la pared, de modo que la sangre circulara hacia abajo. Caí en profundo sueño. Pensé que lo peor había pasado.

Pero no era así.

A la noche siguiente, después de las doce, fui llamado de nuevo para un interrogatorio, esta vez a cargo de un oficial llamado Eleas. Había otros cuatro o cinco esperándome en la habitación. Cuando entré, me vi enfrentado con la burla, la mofa y la humillación. Entonces comenzaron a golpearme. Me tambaleé por la habitación y caí; fui levantado y golpeado una y otra vez. Era evidente que habían decidido agregar más torturas físicas a las mentales.

Durante todo ese tiempo quedé en silencio. Aun cuando había logrado algo de fuerza por el descanso, todavía estaba muy débil y el menor sacudón me hacía caer. No me pegaban muy fuerte, porque si no hubiera quedado inconsciente. Finalmente, Eleas cargó su pistola, me aferró por el cuello de la camisa y me arrastró al corredor. Yo sangraba profusamente de la nariz. Estaba totalmente oscuro. Me empujó delante de él hasta el fin del corredor, donde brillaba una tenue luz. Mantuvo su pistola presionada contra mi espalda todo el tiempo. Cuando llegamos a la luz me gritó: "¡Alto, de frente a la pared!".

Me di vuelta en la posición usual, notando manchas de sangre y orificios salpicados en el revoque por el impacto de balas. Sin duda, aquel remoto, oscuro rincón de un corredor subterráneo era donde muchos otros habían encontrado la muerte. Eleas apagó la luz. Era frío y totalmente oscuro. La muerte pendía pesadamente en el aire denso. Eleas apretó la pistola en mi nuca.

"Popov", dijo, "hemos tenido ya bastante de su testarudez. Esta es su última noche. Usted debe morir por su testarudez al negarse a confesar que es un espía. Le doy su chance final y última. Puede volver a pensarlo, mientras cuento hasta cinco, y confesar que es un espía. Si tiene sentido común, puede seguir viviendo, pero si no, dispararé al contar hasta cinco".

Estaba seguro que habría de disparar, ya que ese había sido el destino de otros miles en la Casa Blanca de la DS antes que yo. Sabía bien que aquella gente cumplía sus amenazas.

El pensamiento de la muerte como un puente a la eternidad me cruzó por la mente. ¡Vería a Jesús! Tenía la certeza de que este tormento infernal pronto terminaría. Era como si la eternidad ya hubiese comenzado para mí y sólo quedase la formalidad de la muerte. Mentalmente, yo estaba preparado y ya estaba "con Cristo". Esperaba sólo el disparo para ser llevado al cielo en alas de ángeles hasta Jesús mi Salvador. Mi corazón estaba lleno del anhelo de aquel momento magnífico en que le vería. ¡Qué atractivo era aquello para mí! Toda la tortura habría terminado. ¡Y le vería! ¡Estaría con Cristo!

A muchos no les agrada pensar en la muerte. Temen y tiemblan ante esa palabra y la ven como una terrible imagen negra. ¿Por qué la gente teme a la muerte? En primer lugar, porque no creen en Dios. Para aquellos que no han aceptado a Cristo como su Salvador, la muerte es la más terrible experiencia que existe. La gente teme a la muerte porque no están seguros de su salvación. Su pecado les da conciencia de que tienen que rendir cuentas después de morir.

Pero para aquel que cree en Cristo y está seguro de su fe y salvación por medio de la sangre redentora de Cristo, no hay muerte. No creemos en la muerte, porque no hay muerte para aquellos que están en Cristo Jesús. En Juan 11:26, Jesús dijo a Marta, la hermana del ya muerto Lázaro: "Todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente", después de lo cual hizo una notable pregunta: "¿Crees esto?".

Si hay alguna certeza en este mundo de incertidumbre está en la Palabra de Dios. El cielo y la tierra pasarán pero la Palabra de Dios no pasará. Hasta el día de hoy, nunca he imaginado qué debe ser la muerte, porque para mí la muerte nunca ha sido un espectro oscuro, sino un ángel que vendrá a liberarme. La muerte no se presenta negra y horrible. Está llena de luz y belleza, porque Apocalipsis 14:13 dice: "Benditos los que de aquí en adelante mueren en el Señor". Y el Salmo 116:15 nos recuerda: "Estimada es a los ojos del Señor la muerte de sus santos". Ciertamente, para aquellos que han sido salvados, la muerte es sólo la entrada al cielo y aún más, un arco triunfal a través del cual marchamos con el gozo de la victoria y la canción de la gloria.

Eleas comenzó a contar lentamente, haciendo una pausa larga entre número y número, para darme una oportunidad de hacer surgir mi confesión. "Uno...", una pausa larga, "dos...", otra pausa larga, "tres...". Contaba muy lentamente, sin dejar de apretar la pistola contra mi cabeza para que yo pudiera sentirla. ¡Pero Eleas no sabía lo que pasaba dentro de mí! No sabía que yo estaba esperando el momento en que vería a mi Maestro, al que yo amaba más que a ninguna otra cosa, al que había servido y del que había predicado.

Cuando Eleas continuó con un largo, arrastrado "cu - a - tro", ocurrió algo casi increíble. El Espíritu Santo vino sobre mí en tal medida como nunca antes. Me sucedió como lo que hizo el Señor con Gedeón, según Jueces 6:34: "Pero el Espíritu del Señor vino sobre Gedeón...". Me sentí tan valiente como él y tan fuerte como Sansón. No me consideraba un hombre valiente. Pero el Dios de Gedeón era mi Dios y estaba conmigo en aquel oscuro corredor. Eleas hizo otra pausa, después de contar hasta "cuatro". Pero para mí era demasiado largo. Oí una voz que venía desde muy hondo en mi interior, una voz sin miedo, fuerte, exigente. Decía: "¡No esperes, no esperes, dispárame bien en la cabeza!". Eleas saltó hacia atrás con pánico. ¡No había esperado aquello ni yo tampoco!

Él no podía entender —ni yo— de dónde había salido mi fortaleza. Yo había estado tan débil y exhausto que no podía ni hablar. Pero Eleas estaba aún más sorprendido que yo. Quedé esperando la bala, pero en vez de ella recibí un fuerte golpe detrás de mi cabeza. En aquel fugaz momento antes de que cayera sobre mí la inconsciencia, me di cuenta que Eleas había querido provocar mi confesión y no matarme. Un dolor de desilusión —tan real como si fuera físico— llenó mi corazón, mucho mayor que el dolor que me sacudía la cabeza.

Estaba desanimado hasta lo más hondo. Estaba listo para encontrar la muerte, pero seguía viviendo. Estaba listo para encontrarme con Cristo, pero estaba con Eleas. ¿Por qué se me había negado la muerte? Antes de quedar inconsciente, clamé dentro de mi corazón: "Dios, he sido fiel hasta la muerte, pero la muerte no ha venido".

Fui llevado de vuelta a mi celda y arrojado inconsciente.

Cuando volví en mí, Tsonny me había apoyado contra la pared y me estaba limpiando la sangre de detrás de la cabeza. ¡Estar tan cerca de Dios y despertar en la celda de la DS! Fue un desaliento penoso, pero yo murmuré una oración: "Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya". Caí en un sueño pesado y largo.

Más tarde, la puerta de la celda se abrió y un nuevo preso fue introducido. Se sentó en un rincón de la celda como si estuviera avergonzado y no dijo una palabra. Gradualmente, fue entrando en conversación. Dijo que su nombre era Nikolai Gantchef, que había servido por muchos años en la guardia real del ex rey Boris y que ahora había sido arrestado por el cargo de ser monárquico y de estar participando en alguna clase de conspiración.

Tsonny sospechaba de él, pero yo, en mi ingenuidad y bajo los efectos de los sufrimientos del castigo, creí que todo lo que me decía era cierto. Más tarde supe que aquel hombre había sido colocado para espiarnos a Tsonny y a mí.

Poco después, Tsonny fue sacado de la celda. Un año más tarde, lo encontré de nuevo en otra prisión y me dijo que Nikolai había ido a los superiores y les había dicho que Tsonny era muy despierto y había sospechado de él y que debían sacarlo de la celda para que pudiera cumplir su trabajo de quebrarme a mí.

Nikolai y yo quedamos solos en la celda y él obtuvo mucha información sobre mí que, en mi inocencia, le fui dando. Más tarde me enteré de compañeros de prisión que eran forzados a espiar a los demás bajo amenaza de daño a sus familias. Luego comprendí que la expresión de degradación de la primera vez que vimos a Nikolai era de vergüenza. Pero la policía secreta pronto descubre los puntos débiles de cualquier prisionero, por ejemplo, sus hijos, su esposa, y los usa sin misericordia.

El trabajo de Nikolai era el de descubrir mi punto vulnerable. Lo encontró rápidamente. Por supuesto eran mi esposa y mis hijos. Yo estaba enfermo de preocupación por ellos. Ruth estaba completamente sola, con dos criaturas que alimentar y allí estaba yo, incapaz totalmente de ayudarle.

Pero aun a aquellos informantes que he encontrado en la prisión y que a veces me produjeron un gran castigo, yo traté de amarles y comprenderles antes que de odiarles. Ellos también eran víctimas como yo. Es patético comprobar cómo algunos prisioneros tratan de hablar en términos rudos de sus propias esposas e hijos, para que la policía secreta no piense que se preocupan por su familia y que así serán dejados en paz.

Muchas veces he visto a hombres maldiciendo a sus esposas e hijos como si no les importara de ellos, para luego darse vuelta, esconder sus rostros entre las manos y sacudirse en llanto.

Se podía encontrar a los informantes no sólo en los lugares donde había campañas sistemáticas proyectadas (como era mi caso entonces); se los empleaba en todo lugar, en las prisiones, campamentos, hogares, lugares de recreo y aun en las congregaciones de las iglesias. Para mejorar su situación en la prisión y disminuir sus propios sufrimientos, muchos prisioneros se prestaron a servir de informantes. Los comunistas no pueden dormir tranquilamente si no saben todo sobre todos; por ejemplo, qué es lo que se piensa de ellos o lo que se dice. En consecuencia, en toda Bulgaria apenas si había una celda, un pabellón o un lugar de trabajo o una iglesia, donde no hubiera un informante que hacía saber lo que se decía. Sigue siendo igualmente mayor actualmente.

PREDICANDO EL EVANGELIO A LA POLICIA SECRETA

Al comienzo de setiembre de 1948, fui confiado a un abogado llamado Peter Manoff, quien debía conducir el interrogatorio mientras yo "confesaba". Cada noche se me ordenaba escribir información sobre mí mismo, mi trabajo, amigos, amigos de mis amigos, todo lo que ellos quisieran saber de mí.

Parecía inocente y eso me daba una oportunidad de descansar, de modo que comencé a escribir. Decidí que debía deslizar un testimonio de Cristo en cada punto posible con la más leve oportunidad. Especialmente querían que escribiera sobre todo lo que había ocurrido en mi vida. Aquello me venía perfectamente: ¡Me dio muchas oportunidades de decir a mis interrogadores lo que Cristo significaba para mí! Sabía que ellos tenían que leer lo que yo escribiera, de modo que lo llené todo con la Palabra de Dios y con mi testimonio.

Manoff estaba ocupado todo el día en la corte como fiscal y venía a verme a la noche para darme una nueva tarea y señalarme un nuevo guardia. El único sueño que pude conseguir durante todo el mes era breves "siestas" a deshora. Se me permitía volver a la celda cada mañana, a mediodía y de nuevo a la noche, quizá por unos quince minutos cada vez. Recibía mis trescientos gramos de pan y el agua sazonada que llamaban "sopa" todos los días.

Utilizaba aquel breve tiempo para descansar y dormir un poco.

Estaba extremadamente débil por falta de sueño y desnutrición.

Sería interesante leer lo que escribí durante aquellos meses. ¡Debo haber escrito más de dos mil páginas en total, a menudo hasta cuarenta en una noche!

Cada noche me era señalado un tema sobre el que debía escribir. Para mí llegó a ser un entretenimiento tomar el tema asignado y encontrar camino lógico para introducir un testimonio sobre Cristo. Realmente llegué a ser un experto en ello.

Cualquiera fuera el tema que me daban, yo encontraba una forma de dar mi testimonio. No sé si lo comprendían, porque estaba muy cuidadosamente envuelto en la trama, y siempre aparecía en el lugar correspondiente y como parte del conjunto. Aquello les enfurecía, pero después de todo, Cristo había sido una parte de mi vida diaria desde que me convertí. Y aunque le odiaran, era la Palabra de Dios y ellos, más que nadie en el mundo, la necesitaban.

Una de mis mejores oportunidades fue cuando me ordenaron que escribiera sobre mi capacitación bíblica en Danzig, de quienes habían sido mis maestros y amigos y qué cursos me habían enseñado. ¡Aquélla sí que era una oportunidad! ¡Creo que aquellos fueron los primeros interrogadores comunistas que tuvieron estudios bíblicos! Luego me preguntaron sobre mis días de instituto bíblico en Londres. Realmente ahondé en el tema con deleite. Allí estaba yo, en una prisión comunista, usando papel comunista y tinta comunista para explicar a los comunistas la Palabra de Dios que me había sido enseñada. Ellos habían dicho: "¡Popov, queremos todos los detalles!". ¡Y por cierto que les di todos los detalles! Esos fueron los días más maravillosos que pasé en la prisión. Al hablar de mis clases bíblicas, todo aquello se renovó en mi mente.

Un día me dijeron: "Popov, todo tiene un límite. ¡No queremos saber más nada de su vida en el Instituto Bíblico y de su Dios de cuento de hadas!". Pero gracias a Dios, para aquel tiempo, ellos habían sido expuestos a su palabra, gustárales o no. Me ordenaron ceñirme a la situación en Bulgaria. Siempre traté de encontrar un camino para hacer surgir la Palabra de Dios y lo que El significaba para mí. Realmente "subrayé" algunos puntos, pero normalmente me ingeniaba para introducir en debido lugar mi "mensaje del evangelio". A menudo me preguntaba a cuántos comunistas llegaría ese mensaje.

Pero ellos también eran sagaces. El volumen total de mis escritos les permitió descubrir incidentes aislados aquí y allá y torcerlos a su antojo. Sin que lo supiera, las personas que eran mencionadas en mis manuscritos eran interrogadas y acosadas cuidadosamente.

Una de aquellas personas era un creyente, llamado Marko Kostoff que trabajaba en los muelles de Burgas, un puerto del mar Negro. Se le preguntó si habíamos conversado en el puerto, cuándo lo habíamos hecho y de qué. En Bulgaria, un pastor habitualmente visita a los miembros de su congregación en sus casas una vez por mes. Durante mis visitas yo hablaba sobre Dios, las necesidades de la familia y así suma y sigue. Si el marido trabajaba en el campo, hablaba de la semilla y la cosecha. Si alguno trabajaba en el ferrocarril, hablaba de sus tareas. De esa manera, durante mis visitas pastorales yo hablé con Marko sobre el puerto y su trabajo, a la vez que de cosas espirituales.

Mis interrogadores decidieron sacar partido politico de eso. Marko recordó durante su interrogatorio que habíamos debatido su tarea. Mencionó que una vez hablamos de un barril de queso. Habían estado cargando barriles rotulados como mermelada en un barco destinado a Rusia y uno de los barriles repentinamente cayó al muelle y se comprobó que contenía queso. En aquel tiempo, en Bulgaria no había queso en ninguna parte, porque las autoridades lo estaban enviando secretamente a Rusia con el rótulo de "mermelada". El recordó que habíamos estado hablando de aquel incidente.

De esa manera, las autoridades declararon que yo "obtenía información sobre las actividades en el puerto y las pasaba a los ingleses y norteamericanos". De la misma manera, los miembros de mi iglesia que eran obreros en el ferrocarril o las fábricas, recordaban haber hablado conmigo de sus trabajos.

Las autoridades estaban construyendo cuidadosamente una acusación en contra de mí, teniendo el mayor cuidado en no dar la impresión de que yo era perseguido por mi fe en Dios. Una noche fui llevado a una pieza del cuarto piso donde se me ordenó sentarme y escribir. En aquella época, yo era un esqueleto consumido por el hambre, con un temblor continuo, en un mundo semipenumbroso de casi inconsciencia. La ventana se abrió a un patio del otro lado del cual estaba el ala ocupada por la policía secreta. Noté una ventana iluminada en una pieza de aquella parte. A través de la ventana vi a un hombre que estaba siendo torturado. Estaba acostado sobre el suelo con sus pies elevados en el aire. Dos hombres le sujetaban mientras un tercero, armado de un fuerte garrote de caucho, golpeaba con todas sus fuerzas sobre las plantas desnudas del pobre hombre. Yo podía oír claramente los golpes a través de las ventanas cerradas y del patio. El hombre chillaba de agonía y dolor. Los golpes continuaron hasta que quedó inconsciente y sin embargo ellos no se detuvieron.

Seguramente aquel hombre jamás volvería a caminar sobre aquellos pies de nuevo sin ayuda ajena. El cuadro ardió dentro de mí. Entonces y en incontables noches en adelante, cerraba los ojos para no ver. Cubría mis oídos para no oír. "Oh Dios", oraba, "¡ayúdame a adormecer mi cerebro y no pensar!".

Más tarde, reinicié mi lenta y dolorosa escritura, pero mis pensamientos estaban en aquel hombre. Sentí mucha pena por él. Pero por otro lado le tenía envidia. De buena voluntad, hubiera cambiado mi lugar con él. Su padecimiento duró sólo unas pocas horas, pero aun así la tortura hubiera durado dos días, entonces habría terminado para bien. Estaría muerto y sus sufrimientos habrían terminado. Con todo mi corazón, deseé que a mí me trataran como a él, para que mis penurias llegaran al final. Comprendí por qué ponían redes de alambre en las es-caleras y barras en las ventanas de los pisos altos; no era para prevenir fugas sino suicidios. Si uno debía morir, debía hacerlo de acuerdo a lo que ellos tenían dispuesto, no por propia elección. Pero mi deseo no fue cumplido. Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos y el Señor tenía otro plan para mí. Yo no lo entendía, pero lo acepté.

MITKO ES LLEVADO A CRISTO

Nikolai dejó la celda a fines de octubre y yo quedé solo para descansar... siempre con la "dieta de la muerte". Aunque estaba hambriento, como entonces se me permitía dormir, me volvió algo de la fuerza. Dejé de luchar contra las chinches y demás bichos que se paseaban sobre mi cuerpo dormido. Necesitaba más del sueño que de la sangre que me extraían. La mayor parte de las horas que estaba despierto las ocupaba en la oración. De esa manera, no tenía tanta conciencia de mi hambre y mi espíritu se levantaba.

Algunos días después, se abrió la puerta de la celda y un joven llamado Mitko, de unos veintitrés años, fue llevado a mi celda. El pobre Mitko era joven y estaba asustado. Pasaba el tiempo, de un lado a otro en la celda, diciendo: "¡Soy inocente! ¡Soy inocente!", sin dirigirse a nadie en particular. ¡Cuántas veces habrán oído eso aquellas paredes manchadas de sangre! Era un cuadro lamentable. Cada vez que pasaba un guardia comenzaba a gritar de nuevo: "¡Soy inocente!". Alababa en alta voz a Lenin y al comunismo, confiando que los guardias le oirían hablar como un "buen comunista" y le dejarían ir. Era un esfuerzo desesperado y patético, que he visto hacer a menudo a muchos prisioneros. Mi corazón se vio afectado y comencé a hablarle de Cristo y de la esperanza que podemos tener en la salvación. Durante días, trabajé para cruzar el profundo pánico de Mitko y llegar al fondo de su vida. Un día, la mirada enloquecida dejó sus ojos y comenzó a escuchar realmente. Mi corazón se alegró. Le estaba alcanzando efectivamente. Dos días más tarde, Mitko me dijo: "Pastor, ore por mí".

Me arrodillé con Mitko y oramos juntos. El oró tan ferviente e intensamente, tan desde el corazón, que el piso de la celda se llenó de lágrimas en el lugar en que nos arrodillamos. Tuvo una experiencia verdadera y maravillosa con Cristo. Alcanzó la paz, la tranquilidad, con una profunda satisfacción interior de parte de Dios. Entonces comprendí que si no resultara nunca nada más de mi encarcelamiento que el de haber llevado a aquella única alma a Cristo, todo hubiera valido la pena.

Un día se abrió la puerta de la celda y entró un guardia. Tenía un papel donde decía que Mitko sería liberado. Mitko no podía creerlo, pero los guardias le mostraron sus papeles de liberación. El guardia se fue para volver a buscarlo un poco después. Mientras esperaba, Mitko me dijo: "Pastor, aquí en esta celda he encontrado a Dios por medio de usted y le seguiré todos los días de mi vida". Volvió el guardia y Mitko me dio la mano en despedida. Nunca he vuelto a verle, pero estoy seguro que se mantuvo fiel a Cristo.

Estuve solo durante diez días. Me sentía tan cerca de Dios en aquel confinamiento solitario que ocupé el tiempo en adoración y alabanza. ¡Qué estrecha comunión con Dios! Yo hablaba con El y El me consolaba. Era una fiesta espiritual para mí. Durante aquel tiempo, recibí nueva fuerza aunque mi cuerpo estaba desgastado hasta no ser nada. Lágrimas de alegría corrían por mi rostro. Allí, solo en la prisión de la DS, sin otra compañía, lo tenía todo: tenía a Cristo. Desprovisto de todo, sin cualquier clase de distracción habitual, encontré una profunda y hermosa comunión con Dios, La alegría y la paz inundaron mi alma. Mi cuerpo se dolía por el hambre, pero mi espíritu nunca estuvo más cerca de Dios. Al yacer hambriento, solo y demasiado débil para moverme, sentía que podía llegar hasta Dios y ser tomado en sus brazos.

Estaba más libre en esa celda de lo que jamás lo hubiera estado fuera. Libre del mundo y de todas sus presiones y persecuciones. Encontré una proximidad con Dios tal como nunca antes en mis días de trabajo. La prisión me sacó de las engorrosas cosas que distraen en la vida y encontré una profundidad y unidad espiritual con Cristo. La prisión destruye al hombre desde dentro o le da una fuerza espiritual profunda. Allí donde uno es separado de la vida, a menudo el hombre descubre los recursos más genuinos y profundos del hombre. Aunque sea extraño, al estar en la peor de las condiciones ha surgido a menudo lo mejor y más dispuesto al sacrificio de los hombres.

En los años siguientes, vi a los prisioneros cuidarse los unos a los otros como hermanos muy apegados. Se forjaban amistades en el sufrimiento común. A menudo he visto a un hombre muriendo de hambre en prisión que tomaba su ración diaria de trocitos de pan y los daba a un prisionero más débil que él.

La presencia de Dios me rodeaba y fortalecía. Me llenaba. Nunca olvidaré aquellos diez días. Temprano a la mañana del décimo, miré hacia afuera por la ventana de mi celda donde se veía una fábrica del otro lado de la calle. Para mi asombro vi claramente la forma de una cruz en el techo del edificio. Pienso que probablemente la sombra de dos grandes chimeneas era arrojada por el sol como formando una cruz. Pero para mí era una señal de Dios. Me detuve un largo tiempo ante la ventana de la celda, mirando la cruz y pensando en aquella en que Jesús murió en su amor y bondad. De repente, una voz tan real como la que jamás hubiera podido oír dijo: "Hijo mío, esta es tu cruz que debes llevar. Prepárate para un largo sufrimiento".

Aunque yo sabía que algo terrible estaba por ocurrir, la señal de aquella cruz me dio un sentimiento de confianza en Dios y, mirando a través de la ventana de la celda, comencé a cantar un himno favorito.

Junto a la cruz de Cristo,

ocupo cierto mi lugar.

Cual sombra bajo roca

en tierra de ansiedad:

un hogar en el desierto,

un reposo en el camino,

bajo el sol del mediodía

tras la carga en la jornada.

Con lágrimas que me caían de los ojos, seguí cantando:

Te tomo, mi cruz, mi sombra,

como punto de refugio;

otra luz de sol no pido

que el sol que da su rostro,

feliz que el mundo marche.

Ni pierdo ni gano nada,

mi pecado es mi vergüenza,

su cruz es mi gran gloria (1)

(1) Traducción literal.

Canté este himno hasta el final y mi corazón se llenó de dulzura. Las lágrimas corrieron por mis mejillas. No eran lágrimas amargas, sino como decimos los cristianos de Bulgaria, "lágrimas dulces".

Al terminar la canción, la puerta se abrió y fui llevado escaleras abajo a otro período de tortura. Mis diez días de comunión habían acabado. Ahora llegaba mi gran momento de prueba, al acercarse el "juicio-espectáculo".

LLEGA LA DEGRADACION

Mi "juicio-espectáculo" ya había sido programado, se había fijado la fecha y yo todavía no había sido quebrantado. Tenían que quebrar mi voluntad en pocos días más. Eran las ocho de la noche cuando fui llevado de nuevo por la escalera con la red de alambre, a la oficina del camarada Manoff, el interrogador jefe. Aunque yo iba como llevado por los efectos de una gran bendición que había recibido, estaba muy débil físicamente. Mis piernas estaban a punto de ceder a mi paso al caminar. El efecto acumulado de lo que había soportado había hecho su obra. La Palabra de Dios se había cumplido en mí: el cuerpo estaba débil, pero el espíritu fuerte.

Saludé amablemente a Manoff, pero dio vuelta su cabeza sin responderme. Había en la habitación otra persona a la que nunca había visto antes. Con un rudo grito me ordenó que me pusiera de cara a la pared, de modo que me encontré de nuevo en la posición habitual. Todo comenzó otra vez; Manoff tenía tres interrogadores para ayudarle. Sus voces estaban cargadas de odio. Evidentemente habían recibido una reprimenda por haber fallado en quebrantarme y aquella vez no estaban dispuestos a fallar de nuevo. El mayor era el que me había ordenado ponerme de cara a la pared. Su nombre era Dimitri Avrahamoff. Los otros dos jóvenes parecían tener sólo poco más de veinte años. El más joven de los dos tenía los ojos consumidos por el odio. Su rostro tenía una contorsión de furor hacia mí. ¡Tan joven pero ya reducido al odio y al frenesí casi animal!

Pensé en cuánto precisaba a Cristo aquel hombre.

Los tres se turnaban cada ocho horas, mientras yo seguía enfrentando la pared, sin dormir para nada, manteniendo los ojos abiertos, tal como lo había hecho aquellos catorce días antes. Pero entonces yo tenía alguna reserva de energías. Ahora no tenía nada. La "dieta de muerte" había cumplido su tarea.

Después de las doce de la primera noche, el joven que demostraba cómo estaba lleno de odio, entró a su turno. Vigilaba cada movimiento mío, prestando atención a si yo cambiaba de lugar algún pie para descansar algo o si no me mantenía en posición de firme. Se burlaba y mofaba de mí. Como he mencionado antes, las horas más difíciles eran las de después de medianoche, porque es cuando el cuerpo reclama sueño y uno debe luchar para mantenerse despierto. No importa todo lo que uno haga para lograrlo, se cabecea, aunque se esté de pie, y se cae. Cuando esto me ocurría, el joven se deslizaba silenciosamente detrás de mí y me daba un fuerte golpe en la cabeza que dejaba retumbando mis oídos.

Inmediatamente después del golpe, me daba puntapiés en la espinilla con sus pesadas botas y toda su fuerza. Una vez, cuando yo hube caído, me ordenó mantener en alto los brazos. Después de diez minutos estaban tan cansados que se me cayeron. Con una fuerte maldición, dio un alarido ordenando que volviera a levantar los brazos, pero yo no tenía la fuerza necesaria para obedecerle. Otro golpe. Otro puntapié. Entonces me ordenó que me apoyara en la pared con dos dedos, lo que era aún peor. Estos hombres conocen cada contorsión dolorosa a que puede ser sometido el cuerpo humano. Las últimas horas de la noche fueron indescriptiblemente dolorosas. Era sólo la primera noche, pero por lo menos había tenido éxito en mantenerme.

El nuevo día renovó mis fuerzas. Es interesante notar cómo uno no se siente tan cansado durante el día como durante la noche. Aprendí mucho sobre el cuerpo humano y su capacidad de soportar en aquella época.

La tortura, los golpes y puntapiés continuaron durante el segundo, el tercer y el cuarto día. El costado de mi cabeza estaba hinchado. Mis piernas estaban doloridas continuamente por los puntapiés. Me fui poniendo cada vez más débil, al no recibir ni agua ni comida. De nuevo desapareció el hambre, pero apareció la sed que antes había experimentado. La sangre había dejado mi cabeza y se había ido a los pies, que se habían hinchado a un tamaño doble del normal. Mi rostro estaba totalmente fruncido, mi barba había crecido mucho, mis labios estaban quebrados y la sangre volvía a correr por mi barbilla. Estaba experimentando aquello que ya había pasado antes, pero esta vez era más doloroso.

Un día se confundía con el otro. Perdí la conciencia y me desmayé a menudo. Me hacían volver en mí con un balde de agua y me levantaban, haciendo llover golpes y maldiciones sobre mí. Sólo sentía como un fuego, un fuego ardiente de sed y dolor. ¡Entonces como un relámpago me vino la Palabra de Dios!: "Todo esto os harán por causa de mi nombre" (Juan 15:21). "Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en El, sino que también padezcáis por El" (Filipenses 1:29). ¡A causa de Cristo! ¡Por El! Este glorioso pensamiento renovó mi fuerza. Mi espíritu comenzó a hablar con Dios. Las horas más difíciles —las que venían después de la medianoche— venían y se iban y yo ni siquiera sabía dónde se había ido la noche. Pronto llegó la mañana del séptimo día.

Manoff, el jefe de los interrogadores, volvió y no demostró ninguna satisfacción al verme tan sano. Era ahora el séptimo día y confiaba haberme visto quebrantado. Faltaba muy poco para el juicio y se estaban desesperando. Dio una orden a Dimitri, que me tomó de los hombros por detrás y me sacudió salvajemente. Sentí que el Espíritu de Dios me llenaba de nuevo. Dimitri me dio vuelta, me aplicó un golpe con el puño y entonces algo me ocurrió.

No puedo explicarlo hasta el día de hoy. En ese momento, todos los músculos de mi cuerpo se pusieron duros como piedras. La debilidad de unos momentos antes desapareció totalmente. Los efectos de seis días y noches de hambre, plantón y golpes, las maldiciones y los tres meses de tortura y desnutrición desaparecieron en un momento. Mi cuerpo debilitado y sacudido se fortaleció. Adquirí delante de Dimitri toda mi estatura, erguido como una estatua. Dimitri se enderezó delante de mí porque era un hombre grande y fuerte. Sus primeros tres golpes dieron directamente entre mis ojos. Mi nariz se hinchó y comenzó a brotar sangre, pero no sentí dolor. Mis músculos estaban duros y mi cuerpo rígido. No me tambaleé ni caí de debilidad.

Siguieron más golpes, pero increíblemente no sentí dolor, aunque la parte delantera de mi camisa estaba cubierta de sangre. Dimitri me golpeaba cruelmente. Mi rostro era una masa de sangre derramada, tajos abiertos e hinchazones. ¡Pero todavía no sentía dolores! Por lo contrario, sentía un poder que surgía de dentro de mí y levanté mi cara para dar un mejor blanco a Dimitri. Me adelanté hacia él y él comenzó a retroceder. Yo le seguí. Mi cara estaba cerca de la suya de nuevo. Grité: "¡Golpéeme! ¡Así va a comprender! ¡Golpéeme! ¡Golpéeme!". Sacudido y pálido Dimitri se dio vuelta lentamente y cayó con todo su peso en una silla.

Yo lo había seguido por toda la pieza reclamando que me golpeara, empujado por una fuerza que no era mía. Ahora yo estaba de pie, mientras él estaba derrumbado en una silla. De repente, la fuerza sobrenatural que había sentido desapareció de mí. Me sentí tan débil que no pude quedar en pie. Me desmayé y quedé tirado en el piso como una rata aplastada. La increíble experiencia había terminado. Quedé echado mientras la pieza se llenaba de silencio y asombro de mis interrogadores. Finalmente, me levantaron y me empujaron a la pared. Quedé apoyado pesadamente. Estuve allí toda la noche.

Al día siguiente era el 7 de noviembre, el día que perdí mi voluntad. Recuerdo haber caído como si algo me hubiera golpeado con una barra de hierro. Comencé a tener alucinaciones. La pieza parecía llena de serpientes. Se arrastraban por el suelo, subían por las paredes y los muebles y venían directamente hacia mí y se deslizaban sobre todo mi cuerpo. Los agujeros de la pared se transformaron en caras, caras enloquecidas que se reían histéricamente de mí. Estaba al borde de la locura. Las serpientes, las caras, todo parecía dar vueltas y vueltas alrededor y sentía que me hundía, cada vez más abajo. Había llegado al borde de la locura. Durante meses de palizas, hambre y tortura, había peleado la buena batalla. Había soportado más de lo que se supone que debe soportar un cuerpo humano. Llegué al fin de mí mismo. "Oh Dios", clamé "mi voluntad al fin se ha quebrado. Esta vez han ganado ellos".

Bajo la influencia de este tratamiento psicológico y esta tortura física, una persona es transformada en algo así como en una grabación, que habla o canta aquello que le han puesto. Ellos proporcionaban las palabras y como una máquina nosotros las repetíamos. Si me hubieran dicho que yo había matado a mi propia madre, hubiera repetido mecánicamente: "Sí, yo maté a mi madre".

Ya no era un ser humano, sino un grabador humano. Había sido golpeado, embrutecido, desnutrido hasta que era un simple robot humano. Estaba listo para confesar cualquier cosa. Habiéndome reducido a una masa, Dimitri comenzó a moldearme como quiso. Parecía todo un especialista en ese terreno. No era la primera vez que había tenido éxito en doblegar así a un preso a su voluntad. Me dijo: "Usted es un espía de primer orden".

"Sí", respondí.

"Eso es lo que gusta de usted. Está yendo por el buen camino. Siéntese. Esperaremos hasta que venga Manoff y entonces usted puede ir a su celda y descansar". Me eché en una silla. Mi cabeza se hundió en una nebulosa. Desde aquel momento yo creí y supe que era un espía. Fue de aquella manera que todos los quince líderes de las iglesias nos transformamos en "espías".

A la mañana, llegó Manoff. Sonrió de oreja a oreja al oír las novedades. Fui llevado a mi celda, se me dio comida y quedé solo para descansar. Me eché por un largo rato, extendiendo mi cuerpo aquietando mi sistema nervioso y entonces caí en un profundo sueño.

Fue preparada una compleja serie de "confesiones" que los comunistas me ordenaron que firmara. Yo las firmé. Si me hubieran ordenado firmar que Dios estaba muerto, también hubiera firmado. Mi propia voluntad había desaparecido tan lejos que simplemente ya no estaba a mi alcance. El 31 de diciembre, a las cuatro de la tarde, se me dijo que juntara mis cosas. Tenía un colchón y una manta que había recibido de casa después que mi voluntad fue quebrada y los envolví con mis ropas y otras pocas cosas. Dos guardias me llevaron a un automóvil que esperaba afuera. El día era severamente frío. En las calles de Sofía, los árboles y los postes de teléfonos estaban cubiertos de una gruesa capa de escarcha. Parecían muy hermosos. Fuimos por una serie de calles y finalmente llegamos a las puertas traseras de la prisión central de Sofía.

La DS había terminado su labor. Yo había dejado la "Casa Blanca".

Ya me habían "preparado" para el juicio.

LA CANCION DEL ZAPATO DE MADERA

"Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán y os entregarán a las sinagogas y a las cárceles y seréis llevados ante reyes y ante gobernadores por causa de mi nombre. Y esto os será ocasión para dar testimonio" (Lucas 21:12, 13). Con estas palabras, Jesús preparó a sus discípulos para lo que estaba por ocurrir. A lo largo de la historia del cristianismo, estas palabras se han cumplido una y otra vez y aún es así en nuestros días. Las congregaciones evangélicas búlgaras lo experimentaron en un grado especialmente grande.

En mi caso, la "prisión" era un edificio de cinco pisos rodeado por un gran terreno vacío. Alrededor de éste había una pared de cinco metros de alto y uno de ancho. En cada una de las esquinas de la fortaleza había una torre en la que permanentemente había un guardia. La Prisión Central era similar en su construcción a todas las demás prisiones de Bulgaria, pero es mayor que cualquiera otra. Construida muchos años antes de que los comunistas llegaran al poder, tenía más de trescientas cincuenta celdas individuales, cada una con una cama, una mesa y una silla. Como el piso era de cemento, los presos debían usar zapatos de madera. En esta prisión, edificada para albergar a trescientos o cuatrocientos presos, ¡había entonces más de cinco mil! Toda una sección de la prisión había sido destinada a alojar a los pastores y los testigos, que totalizaban ciento setenta personas. Después del juicio, algunos fueron liberados, otros enviados a una nueva prisión y otros más a campos de concentración.

Mi celda estaba al final del corredor, cerca de un toilet. Este era el lugar donde los presos llevaban sus baldes y los vaciaban. Mi celda era más parecida a un depósito que a un lugar en que debía vivir una persona. El piso estaba cubierto de basura. Coloqué mi colchón de paja y mi manta en el piso de cemento y me eché sobre ellos. Era un día frío y aunque me puse toda la ropa que tenía y me envolví en la manta, no pude dormir por la temperatura.

Era la víspera del año nuevo y me paseé por la celda, envuelto en mi manta, escuchando el golpetear de los zapatos de madera de los presos sobre el piso de cemento. Llamábamos a aquello la "canción del zapato de madera". Era causada por miles de presos caminando de aquí para allá, tratando de calentarse. Durante los trece años de mi encarcelamiento, tuve un solo par de zapatos de cuero, pero no pude contar cuántos pares de zapatos de madera gasté. Esa no-che, escuchaba por primera vez la canción de los zapatos de madera y podía oír su fantasmal sonido repetido mil veces.

Helado hasta los huesos en aquella noche terriblemente fría, yo y los demás cinco mil presos esperamos el año nuevo.

Más tarde, Ruth contaba de su primera visita. Decía: "A principios de enero, un guardia de la prisión vino y me explicó que yo podía visitar a mi esposo allí junto con mis hijos. No lo había visto desde su arresto el 24 de julio.

"En la prisión, fuimos recibidos por el superintendente que fue muy gentil. Entonces nos llevaron a una sala de espera y Haralan fue conducido por dos guardias. Allí nos saludamos, mientras un oficial se sentó cerca para escuchar la conversación. Las piernas y brazos de mi marido —todo su cuerpo en realidad— estaban hinchados al doble de su tamaño normal. Le pregunté si había estado enfermo para hincharse así. Miró alrededor nerviosamente y puso su dedo en los labios, de modo que supe que no podía preguntarle. Dijo entonces en alta voz "Mis ropas son un poco estrechas. Si pudieras mandarme algunos pantalones más amplios sería bueno". Los diez minutos de nuestra visita pasaron muy pronto y acabaron casi enseguida. Entonces Haralan fue conducido afuera".

Al ver a Ruth por primera vez después de mi arresto, le pregunté: "¿Ves en qué has entrado al casarte conmigo? Quizás hubiera sido mejor para ti haberte quedado en Suecia. Sólo te he traído sufrimientos".

Las lágrimas asomaron a sus ojos y dijo: "No, mi lugar es contigo".

Después de su visita recibí buena comida para "engordarme" hasta mi peso normal y se me brindó atención médica para reparar el daño físico. Yo no debía exhibir ninguna señal de lo que había soportado. Durante seis meses, no se me había permitido lavarme la cara o el cuerpo o afeitarme. ¡El lector puede imaginar lo que parecía!

QUEBRADO PERO NO DOBLADO

Los tribunales de Sofía eran el edificio más grande de Bulgaria. Era apropiado que fueran así de grandes, ya que tenían mucho uso. Requerían toda una manzana en el centro de la ciudad. Mi juicio tuvo lugar en la sala más hermosa e importante del palacio, la sala N° 11.

Se instalaron micrófonos y cámaras de cine en ambos lados del auditorio de modo que se pudieran filmar los procesos. Entre los huéspedes especiales había periodistas de países extranjeros, entre ellos del The London Telegraph y el The New York Times y otros grandes diarios. Este era un proceso que haría historia en el que yo y otros catorce altos líderes de la iglesia de Bulgaria seríamos juzgados al mismo tiempo. También estaba presente el "Deán Rojo" de Canterbury, H. Johnson, que había volado adrede para el juicio.

A nuestros familiares se les dio una tarjeta especial de admisión. La sala, con capacidad para más de quinientas personas, estaba colmada. Uno por uno fuimos llevados desde nuestras celdas con un policía a cada lado. Fuimos a nuestros asientos sin forma alguna de comunicación entre nosotros. Sin embargo, no podíamos dejar de mirarnos al vernos como pastores "bien vestidos", cada uno con su propio traje limpio y bien planchado. ¡Qué contraste con los sucios harapos de la prisión que habíamos usado por seis meses!

¿Cómo ocurría aquello? Dos semanas antes de que comenzara el juicio, se nos indicó que escribiéramos a nuestras familias y pidiéramos nuestras camisas y trajes bien planchados. También se permitió que nos mandaran tanta comida como pudieran. Además de esto habíamos estado recibiendo alimento nutritivo y engordador de la cocina de la prisión las dos últimas semanas. Todo esto era para asegurar que no hubiera traza del sufrimiento que habíamos pasado, ya que íbamos a aparecer delante de la prensa extranjera y el cuerpo diplomático. El engaño comunista estaba en marcha: debíamos aparecer bien alimentados, bien vestidos, bien tratados.

La corte consistía en tres jueces, pero eran meros títeres. Las decisiones verdaderas estaban en manos de la gente de la DS que se sentaba en la primera fila del auditorio. El "libreto" había sido escrito con mucha anticipación. Los cargos fueron leídos por el fiscal general del estado de Bulgaria, quien era asistido por el fiscal general Tsakoff.

El primero en comparecer fue el pastor bautista Nickola Michailoff. Su audiencia duró seis horas. Era el más transformado y el más dispuesto a decir lo que los comunistas querían que dijese. De hecho, el pastor Ziapkoff, que era el líder de todas las congregaciones evangélicas de Bulgaria, debería haber sido el primero en ocupar el estrado, pero evidentemente la DS no confiaba plenamente en que él habría de humillarse.

El pastor Michailoff demostró ser un "importante testigo" contra todos los pastores, especialmente contra el pastor Ziapkoff.

Sólo su testimonio hubiera bastado para condenarnos a todos a muerte, pero como habíamos "confesado", nos fue "suspendida" la sentencia y fuimos condenados a cumplir períodos de prisión, con la intención de mostrar la "misericordia" de los comunistas.

El segundo en pasar al estrado fue el líder metodista, pastor Jango Ivanoff. Repitió lo que había dicho el pastor bautista y confirmó su testimonio en todos los aspectos.

Al día siguiente, los diarios estaban llenos de las terribles "confesiones" de espionaje, que hicieron los pastores que habían "vendido" a Bulgaria a los ingleses y norteamericanos. De acuerdo a los diarios, "el pueblo" reclamaba las penas más severas. Era evidente que cada cosa que decían los diarios provenía de la DS. ¡De hecho más tarde supimos que los artículos habían sido escritos semanas antes! A la mañana temprano, se nos dieron ejemplares de los diarios, para que pudiéramos comprobar que nuestra situación era desesperada y que no nos quedaba sino confesar, arrepentirnos y clamar por clemencia. Nuestras confesiones estaban escritas como sermones y se nos dijo que, después que las hubiéramos leído, debíamos comenzar a sollozar y llorar en "arrepentimiento".

Sólo mi hermano Ladin no había sido quebrado. Aun se había negado a usar corbata en la corte como señal de resistencia. Aquella noche la British Broadcasting Corporation de Londres transmitió que Ladin Popov era el único de los quince pastores acusados de espionaje, que se había resistido a confesar. La BBC le proclamó como héroe del proceso y realmente lo era. Ladin es físicamente muy fuerte y había sido capaz de soportar mucho de la tortura. Al ser sol-tero, no tenía esposa o niños por los que preocuparse. Eso le ayudaba mentalmente.

El proceso era una trágica comedia de humor negro, escrita, producida y dirigida por la DS. Nosotros los pastores habíamos sido golpeados y desnutridos hasta que fuimos meros grabadores. Antes del juicio, habíamos sido privados de los dos factores más importantes de la vida del ser humano: su voluntad y su razón. En realidad, éramos sólo grabadores que la DS hacía funcionar, grabaciones que repetían su voluntad, deseos, pensamientos y mentiras. Las grabaciones sólo reproducen aquello que se les ha colocado.

De acuerdo a las enseñanzas comunistas, el fin justifica los medios. Eso permite a los comunistas el hacer uso de mentiras, engaños deliberados y cualquier posible medida para alcanzar su meta.

En nuestro caso, tenían objetivos específicos.

En primer lugar, el juicio contra los pastores líderes del país estaba destinado a destruir a las iglesias evangélicas. En segundo lugar, se trataba de destruir de un golpe a los pastores fieles, para que pudieran ser reemplazados por pastores "títeres". Pero era realmente Cristo y su enseñanza lo que estaba siendo juzgado, cuando nosotros los pastores fuimos colocados en el banquillo. Una vez más, el demonio tenía testigos falsos y encontró acusaciones falsas para librarse de Cristo, la luz del mundo. Él fue juzgado delante de Pilato, quien recibió sus órdenes de Roma; fue burlado, sentenciado y muerto, crucificado y puesto en una tumba. Estábamos siguiendo sus pasos.

Pero no importa cuán agudo, inteligente y perverso fuera el demonio, no tuvo éxito. La razón está en las palabras de Pablo a Timoteo: "La palabra de Dios no está presa" (2 Timoteo 2:9). La Palabra de Dios no puede ser destruida. Más tarde o más temprano, la verdad será vencedora. Tan pronto como el demonio creía que había vencido, Cristo se levantó de la tumba. Una mentira siempre es una mentira. Ni los marxistas ni los leninistas tendrán éxito jamás tratando de construir un paraíso terrestre sobre la base de una mentira.

Los testigos del juicio eran como los sumos sacerdotes que se cuidaron de que Jesús fuera condenado a muerte. Los alegatos hechos contra nosotros no tenían base en los hechos y, sin embargo, las palabras vacías y las circunstancias inventadas eran repetidas vez tras vez.

Un ingeniero que había trabajado en una fábrica de mermelada testimonió que él había discutido con el pastor Ivanoff que la mermelada era "vacío envasado". Más tarde, el ingeniero encontró dinero en un libro suyo. El abogado acusador le preguntó: "¿Cómo cree usted que llegó allí?". "¿Acaso no cree que el pastor Ivanoff lo puso como pago de la información que usted le había dado?". Después de mascullar algo, el testigo dijo: "Por supuesto que él debe haberlo hecho".

¡De ese tipo eran las acusaciones contra nosotros! Los testigos no decían la verdad. Sin embargo, su perjurio era involuntario. Decían aquello que se les obligaba a decir y yo no sentía rencor contra ellos. El testimonio continuó durante ocho días; el juicio en total duró doce. Era manejado como una marioneta. Las cuerdas eran movidas y los muñecos danzaban. Después de escuchar la evidencia, el fiscal acusador hizo un discurso que duró cuatro horas, que contenía más política que acusaciones. Describió la situación internacional y dijo que el "imperialismo internacional" trataba de evitar que los trabajadores lucharan por sus ideales. Dijo que, por medio de nosotros, los pastores, los imperialistas estaban tratando de demoler al comunismo.

Cuando terminó, su asistente lanzó una tirada de maldiciones, enlodándonos a cada uno personalmente. Durante toda la audiencia, tanto la acusación como la defensa señalaron lo perverso del crimen y pidieron la pena de muerte, por lo que, según ellos acusaban, era espionaje en asuntos políticos, problemas económicos y temas de la defensa nacional. Ni la acusación ni la defensa pudieron dar un ejemplo de algo que hubiéramos hecho que mereciera tan severo castigo. Nuestros abogados que ganaban cada día gruesas sumas por "defendernos", apoyaban la propaganda del fiscal acusador y nos condenaban.

Sólo dos de los abogados defensores se atrevieron a decir la verdad. Uno de ellos no era comunista; estaba allí porque era uno de los más capaces y conocidos abogados de Sofía. En su declaración de defensa dijo: "Usía, estos pastores han sido acusados de espías. ¿No es nuestro deber descubrir en qué ha consistido su espionaje?".

Continuó: "El pastor Mishkoff ha bosquejado un mapa mostrando un camino desde Plovdiv a Pestera. De acuerdo con la acusación, ese mapa fue pasado a los norteamericanos. ¿Son tan tontos los norteamericanos como para no ir a la librería más cercana y comprar un mapa de Bulgaria que muestre no sólo todos los caminos del país, sino también los ferrocarriles? Esos mapas se venden sin restricciones".

El fiscal acusador saltó sobre sus pies como si le hubiera picado una abeja. Aulló: "Sr. Toumparoff, ¡usted no tiene derecho a decir eso! ¿Acaso usted no sabía que hoy todo es secreto en Bulgaria?".

Toumparoff comprendió de inmediato la seriedad del tono del acusador y la amenaza implícita, de modo que cambió de táctica y adoptó la misma mecánica que los demás abogados de ambos lados.

El pastor Vasil Ziapkoff, el líder de las congregaciones evangélicas, recibió el peor trato. A pesar de su inocencia de los cargos que se le imputaban sus abogados le recomendaron que confesara, se arrepintiera y solicitara misericordia, porque de otra manera sería imposible escapar a la pena de muerte.

Cuando él testificó sobre sí mismo, este hombre a quien conocíamos como un siervo firme y sólido del Señor, lloró profusamente. Él también había pasado por inexpresables sufrimientos. Todos miraban con sorpresa al pastor Ziapkoff. Pero no era el pastor Ziapkoff quien hablaba; era un "grabador" que repetía la cancioncilla que había sido compuesta por la DS. Aun el tono y el sonido de la voz no eran los suyos. Después de la audiencia en la corte, no vimos al pastor Ziapkoff por tres años. Su tortura le había llevado al límite de la demencia y pasaron tres años completos antes de que se recobrara. Bajo aquellas circunstancias, la timidez y el temor se apoderaron de las iglesias: el segundo plan de la DS estaba comenzando a funcionar.

Uno después de otro, los líderes laicos de las iglesias fueron llamados a la DS y se les indicó directamente que debían abandonar su relación y fraternidad con sus pastores anteriores. Los diarios traían informaciones de miembros líderes de las diferentes congregaciones, diciendo: "Expreso mi disgusto por las actividades de los pastores y renuncio a mi relación con ellos".

Como en los días de Elías, un remanente se negó a inclinarse ante Baal y de la misma manera hubo quienes permanecieron con nosotros en las congregaciones. Hubo pastores que no escribieron sus renuncias en los diarios. Sin embargo, uno por uno aquellos pastores fueron alejados y obligados a dejar el ministerio. Inclusive algunos de ellos fueron llevados a campos de concentración. Otros debieron manejar la escoba, limpiando las calles en las mismas ciudades donde habían pastoreado una iglesia. Muchos de estos pastores fieles, pero alejados de su grey, comenzaron con gran riesgo reuniones "subterráneas" en hogares.

Pronto el comunismo entró en las iglesias mismas en forma de nuevos "pastores" designados por la DS. Algunos de los jóvenes y de los miembros más activos fueron buscados de noche por la DS. Eran golpeados terriblemente durante la noche en una forma que no dejara huellas. A la mañana eran liberados y forzados a prometer que no dirían a nadie lo que había ocurrido, ni siquiera a sus esposas.

Uno de los jóvenes cristianos fue citado a la DS todas las noches durante seis meses para recibir una paliza nocturna. Por varios medios, trataron de conseguir que prometiera contar todo lo que pasaba en la congregación. Él se negó. Su esposa notó aquellas ausencias nocturnas y comprobó que volvía blanco y tembloroso después de aquellas sesiones de palizas. Nunca dijo nada de sus sufrimientos.

Los mismos métodos eran utilizados con muchos otros cristianos por todo el país. Especialmente eran buscados los cristianos fervientes y los miembros activos. Muchos no eran capaces de soportar y se inclinaron a la voluntad de las autoridades, quizá para poder permanecer en la congregación. El miedo de ser denunciado determinaba la conducta de cada uno. En muchos casos, se sabía quién era el informante, pero nadie osaba decirle abiertamente porque la DS podía alcanzar al que quisiera. Eso me recuerda que la Biblia dice que el hombre será traicionado por sus mismos familiares.

Muchos cristianos de otros países no pueden entender lo sagaces y perversos que son los poderes de las tinieblas. Esto se debe a que nunca han estado sentados solos en una celda de la cárcel, completamente sin ayuda ni esperanza. No importan cuántos libros se hayan escrito sobre el tema, sólo aquellos que han experimentado los métodos y medios que fueron usados comprenden todo lo que Satanás puede crear para torturar a los hombres.

El 8 de marzo fueron anunciadas nuestras sentencias. Las más graves recayeron sobre los líderes de las distintas denominaciones: el pastor Vasil Ziapkoff, representante de las Iglesias Evangélicas Unidas; el pastor Jonka Ivanoff, representante asociado de las mismas; el pastor Georgi Cherneff, su presidente asociado, a prisión perpetua y confiscación de todas sus propiedades. Sus familias fueron dejadas únicamente con la ropa que tenían puesta.

Los demás pastores y yo, miembros del Concilio Superior de las Iglesias Evangélicas Unidas, fuimos sentenciados a quince años de prisión.

Los pastores Jontso Drenoff, Zakari Raicheff e Iván Angeloff recibieron la condena de diez años.

El pastor Mitko Matteff, seis años y ocho meses de prisión; mi hermano Ladin fue condenado a cinco años. (Él nunca fue quebrado de manera que tuvieron que inventar otra acusación para él). Los pastores Angel Dinoff y Alexander Georgieff fueron liberados con sentencias en suspenso. Angel Dinoff fue seleccionado de inmediato por los comunistas para ser presidente de las Congregaciones Evangélicas. Durante todo el tiempo de su arresto, había sido preparado por la DS para esa tarea.

Los comunistas sabían que un ataque desde afuera sobre las iglesias uniría y fortalecería a los creyentes, del modo en que había ocurrido a lo largo de la historia cristiana. Por eso decidieron destruirlas o controlarlas desde dentro. Los comunistas encontraron en él un instrumento muy dispuesto. Era bien evidente que él era un apoyo fiel. Hasta el día de hoy la táctica comunista sigue siendo la de cerrar algunas iglesias y poner a sus hombres en las que quedan abiertas.

EL TRAGICO SUFRIMIENTO DE NUESTRAS FAMILIAS

Después del juicio, fuimos de vuelta a la prisión, para desaparecer de la vista del público. A esa altura no éramos sólo nosotros sino también nuestras familias abandonadas que serían enviadas a un campo de concentración y este peligro venía no sólo de parte de los enemigos de la cruz, sino también de los "pastores" recién designados, incluyendo a Angel Dinoff. La gente era advertida que quienquiera que ayudara a los pastores arrestados o a sus familias abandonadas sería enviado a un campo de concentración.

Uno de los pastores de Bulgaria del norte reunió un poco de dinero que mandó a Ruth y a la espesa del pastor Cherneff. Fue atacado en plena calle, arrastrado por el cuello de la ropa e interrogado brutalmente: "¿Quién le dio permiso para reunir dinero para las esposas de los pastores arrestados?". Aquel anciano hermano elevando su mano al cielo dijo: "Dios".

En cierto momento, Ruth había agotado su último centavo. Paul y Rhoda lloraban de hambre. Ella cayó sobre sus rodillas y oró: "Dios, no tenemos comida. No tenemos dinero. Haralan está en prisión. Dios, he llegado al fin de mí misma. Ayúdanos".

Un poco más tarde el mismo día llegó una carta de parte del hermano antes mencionado, incluyendo un giro de dinero como para salir de la emergencia.

Más tarde, Ruth, Paul y Rhoda recibieron la orden de dejar la casa en que vivían. Este sufrimiento intenso de las familias de los prisioneros cristianos estaba planeado cuidadosamente para aumentar la agonía de los que estaban encarcelados.

Ruth tenía la preocupación de que su familia en Suecia conociese la verdad sobre nuestro juicio. Debido a la pobreza de los servicios de correo, no habíamos recibido una carta de ellos por cierto tiempo y no sabíamos si las de ella les habían llegado. Entonces un día ella recibió consuelo de manera inesperada. Una tarjeta postal común llegó de parte de un pariente. Decía: "Hemos oído, hemos leído y hemos entendido todo".

El temor de los comunistas llegaba tan lejos que los nuevos pastores exigieron a sus miembros que descubrieran quiénes se atrevían a ayudar a Ruth y sus hijos. La familia del pastor Cherneff había sido obligada a mudarse a Svistov, una pequeña ciudad cerca del Danubio. Un día, la señora de Cherneff estaba en Sofía en un viaje y a la noche fue a una reunión de la iglesia donde su esposo había sido pastor por veinte años. Aunque estaba lloviendo fuertemente, y todo el mundo conocía bien a la señora, los informantes estaban presentes para que nadie la invitara a pasar la noche con ellos. Así fue como ella tuvo que andar toda la noche por las calles.

Al principio, Ruth tenía un empleo. Era irónico. Debía limpiar día por medio la iglesia de Angel Dinoff. También recibía una pequeña ayuda mensual por tocar el órgano en los cultos. No pasó mucho tiempo antes de que Dinoff fuera advertido por las autoridades que de esa manera estaba ayudando a las familias de los pastores encarcelados, de modo que debió aclarar a mi esposa que no la necesitaba más.

Entonces una hermana de la congregación, que estaba enferma, pidió a mi esposa que ocupara su lugar en el trabajo. Así fue como mi esposa encontró un empleo como encargada nocturna de limpieza. Lo retuvo por un año completo, hasta que sus empleadores descubrieron que era la esposa de Haralan Popov. Inmediatamente fue despedida.

Ruth luchó día tras día para mantener a sus hijos. Era una lucha solitaria y desesperada por mantenerse con vida. Más tarde, supo que ni siquiera nuestros hermanos cristianos del mundo libre hacían algo para ayudarnos. Es una vergüenza que debe pesar sobre la conciencia de los cristianos del mundo libre el que miles de familias están sufriendo hoy de esa manera —solas y desamparadas —en los países comunistas.

Ruth no tenía un centavo de sostén. Ella y los niños sobrevivieron con unas pocas zanahorias que les hizo llegar un valiente cristiano que desafió las advertencias de los "nuevos pastores". Era una existencia peligrosa y precaria para Ruth y los niños. Los comunistas siempre hacen sufrir a las familias de los cristianos encarcelados tanto como a ellos mismos. Esto es para aumentar los sufrimientos mentales y la carga de los prisioneros.

No se puede describir la agonía de un padre o esposo, colocado sin esperanza tras barras y cerrojos, sabiendo que su esposa e hijos están en aquel momento pasando hambre, empujados de ciudad en ciudad como animales errantes. Para un hombre, esta es una carga mucho más pesada que el pasar hambre él mismo.

"USTED ES HOMBRE MUERTO, HARALAN POPOV"

Después de haber sido sentenciados, fuimos mandados de nuevo a la prisión central y puestos en celdas pequeñas. Por un tiempo, el alimento y las condiciones mejoraron. En la celda estaban conmigo los pastores Cherneff, Angeloff y Matteff. Mi hermano Ladin también estuvo con nosotros por un corto tiempo, pero pronto fue transferido a otra parte. Esta era la primera vez que estábamos juntos desde nuestro arresto y comenzamos a hablar de lo que había pasado y de lo que habíamos debido soportar. Entonces estábamos saliendo lentamente del estado de semi robots y de "grabadores humanos" y comenzábamos a recuperar nuestra conciencia.

Al ocurrir así, yo dije a los pastores que estaban conmigo: "No hemos enfrentado a hombres, sino al mismo Satanás. Aunque él ha hecho bien su tarea, yo soy de los que están dispuestos, más que nunca, a hacer que en el fin Dios sea el que triunfe. Hermanos, recuerden: «El que está en vosotros, mayor es que el que está en el mundo». Ellos han ganado la batalla, pero con la ayuda de Dios, nosotros ganaremos la guerra".

El pastor Angeloff respondió: "Haralan, eso es cierto. ¿Si Dios es con nosotros, quién contra nosotros?".

De inmediato, notamos que el pastor Matteff actuaba extrañamente. Él aprobaba la forma en que los comunistas habían manejado la situación y no perdía ocasión de rechazar nuestras declaraciones de inocencia. Nuestras conversaciones con Matteff fueron restringidas y llegamos a darnos cuenta que la DS lo había colocado con nosotros como informante. Varias veces, fue llamado para ser entrevistado por el superintendente de la prisión. Lo trágico es que él no había sido quebrantado físicamente como nosotros, pero su espíritu interior se había derrumbado y se había transformado en un instrumento dócil en sus manos. La prisión puede quebrar a un hombre por dentro o fortalecer sus decisiones. Era muy triste ver desmenuzarse al pastor Matteff. Mi corazón se dolía por él y yo oraba fervientemente por él. El poder satánico había hecho bien su trabajo.

Fui llevado a una pequeña oficina donde uno de los más crueles miembros de la DS, el camarada Aneff, me estaba esperando. Detrás de él, estaba un hombre a quien no había visto antes. Era moreno y delgado, con ojos extremadamente crueles y aspecto de ebrio. Casi inmediatamente, saltó sobre mí y comenzó a golpearme por todo el cuerpo. Caí bajo la lluvia de golpes, pero ya en el suelo me dio de puntapiés con toda su fuerza lanzando horribles obscenidades. Chillaba: "¡Popov, lo conocemos! Usted ha estado tramando un complot con los demás pastores. ¡Vamos a enseñarle quién ganará a quién!". Ordenó que me llevaran a la celda más húmeda y profunda de la prisión. Cuando era llevado, gritaba "¡Se va a pudrir solo! ¡No volverá a ver la luz del día! ¡Usted es hombre muerto, Haralan Popov!".

El pastor Matteff había cumplido bien su tarea de informante.

Dos guardias me llevaron a la planta baja de la prisión. Estaba a más de quince metros debajo de la superficie. Me empujaron rudamente a lo largo de las celdas y de un corredor inutilizado. Allá, al final, había una pesada puerta de metal, corroída por la humedad. Al ser empujado a través de ella, vi otra hilera de escalones, yendo casi a pique como en una escalera de mano. Descendí los empinados escalones en la fría y húmeda oscuridad. La única luz que había era la de las linternas de los guardias. Me sentí como si estuviera descendiendo a las mismas profundidades del infierno. Hacía un frío inhumano con una tiniebla extraterrena, más oscura de lo que antes hubiera conocido.

Los guardias me tomaron por ambos brazos y me condujeron por un angosto pasadizo a la puerta de una celda. Luego de abrirla, me empujaron rudamente y le echaron llave. Oí sus pasos que se alejaban, rehaciendo los escalones hacia el mundo más arriba.

Había un silencio de muerte y una tiniebla total. No podía ver mi mano delante de la cara. Me sentía como un ciego, encontré el vaso para beber de lata y lo golpeé contra la pared, pero no obtuve respuesta del otro lado de la celda. Estaba completamente solo allí abajo en las negras entrañas de la tierra. Luego me golpearon las crueles palabras de los comunistas: "¡No volverá a ver la luz del día! ¡Va a pudrirse solo allá abajo!".

Me resigné a ser olvidado allí en esa hondura profunda y alejada de todo en el más bajo nivel, destinado a pudrirme. Y no debía pasar mucho tiempo antes de que un hombre se pudriera allí. Palpé las paredes y las encontré húmedas con agua que se deslizaba por ellas. Allí abajo en aquella celda olvidada, tan increíblemente oscura, me puse de rodillas y oré: "Dios, yo sé que no hay celda lo debidamente profunda, ni barrotes de hierro debidamente fuertes como para separarme de ti. Dios, está conmigo. Dame fuerzas".

El piso de la celda estaba tan húmedo de las filtraciones subterráneas que no podía echarme. Palpé todo lo que podía andar alrededor, hasta llegar al rincón y me acurruqué allí con los brazos alrededor mío procurando calor e intentando dormir. No sé cuándo me desperté. En esa oscuridad tan absoluta, se pierde toda noción del tiempo. Es como estar suspendido en otro mundo. Traté de calcular el tiempo con la mente, pero ésta comenzó a hacerme trampas. Sin ninguna de las referencias usuales, como las estrellas, la luz diurna, las sombras o cualquier cosa —el hombre pierde todo sentido de cómo medir el tiempo. Aun los ciegos tienen relojes Braille u otros medios. Aprisionado en aquel absoluto vacío de espacio oscuro, no tenía nada.

Por primera vez en más de un año, comencé a temer por mi salud mental. ¿Había estado allí por un día? ¿O por veinte? ¿Por una hora o una semana?

Sólo ocasionalmente escuchaba una voz, un cerrojo de hierro se abría y un plato de metal me era arrojado en el suelo con un poco de agua y tres o cuatro zanahorias o una papa podrida con gusanos dentro.

Me había resignado a pasar allí el resto de mi vida. Mentalmente, ya lo había aceptado. Un día mientras estaba orando, la desesperanza de mi situación me golpeó con todas sus fuerzas. Desnutrido, golpeado, abandonado allí, yo sabía que no tenía esperanza de salir. Era un oficial de alta jerarquía el que me había dicho que me pudriría allí y él sabía bien lo que decía. Me saltaron lágrimas a los ojos. Así había sido por semanas. "Oh, Dios", lloré.

Entonces ocurrió algo que nunca me había pasado antes ni me pasó después. Un rayo de luz comenzó a brillar, una sensación de tibieza llenó la celda y envolvió mi debilidad y mi hambre. Sentí fuertes brazos alrededor de mí, acunándome en los brazos de Cristo mismo. La misma voz que había oído mientras debí estar de pie por dos semanas me habló de nuevo. Nunca podré describir esa voz. Sobrecogido de amor y compasión, Cristo me habló diciendo: "Hijo mío; nunca te abandonaré. Mis brazos están alrededor de ti y en ellos te confortaré y te daré fortaleza". Me corrieron las lágrimas por las mejillas y me dejé estar en el abrazo de Cristo. Sé que algunos lectores pensarán que esto es demasiado, pero cuando yo estaba al borde de la locura y la desesperación, Cristo me hizo saber que no me había olvidado dejándome tirado en las tinieblas de una celda olvidada en las entrañas de la tierra. Era un abrazo hermoso y amante y por un momento todo el sufrimiento tuvo sentido. ¡Cómo le amaba! ¡Si todos los hombres del mundo pudieran conocer a este Cristo en su belleza y amor!

Ahora yo estaba con Cristo, listo para esperar la muerte y estar con Él. Él me hablaba, me consolaba y su presencia llenó la celda en una manera casi física. Tomé mi mano con la suya herida por los clavos. El conoció el sufrimiento y comparte el sufrimiento de sus hijos.

Aquellos eran días preciosos, muy preciosos. Yo mantenía mi comunión con Cristo, aunque día a día estaba más débil, esperando la muerte.

Entonces, algún tiempo después, oí ruidos de pasos y de hombres hablando. La puerta de mi celda se abrió totalmente y un haz brillante de luz fulguró en mi rostro. "¡Popov, salga de aquí! ¡Venga con nosotros!", gritó una voz. Yo apenas podía moverme por haber estado en la misma posición tanto tiempo. A medias me llevaron y a medias me arrastraron por las escaleras. Cuando vi tan sólo la opaca luz de las celdas del piso bajo, mis ojos se rebelaron contra el resplandor, después de estar acostumbrado a la oscuridad total.

Finalmente, me encontré de vuelta en el pabellón de celdas en que había estado antes. Echado en una de ellas, pregunté al preso que estaba allí qué fecha era. Yo había estado allá abajo por treinta y cinco días y nunca hubiera salido a no ser que el oficial que había ordenado que me "pudriera" hubiese sido transferido. Evidentemente Dios tenía un propósito para mí en esta vida.

Más tarde, en el corredor, encontré a un hombrecillo encorvado. Era el pastor Iván Angeloff, que había pasado por el mismo trato que yo. El pastor Angeloff y yo fuimos llevados al departamento ocho de la prisión y colocados en una celda vacía. Encontramos algunas tablas con las que hacer camas, de modo que no tuviéramos que seguir durmiendo en el piso de cemento. Aquella misma primera noche, las inevitables chinches estaban esperándonos. Atacando en cantidades, llovían del cielo como una garúa. Se arrastraban sobre todo, especialmente sobre nosotros. Evidentemente éramos los primeros presos de aquella celda en mucho tiempo y las chinches extrañaban su comida. Nunca podíamos dormir en tales circunstancias, de modo que pasamos la noche caminando por la celda, matando los animalejos. Logramos dormir algo durante el día cuando no estaban activas. A la noche dormíamos por turno. Mientras lo hacía el pastor Angeloff, yo estaba de "centinela" matando las chinches y en especial tratando de alejarlas de él. Cuando dormía yo, él hacía lo mismo. A la tercera noche, el número de chinches se había reducido considerablemente, pero las paredes de la celda estaban decoradas con manchas rojas, que pronto se volvieron negras.

A mediados de junio, nos trasladaron a una gran celda triangular, en la que estaban otros veinte pastores, algunos de ellos provenientes de otro juicio que ocurrió después del nuestro. Aquel había sido el comienzo de una guerra para eliminar nuestro sostén a las iglesias. Ahora, por primera vez, se nos permitía un poco de ejercicio afuera cada día. Era magnífico respirar aire fresco de nuevo y ver el cielo azul y el brillo del sol. Me sentía un hombre nuevo, aun cuando todavía estaba rodeado por las paredes de la prisión. Un día noté una pequeña y verde hoja de pasto que crecía en una rajadura del cemento. Cuando nuestro guardia miró hacia otro lado, rápidamente me incliné y la arranqué. Nadie puede imaginar lo que aquella débil hojuela de pastos significaba para mí. Era verde y vivía. Era el primer contacto que había tenido con el mundo exterior por casi un año. Tener aquella hojita de pasto de Dios hacía sollozar a mi espíritu.

Algunos días más tarde, el superintendente de la prisión visitó nuestra celda. Parecía alegre y nos informó de que a todos se nos daría trabajo, pero que antes deberíamos hacernos miembros de la "Sociedad Cultural" de la prisión.

La Sociedad Cultural era un círculo iniciado por el servicio secreto, o sea la DS. En cada prisión, la DS se dedicaba a adoctrinar a los prisioneros. De hecho, la sociedad tenía por fin nuestro "lavado de cerebro" y aportar a la DS información sobre todos los prisioneros. Lo único que les interesaba era la actitud de cada prisionero hacia el régimen. Los presos también eran "capacitados" en el círculo. Al final del entrenamiento, eran clasificados en "casos imposibles" o "reformados".

CLASIFICADO COMO IRREFORMABLE

La Sociedad Cultural se transformó en una organización poderosa con informes, canciones en coro, presentaciones teatrales y cursos, por ejemplo sobre marxismo, leninismo, cultivo de viñas, agricultura en general. etc. Los cursos más importantes eran sobre comunismo. Cualquiera que fuese el curso, los conferenciantes siempre se las ingeniaban para aportar una buena dosis de las dos figuras cumbres del comunismo, Marx y Lenin. El capitalismo era condenado: era intolerable y debía ser aniquilado. Por el otro lado, el comunismo era el mayor y más humano sistema político que hubiera existido jamás. Por supuesto, todo esto era tan alocado y falso que el conferenciante mismo no lo creía. Sus palabras aburridas, sin tono, le hacían parecer un tocadiscos. Las mismas palabras, las mismas frases, las mismas expresiones, los mismos informes eran repetidos una y otra vez. Era enfermante, pero debíamos soportarlo.

Al principio, no nos dimos cuenta del propósito de la sociedad cultural. Cuando comprendimos su objetivo, no había ya forma de escapar de ella.

Permítanme explicar de nuevo la diferencia entre quebrar la voluntad y "lavar el cerebro". Mi voluntad fue quebrada después de seis meses de ser golpeado hasta el mayor desamparo, hasta que mi cuerpo llegó al límite mismo y se derrumbó físicamente. Aquello era temporario.

El "lavado de cerebro" consiste en convencer permanentemente a alguien de que el comunismo es bueno. ¡Ellos podían quebrar mi voluntad, pero jamás podrían "lavar" mi cerebro! Durante el tiempo que trataron de hacerlo y de convertirme, se me dio trabajo como impresor y tipógrafo. Los otros pastores trabajaban en una fábrica de cartón prensado.

En el plazo de dos meses, las autoridades de la prisión se dieron cuenta de que no podían "lavarme" el cerebro y me dejaron. Les había "fallado" y me señalaron para trabajo rudo en la prisión.

El 1° de diciembre, llegó mi turno. Estaba trabajando en la imprenta cuando se me dijo que empaquetara mis cosas y fuera con ellas al auditorio. Tenía un colchón, una manta, dos colchas, una almohada, una valija con mi ropa interior y una canasta de comida. Nos dieron mucha durante sus intentos de "lavado cerebral". ¡Aquello era lo único bueno de ese período!

En el auditorio, encontré a otros treinta presos que esperaban órdenes. Evidentemente, se nos consideraba casos perdidos. Ahora comenzaría de nuevo el trato duro, como había sido antes del juicio. A la noche, un camión cerrado llegó y se nos ordenó que entráramos, con nuestro equipaje. No había aberturas en el camión, de modo que no teníamos idea de adónde íbamos. Cuando se detuvo, nos encontramos en la estación ferroviaria de Sofía. Fuimos encerrados en una pequeña habitación, sobrecolmada con nosotros treinta, pero nos ubicamos en el suelo y tratamos de dormir.

A la mañana siguiente, fuimos puestos en un tren rumbo a nuestro destino, Sliven. Hay dos prisiones en Sliven, la "vieja prisión" en la ciudad misma y la "nueva prisión", adonde fuimos llevados, a menos de un kilómetro de la estación. La prisión era un edificio grande de cinco pisos, que originalmente había sido una fábrica de fideos. Estaba rodeado por una pared de cinco metros de alto, con una torre de centinela en cada esquina. Era ya oscuro cuando llegamos. Fuimos llevados al departamento ocho que, en todas las prisiones, es el peor.

Como el edificio no era originalmente una prisión, las celdas eran algo mayores que las individuales de la prisión central de Sofía. Las nuestras medían cinco por dos metros, pero en cada una había quince de nosotros y había que encontrar lugar para el infaltable balde, de modo que estaba más colmada que cualquier otra donde hubiera estado.

Fuimos apretujados como sardinas en lata. La primera cosa que hicimos fue medir las paredes y luego marcamos un espacio para dormir de treinta centímetros de ancho para cada uno. Entre los prisioneros estaba un famoso poeta búlgaro, Trifón Konieff. Era un hombre maravilloso y jovial. Todos gustábamos mucho de él. Trifón era tan corpulento que posiblemente no habría podido dormir en aquel espacio, de modo que cada uno le dio una pulgada del suyo para que tuviera algo extra. Lo medimos cuidadosamente. Eso dio un espacio de exactamente 27 centímetros de ancho. Como no había lugar en el piso para nuestro equipaje, nuestras valijas y cajas fueron colgadas de clavos en las paredes. Lo mismo ocurría en todas las otras celdas.

A la noche, todos dormíamos del mismo lado. Si uno tenía que darse vuelta, teníamos que hacerlo todos a la vez, al unísono. Durante el día, nos sentábamos en nuestros pequeños espacios. La obligada inactividad me dio una maravillosa oportunidad para hablar de Dios a esos hombres. Casi todos estaban ansiosos de saber más.

La única ventana de la celda estaba en el techo. Aunque estaba siempre abierta, el aire era cálido y enrarecido. Era verano y la celda estaba llena de sudor, de hombres que traspiraban en el calor abrasador. Usábamos sólo nuestra ropa interior y aun así nos corría por encima la transpiración. El único alivio en la prisión era media hora de ejercicio diario en el patio de la prisión.

Era terrible tener que volver a la celda húmeda y enrarecida después de nuestro breve respiro afuera, pero nadie oponía resistencia. Nunca supe si la prisión de Sliven era "disciplinaria", pero el trato era mucho más rudo que en las demás. Ahora que había sido rotulado como "irreformable", los otros prisioneros y yo fuimos vueltos a la "dieta de muerte". Recibíamos unos trescientos gramos de pan, amén de sopa que gustaba aun peor de la que habíamos tenido antes. Era como beber petróleo. La sopa de pescado estaba llena de ojos de pescado flotando. Pero yo la comía, con ojos y todo.

SONIDOS NOCTURNOS

No hay nada más aterrorizador en la prisión que el insomnio. En la quietud de la noche calurosa, se podían oír los sonidos de la prisión.

Por un lado, estaba la irregular respiración de los prisioneros apretujados uno contra otro. Era fácil decir qué hombres tenían pesadillas nocturnas por medio de lo irregular de la respiración. ¿Quién podría saber cuántos sueños destrozados había en ellas? Se oía el rítmico "crak" en el piso del corredor, provocado por los zapatos de fieltro de los guardias, cuando caminaban de un lado a otro. De vez en cuando, se abría un candado y luego se oían pasos y murmullos. Alguno era llevado para un interrogatorio o una paliza.

Mientras yo yacía apretado en mis veintisiete centímetros en un piso lleno de cuerpos dormidos, mi mente a menudo iba hacia Ruth, Paul y Rhoda. ¿Dónde estarían? ¿Qué les habría ocurrido? El rostro desgastado y macilento de Ruth aquella vez que nos encontramos antes del juicio me perseguía. ¿Estaban pasando hambre en aquel mismo momento en que yo estaba echado allí? ¿Tenían techo sobre sus cabezas? Lo peor de todo es que no podía ayudarles. Había estado separado de ellos por casi dos años y me parecían una eternidad. ¡Trece años más de separación echaban su terrible sombra!

"Oh Dios", oraba en la quietud de la noche insomne, "¿qué ocurrirá con ellos? Cuídales, protégeles, ayúdales". Aquellas noches llenas de desvelo en la prisión eran las peores. Una y otra vez, cerraba mis ojos y no veía. Me tapaba los oídos y no oía, pero no podía sacármelos de la mente.

Alguien gemía en una celda cercana, repleta como la nuestra. ¿Cuáles eran sus pesadillas, temores y sueños destrozados? El calor sofocante y el hedor del balde y el sudor de los cuerpos jamás lavados, su silencio quebrado por los gemidos y llantos de hombres dormidos, llenaban al aire de desesperación. Podía oírse el sonido de los hombres que habían perdido todo y cuya esperanza era que la noche no acabara nunca, pues el sueño les ofrecía la única escapatoria de la realidad.

En Sliven y en los años que seguirían, las noches siempre fueron lo peor. Esas horas eran el momento preferido para las palizas y la tortura. Las peores horas eran después de las tres de la mañana. Un piso entero de un pabellón era llevado al interrogatorio en una noche y sin duda, tratado con los más recientes "equipos de interrogar".

Por sobre los alaridos de los torturados, llegaban los gritos y maldiciones de los torturadores. A menudo trataba de ponerme algodón en los oídos para eliminar la horrible cacofonía de los gritos distantes. La noche era cuando los hombres tenían tiempo para pensar, para recordar lo que habían sido. Era de noche que muchos se volvían locos. Se podía oír sus aullidos cuando se les iba la mente, negándose a seguir trabajando y entonces venían los guardias y se los llevaban. Aquellos eran los sonidos nocturnos de la prisión.

Especialmente traté de ayudar a los hombres en aquellas noches de angustia y al ayudarlos, me ayudaba a mí mismo.

Poco después la DS vino para clasificarnos. La clase uno consistía en prisioneros políticos, pastores, sacerdotes y otros así. La clase dos eran los criminales, asesinos, pervertidos. etc. Luego cada clase era dividida en tres categorías. Los peores "criminales" eran la clase uno de la categoría uno. Yo fui colocado en ella. Para ser transferido a una clase mejor, había que inclinarse hacia el nuevo régimen. Durante todo el tiempo de mi prisión, yo fui mantenido en la clase uno, categoría uno. Evidentemente abandonaron la idea de reformarme, pero aun así parecía extraño ser considerado más peligroso que un culpable de asesinato múltiple.

Pero yo podía comprender el punto de vista comunista. Mi fe y mi testimonio realmente eran más peligrosos para ellos. No eran hombres ignorantes. Durante trece años tuve que soportar conferencias sobre el marxismo y el comunismo. Nunca me "gradué", sino que permanecí en la misma clase. Salí de la prisión analfabeto en ese sentido. Daba la impresión de que yo era totalmente incapaz de entender cómo se construye una sociedad comunista.

Hubo un grupo grande de hombres que abandonaron la lucha y aceptaron todo. No sólo eran transferidos a una clase mejor, sino que también eran liberados de la prisión mucho antes que los otros. Habían sido "reformados" y se les consideraba "enseñados".

Algún tiempo después, un gran grupo de prisioneros políticos y religiosos en Sliven, yo entre ellos, recibimos la orden de empacar. En total, éramos doscientas ochenta personas. Fuimos llevados a la estación y colocados en tres vagones de carga, mientras que nuestro equipaje fue puesto en un camión abierto.

Fuimos llevados al empalme ferroviario más cercano y nos preguntamos en qué dirección nos dirigiríamos. En el vehículo abierto que llevaba nuestro equipaje, estaba un guardafrenos, a quien reconocí como un viejo conocido. Le hice señas subrepticiamente, preguntándole si sabía adónde éramos llevados. Respondió escribiendo la letra "k" en la escarcha de la ventana. Así supe que nuestro destino era Kolarovgrad.

La prisión de Kolarovgrad recién había sido construida y aún no estaba terminada del todo. No sólo tenía celdas individuales, sino también para dos personas. Las ventanas eran mayores de lo habitual y había tablas en el piso. Se nos informó que aquella prisión estaba destinada a los prisioneros políticos que presentaban problemas de disciplina y que el trato sería particularmente severo, de modo que esperábamos cualquier brutalidad. Pero los oficiales resultaron ser más humanos que en Sliven. Presumiblemente pasaban por alto las órdenes y dirigían la prisión según su criterio.

Fuimos colocados en el ala norte. Nuestras celdas eran limpias y bien ventiladas y todo era completamente nuevo. Las únicas chinches eran las que viajaron con nuestro equipaje. (¡Y eran bastantes!). Nuestra celda había sido hecha para contener a doce personas y había sólo ocho, de manera que por primera vez desde que fuimos encarcelados teníamos buen lugar. Nuestra ración de comida seguía consistiendo en media rebanada de pan por día, pero la sopa era sencillamente deliciosa. Aunque nunca podíamos decir que estábamos satisfechos, no teníamos los dolores del hambre que sufríamos en Sliven.

Algunos de mis compañeros de prisión habían sido oficiales de alto rango. Uno de ellos había asistido a una escuela norteamericana en Sofía y podía hablar muy bien el inglés. Otros lo hablaban algo, de manera que todos los prisioneros de nuestra celda comenzaron a estudiar inglés. Yo les servía como "pastor de la prisión". Les enseñé un hermoso himno que todos cantábamos en inglés. Dice así:

Qué felicidad, qué divino gozo

al estar en los eternos brazos;

qué bendición, qué paz la mía,

al estar en los eternos brazos.

en los brazos, en los brazos,

en los brazos, en los brazos,

salvo y seguro de toda alarma,

en los brazos, en los brazos,

al estar en los eternos brazos (1 traducción literal)

Después de un año de horror en Sofía y Sliven, el estar juntos era un hermoso testimonio de la maravillosa gracia de Dios. Era como una nueva vida, aunque yo sabía que sería de corta duración.

Durante el mes de octubre, se nos permitió ver a nuestros seres queridos por primera y única vez en ese año, Ruth vino con nuestro hijito Paul, que estaba entonces en aquella edad en que a los chicos les falta el diente delantero. Noté enseguida que Ruth había perdido mucho peso. Me dijo entonces que se ganaba la vida haciendo la limpieza por horas en el diario Trud ("Trabajo"). Para mi sorpresa, a través del doble enrejado que nos separaba pude tener a Paul en mis brazos. Su visita fue un tónico para mí.

UN DON DE DIOS

Poco después de esa visita, recibí toda mi ropa interior y camisas por correo. Quedé profundamente perturbado. Cuando eso ocurre, generalmente significa que ha muerto la esposa. No se me permitía escribir o recibir cartas sino cada tres meses, de modo que no podía conocer la situación en casa. Durante los tres meses, no supe ni por un momento, si Ruth estaba viva. Era un torbellino terrible. Si ella había muerto, ¿qué era de Paul y de Rhoda? Mis compañeros de prisión trataban de consolarme y de convencerme de que podía haber otra razón, pero mi desesperación era cada vez mayor. El pensamiento de si había quien cuidara de mis hijos, que aun eran tan pequeños, casi me hizo perder la razón.

Oré pidiendo gracia y dejé el asunto con el Señor. A la mañana siguiente, al llevar el balde al toilet, un compañero de prisión llamado Dragan, vino a verme. Me murmuró: "Haralan, tu esposa y tus hijos se han ido a Suecia". Dragan trabajaba en las oficinas de la prisión y estaba en un puesto en el que podía saber de cosas que ocurrían fuera. No me dio más que ese simple pedacito de información y me llevó mucho tiempo conocer toda la historia.

Parece que el cajero de la oficina, que no era comunista, conocía al pastor de Kolarovgrad. El pastor dijo al cajero que Ruth y los chicos se habían ingeniado para llegar a salvo a Suecia y le habían pedido que me hiciera llegar las noticias. El cajero tenía prohibido todo contacto con los prisioneros, de modo que pasó el mensaje a Dragan, cuyo trabajo le permitía cierto contacto ocasional conmigo. Varios días después de que Dragan me hubiera dado la noticia, recibí una carta de Suecia de mi hijita de doce años, que decía: "Con la ayuda de Dios, hemos venido a Suecia y estamos en Estocolmo".

¡Nunca había sentido tanta alegría, un éxtasis en mi vida! Mi esposa y mis hijos habían sido librados y estaban a salvo de más persecución y pobreza. La larga mano de la DS no podía alcanzarlos en Suecia. La pesada carga que deprime y mata a tantos prisioneros —la carga de sus familias y sus tribulaciones—había caído de sobre mis espaldas. ¡Cómo agradecí a Dios! ¡Toda la celda se alegró conmigo! Aun los prisioneros no creyentes se unieron a mi alegría suprema y decían "Gracias a Dios" conmigo. Compartían mi felicidad. Yo sabía que casi con seguridad no volvería a ver más a mis seres queridos, pero ellos finalmente estaban a salvo.

No puedo ni comenzar a describir lo que aquello significó para mí. Los años siguientes en la prisión fueron mucho más fáciles para soportar. Ya no tenía miedo de los comunistas. Me tenían a mí, pero no podían tocar a mi familia. Ruth, Paul y Rhoda estaban libres. Sin tener ya más sobre los hombros aquella terrible y quebrantadora carga, resolví incrementar mi ministerio como pastor de la prisión. ¿Qué podían hacerme? ¡Mi esposa y mis hijos estaban libres! Aún me quedaban muchos sufrimientos y torturas, pero ya no era un prisionero. Por supuesto que a mi alrededor estaban las paredes y los barrotes, pero nadie podía privarme de mi libertad interior.

Más tarde, supe que había sido la intervención del gobierno sueco en pro de mi esposa lo que permitió su libertad. Ella era súbdito sueco, casada con un búlgaro. Sólo esto salvó a Ruth y los chicos. Esta noticia fue el punto de toque en mi vida. Era el don más grande que Dios podía darme. El último freno, el temor de provocar sufrimiento a Ruth y a mis hijos, había desaparecido. Ahora podía enseñar, predicar, testificar y trabajar por Cristo en cada prisión que me pusieran. ¡Habían dejado de poseer-me! ¡Ahora había un Haralan Popov diferente en sus manos!

Poco después de esta maravillosa noticia, junto con otros cuatrocientos prisioneros fuimos llevados a Persin, una prisión en una isla en el río Danubio, para trabajos pesados. Fuimos apretujados en vagones de carga, tan repletos que tuvimos que estar de pie todo el viaje. A la noche, comenzamos nuestro trayecto a Belene, la estación ferroviaria más cercana a la isla. El oficial encargado tenía tanto miedo de nuestra posible fuga que insistió en cerrar aun las ventanillas de aireación durante la noche. Hicimos unos ochenta kilómetros y luego fuimos colocados en un desvío donde esperamos hasta el caer de la tarde.

El día era tórrido y dentro del vagón hacía más de cuarenta grados. Los hombres fueron presas del pánico y golpearon los costados suplicando aire o agua, pero nadie nos ayudaba. Estábamos tan apretujados que cuando uno se desmayaba no podía caer al suelo. No había lugar. Se mantenía erguido, aunque inconsciente. A la tarde el calor había aumentado varios grados más; todo en un vagón sin ventilación.

Finalmente, como resultado de nuestros gritos y golpes, el oficial permitió que en las puertas fuera abierta una ranura por donde pudimos alcanzar botellas para que las llenaran de agua. Recorrimos otros cincuenta kilómetros durante la noche. Al día siguiente, fue la misma historia. Nos detuvimos en un riel, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, en un horrible calor, sed y agotamiento, siempre de pie.

Al final del segundo día, nos detuvimos en un desvío a sólo diez kilómetros de Belene. Por el calor, otros prisioneros perdieron el conocimiento. Cuando ocurrió esto, el oficial finalmente permitió que se abrieran las puertas y los inconscientes fueran sacados y echados sobre el pasto. Después que se les hizo respiración artificial, recuperaron el conocimiento. Este incidente llevó al oficial a permitir que las puertas quedaran abiertas unos centímetros y, al caer el sol, continuamos el viaje. Era muy oscuro cuando llegamos a Belene y encontramos soldados armados por todas partes. Tomamos nuestro equipaje y entonces marchamos a través del campo, escoltados por las tropas. Agobiados por el peso de lo que llevábamos, apenas podíamos mantenernos, pero cualquiera que cayera se apresuraba a ponerse de pie de alguna manera, a fin de no ser pisoteado por los que marchaban detrás.

Empapados por la transpiración, finalmente llegamos a la administración de la prisión, que estaba rodeada con alambre de púa y fuimos adentro.

PERSIN: UNA ISLA DE HORROR

"Yo estaba en la isla llamada Patmos por causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo" (Apocalipsis 1:9).

Belene es un pueblo de ocho mil habitantes, situado sobre el río Danubio, que forma el límite norte con Rumania. La administración de la prisión estaba bien en las barrancas del río. Allí vivía gran parte del personal. A cuatrocientos metros de la costa está la isla de Persin, con forma de pera, de unos diez kilómetros de largo y de tres a cinco de ancho. La isla principal está flanqueada por dos más pequeñas. Sturez, que mide unos cuatrocientos metros de ancho en su punto mayor, tenía un campo femenino de prisioneras; Berzina, la otra isla, era la más pequeña de las tres.

La parte occidental de Persin y la costa norte y sur eran más altas que la parte central que contenía varios lagos. La parte más elevada de la isla está en el este.

Toda la colonia estaba dividida en diferentes barracas. La nuestra estaba a algo más de un kilómetro y medio de la administración. Las barracas de la prisión eran chozas bajas de ramas de sauce, cubiertas con una espesa capa de barro. Los techos eran de rezago de girasol y paja. Cada barraca era ocupada por quinientos a setecientos prisioneros, y todos, menos uno, estaban a nivel del suelo. La otra estaba en una especie de "meseta" a doscientos o trescientos metros.

La barraca número dos estaba a unos seis o siete kilómetros al este sobre una colina. La número tres estaba entre las primeras dos y tenía chacras y una granja. Los prisioneros que merecían la confianza de las autoridades cuidaban allí las vacas y ovejas.

La barraca número cuatro constituía el campamento femenino de la isla de Sturez. Estaba en tierra alta y bien construida. En el verano de 1962, vivían allí unas ciento cincuenta mujeres, que cuidaban cerdos. La barraca número cinco estaba en la ciudad de Belene y era para criminales.

Estaba oscuro cuando llegamos a la administración y trepamos a grandes balsas que fueron arrastradas hasta la isla prisión por un bote a motor. Durante el verano siguiente, fue construido un puente de pontones, que agilizó el transporte entre la tierra firme y la isla prisión.

Cuando llegamos a ésta, nuestro espíritu se levantó. Por primera vez, no teníamos guardias detrás ni revólveres junto a la cabeza. Bebí del aire fresco de la noche y levanté mis ojos al cielo estrellado. Mis pensamientos volvieron a los días de mi libertad. Parecía como otro mundo. Cuando llegué a la barraca, me eché al suelo y dormí.

Nuestro primer día en la isla fue utilizado para establecernos. Vimos que había torres colocadas cada kilómetro y medio por toda la isla con guardias estacionados en cada una. Un trozo de cien metros de la costa era territorio prohibido y cualquiera que era encontrado allí era baleado al instante.

Pronto aprendimos que Persin era un campo de trabajo extremadamente duro. De los seis mil prisioneros, sólo sobrevivieron unos centenares. Al día siguiente, fuimos divididos en batallones de trabajo forzado. Era el tiempo de la cosecha y aquellos que habían venido antes que nosotros habían cortado el forraje. Nuestra tarea era recogerlo y limpiarlo. Cada uno de nosotros debía cosechar ochocientos metros cuadrados por día, aunque pocos de nosotros habíamos hecho antes aquel trabajo. El primer día quedé exhausto. Trabajé quince horas sin detenerme, pero aún no pude cumplir la cuota. Después de volver a nuestras barracas a las nueve teníamos que atender mientras el capataz nos hacía una conferencia por no haber terminado el trabajo. Aquella noche concilié el sueño muy tarde, sólo para ser despertado de nuevo a las tres para comenzar otro día de labor. Trabajábamos desde las tres de la mañana hasta las nueve de la noche, dieciocho horas por día. Me dolían los músculos del cuerpo.

En la parte pantanosa, masas de mosquitos nos atacaban durante el verano. Descendían sobre nosotros en nubes oscuras y nos aguijoneaban como dardos. Los jefes de la prisión estaban disgustados porque no cumplíamos el programa de producción y ordenaron que nuestra ración de comida fuera reducida. Eso comenzó un círculo vicioso. Nuestras raciones reducidas nos debilitaban más y provocaban que produjéramos menos. Entonces, como castigo, nuestras raciones eran disminuidas aún más. Muchos murieron a mi alrededor por exceso de trabajo y falta de alimentación. Era una lucha desesperada por trabajar, para no recibir menos comida. Menos comida significaba menos trabajo y a su vez, menos comida. Entonces, la muerte. Compartíamos nuestra comida con los moribundos, pero de todos modos muchos morían igual. Los guardias andaban entre nosotros en el campo, golpeando a cualquiera que no trabajara lo suficiente.

Un día dos prisioneros se escaparon y alcanzaron el mundo libre a través de la frontera. Pocos días después escaparon otros dos, pero fueron capturados cerca de la frontera griega y traídos de vuelta. El valor de aquellos cuatro significó más dureza para los demás prisioneros. Los guardias eran crueles y no necesitaban informar a las autoridades si alguno era muerto a tiros. Para asustar a los presos e impedir que escaparan, a menudo mataban simplemente a un prisionero al azar. Nunca sabíamos quién sería el próximo. Por un simple impulso, un guardia podía escoger a un prisionero que estuviera trabajando entre nosotros, ir hasta él, ponerle el rifle en la cabeza y disparar el gatillo. Esto ocurrió varias veces cerca de mí y, en un caso, con un amigo muy querido.

Una vez un guardia estaba caminando hacia mí, había apuntado con su rifle hacia mi cabeza y ya estaba preparando el gatillo cuando otro guardia pronunció su nombre, distrayéndole. Se retiró y no volvió más.

Cuando terminamos la trilla, varias semanas después de lo programado, nos pusieron a cavar la tierra. Cada prisionero debía cavar una extraordinaria superficie diaria. Si hubiéramos tenido un arado, quizá hubiera sido posible, pero no lo era con una simple azada de mano. El calor de fines de julio secaba la tierra y los pozos de agua y, en consecuencia, el agua para beber era escasa. El calor caía sobre nosotros sin misericordia.

Después que terminamos con el maíz, comenzamos con el girasol. El campo en que trabajábamos estaba a cinco o seis kilómetros de las barracas y cada mañana y cada tarde marchábamos esa distancia con guardias a ambos lados. Como todo el programa de trabajo de las islas estaba por debajo de lo calculado debido a la pobre condición de los presos, el director se alarmó y ordenó un aceleramiento del trabajo. En lugar de marchar al campo, se nos ordenó correr durante cuatro a seis kilómetros con guardias a caballo que nos azotaban pegándonos con látigos de cuero sobre las espaldas. Caíamos en el campo, demasiado exhaustos para movernos. A la noche éramos llevados de la misma manera a las barracas por los hombres de a caballo. Se divertían mucho al golpear a la fila de presos semi muertos y tambaleantes. ¡Y guay del que cayera! Los guardias se lanzaban contra él con frenesí, arrancándoles franjas de carne de la espalda, brazos y rostro, a fuerza de latigazos.

Esto continuó hasta que la cosecha de girasol fue levantada. Era una cosecha muy costosa en términos de sufrimiento humano. Una vez más demostró el escaso valor puesto en la vida, cuando los hombres sólo ven a la humanidad como simple materia, sin alma. Un día, durante nuestro trabajo entre los girasoles, apareció saltando un conejito. Estábamos pasados de hambre como esqueletos, pensando en una sola cosa: arrancar un mazo de pasto para comerlo. ¡Y allí aparecía un conejo! Todos los presos lo rodearon y uno lo mató y escondió para llevarlo a la barraca a la noche. A la vez que trabajábamos así, comíamos la "dieta de la muerte".

A la noche, tres guardias cabalgaron hasta nuestro lugar de trabajo y ordenaron al que había matado el conejo que confesara. Nadie lo hizo. Cuando los guardias comprendieron que nadie lo haría, uno de ellos ordenó que volviéramos a toda carrera a las barracas. Al tiempo que logramos llegar en medio de los azotes, algún informante debe haber dicho al capataz quién había matado al conejo, porque el desdichado fue llamado. Tenía cincuenta y cinco años y era muy delgado.

Comenzaron a golpearlo salvajemente con un garrote pesado. He visto y he sido víctima de terribles palizas, pero la forma en que este hombre fue golpeado era tan terrible que no podíamos mirar u oír sus gritos. Estos eran horripilantes, penetrantes, casi increíbles. Llenaban el aire. Comparado con ellos, los gritos de una mujer que da a luz son un sonido de alegría.

Fue golpeado hasta que uno de sus ojos saltó de la cabeza. Nunca he visto un trato tan cruel y sin sentido. Los guardias continuaron golpeando al anciano en la cabeza, ingle, brazos, piernas y espalda hasta que estuvo inconsciente. Nosotros no podíamos hacer otra cosa que quedarnos allí y tratar de contener nuestros sentimientos. Algunos presos lloraban de rabia y frustración. Todo eso porque un hombre hambriento quiso procurarse comida extra.

Una vez más quiero recordar a mis lectores que cuando el hombre está sin Dios, no hay límite para la depravación a que pueda hundirse. Estos guardias descendieron la escalera de la humanidad, escalón por escalón, hasta que no quedó nada de ella o de misericordia. Luché para contener mi ira al ver la brutal paliza. Me dije a mí mismo que los guardias eran enfermos que merecían lástima, pero confieso que aquella fue una de las oportunidades en que tuve que luchar para controlar mis sentimientos.

MENSAJE SECRETO EN UNA FOTO

A mediados de setiembre, sentí que simplemente no podía tolerar más. Estaba demasiado débil después del pesado verano y el trabajo excesivo. No había recibido una carta o un paquete de comida, de parte de mis seres queridos, desde hacía cuatro meses. Pensé que algo malo les habría ocurrido.

Una tarde se me dijo que había llegado una carta para mí. Era de Suecia y llegó en el momento exacto en que la necesitaba para fortalecerme. Había varias fotos de mi esposa e hijos, así como también otra del frente de una iglesia en Londres, donde Ruth y yo nos casamos en 1937. Mi familia había estado allí y tomado la foto. En el frente de la iglesia podían leerse las palabras: "La oración cambia las cosas". Comprendí que la foto había sido tomada para asegurarme que había amigos orando por mí. Era el mensaje que Ruth me mandaba. Los censores que revisaban todo el correo buscando palabras como ésas no la habían notado en el frente de la iglesia.

Ruth era muy despierta para hacerme llegar mensajes así. Sentí mucha gratitud a Dios por esta carta, más que si hubiera sido un paquete de comida, aun cuando estaba muriendo de hambre. A menudo aquellas palabras —"la oración cambia las cosas"— se repiten mecánicamente, pero allí en aquella isla de horrores, tenían para mí un gran significado. Veía día a día cómo el Señor me protegía, de modo que cuando recibí la carta de Ruth, mi espíritu se levantó. ¡Es cierto que la oración cambia las cosas!

Aquel cartel en la iglesia era exactamente el mensaje que yo precisaba. Muchos presos fueron muertos aquel verano en Persin. Dos fueron baleados por atreverse en terreno prohibido. Un joven recibió un disparo en la pierna alrededor de un metro de mí. Un día cuando volvíamos del campo, se había detenido a quebrar una hoja de maíz. Cayó sobre sus rodillas, implorando al guardia que le dejara con vida, pero éste caminó hasta él y le atravesó la cabeza de un balazo, antes de que yo pudiera interceder por él.

En otra ocasión, un apreciado amigo mío pensó que nadie lo miraba. Se inclinó para arrancar una hoja de pasto y llevársela a la boca. Sonó un disparo y cayó a mis pies con un orificio enorme y sangrante en la nuca. No había criterio ni razones para aquellas muertes.

Al acercarse el invierno, fuimos transferidos al trabajo en la construcción de un terraplén que rodearía la isla y la protegería de las inundaciones. Debía ser de seis metros de altura y treinta de ancho en la base. El lugar en que teníamos que trabajar era a unos seis kilómetros de las barracas y una vez más éramos obligados a correr esa distancia con los guardias cabalgando tras de nosotros, azotándonos. Todo eso era con una dieta de hambre.

La tierra para el terraplén era transportada en burdas carretillas de los pastizales cercanos. El trabajo mínimo que cada hombre tenía orden de hacer era de algo más de medio metro cúbico. Muchos se desmayaron por el desgaste y los demás debíamos llevarlos de vuelta a las barracas sobre nuestras espaldas o en las carretillas. A veces estábamos demasiado débiles para llevar a los caídos y entonces los guardias los dejaban para que muriesen solos.

Un hombre, un preso que había aceptado a Cristo en la prisión a través de mi ministerio, cayó y yo pugné por llevarlo a la barraca sobre mi espalda. Pero era demasiado para mí. Me esforcé y logré hacerlo un breve trecho, pero no pude seguir. Ningún otro podía ayudarme. Ellos también estaban al borde de la muerte. Mi amigo y hermano en Cristo murió donde le dejamos. ¡Ah, sí sólo hubiera podido llevarlo! Hasta el día de hoy pienso en él.

La prisión provocaba fuertes amistades entre los presos que compartían las mismas honduras y sufrimientos. De muchos, especialmente de los creyentes, surgía lo mejor de sí. Había un gran afecto, cuidado y preocupación el uno por el otro. Por ejemplo, era común ver a un preso cuya mandíbula había sido destrozada por los guardias, alimentado por un compañero que rompía el pan en trocitos increíblemente pequeños para que pudiera tragarlos más fácilmente. La prisión hacía surgir lo mejor que tenían aquellos hombres y se forjaba una fuerte fraternidad. Era más visible con los presos cristianos.

No ha cambiado lo bajo de la humanidad cuando se aleja de Dios. Hubo gente así en Egipto cuando se construían las pirámides o cuando Israel estaba en la cautividad en Babilonia o en Buchenwald, Siberia o Persin. Durante aquel tórrido y seco verano, cualquiera que se inclinara a quebrar una hoja de hierba, una hoja de legumbre, cualquier cosa para chupar o comer, era inmediatamente baleado sin aviso. Pero muchos de nosotros corríamos el riesgo con tal de seguir vivos.

Al terminar el verano, no había llovido una sola vez. Luego comenzó a llover continuamente y la isla se transformó en un mar de barro pegajoso. Caminar con nuestros zapatos caseros de goma, que eran bajos y abiertos, era lo peor posible. Los remendábamos y cosíamos nuestras raídas ropas para protegernos contra las lluvias.

Estas continuaron hasta que el Danubio, que se cabía secado en el verano, volvió a su cauce normal. Los lagos y charcos se llenaron otra vez y el camino a nuestros campos de trabajo era casi intransitable.

En aquella época, la burocracia búlgara, actuando según una idea que recogieron de los rusos, decidieron que había que construir cercos para la nieve por todo el país. Se nos ordenó hacerlos con ramas. El propósito era impedir que la nieve se desparramara y humedeciera los campos.

Las lluvias torrenciales caían mientras trabajábamos. Nuestros harapos pronto eran una masa húmeda. Casi toda la isla estaba entonces cubierta por agua. En un mes la altura del río aumentó de un metro a tres.

Por ese entonces, nuestras barracas estaban situadas en un gran barrial de cincuenta centímetros de profundidad. Durante semanas vivimos en medio de un río de agua helada.

Un día, a fines de noviembre, una nieve ligera se mezcló con la lluvia y a la noche el suelo que antes estaba cubierto con agua, estaba ya cubierto de nieve. Al día siguiente, la sábana de nieve se hizo aún más espesa. Nuestras ropas se congelaban. La temperatura bajó del cero grado, pero aun teníamos que trabajar en la construcción de los cercos anti nieve.

El Danubio continuó creciendo y todavía faltaba rellenar mucho. Empapados de vivir en el agua, con nuestras ropas heladas, cavamos los desagües en la nieve con nuestras manos o extraíamos la tierra de debajo del agua, según fuera la temperatura. Durante la noche el agua se congelaba pero había que completar los desagües, de modo que quebrábamos el hielo con las manos y continuábamos el trabajo. Varios presos murieron de neumonía en aquellos meses.

"Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a corrientes de agua y la corriente me ha anegado" (Salmo 69:2).

El Danubio siguió creciendo durante el mes de diciembre, amenazando inundar toda la isla prisión y a varios miles de presos. Los oficiales estaban muy alarmados por la seguridad de los animales de granja.

Se tomaron precauciones por si era necesario evacuarlos en caso de que el agua continuara subiendo. Pero a nosotros, los presos, no se nos evacuaría bajo ninguna circunstancia. ¡Éramos menos importantes que los animales! Esto suena increíble, pero vimos los preparativos para dejarnos y evacuar a los animales y los guardias. Después de todo, no habría sido su "falta" que llegara una inundación y presos era algo de lo que Bulgaria tenía en cantidad.

En la isla menor de Sturez, estaba siendo construida una torre de acero como parte de un proyecto de electrificación. El cimiento había sido excavado y volcado el cemento. Sería peligroso que se llenara de agua, de modo que cincuenta presos, inclusive yo, fuimos llevados a esa isla a derramar concreto en el cimiento de la torre. Como el trabajo era urgente, el jefe de los guardias envió dos policías al pueblo y consiguió pan para nosotros. Esto era un reconocimiento del estado de casi desfallecimiento total por hambre a que habíamos llegado. Cuando tenían proyectos de trabajos de emergencia que debían ser hechos rápidamente, como era el caso entonces, se nos daban raciones extra de pan. Eso era lo único bueno que tuvieron las inundaciones. ¡Crearon tantas emergencias que nos dieron dos rebanadas extras de pan por día! Orábamos pidiendo más "emergencias".

EL DIA ANTES DE NAVIDAD

Del otro lado de la isla, los postes de madera habían sido barridos por los torrentes de agua, que ahora amenazaba cada vez más, de modo que fuimos a excavar otra vez para colocar los postes de nuevo. Era entonces el 24 de diciembre. Trabajábamos en el hielo y en el agua que fluía velozmente hasta nuestros riñones, mientras tratábamos de recuperar los postes flotantes y cargarlos en una balsa.

Cargada ya una balsa, me trepé a bordo y comencé a dirigirla de regreso a la orilla. Estaba en medio del río crecido, cuando de repente la balsa se abrió debajo de mí y me encontré en el agua helada. Estaba a unos ochocientos metros de la costa, envuelto en el río henchido y enfurecido, con un saco pesado y botas puestas, tan helado que no me podía mover. Fui arrastrado corriente abajo una y otra vez, pero de alguna manera me las ingeniaba para volver. El agua fría me congelaba, se me deslizaron las botas y la correntada me arrastró.

Con un resto de respiración, exclamé: "¡Señor, ayúdame!". De repente, un resurgimiento de energía me llenó el cuerpo helado y exhausto. Comencé a nadar hacia la costa con poderosas brazadas. Era increíble, pero fui capaz de abrirme paso con las botas pesadas y empapadas encima. Era realmente el poder de Dios ya que a mí no me quedaba nada. Un nadador fuerte hubiera tenido dificultad en hacerlo y mucho menos era factible en mi condición. Sin embargo, pude ver que estaba haciendo progresos. Dije una y otra vez "Gracias, Señor". Más tarde recordé el hermoso himno:

Aunque a veces me lleve por aguas profundas,

aunque las pruebas surjan en mi camino,

aunque a veces la senda parezca ruda

sus pasos veo todo el tiempo sin cesar. (1 Traducción literal)

Los que me observaban desde la costa ya me habían puesto en la lista de los muertos y habían vuelto a su trabajo. Después de todo, la vida tenía tan poco valor, que un prisionero más o menos no significaba nada. Habíamos visto morir a tantos que la muerte ya era un lugar común.

Fui cada vez más cerca de la costa a fuerza de luchar. Finalmente pude ver dos figuras de negro. Eran monjas. Por aquella época, un juicio contra sacerdotes y monjas católicas había terminado y ellos también habían sido condenados por espionaje. Más de cincuenta sacerdotes y monjas fueron condenados y dos obispos y dos sacerdotes fueron ejecutados. Las dos monjas que estaban delante de mí estaban chapoteando en el barro de la ribera del río, mientras una mujer guardia les ordenaba que no avanzaran. La guardia golpeó brutalmente a una de ellas haciéndola caer a lo largo hundiéndose en el barro blando. Se levantó con gran esfuerzo.

La población de Belene estaba a dos kilómetros y medio de nosotros. Era Navidad. La campana de la iglesia comenzó a sonar anunciando la buena nueva de la fe cristiana. En el momento en que resonaban las campanas, las dos monjas estaban hundiéndose en la orilla del río y yo, un pastor evangélico, estaba echando mano de un último resto de energía para nadar hasta la costa y caer exhausto. Las campanas parecían decirme: "Dios nació en forma de hombre. Dios se reveló a través de su Hijo".

Nunca olvidaré aquella Navidad. Yo yacía exhausto y las dos monjas se estaban hundiendo más en el barro. Detuvimos nuestra lucha y escuchamos. Estaba oscuro y hacía un frío que congelaba. Yo era prácticamente un bloque de hielo. Las campanas podían oírse débilmente lejos a la distancia haciendo sonar el mensaje del nacimiento del Salvador.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas mientras estaba echado allí. Eran lágrimas de alegría porque no me había ahogado y lágrimas de dolor porque las monjas y yo estábamos allí por crímenes que no habíamos cometido. Estábamos allí por causa del Señor, de Aquel que nació en un pesebre en aquella noche tanto tiempo atrás.

Pensé en los mártires del pasado: en las madres cuyos hijos mató Herodes; en los santos que fueron apedreados hasta la muerte; en los miles que fueron quemados hasta la muerte, atados a una estaca; en los miles arrojados a las fieras. La historia de la iglesia está salpicada con la sangre de miles de mártires cristianos porque ellos habían recibido al Hijo de Dios por el cual sonaban entonces las campanas. Aquellos mártires no eran fanáticos ciegos, sino hombres y mujeres con una fe que duraba hasta la muerte. La fe que se sobrepone a la muerte no tiene temor. Por lo contrario, tiene gozo y canción. ¡Mártires! Reviví el pasado mientras sonaban las campanas. Miré a las monjas. También por sus mejillas corrían lágrimas. Ellas y yo llorábamos. No dijimos una sola palabra, pero nos comprendimos.

Cuando callaron las campanas, la realidad del momento volvió de repente, pero la Voz de Dios habló a mi corazón. "Esto es lo que han hecho a mis hijos a través de las edades y esto es lo que hacen contigo por mi Nombre".

NAVIDAD EN LA PRISION

Aquella Navidad y otras doce llegaron y se fueron en celdas frías y heladas. Cuando he estado en confinamiento solitario un día de Navidad, he pasado el día pensando en Ruth, Paul y Rhoda, preguntándome qué harían en ese día, y si estarían bien. Nunca me permití el lujo de pensar que volvería a verles. Hacía mucho que había abandonado la esperanza de estar con ellos de nuevo. De manera que, en cada una de aquellas Navidades, sea en una celda con otros, sea solitario, nunca pensé en volver a verles. Aquello era suficiente como para volver loco a un hombre y eso es lo que ocurrió con muchos.

Una Navidad que estaba en una celda solitaria, me dediqué a hacer "tarjetas de Navidad" en pedazos de papel. ¡Sabía muy bien que nunca recibiría una tarjeta de Navidad del comandante de la prisión!

Hice una que encabecé "de parte de Ruth", otra "de parte de Rhoda" y otra "de parte de Paul". Aquella Navidad me eché en la celda y me dije a mí mismo: "Feliz Navidad, Haralan". La mirilla se abrió y el guardia miró hacia adentro. Debe haber pensado que yo me había vuelto loco y que estaba hablando solo.

Cuando la mirilla se cerró, me brotaron lágrimas de los ojos al apoderarse de mí nuevamente la desesperanza de volver a ver a los míos. Me recuperé rápidamente y me di un sermón: "Haralan, debes detener esto".

Otras Navidades las pasé tratando de levantar el ánimo de los compañeros de prisión. Aquel era el peor día para todos. Con frecuencia, hombres que eran entusiastas y fuertes todo el año, caían en profunda desesperación el día de Navidad.

Después que llegaron y pasaron tres o cuatro Navidades, comencé a pasar todos los días de Navidad dedicándome a ser pastor en la prisión, tratando de ayudar a aquellos hombres a enfrentar sus crisis espirituales en sus vidas, que eran especialmente agudas ese día.

Las barracas principales en Persin estaban construidas directamente sobre el terreno, pero las aguas del río aún no habían llegado hasta ellas, ya que estaban protegidas por la muralla de contención que habíamos edificado durante el verano a tan alto precio de vidas humanas. También habíamos construido un terraplén de treinta metros de largo, doce de ancho y dos de alto y sobre él habíamos edificado dos barracas. Una noche fuimos despertados por el ruido de voces. Alguno estaba gritando: "¡El río ha roto las murallas! ¡Corran para salvar sus vidas!".

Cuando salimos corriendo de las barracas al campo, el agua ya nos llegaba a la cintura y crecía rápidamente, tres o cuatro mil hombres luchaban a través del agua de hielo resquebrajado para alcanzar las dos barracas construidas sobre el terraplén, cuya capacidad era de sólo ciento veinte hombres. Estábamos tan apretujados que apenas podíamos movernos, por lo que nos limitamos a acomodarnos. Allí estuvimos sin guardias, pues ellos nos habían abandonado y estaban sobre la tierra más alta del otro lado. El agua seguía subiendo cada vez más.

No hubo intento alguno de rescatarnos. Si las aguas continuaban subiendo, por lo menos varios cientos de hombres hubieran muerto, sencillamente porque muchos estaban demasiado débiles para nadar. Oré, pidiendo a los demás creyentes que había entre los presos, que también lo hicieran. Finalmente, las aguas dejaron de crecer y comprendimos que nos habíamos salvado. Di gracias a Dios por ello.

Como no había guardias presentes, los informantes y los miembros de la Sociedad Cultural quedaron sin protección. Los presos no creyentes, que habían sufrido tanto a causa de los primeros, encontraron una oportunidad de venganza. Lo que siguió fue brutal. Durante toda la noche, sin riesgo de guardias, los golpes a los informantes continuaron sin interrupción hasta que, al llegar el día, muchos de ellos estaban heridos y sangrantes. Traté de detener a los prisioneros enfurecidos, pero su ira para con aquellos que los habían traicionado escapaba todo control. Fui hecho a un lado rudamente y me dijeron: "¡Pastor, quédese donde está!".

Finalmente las aguas retrocedieron y los guardias y el director de la prisión pudieron volver sin peligro. Cuando éste supo lo que había pasado, maldijo, se enfureció y juró que tomaría venganza. Ya que nadie confesaba que había tomado parte en la paliza de los informantes, el director eligió a catorce hombres al azar para ser víctimas de su venganza.

Estos desdichados fueron colocados en un pontón, llevados a remo hasta la mitad del río y anclados allí, a la deriva en medio del agua. Era terriblemente frío. Tenían sólo las ropas livianas de la prisión y nada de alimento y para beber sólo el agua del río. A la orilla fue colocado un guardia para vigilarles. Estuvieron allí dos semanas completas en aquel frío terrible y sufrimiento. Al segundo día sopló un viento frío y helado y la temperatura bajó enormemente. Los catorce hombres se pusieron de pie y comenzaron a saltar con toda la fuerza que podían para mantener la circulación de la sangre. Al quinto día, el director de la prisión tomó una lancha a motor y cruzó hasta el pontón donde estaban los catorce hombres agonizantes, burlándose de ellos con el lenguaje más degradante posible.

Todos los demás también debimos pagar un precio por aquellos que habían golpeado a los informantes. Se nos ordenó ir hasta la orilla del río y se nos obligó, a punta de bayoneta, a estar diez días allí, expuestos al frío bajo cero, con vientos que soplaban sobre el agua, sin nada que comer o beber y sin posibilidad de echarnos. Estaba tan frío que aun el rugiente y furioso Danubio comenzó a congelarse. Era una horrible escena de pesadilla.

Todo a mi alrededor, los hombres trataban patéticamente de calentarse. Uno gritaba: "¡Salten! ¡Así se calentarán!". Muchos comenzaron a hacerlo en una lucha desesperada contra el frío mortal. A mi lado, un hombre de edad comenzó a saltar. Le advertí que no gastara así sus energías. Lo siguió haciendo y al día siguiente cayó a mis pies. Traté de ayudarle, pero murió en mis brazos. Su cuerpo quedó congelado a mis pies durante varios días antes de que los guardias vinieran a retirarlo.

Durante la confusión de la inundación, un preso joven se ingenió para escapar en un bote y remar hasta tierra firme sin ser visto. Caminó hasta la ciudad de Levski unos treinta kilómetros antes de ser capturado y llevado de nuevo a Persin. Como castigo por su fuga, el joven preso fue encerrado en la cocinita de una de las chozas que era tan fría que el hielo cubría sus paredes. Cuando lo sacaron varios días después, estaba tan helado que apenas podía caminar. Estaba al borde de la muerte por esa razón y por lo mismo debieron amputarle ambos pies.

Finalmente, después de dos semanas, los catorce hombres del pontón fueron llevados de nuevo a las barracas. Sus pies estaban congelados y tenían manchas negras visibles en su piel. A uno hubo que amputarle los dedos de los pies. Se nos permitió volver a las barracas después de diez días en las heladas orillas del río.

EL TRABAJO ESCLAVO EN PERSIN

La inundación se llevó a una gran cantidad de ganado de la isla. Realmente aquello era lo que preocupaba al director. Eso demostró que la única manera de evitar el peligro para los presos y los animales era levantar el nivel de la isla de modo que se nos ordenó que transportáramos arena y piedras a la zona que debía ser elevada. Helados y desnutridos, recibimos orden de excavar diariamente más de un metro cúbico de tierra congelada y llevarla unos cien metros a su nueva ubicación.

Cuando terminamos la elevación de la tierra, nos colocaron en la tarea de aserrar madera en la isla de Barzina, algo al norte de Persin. Barzina tiene más de seis kilómetros de largo y trescientos o quinientos metros de ancho. Todas las mañanas llevábamos nuestro pontón al borde del agua y todas las noches volvíamos a acarrearlo con los árboles que habíamos cortado hasta arriba en la colina. Después de descargar los troncos en tierra, debíamos llevarlos sobre nuestras espaldas y hombros por unos dos kilómetros hasta el lugar del edificio. Se necesitaba veinte hombres muertos de hambre para llevar los troncos, que tenían quince o veinte metros y hasta sesenta centímetros de diámetro. Muchas veces, caí bajo el enorme peso de los árboles. Los hombres que agonizaban maldecían, al par que otros oraban. Yo pensaba: "¡Qué tontería! Si los comunistas quieren trabajo, debieran alimentar a los prisioneros, así obtendrían mucho más de cada uno". Pero al parecer nunca se les ocurrió algo así.

Llegaron las fuertes nevadas y Persin se sumergió en el grande y blanco silencio del invierno. Solo podían verse figuras encorvadas y quebrantadas moviéndose con gran penuria bajo la pesada carga de los árboles derribados. Los que se desvanecían quedaban allí y sus cuerpos se ponían negros y duros como piedras al congelarse. Cuando finalmente eran retirados, sus brazos y piernas seguían duros en la forma grotesca en que habían caído. Los que seguíamos viviendo, envidiábamos su suerte.

Al fin, llegó la primavera reviviendo nuestro ánimo. Ortigas y otras hierbas digeribles comenzaron a aparecer entre la nieve en el monte. También comimos ranas, serpientes, tortugas y ratas de campo. Nunca olvidaré el gusto de éstas. La carne de rata es curiosa, dulzona y muy dura por los tendones. Pero estábamos tan hambrientos que las ratas eran un manjar.

* * *

"Me rodearon las ligaduras de muerte, me encontraron las angustias del Seol, angustia y dolor había yo hallado. Entonces invoqué el nombre de Jehová, diciendo: Oh Jehová, libra ahora mi alma" (Salmo 116:3, 4).

El 3 de marzo de 1963, durante la inspección, no-tamos que los guardias usaban cintas negras en la solapa de sus sacos. El jefe de las barracas anunció con voz temblorosa que el camarada Stalin había muerto. Todos los guardias y los miembros de la Sociedad Cultural andaban de aquí para allá con expresiones de luto. Sin embargo, para la mayoría de los presos, la muerte de Stalin fue causa de regocijo. Tratamos de esconder nuestros sentimientos, pero los informantes sabían quiénes tenían tal o cual posición y los guardias se pusieron a la tarea con aquellos que se habían dado la mano o no habían puesto una mirada demasiado triste durante el anuncio. Muchos hombres fueron terriblemente golpeados aquella noche porque no parecían demasiado enlutados.

Un anciano condenado a prisión perpetua se rió al oír la noticia y siguió riéndose alocadamente mientras recibía una perversa paliza. Después de la muerte de Stalin, los guardias fueron peores. La razón era su propia inseguridad. Stalin había sido más que un líder para ellos; era un ser superior al que adoraban. Ahora que su dios se había muerto sus emociones de ira y temor tenían que expresarse de alguna forma. Nosotros estábamos convenientemente a mano, de modo que fuimos sus víctimas. Los presos eran culpables de todo lo que salía mal, como si nosotros hubiésemos causado la muerte de Stalin.

Debo decir aquí que he encontrado en el mundo libre el sentimiento de que ciertas cosas eran malas bajo Stalin, como Khruschev mismo lo confesó, pero que después de Stalin mejoraron. Esto es totalmente errado. El castigo y el sufrimiento fueron menos abundantes por un tiempo, pero luego más hábiles, sutiles y peligrosos. Lo experimentamos inmediatamente. En los países comunistas, hoy hay millares que sufren terriblemente como sufrimos nosotros, sólo que se trata de torturas más sutiles. Los niños son quitados a sus padres cristianos para toda la vida. ¿No es eso una tortura? En el mundo comunista de hoy, los cristianos son torturados y aprisionados. Los verdaderos líderes cristianos mueren en la cárcel por "causas naturales". La suma de sufrimientos es peor hoy en muchos países comunistas que bajo Stalin.

EN LA CAMARA DE LA MUERTE

Nuestra tortura era como un péndulo. Iba por un tiempo hasta la persecución más liviana y luego volvía a la peor.

Un centenar de presos era seleccionado, incluyéndome a mí, para formar una "brigada de castigo" y fuimos puestos en barracas especiales. Cada día el castigo era peor. Un día se nos ordenó traer todas nuestras pertenencias. Fueron registradas y todo el alimento se entregó a los gitanos de otras barracas. Aun nuestra ración diaria de pan nos fue negada. Luego fuimos llevados a un depósito, donde se nos ordenó quitarnos los sacos y pantalones y se nos dio en cambia ropa raída y vieja. Los pantalones eran tan ajustados que no podíamos abotonarlos y teníamos que sostenerlos en alto con una mano. El fin que se buscaba con todo esto era destruir el último resto de nuestro propio respeto, pero nosotros marchamos orgullosamente a través del campo, levantando nuestras cabezas... y nuestros pantalones.

El 20 de abril fuimos encerrados en una pieza y colocados bajo una dieta de muerte de trescientos gramos de pan y unas pocas cucharadas de sopa de porotos, de la que todos los porotos habían sido sacados. Allí estábamos sentados noche y día, sin nada que hacer y con comida apenas como para mantenernos con vida. Pronto se hizo evidente que nos consumiríamos hasta morir. El tiempo era nuestro peor enemigo.

El reloj se detuvo.

Nos sentamos completamente quietos; el silencio era quebrado sólo por la laboriosa respiración de los hombres condenados. Fuimos dejados totalmente solos, sin alimento, sin agua. Pasó una semana, luego otra. De repente oímos un sonido y todas las débiles cabezas se dieron vuelta. Me doy cuenta de mi frecuente uso de la frase "de repente", que puede resultar monótona, pero era así como ocurría. Pobre como es, describe bien la situación. En aquel mundo húmedo de sepulcral estancamiento, de tiempo en tiempo los guardias invadían repentinamente la celda para recordar que, al revés de los muertos normales, seríamos atormentados una y otra vez, física y mentalmente, sutil y brutalmente, de a uno o en conjunto, día y noche.

Quizá nuestro sufrimiento físico, nuestra falta de alimentos, agua y aire nublaban nuestra conciencia a través de aquellas largas semanas, pero parecía que el mundo se hubiera detenido y quedábamos sentados esperando literalmente la muerte. Finalmente, el 8 de mayo, los de la "brigada de castigo" fuimos transferidos a la barraca número dos, donde los presos del campo de concentración ocuparon nuestro lugar en la número uno. Separados del núcleo principal de presos, marchamos los siete kilómetros hasta la barraca número dos, con una escolta de guardias a caballo, que nos castigaban como siempre con sus largos látigos de cuero.

Sentí un oscuro objeto corriendo por mi cara desde el costado, mientras el aguzado látigo restalló sobre mi cara, dejando un rastro de sangre. "¡Más rápido! ¡Más rápido!", gritaban los guardias desde sus caballos. Como en un relámpago recordé a Jesucristo cuando fue azotado con el látigo y en un momento de pensamientos lúcidos, entre boqueadas de respiración, oré: "Señor, ayúdanos a soportarlo por tu nombre". Durante dos horas, corrimos, trastabillamos y caímos con el mordiente aguijón de los grandes látigos negros cortando a través de las ropas y la carne como un cuchillo en la manteca. Después de dos horas, la "brigada de castigo", macilenta y golpeada, conmigo en el último lugar, llegó a nuestra barraca y cayó exhausta y sangrante al piso.

La barraca número dos estaba bien por encima de las aguas inundadas del Danubio, bien rodeada de alambre tejido. Al este y oeste había altas torres con guardias día y noche. Cerca de la entrada vimos un cartel, que traducido literalmente decía: "El hombre es algo de lo que estar orgulloso", una cita de Máximo Gorki. Me sacudió la ironía de esta cita allí en una prisión comunista, donde miles de hombres eran tratados como animales. Pero las mismas palabras contenían una gran verdad. La Palabra de Dios enseña que el hombre es la corona de la creación. No hay nada sobre la faz de la tierra más grande que el hombre. Era extraño que hombres que se niegan a aceptar al Creador y que consideran al ser humano como carente de todo valor, pudieran escribir palabras así, en la pared.

La puerta se abrió y fuimos llevados dentro. Cuando miramos detrás de nosotros, vimos otra cita de Máximo Gorki: "Si el enemigo no se rinde, debe ser aniquilado".

Pensé en la contradicción de las dos expresiones, que reflejan la división en la mente del escritor. De allí uno puede entender el cisma entre el comunismo en teoría y en la práctica. La primera cita muestra la teoría comunista de crear un paraíso terrenal. La segunda muestra la cruda realidad. ¡Por un lado, el hombre es algo de que estar orgulloso; por el otro, es un enemigo que debe ser aniquilado!

Esta es la diferencia entre el comunismo en teoría y en la práctica. En el plazo de pocos minutos, cuatro o cinco mil hombres habían sido reunidos tras las alambradas. Se nos tildaba de enemigos, porque no nos habíamos rendido y permitido que los ideales comunistas triunfen sobre nuestras mentes y corazones. El comunismo exige pleno conformismo y sometimiento. Nos habíamos negado a adaptarnos y éramos sus peores enemigos. De acuerdo a las palabras sobre el dintel, los hombres habían sido, en un tiempo, algo de que enorgullecerse. En realidad, la cita es un buen argumento contra el comunismo. Nos lastimaba que sólo nosotros, los enemigos del comunismo, pudiéramos leerla.

Después de varios días, comprobamos que los presos de otras brigadas estaban cavando un profundo pozo cerca de nuestras barracas. Observamos el progreso en profundidad y extensión con curiosidad. No teníamos idea de cuál era su propósito. Cuando estuvo terminado, un grupo de trabajadores comenzó a construir en la profunda cavidad bajo la dirección de un ex contratista de obras. Luego corrió el rumor de que era un pozo especial de castigo para acomodar a la brigada: a nosotros. Mirando al pozo prohibido, pedí a Dios fuerzas especiales. Poco imaginaba que debería pasar los nueve meses siguientes en aquel pozo casi sin aire, colmado de hombres a punto de morir de hambre, que luchaban por cada respiro. Con todo lo que había visto y experimentado de inhumanidad del hombre para con el hombre, aún estaba sorprendido de la capacidad creadora del hombre y del genio satánico para encontrar nuevos métodos para torturar al prójimo.

Cuando hoy predico sobre la salvación, lo hago con un nuevo fervor. Durante trece años, viví con la experiencia diaria de lo bajo a que puede llegar un hombre sin Dios. El hombre tiene la capacidad de subir a las mayores alturas espirituales, pero también la de hundirse en los niveles más bajos y viles. Ningún animal tiene esta "amplitud". Sólo el hombre.

NUEVE MESES EN EL POZO

"Y le tomaron y le echaron en una cisterna; pero la cisterna estaba vacía, no había en ella agua" (Génesis 37:24).

El pozo era un gran agujero en la tierra de unos tres metros de profundidad. Sus costados estaban rodeados con fuertes tablones para evitar que se excavara allí y el techo era de pesadas vigas de madera, con ranuras cubiertas de barro. No entraba aire por ninguna parte. Por supuesto, no había ventanas ni ventanillas. La "puerta" era una "puerta trampa" en el techo, de unos cincuenta centímetros de ancho. Era la única entrada de aire. El pozo estaba dividido por vigas verticales y barrotes de hierro, en dos par-tes con un pasaje en medio. De un lado, había celdas individuales, de tres por dos metros. Del otro una amplia habitación de veinte por cuatro metros.

Después de ser completado, se nos dijo que seríamos castigados de una nueva manera, lo que ya sabíamos por los rumores. Nosotros cien fuimos llevados en fila de a uno y "tirados" a través de la puerta trampa al piso húmedo y arenoso del pozo. De un lado del pasaje había un barril con agua para beber y del otro el que debía servir de toilet para cien hombres. El piso era una capa de arena fría y húmeda. Allí en el agujero totalmente oscuro, caliente, sin aire, pronto nos quitamos toda la ropa, excepto las prendas interiores, y nos echamos en el suelo jadeando por encontrar aire.

Allí esperamos la muerte. La única indicación del tiempo era la comida de la mañana y la noche que consistía en nuestra ración de pan y la "sopa" de agua, sin un poroto dentro y en menor cantidad que antes.

EL INCIDENTE DEL POROTO

Una vez, por accidente o descuido, un único poroto apareció flotando en la "sopa" de un hombre. ¡Qué alegría para el hombre en cuyo recipiente apareció! Cualquiera hubiera pensado que era un gran trozo de carne. Pero sólo quien ha estado en una prisión así puede comprender el significado y el valor de descubrir un poroto flotando en la "sopa" aguachenta. Todos nos alegramos por él por aquel poroto. Los hombres que no tienen nada se aferran a cualquier fruslería.

Era entonces la primavera y el calor acumulado en el pozo sin ventilación era una estufa asfixiante, lleno del aire tranquilo y enrarecido, pesado por el calor, la transpiración y el hedor de cien cuerpos jadeando por aire en una lucha mortal para llegar al próximo respiro.

Después de varios días, algunos de los prisioneros de más edad quedaron inconscientes. Golpeamos la puerta trampa para atraer la atención y cuando los guardias la abrieron y bajaron entre la masa de cuerpos retorcidos, encontraron diez presos inconscientes. Estos fueron sacados para revivirlos. Tan pronto como lo lograron, fueron echados otra vez adentro. Yo me eché en el suelo del pozo, enterrando profundamente mi rostro en la arena, tratando de respirar el aire que estaba encerrado en esa arena suelta.

Al día siguiente, tuvimos que golpear en la puerta tres veces cuando nuestros amigos se desmayaban por el calor o la falta de oxígeno. Era evidente que todos morirían en esas condiciones. Pero ellos no querían que nosotros nos "escapáramos" de ellos a través de una muerte tan fácil. Siempre querían que nosotros muriéramos de acuerdo a sus planes y no a los nuestros. De manera que, al día siguiente, fuimos sacados del pozo y llevados de vuelta a las barracas de castigo por varios días, mientras los obreros hacían agujeros de ventilación en el techo de la mazmorra. Pronto terminó nuestro breve respiro y fuimos llevados al pozo de nuevo, adonde fuimos bajados uno por uno. Si bien había algo más de aire, aún debíamos luchar por cada respiro y el pozo estaba lleno de los sonidos de cien hombres jadeando.

Quedamos allí día y noche durante mayo y junio en total oscuridad. Habíamos perdido peso y para entonces parecíamos pálidos esqueletos.

Pero nuestro trabajo era necesario. A principios de julio, fuimos sacados del pozo cada mañana y puestos en la tarea de llenar con basura un pequeño lago. Cuando los otros presos nos vieron emergiendo del pozo como topos enfermos, se horrorizaron de nuestra apariencia. Ellos tenían una apariencia tan mala, que la nuestra debía ser horrenda. Estábamos tan débiles que apenas podíamos mover un poco de carga por vez en las carretillas, pero el aire fresco y la luz solar eran una bendición.

Durante julio, las autoridades comenzaron a construir un terraplén todo alrededor de la isla a gran velocidad. Los presos que no podían hacer en uno el trabajo de dos días eran echados al pozo con nosotros, aunque ya estaba sobrecolmado de cuerpos estropeados. Los recién llegados eran puestos en la pieza grande, mientras que los "veteranos", todos nosotros cien, éramos colocados en las celdas individuales. Por las mañanas, los nuevos prisioneros eran sacados para el trabajo y por las tardes traídos de vuelta a la mazmorra, pero a nosotros se nos dejaba, pasando todos los días y noches en total oscuridad excepto por los ocasionales rayos de luz cuando la puerta trampa era abierta y cerrada.

¡Había diecisiete de nosotros en cada enrarecida "celda individual"! Literalmente estábamos apilados unos sobre otros. Aun así, viviendo como topos hambrientos bien bajo tierra, había un notable espíritu n de amor fraternal entre nosotros.

Con diecisiete hombres en cada celda, era imposible echarse. También se hizo imposible el sueño, de modo que yo dije a los demás: "No podemos dormir todos a la vez. Debemos hacerlo por turnos. La mitad dormirá en el suelo, mientras la otra mitad se apretujará contra la pared en el menor espacio posible. Cuando los primeros terminen de dormir, pueden apretarse a su vez y los que estaban de pie podrán dormir".

Aceptaron mi sugestión y la mitad se estiró y durmió y la otra mitad se apretujó contra los barrotes, mientras aquellos dormían. De esa manera, todos nos ingeniamos para lograr algo de sueño, a pesar de lo precario que era.

Al pasar las semanas, íbamos siendo llamados uno por uno, por la DS que nos pedía que nos transformáramos en informantes. Llegó mi turno y entré a la oficina del ex jefe de la barraca, Boris Miteff. Había otro joven presente. Miteff dijo: "Camarada Popov, quiero que conozca al camarada Tritchkov". En mi cabeza sonó la campana de alarma. Se habían dirigido a mí como "camarada". Sabía que debía tener mucho cuidado. Tritchkov me preguntó por mi familia y entonces dijo: "Camarada Popov, hemos decidido liberarle del pozo, ya que comprendemos que usted será más sensible y agradecido en el futuro".

¡No podía creer a mis oídos! La esperanza me llenó, pero aun así estaba luchando, porque sabía que habría alguna condición.

No más torturas... No más ahogo en el pozo cálido. Pensé. Entonces Tritchkov continuó: "Lo único que queremos de usted es un pequeño favor. Cuando le dejemos ir, queremos que usted vaya a las barracas y nos dé un informe escrito sobre la condición de los presos y lo que hablan".

"De modo que es eso", pensé.

Eso implicaba ser un informante y colaborador. Aquel favor al parecer inocente era para cubrir mi rendición espiritual. Habían quebrado temporariamente mi voluntad físicamente en el juicio, pero nunca habían "lavado" mi cerebro o me habían "reformado". Me había mantenido así por mucho tiempo y estaba decidido a no claudicar entonces. Pero yo sabía que aquella era la elección más decisiva de mi vida: o aceptaba la invitación y era liberado del pozo para poder trabajar al aire libre y al sol o me negaba a hacer aquel pequeño "favor" y seguía fiel a mi Dios y retenía la confianza de mis compañeros de prisión y probablemente moría en el pozo. No había otra opción y en aquellas condiciones, la muerte era sólo cuestión de tiempo. Había comenzado a desfallecer en el pozo de tiempo en tiempo, con claros síntomas de falta de aire y quebrantos en el sistema respiratorio.

Por un momento, cerré los ojos en oración silenciosa. Los dos hombres esperaban mi respuesta. De repente la Palabra de Dios vino a mí: "...para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallado en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo" (1 Pedro 1:7).

Era completamente claro para mí que si decía que sí me transformaba en apóstata y perdía mi fe y mi esperanza en Dios.

Di una respuesta concisa: "No". Fue todo lo que dije.

La expresión cordial de Tritchkov desapareció inmediatamente. Dijo "Popov (súbitamente el título de «camarada» había desaparecido), no conteste tan rápidamente. Es un asunto serio. Se lo advierto, piénselo un poco. Usted quiere volver a ver a su familia, ¿verdad?". "Usted sabe que soy un pastor", le contesté. "Creo en Dios y le sirvo. Soy el pastor de esta gente. Y ahora usted quiere que yo le informe de todo lo que ellos me digan. Jamás lo podría hacer". Y continué: "Hagan lo que quieran con este cuerpo. No es sino barro. Pero yo nunca negaré mi fe".

Tritchkov apretó los puños y rugió: "¡Entonces usted se pudrirá en el pozo! ¡Jamás saldrá de allí!". Había oído esas palabras antes y Dios las había sobrepasado y podía hacerlo otra vez.

Y así volví al pozo. En agosto, nos atacó la disentería. Duró un mes y nos dejó como esqueletos cubiertos de piel. Jamás podría explicar el infierno que era el pozo. Los hombres yacían como muertos, sin moverse, boqueando por un poco de aire. El olor horrendo de los tachos colmados era más de lo soportable. La oscuridad casi total duraba las veinticuatro horas del día. Diecisiete hombres en la celda para uno. Alimentados sólo con "sopa" que era agua con gusto. Era como una escena del "Infierno" del Dante. Los sonidos de los hombres boqueando por el próximo respiro llenaban el pozo. ¿Cuánto tiempo podía durar eso? ¡Ya habíamos estado allí seis meses! Algunos, que habían caído en la inconsciencia y luego se deslizaban a la muerte, eran los más afortunados.

A fines de agosto, un nuevo director se hizo cargo de la prisión y un día cuando la sopa fue volcada en nuestros recipientes, uno de los hombres gritó: "¡Aquí hay un poroto!". Ustedes pueden imaginarse lo que un poroto significaba. Por fin teníamos un poroto o dos en la "sopa".

Aparentemente, teníamos más valor vivos que muertos. Necesitaban nuestro trabajo y comenzaron a liberarnos, a principios de septiembre, para dedicarnos al trabajo pesado, de a pocos por vez. Yo fui liberado el 30 de noviembre. ¡Había estado en aquel pozo oscuro y hediondo por nueve meses! ¡Sólo Dios me mantuvo vivo!

La predicción de Tritchkov, como las anteriores, de que yo me pudriría, no se había cumplido. Nuestras vidas y destinos no dependían de la ambición o la predicción humana, sino de una voluntad y poder superior. Dios abrió la puerta del pozo. Ahora estaba de vuelta en la rutina de la prisión.

MI TRABAJO COMO PASTOR DE LA PRISION

Las condiciones en la prisión cambiaron poco a poco para mejor. Teníamos algo más de comida, pero aún no lo suficiente para una persona adulta. Los golpes físicos y las torturas se hicieron menos frecuentes, pero aumentaron los esfuerzos de "lavado cerebral". El énfasis fue cargado en torturas psíquicamente más sutiles. Durante mis años de cárcel, he usado cada ocasión posible para servir como "pastor de la prisión", a los presos.

Desde que me vi removido de mi púlpito, resolví que mi púlpito estaría donde estuviera yo.

Con el mejoramiento en la comida y la nueva fuerza que eso me dio, encontré que podía aumentar mi ministerio en la cárcel, pues tenía más energía para testificar y ministrar a aquellos hombres. Hasta entonces estaba tan débil que sólo podía luchar por mantener la vida. Con el mejoramiento de las condiciones en cierta medida, mi ministerio comenzó en una escala mucho mayor. Estoy seguro que los comunistas no tuvieron eso en mente, pero era el resultado de la energía recuperada. Pronto me encontré dirigiendo una "iglesia" en la prisión. Mi "congregación" eran hombres que se encontraban en la más aguda de las necesidades, tanto espirituales como físicas. Mi "templo" era una celda, un patio de ejercicios o cualquier lugar que encontrara. Siempre teníamos que camuflar el propósito de nuestra reunión. Dios bendijo abundantemente mi ministerio y una y otra vez un preso me decía: "Pastor, he estado escuchando y pensando en lo que usted ha estado diciéndonos y yo quiero servir a Cristo también". Esos eran los momentos para los que vivía y tuve el gozo de llevar a muchos a Cristo en las distintas prisiones, pero especialmente en Persin.

Cuando un hombre expresaba su interés en Cristo, orábamos juntos doquiera que estuviéramos. Si era en el campo donde estábamos trabajando, nos arrodillábamos, simulando que estábamos mirando de cerca a algo en el suelo, pero en realidad estábamos orando.

Un día, mientras estaba orando con un preso en el campo, un guardia vino corriendo a caballo y gritó: "¿Qué están haciendo ustedes allí?".

Yo contesté: "Mirando la cosecha".

¡Él no sabía que yo estaba pensando en una cosecha espiritual!

Los hombres en prisión están en sus últimas. En la vida normal, los hombres tienen esposas e hijos y empleos. Todo esto, amén de las cosas materiales, puede adormecer el sentido de la necesidad de Dios en un hombre. Pero en la prisión ha sido privado de todo ello. El hombre tiene tiempo para pensar. Sus valores se aclaran en la cárcel y muchos se dan cuenta genuinamente de su necesidad de Dios. Aquel era un campo muy fructífero para un pastor de prisión.

Pero, por sobre cualquier otra cosa, yo necesitaba una Biblia o un Nuevo Testamento o un evangelio para mi ministerio con esos hombres. La Palabra de Dios tiene la respuesta para sus necesidades, pero yo no tenía Biblia y era imposible tener esperanza de conseguirla. Oraba: "Señor, estos hombres necesitan de tu Palabra. Son almas eternas. Dios, estoy haciendo todo lo mejor que puedo, pero ellos necesitan tu Palabra". Dejé el asunto en las manos de Dios. No hay barrotes de la prisión que puedan detenerlo. Lo imposible es lo posible para Dios. De modo que lo puse en sus manos.

"Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón" (Jeremías 15:16). Un día noté que Stoil, el hombre cuya cama estaba al lado de la mía, tenía algo en sus manos. No podía decir qué era, pero parecía un librito. Entonces vi lo que estaba haciendo. Stoil estaba arrancando una hoja del libro para armarse un cigarrillo. ¡Para mi asombro vi que era un Nuevo Testamento!

¡Hacía cinco años que no veía una porción de las Escrituras! Instintivamente la tomé de manos de Stoil y la miré. Stoil la tomó de nuevo, mientras caían las lágrimas de mis mejillas. Se detuvo, tomado de sorpresa por lo que a todas luces aquello significaba para mí.

"Stoil", pregunté, "; dónde conseguiste este libro?".

"Cuando nos transfirieron aquí desde la primera barraca, lo encontré en una lata de residuos".

"Stoil, por favor dame este libro", le dije.

"No", contestó firmemente, "lo estoy leyendo". Lo tomó de mis manos.

¡Pero yo sabía que él quería el papel delgado sólo para usarlo como papel de cigarrillos! No podía soportar la idea de que la Palabra de Dios, que no había visto en cinco años, fuera usada como papel de cigarrillos.

"Stoil, te daré por el libro todo el dinero que tengo". En aquel tiempo especial, podíamos tener a mano algo de dinero para comprar en la cantina de la prisión.

Cuando le ofrecí todo mi dinero a Stoil, éste abrió los ojos al máximo. Entonces se iluminó y contestó: "Pastor, ya que usted lo necesita tanto, puede tenerlo. ¡Aquí está, tómelo!". Yo lo tomé. ¡Era la Palabra de Dios! Lloré ante los hombres y ellos dieron vuelta la cabeza para no ponerme en una situación embarazosa. 

Durante cuatro años, había padecido de hambre física, pero mucho más de hambre espiritual y puedo asegurarles que ésta es peor que la primera. Entonces comencé a aplicarme el consejo de Ezequiel 3:3: "Alimenta tu vientre y llena tus entrañas de este rollo que yo te doy. Y yo lo comí".

Yo había consagrado mi vida al Señor en 1926. Desde ese día, hasta el día de mi arresto, la Palabra de Dios había sido mi compañera diaria. Entonces, abruptamente, había sido separado de ella por cinco años. Ofrecí a Stoil todo mi dinero por el Nuevo Testamento, pero también le hubiera dado un brazo o una pierna si me lo hubiera pedido. Tanto era lo que entonces significaba para mí la Palabra de Dios... y lo que significa hoy.

¡Qué pérdida indescriptible es estar sin Biblia o Nuevo Testamento! Durante todo mi tiempo en prisión, sentí un vacío, un dolor agudo, casi físico al serme negada la Palabra de Dios. Por supuesto, había leído la Biblia durante toda mi vida cristiana y conocía versículos y porciones, pero debido a las torturas y palizas que había pasado y al mucho tiempo que había estado separado de ella, me había olvidado de ciertas partes. Una cosa extraña es que la tortura a menudo tiene el efecto de nublar la memoria.

Yo sabía que no me sería posible conservar mucho tiempo el Nuevo Testamento. Tarde o temprano, los guardias de la prisión lo encontrarían y lo destruirían. Pero todo el tiempo que estuve en la isla, pude esconderlo en el campo, en la paja y el heno. Cada día lo escondía en un lugar diferente, de modo que nadie pudiera descubrir un sistema. Después de colocarlo entre la paja y el heno, comencé a cavar pozos, poniendo luego cualquier tipo de señal, para luego sacarlo para la lectura. De cualquier manera, sabía que tenía que guardarlo en el campo, porque nuestras celdas eran registradas a menudo. Pero, como mi mejor oportunidad para leerlo era de noche tarde en mi celda, corrí el riesgo de llevármelo a la celda, pidiendo a Dios que no hubiera registros sorpresivos nocturnos. Aquello también me dio la oportunidad de leer a otros prisioneros.

47 CAPITULOS MEMORIZADOS

Al comprender que no podría tener el Nuevo Testamento por mucho tiempo, decidí memorizar lo más que pudiera. Comencé a "comer" la Palabra de Dios, memorizando muchos versículos por día. A cualquier parte que iba, llevaba mi Nuevo Testamento. Siempre encontraba oportunidad de memorizarlo. Primero, aprendí Primera de Pedro, luego Efesios, Primera de Juan, el evangelio de Juan, Romanos 1, 5 y 8, Primera a Corintios 13 y 14 y Segunda Corintios 5. En total, cuarenta y siete capítulos.

Cuando fui trasladado tiempo después a una cárcel común, fue imposible seguir escondiendo el Nuevo Testamento. Pero para entonces yo ya era casi un "Nuevo Testamento ambulante". Ya con la Palabra de Dios, comencé a extender mucho mi ministerio a mis compañeros de prisión. Durante los años siguientes, Dios prosperó ese ministerio porque yo usaba cualquier oportunidad para trabajar con los hombres que me rodeaban. Por supuesto, tenía que hacerlo clandestinamente, porque aquello era punible con palizas o hambre.

Era particularmente difícil, porque nunca sabía quiénes eran los informantes entre nosotros. Me preguntaba qué debía hacer con el problema que ellos representaban. Si era cauteloso, los demás imaginarían que tenía miedo y mi influencia cristiana se vería dañada. Luego decidí: "Pues bien, ¡los informantes también necesitan la Palabra de Dios!". Que la escucharan. Si hablaban, que hablaran.

De aquel día en adelante, nunca permití que mi mente se perturbara por el problema de los informantes. Por supuesto, fui llamado muchas veces a la oficina del director, donde se me decía: "¡Popov, sabemos que usted tiene reuniones religiosas secretas en su celda! Lo sabemos. ¿Cuándo va a aprender?".

Luego era llevado a una celda especial de castigo donde pasaba una semana sólo con agua. En una ocasión, al ser liberado de la celda de castigo, el director de la prisión ordenó que fuera llevado de nuevo a su oficina y me dijo: "¿Qué pasa con usted, Popov? ¿Usted disfruta de la celda de castigo? Esta es la decimosexta vez que ha ido a parar allí". Yo le contesté: "Usted nunca puede impedir que un pájaro cante o un pez nade. Es lo natural. Yo soy pastor. Toda mi vida consiste en llevar hombres a Dios. Y sea lo que sea que ustedes me hagan, no puedo dejar de hacer aquello que Dios me ha señalado. Ustedes me han sacado del púlpito y me han puesto aquí y aquí debo cumplir mi tarea".

Tan pronto cómo acabé de decir aquello, rugió: "¡Lleve de nuevo a la celda de castigo a este preso!".

Seguí utilizando todas las oportunidades para enseñar sobre Jesucristo a mis compañeros de cárcel. Los cumpleaños eran oportunidades maravillosas, porque podíamos cantar juntos y, bajo el disfraz de expresar buenos deseos, podía predicarles la Palabra de Dios. Esos cumpleaños eran oportunidades tan maravillosas para adorar juntos a Dios, que ¡a menudo cada prisionero tenía cuatro o cinco "cumpleaños" por año! Muchos se interesaron profundamente y entregaron sus vidas a Cristo. Otros se encontraron con Dios por su prisión. Yo no podía sino darles la Palabra de Dios y depender del Espíritu Santo para completar la obra.

PREDICANDO POR EL "TELEGRAFO DE LA PRISION"

En la cárcel, se había forjado un "teléfono de la prisión". Existe alguno en casi todas las prisiones, porque la comunicación con otros es muy importante. La forma en que los presos se comunicaban entre sí consistía en un código Morse elemental. Un golpecito en la pared representaba la letra "a". Dos eran la "b". Tres, la "c", y así en adelante a lo largo de todo el alfabeto. ¡Para decir algo con la letra "y" se tardaba una eternidad! Sí, pero funcionaba.

Un día escuché el llamado ya común: "Preso Popov, adelántese". Un informante había hablado de mis reuniones clandestinas de oración o de mis clases bíblicas de nuevo. A esta altura, ya era rutina. De allí a la oficina del director y luego a la celda de castigo por una semana o dos.

Las celdas de castigo eran una hilera de pequeñas celdas de confinamiento solitario. Aquella vez me llevaron a la celda 27 en medio del bloque.

Cuando quedé solo, tuve una idea. Si el "telégrafo de la prisión" podía ser usado para esparcir rumores y noticias, ¿por qué no podía usarse para esparcir el evangelio? Tomé mi copa de lata y comencé a golpear en, la pared y esperé. Con toda seguridad, en sólo pocos minutos vino un sonido de respuesta del otro lado.

“¿Cómo se llama?", pregunté con golpes.

"M-i-t-s-h-e-v", respondió.

"¿Por cuánto tiempo ha estado aquí?", volví a golpetear.

"Tres semanas", respondió. Pronto desarrollé una nueva "técnica" para el golpeteo. Si era descubierto por los guardias sería interrumpido, de modo que me ponía de pie en la celda como si estuviera descansando contra la pared con el recipiente en la mano. De esa manera yo podía mantener un ojo dirigido a la mirilla y detenerme inmediatamente si oía o veía que ésta se abría. Dije a Mitshev que escuchara porque tenía algo importante que decirle.

Golpeteó que escuchaba.

Le pregunté si era un cristiano, nacido espiritualmente.

"No", contestó.

"¿Ha oído usted que Cristo murió por sus pecados?".

"Sólo en la Iglesia Ortodoxa, cuando era niño", respondió.

"Escuche", golpeteé, "porque quiero decirle lo que Cristo hizo por usted.”

Entonces, durante los tres días siguientes, interrumpido sólo por las horas de sueño, "prediqué” a Mitshev un mensaje de amor de Dios y salvación en Cristo. Después que nos detuvimos una noche, él comenzó preguntando algo como: "Pero, pastor, ¿cómo pueden irse mis pecados? No lo entiendo". ¡Aquello era bueno! Mitshev estaba pensando.

Al cuarto día, Mitshev golpeteó en respuesta: "Estoy dispuesto ahora a creer en Jesús: ore por mí. Estoy listo para aceptar a Cristo". Le dije que se pusiera de rodillas, que yo haría lo mismo en mi celda y que oraríamos juntos. Unos minutos después, Mitshev volvió a golpear: "Agradezco de veras a Dios. Le he dado mi vida". Después de su conversión, edifiqué su fe durante tres días más, hasta que fui llevado a mi celda habitual. Todo eso fue logrado, golpeando con una taza de lata. Ni una palabra audible había sido pronunciada.

Nunca he visto a Mitshev, pero sé que él encontró a Cristo.

Después de eso, golpeteé el evangelio casi hasta el día de mi liberación y llegué a alegrarme de aquella celda de castigo por la oportunidad que me daba de testificar a los que estaban en las celdas próximas golpeando el evangelio. En los muchos años siguientes, alcancé a testificar y predicar el evangelio con mucha frecuencia, usando el "teléfono de la prisión", golpeando con un recipiente de lata en las paredes de la celda. Nunca fui descubierto, usando mi método de "espaldas en la pared, mirada en la mirilla".

Muchos hombres, a quienes no veré nunca, me dijeron a través del "telégrafo de la prisión" que habían obtenido nuevas fuerzas y fe en Dios. Por eso alabo al Señor.

Después del año nuevo de 1954, vinieron los meses más fríos del invierno. La temperatura cayó muy por debajo del cero y la nieve llegó a tener un metro de altura. Teníamos que trabajar como siempre. Paleábamos nieve todo el día, para ver luego cómo el nevazón cubría de nuevo los caminos. Una noche eran tan fría, que, aunque nos envolvimos en mantas y cueros, a muchos de nosotros se nos congelaron las manos, pies, narices y oídos.

A pesar de la fuerte correntada, el Danubio se congeló. Dos muchachos jóvenes trataron de escapar, aun cuando las pisadas eran visibles en la nieve. Fueron capturados, esposados y puestos en la celda de castigo. Las esposas tenían dientes de hierro del lado interior, que cortaban la carne al menor movimiento.

Aún era tremendamente frío y después de diez días, las manos y los pies de los dos muchachos estaban azules y a riesgo de congelarse. Los muchachos chillaron pidiendo ayuda y un médico fue llamado, pero toda ayuda fue inútil. Fueron llevados al hospital, donde el médico les amputó los dedos uno por uno. Incapaces de trabajar más, fueron transferidos a una prisión en tierra firme.

Un veterinario fue castigado al mismo tiempo que los muchachos. No tenía esposas, de modo que sólo sus pies se congelaron. El médico tuvo que amputárselos hasta los tobillos. Fue puesto en libertad dos meses después y pudo caminar con la ayuda de muletas.

A fin de marzo, la nieve se derritió y el hielo del Danubio comenzó a quebrarse. La parte baja de Persin se inundó y la barraca número dos se vio afectada por ello. El agua quedó sobre la isla por un largo tiempo y hubo que detener todo el trabajo. Fue una magnífica oportunidad para que los prisioneros descansaran y también una magnífica oportunidad para testificar de Cristo, sin la interrupción que producía el trabajo pesado.

Un día sentí un dolor repentino en mi cadera derecha, que el médico diagnosticó como ataque agudo de ciática. Me dijo que las articulaciones mismas estaban afectadas. Los dolores se hicieron más intolerables cada día. Me dieron novocaína y aspirina, pero nada parecía ayudarme. Lo sentía como un cuchillo que me cortaba la carne y los huesos. Durante julio, comenzó el calor del verano y el dolor de mi pierna se redujo por los baños de sol. Fui capaz de ir de aquí para allá con muletas.

Descansé hasta fines de agosto. Entonces fui llevado a un hospital, donde se me dio un tratamiento especial con una medicina que me mandaron desde Suecia, por intermedio de mi hermano. Gradualmente el dolor fue cediendo. Pude caminar con un bastón y sentía dolor sólo cuando me apoyaba en mi pierna enferma.

El 17 de octubre repentinamente me dejó el dolor de la ciática. Más tarde, Ruth me escribió que exactamente aquel día, ella se había despertado temprano. Era el aniversario de nuestro casamiento y, al orar, naturalmente sus pensamientos se dirigieron a mí y a mi enfermedad. Ruth no llora con facilidad, pero entonces lloró y sus fervientes oraciones fueron oídas, porque yo fui sanado el mismo día. La respuesta a la oración a veces viene más rápidamente de lo que nos atrevemos a imaginar.

A fines de noviembre, fui dado de alta en el hospital, pero aún no podía trabajar. El 26 de febrero de 1955, junto con otros cincuenta que estaban incapacitados, fuimos colocados en un vagón de carga en un tren que nos llevó a diferentes prisiones de Bulgaria.

La alegría de dejar Persin era casi tan abrumadora como cuando fui liberado tiempo después. Muchos eran los recuerdos que dejaba atrás en aquella isla, de tiempos malos y de tiempos buenos. Especialmente me emocionaba saber que dejaba atrás a muchos presos que habían encontrado a Cristo por mi ministerio.

Junto con los otros cincuenta veteranos incapacitados de Persin, recorrí las anchas calles de Belene hasta la estación, a unos cinco kilómetros. Aunque estábamos enfermos, nuestro ánimo estaba entusiasta. Pensábamos que cualquier cosa sería mejor que estar en Persin.

La prisión de Varna, adonde fui llevado, estaba a varios kilómetros fuera de la ciudad y rodeada de viñedos. A menudo se la llamaba "el monasterio", por su llamativo exterior de ladrillos rojos.

En Varna podía leerse un gran cartel que decía: "Las actuales cárceles de la República Popular de Bulgaria no son para castigo sino para reorientación". Yo ya había demostrado antes que no era un buen elemento para la tal reorientación.

Al superintendente de la prisión le llamaban Tchipaiev, que era el personaje de una película rusa. Hasta el día de hoy no sé su verdadero nombre. Alto y delgado, con la cara hinchada, era conocido y temido por su afición a torturar presos más bien que a "reorientarlos". Pocas veces le vimos sobrio. Más tarde supe que había muerto a raíz de una intoxicación alcohólica.

No había celdas en esta prisión y fuimos llevados a un gran dormitorio que previamente había sido amueblado con diez camas de cada lado con una mesa de madera en el medio. Las camas habían sido reemplazadas por bancos de madera y así permitían ubicar a veinticinco presos, pero éramos entre cuarenta o cincuenta. La mesa fue retirada y algunos habían tenido que preparar sus camas en el suelo.

¡Nunca me olvidaré de cómo me sentí al lavarme la suciedad de Persin! Era como una serpiente que se cambia la piel. ¡Tomar una ducha, lavarme las manos antes de comer, dormir en una tarima y no en el suelo de cemento, aquello era maravilloso! ¡Pero tan temporario, como sabría pronto!

No se nos dio trabajo, de modo que tuve tiempo de leer mi Nuevo Testamento más que de costumbre y memoricé grandes trozos, consciente de que no podría esconderlo permanentemente. Estaba en una desesperada carrera para memorizar cuantos capítulos fuera posible antes del inevitable descubrimiento y confiscación. Una innovación desagradable en Varna fueron las frecuentes conferencias propagandísticas. Casi cada día, un miembro de la Sociedad Cultural nos hablaba sobre la rehabilitación por un par de horas. Los presos odiábamos aquello. Había temas tan "excitantes" como "Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética" o la "Historia del Partido Comunista Búlgaro".

Se nos dieron diarios comunistas, partes de los cuales estaban marcados para que los leyéramos. Yo leía todo menos esas partes. Se nos obligaba a leer editoriales, artículos sobre agricultura o la construcción de fábricas o sea sobre cualquier cosa que promoviera el comunismo y sus metas.

Una vez leímos que una delegación de comunistas búlgaros había visitado la China. Se informaba que habían alabado grandemente la victoriosa campaña de los comunistas en China. Entre otras cosas, el articulo informaba sobre el cultivo del arroz allí. Parecía que los comunistas allí tenían tales granos de arroz que se podían recoger cincuenta kilos de arroz de cada metro cuadrado. Un amigo y yo calculamos que poniéndolo en una superficie de un metro cuadrado tendríamos una capa de quince centímetros de alto. Leí este descubrimiento a los hombres de la barraca y todos estallaron de risa excepto uno. Así fue como supimos quién era el informante "residente".

La comida mejoró y pudimos comprar ciertas cosas que queríamos en la cantina. Mi hermano Ladin, que había terminado sus cinco años de condena y ahora servía como pastor clandestino, a menudo traía paquetes de comida.

No me preocupaba de cuáles podían ser los motivos de los comunistas para darnos más comida. Simplemente sentía gratitud por la fuerza adicional para llevar adelante mi trabajo para el Señor en la cárcel.

Otra novedad significativa fue una semana de reuniones entre el Servicio Secreto y el Departamento de Bienestar de la Prisión. Los presos fueron llamados para nuevas audiencias, lo que generalmente era una prueba de que la libertad era inminente. Un primer grupo —los que fueron arrestados en conexión con la ruptura de Tito con Rusia— habían sido liberados en 1955. En mayo de 1956, otro grupo grande fue puesto en libertad, incluyendo a cuatrocientos presos de Belene y ochenta de Varna.

Entonces llegó la revolución húngara, que se transformó rápidamente en un baño de sangre. Los comunistas temían que pudiera esparcirse a Bulgaria y los demás países comunistas, de modo que las libertades terminaron, continuaron los arrestos y juicios y se reasumieron las antiguas prácticas de la prisión. El péndulo se movía de nuevo hacia atrás. De esa manera murió la corta vida de esperanza de mejores condiciones, como fruto de la sangre y la muerte de la revolución húngara. Las celdas volvieron a colmarse.

A fines de agosto, los presos políticos fueron gradualmente removidos de Varna. Yo estaba en el último grupo con otros ochenta y dos. En la estación, fuimos puestos en dos furgones. A la noche siguiente, salimos del tren en Stara Zagora y fuimos llevados en camión a la prisión de allí.

PIERDO MI NUEVO TESTAMENTO

En Stara Zagora, fuimos colocados en celdas individuales: seis en cada celda. Era muy molesto, porque a menudo había inspecciones sorpresivas en medio de la noche. Esto nos tomó en medio de las reuniones de estudio bíblico a altas horas de la noche. Los guardias usaban zapatos de fieltro y no pudimos oírlos. Poco después que llegamos, la puerta se abrió de repente y todos fuimos llevados al baño donde nos encerraron. Cuando volvimos, comprobamos que habían abierto todas nuestras valijas y apilado el contenido en el piso en el centro. Aun los colchones habían sido abiertos. Todo lo escrito o impreso había desaparecido, ¡incluyendo mi Nuevo Testamento!

Era una pérdida enorme, pero me sentía feliz de que para aquella época yo había memorizado cuarenta y siete capítulos de la Palabra de Dios. Estaban escondidos en mi corazón, de donde nadie podía sacármelos. Esos cuarenta y siete capítulos se transformaron en mi "Biblia".

Un día un sacerdote católico que estaba también encarcelado me dijo que había una vieja Biblia en la biblioteca. ¡Era increíble! ¡Una Biblia en una biblioteca comunista! Evidentemente los carceleros no tenían idea de lo que era. Me apresuré a ir a la biblioteca en la primera oportunidad, tratando de no dar la impresión de estar muy excitado al llevarla a mi celda. La conservé por varias semanas. Todos mis compañeros de celda comenzaron a leerla; luego, pasó a presos de las celdas contiguas y pronto a todo el mundo en el pabellón. ¡Esos hombres "devoraban" las Escrituras! En libertad, muchos se habrían negado a leer la Palabra de Dios. Ahora leían con avidez sus palabras de bendición. La Biblia circuló durante semanas. En ese tiempo pasó por incontable cantidad de manos.

Por supuesto, al final la noticia llegó al director de la prisión que explotó de furia. Por supuesto, yo era el "criminal religioso" de Stara Zagora, de modo que fui mandado a buscar. Aullaba: "¿De dónde sacó esa Biblia, Popov? ¿Cómo la contrabandeó en la cárcel?".

"Pero", repuse, "yo no la contrabandeé. Siempre estuvo en la Biblioteca".

Se quedó mudo. No podía creerlo. Le mostré el sello de la prisión en el interior de la tapa. ¡Pensé que iba a tener un ataque cardíaco! Me ordenó salir. Al hacerlo, no pude contener una ironía y dije: "Gracias por el uso de su Biblia, camarada".

CLASES DE BIBLIA EN EL PATIO

Para mí era un constante desafío encontrar nuevas oportunidades para ministrar al continuo cambio de presos. Venían nuevos y los más antiguos eran llevados a otras prisiones o liberados. En el gran total, tuve la oportunidad en un momento u otro, de ministrar a miles de hombres de una forma u otra, directamente o golpeteando en las paredes de la prisión.

Citaré sólo un ejemplo de cómo podía usar casi cualquier pretexto para predicar el evangelio.

Stara Zagora estaba llena de presos jóvenes. Una nueva ola de arrestos había llenado la prisión hasta colmarla. Cuando llegué allí y vi todos los rostros nuevos y jóvenes, dije: "Gracias, Señor, por la nueva congregación que me has mandado". Por supuesto, yo deseaba que nunca hubieran sido arrestados, pero ya que estaban allí, me alegraba de haber sido colocado entre ellos.

A diferencia de la mayoría de los pastores, yo no cambiaba de "iglesia" por el voto de la congregación, sino por la orden de un comandante de la prisión. Durante todos los trece años, parecía que cuando yo había hecho todo lo posible en una prisión, el comandante me obligaba con una orden que fuera a otra prisión para encontrar una nueva congregación.

Otra diferencia era que mi congregación no podía levantarse y salir. Era un auditorio "cautivado". Vi algo de ironía en esa situación y lo compartí con los demás. Se rieron conmigo y dijeron: "Así está bien, pastor, ¡siempre que usted no levante una ofrenda!".

La risa es algo vital para los presos y yo hacía todo lo posible para mantener un sentido del humor y perspectiva. El primer signo de que un hombre está desbarrancándose a la locura es cuando deja de reír. Cuando esto ocurría, todos los demás presos, que se consideraban como hermanos, invertían mucho tiempo tratando de volver al hombre a la normalidad. Sin el humor de la prisión, todos nos hubiéramos vuelto locos.

De esta manera, encontré en Stara Zagora una nueva congregación de jóvenes recién arrestados.

Oré toda la noche: "Dios, ayúdame a alcanzar a estos hombres. Muéstrame cómo". Como estábamos bajo vigilancia, yo tenía que encontrar alguna manera de enseñarles secretamente la palabra de Dios.

Y entonces el Señor me dio la respuesta. Desde que estudié en la escuela bíblica en Inglaterra, he hablado un inglés bastante aceptable. De modo que fui al comandante y le pedí permiso para enseñar inglés a los demás.

El repuso: "Popov, ¿qué pretende usted ahora? Lo conozco. Usted tiene interés únicamente en desviar a estos hombres hacia su estúpida religión. ¡Parece que usted no ha aprendido que sus días de pastor han acabado... para bien! "¡Ahora salga de aquí!", gritó.

Entonces me vino otra idea. Teníamos todos los días un período de noventa minutos en el patio, ¿por qué no usarlo?

De modo que yo pasé el anuncio a todos los prisioneros de que todos los que querían aprender o mejorar su inglés podían encontrarme en el rincón del patio de ejercicios al día siguiente. No podía esperar que llegara la hora. Cuando así fue, me encontré rodeado por unos treinta presos, que hablaban algo de inglés. Tenían interés en mejorarlo. Durante varias semanas les enseñé bastante inglés como para entenderme con claridad. Entonces comencé la "parte dos" de mi plan.

Comencé a hablar enteramente en inglés sobre la Biblia y la Palabra de Dios. Los carceleros no podían entender inglés. De manera que se acercaban a escuchar, se encogían de hombros y seguían su camino. ¡Si hubieran sabido por qué me sonreía! Tuve libertad para predicar y enseñar en inglés el evangelio a aquellos jóvenes. Su hambre de aprender inglés los traía a mí todos los días hasta que la Palabra de Dios empezó a echar raíces. Más tarde supe que el comandante de la prisión preguntó a los guardias en qué andaba yo y ellos contestaron: "Po-pov está allí afuera enseñando inglés". El comandante también se encogió de hombros y dijo: "Si así es como quiere arruinar su tiempo de ejercicios, a mí no me importa".

Las clases bíblicas en el patio de ejercicios continuaron por varias semanas. Los hombres bebían la Palabra de Dios. No sólo habían aprendido inglés, sino también mucho sobre la Palabra de Dios y ésta comenzó a dar fruto.

Un cambio significativo comenzó a ocurrir en la vida de algunos de ellos. Algunos dejaron de fumar, aunque habían jurado que nunca lo harían.

Uno de ellos, que no podía abrir la boca sin blasfemar, me preguntó un día después de la clase bíblica: "Pastor Popov, ¿qué me ha pasado que no blasfemo más?".

Varios vinieron a mí y me dijeron que querían ser cristianos. El cambio en sus vidas era notable y fue captado por todos los demás.

Comenzaron a hablar por lo bajo a otros y así se fue pasando de celda en celda la Palabra de Dios. Se sentaban de noche en la celda para hablar de la Biblia y de Dios.

Dios fue el tema principal en las celdas en las altas horas de la noche. Un cálido espíritu de fraternidad y amor pasaba de celda en celda.

Los "graduados" de mi clase bíblica empezaron a enseñar clases ellos mismos en sus celdas por las noches.

No exagero al decir que la influencia de esas clases bíblicas alcanzó a cada pabellón en Stara Zagora. Yo mismo estaba sorprendido. Allí aprendí una lección: la Palabra de Dios crece y se esparce más en condiciones de privación y sufrimiento. Por ello es que la cosecha espiritual que pude recoger fue abundante en las prisiones comunistas.

Mi corazón se alegraba cuando veía la influencia de la Palabra de Dios en los presos. Por supuesto, algunos no habían cambiado, pero sí lo fueron muchas vidas y la diferencia en esa cárcel era real y se notaba. Cuando se apagaban las luces de noche, casi podía oírse el murmullo de los hombres hablando de la Palabra de Dios y de lo que significaba esto o aquello de las Escrituras.

Aun aquellos que no creían fueron impresionados profundamente por el cambio en las vidas de varios de los hombres. Podían argüir contra la Biblia, pero no podían refutar el hecho de las vidas transformadas.

Finalmente, esto llegó a llamar la atención del director de la prisión y me hizo llamar: "Popov, sé que usted ha andado en algo. Varios hombres están orando en su celda y otros andan todo el día desparramando basura sobre Dios. Yo sé que usted anda tras ello de alguna manera. Pues bien, ¿qué es lo que pasa?", preguntó.

Respondí: "Señor, usted sabe que soy pastor. Si, como dicen los comunistas yo fuera un espía estaría enseñando espionaje a los demás, ¿no es verdad? Pero soy un pastor y sólo un pastor. De modo que les hablo de Dios. ¿Puedo evitar que los demás tengan deseos de hablar de Dios también? Ustedes me sacaron de mi púlpito, ustedes pueden sacarme mi Biblia, pueden tenerme en la cárcel todo lo que quieran, pero no pueden sacar de mi corazón el deseo de servir a mi Dios.

"No he hecho nada subversivo. No he hablado en contra de nadie ni del comunismo. Sólo he hablado de Dios. Mientras siga respirando, continuaré hablando sobre El. No me detendré sino cuando muera".

Llamó al guardia y gritó: "¡Saquen a este hombre de aquí!".

Fui llevado a la celda de castigo y mantenido allí sólo con agua por un mes. Pero valía la pena. Ocupé aquel mes golpeteando a los dos hombres que estaban en las celdas a ambos lados de la mía.

Un día en Stara Zagora fui llamado ante un oficial de la policía secreta llamado Tanio. Era el mismo día en que De Gaulle llegó al poder en Francia. También estaba presente un hombre de la DS, alto, joven y delgado, en la oficina de Tanio y pronto éste me dejó con aquél.

El joven de la DS y yo hablamos por dos horas. A la luz de lo que dijo, comprendí que no sólo estaba enterado de todo lo que tenía que ver conmigo, sino también de los demás pastores y congregaciones. Quizá había sido creyente o tenía familiares creyentes. Sabía todo en cuanto a la vida de nuestras iglesias y estaba bien versado en historia eclesiástica.

Dijo que tendría mucho placer en ayudarme y que había venido para eso. Pero como había sido mandado por la policía secreta, no esperaba que saliera mucho de bueno de él.

Comenzamos a hablar de religión, aunque él era muy cauteloso cuando llegábamos a Dios. Era cordial y agradable y nos encontramos envueltos completamente en el tema.

Después que hubimos hablado de pastores y congregaciones, derivó la conversación hacia la política. La pregunta más importante del día para los comunistas era si los franceses elegirían a De Gaulle como presidente. Los diarios comunistas decían que tal elección sería un grave error. Yo no sabía nada del asunto, pero decidí que, si los comunistas estaban en contra, yo debía estar en favor.

No tenía idea de por qué, pero el joven me preguntó: "Popov, ¿usted cree que De Gaulle llegará al poder?".

"No sólo creo que lo hará, sino que considero que ya lo ha hecho", fue mi respuesta.

Estuvo a punto de golpearme. ¡Era como si el ascenso de De Gaulle al gobierno dependiera de mis respuestas! "¿Es Dios que se lo ha revelado?", preguntó. Contesté que el tema no tenía nada que ver con Dios.

"¿Entonces usted es realmente un espía con conecciones en Francia también?", dijo.

"No", contesté y no pude evitar una sonrisa. "Fue en los artículos de su propio diario, que ustedes me obligaron a leer, que me lo hicieron comprender", dije.

Me preguntó por cuánto tiempo había estado en la prisión. Dije que diez años y que me quedaba sólo un poco más de tiempo.

"¿Qué entiende por «un poco más»?".

"Cuatro años".

"¿Y usted cree que eso es poco?".

"Es poco después de haber estado diez años".

"¿Ha sido acortada su sentencia?".

"No, para nada, que yo sepa".

De hecho, mi período de condena había sido acortado en un año. La norma era que, si uno trabajaba dos días, la condena se acortaba en un día. Pero el joven quería referirse a una reducción por indulto.

Luego me miró con simpatía y me dijo: "Trataremos de acortar su condena".

La campana de alarma interior sonó enseguida. Hacía ya mucho que había aprendido dos cosas: tener cuidado cuando la DS ofrecía algo y tener cuidado cuando le trataban a uno de "camarada".

Me explicó que todo lo que tenía que hacer era entrar en la Sociedad Cultural, dar conferencias y cumplir lo que me dijeran.

Contesté que nunca podría hacer eso. "Ya he cumplido diez años de condena. No comprometeré mi posición de cristiano. ¿Hacerlo ahora cuando sólo me queda poco tiempo? ¡No lo haría jamás!".

Trató de persuadirme, pero insistí en que nada alteraría mi decisión. Dio vueltas y más vueltas. Finalmente, exasperado, expresó que lamentaba que no pudiera ayudarme. Cuando volví a mi celda, conté a mis compañeros mi conversación. Entonces ellos me dijeron que exactamente a las cuatro —cuando yo estaba hablando con el hombre de la DS— se había anunciado por la radio oficial que De Gaulle había alcanzado la cumbre del poder en Francia.

Los efectos de la revolución húngara comenzaron a desgastarse y gradualmente mejoraron las condiciones en la prisión. El péndulo volvió a oscilar. El número de hombres por celda fue reducido a cinco y en 1958 bajó a cuatro. Para mí era un lujo estar con cuatro hombres, en una celda para uno.

Hacia junio de 1959, había perdido toda evidencia de dolores de ciática y me ofrecí para trabajar en una cantera a algunos kilómetros de la prisión. Eso me permitía encontrar a otro grupo de presos. Siempre estaba tratando de andar entre los presos dejando tras de mí un testimonio de Cristo.

Fuimos en camión a la cantera, llevando ropas y otros elementos indispensables, ya que íbamos a trabajar y dormir allí. Toda la cantera estaba rodeada por alambradas, pero las barracas eran inmaculadas, la comida era abundante y bien cocida y había árboles frutales en la quinta.

El trabajo era pesado. Algunos hombres hacían agujeros en la roca y la dinamitaban, otros hacían trozos con las grandes piedras y las cargaban en los vagones que las llevaban a una máquina que las partía en piedras del tamaño deseado.

Como yo estaba muy débil, comprobé que el trabajo en la cantera era demasiado pesado. Usábamos martillos de diez kilos para romper las rocas mayores. Para mí era difícil aun levantar el martillo y mucho más romper las rocas. Me dolía todo el cuerpo, pero tuve oportunidades magníficas de trabajar para Cristo. Comencé una clase bíblica bien bajo sus narices y nunca lo descubrieron. Aun el omnipresente informante dejó de hacerlo saber. La única conclusión posible era que él también se gozaba de las clases.

El 1° de marzo de 1961, varios otros prisioneros y yo fuimos enviados de nuevo a la infame prisión de Persin. Llegamos el sábado y tuvimos que esperar en la fría y sucia sala de recepción hasta el lunes. La comida que nos dieron en Stara Zagora había sido consumida durante el viaje, de modo que pasamos hambre hasta el lunes.

Antes de ser asignados al trabajo, fuimos interrogados una vez más por la policía secreta. Cuando yo dije que era un pastor evangélico, uno de la policía secreta dijo que los rusos habían puesto a Yuri Gagarin en órbita entre la tierra y los planetas y que no había encontrado a Dios en ninguna parte. Todos los demás presos me miraron esperando mi respuesta. Yo dije: "El tipo de Dios que Gagarin buscó con sus ojos no existe".

El oficial respondió de inmediato: "Maravilloso, Popov. Me encanta oír que usted ya no cree en Dios. Quizá después de todo la prisión le ha hecho mucho bien".

Yo le repuse: "Usted está errado. Creo que hay un Dios. No creo en el Dios que ustedes están buscando, pero sí creo en Aquel que es espíritu y verdad y que nunca podrá ser descubierto con cohetes".

Aquello le enfureció y ordenó que me sacaran fuera. Cuando salí vi a los demás presos sonriendo discretamente.

Junto con un grupo, fui destinado a la barraca número dos de Persin. Apenas reconocí la isla. Estaba toda cubierta con árboles recién plantados. Se habían construido buenos caminos al terraplén y había un hermoso edificio de cuatro plantas para la administración. Pasamos las zonas de las primeras barracas. En vez de las viejas chozas, había cuarteles de buen aspecto para los presos construidos en partes elevadas.

Pero descubrí que todo ello estaba reservado para los presos por delitos comunes. Los presos políticos o religiosos no tenían tal suerte.

En la barraca número dos encontré el edificio antiguo y familiar. También había edificios modernos de tres pisos donde vivían los soldados. Evidentemente planeaban usar a Persin como prisión por mucho tiempo más. El trabajo era muy variado y muy duro, pero como necesitaban nuestra mano de obra, nos daban una buena comida por día. Encontré de nuevo a algunos de los viejos amigos en Persin y me dijeron: "Pastor, estamos muy contentos de volver a verlo. Lamentamos mucho que usted siga preso, pero, si tiene que estarlo, estamos contentos de que esté con nosotros".

Comencé clases bíblicas con la Biblia que consistía en los cuarenta y siete capítulos que había memorizado. El trabajo era extremadamente duro, pero tarde a la noche, aunque exhausto, yo dirigía la clase. Varios hombres nuevos se unieron a nuestro círculo y éste creció. Inclusive tuvimos a un guardia simpatizante que nos servía de vigilante cuando realizábamos las clases. Si otro guardia se acercaba, nos hacía una señal de advertencia y nosotros pasábamos a una conversación "normal".

Mi principal meta era ahora la de preparar a otros presos para dirigir clases por sí mismos.

Durante los años había dejado clases bíblicas en cada prisión y varias en Stara Zagora. Para entonces ya había estado preso por casi trece años y mi corazón sufría de nostalgia por mi familia. Sentía entonces que mi trabajo de la prisión estaba terminando. Como mi condena se redujo de quince a trece años y dos meses por el trabajo forzado mi período estaba casi completo. Para darles una idea de lo largo que son trece años, puedo decir que cuando fui secuestrado de casa, mi hija Rhoda era una chiquilla de nueve años. Ahora era una mujer casada y tenía una hija ella misma. (Se había casado en Suecia con un agradable médico interno cristiano).

Mi vida tenía un enorme orificio extraído de ella. Yo podría haber sido liberado muchas veces si hubiera aceptado ser un pastor títere. Muchas veces se me ofreció la oportunidad por parte de la DS si yo estaba dispuesto a "adaptarme" y ayudar en la destrucción del cristianismo en Bulgaria. Se habló inclusive de que yo sería puesto a la cabeza de una denominación religiosa con una hermosa oficina y un buen sueldo. Tendría que haber sido el espía de mis miembros, de los pastores que a su vez me espiarían a mí. En una oportunidad, había sido golpeado y hecho sufrir hambre hasta perder el sentido y transformado en un grabador humano en las manos de la DS, pero aquello sólo aumentó mi resolución de que moriría antes de rendirme o comprometerme voluntariamente.

LOS FRUTOS DEL ENCARCELAMIENTO

Llegué al final de mi encarcelamiento de trece años con mi fe intacta y más fuerte que nunca, con el respeto de mí mismo firme, porque nunca había buscado el camino más fácil. Y tenía la alegría más enorme posible, la de saber que en cada prisión y en cada pabellón que había estado, había dejado detrás de mí hombres que conocían a Cristo porque yo había estado allí. Sabía que donde yo había estado, se estaban realizando clases bíblicas y que los frutos de mi ministerio permanecían. En incontables paredes de celdas, las Escrituras que había arañado en ellas quedaban para traer esperanza y consuelo a los presos que vinieran detrás de mí.

Sabía que hombres sobre quienes nunca había puesto mis ojos estaban sirviendo a Cristo porque yo tuve la oportunidad de "golpetearles" el evangelio. No quiero colocarme el rótulo de héroe o mártir, pero al acercarse mi liberación y mirar hacia atrás podía decir con honestidad y verdad que habían valido la pena aquellos trece años de tortura, palizas, hambre, sufrimientos y separación de los seres amados para poder ser "pastor" a los miles de presos de los comunistas que habían cruzado en mi camino.

Los presos estaban tan felices de mi liberación como yo mismo. En la tarde del 24 de setiembre, esperé durante el pase de lista que se me indicaría que tomara mis cosas, pero no ocurrió. La puerta de la celda volvió a cerrarse detrás de mí. Después de media hora, la llave dio vuelta en la cerradura y entró el guardia.

"Haralan Popov", dijo, "empaque sus cosas. Mañana estará libre".

Todos en la celda saltaron y vivaron. Yo no tenía mucho que empacar. Dividí mis ropas de prisión entre los presos más pobres. No tenía más que mis prendas. Aquella noche no dormí, no pude pegar los ojos; me limité a esperar que rayara el día.

Cuando se abrió la puerta a la mañana siguiente, me despedí de mis amigos. A varios de ellos los había guiado a Cristo. Se reunieron a mi alrededor y uno de ellos me dijo: "Pastor, nunca le olvidaremos. Gracias por lo que usted nos ha dado en la prisión. A causa de usted, hemos encontrado a Dios aquí". Apenas podía contener mis lágrimas.

El guardia me llevó hasta la puerta de la prisión y pronto un coche de dos caballos llegó y me llevó a la libertad. Eran las ocho cuando llegamos a la sede central. Hicieron un minucioso registro de mis ropas y mi valija y entonces se me extendieron los papeles que servirían como tarjeta de identificación hasta que pudiera obtener una normal. Salí al patio. No había nadie excepto el guardia de la puerta. Fui hasta él y le pregunté qué era lo que tenía que hacer entonces. Le pregunté: "¿Puedo salir?".

"Sí, usted ha sido purificado; puede irse", dijo riendo.

Pasé frente a él como en un sueño, valija en mano. Fuera de los portones no había un alma a la vista. Después de trece años, un lapso en el que mi niñita se había transformado en esposa y madre, yo estaba fuera de los barrotes de la prisión. No estaba realmente libre, porque era aún un ex presidiario y un pastor evangélico sin licencia en un país comunista, pero por lo menos, las paredes de la prisión habían quedado atrás para mí.

Las miré desde afuera y pensé en las solitarias noches de tortura, en las palizas que había sufrido. Pensé en el hambre y en los nueve meses de confinamiento en el pozo sin aire.

Recordé el Niágara de horrores que fluían y el río de sufrimientos sin dique. Pero también recordé a los que habían encontrado a Dios.

Mientras estaba mirando las paredes de la prisión, pensé: "Sí, poder dejar atrás hombres que han conocido y sirven a Cristo, hizo que todo valiera la pena", y realmente era así. Puedo decir honestamente delante de Dios que valía la pena.

Apenas podía comprender que estaba terminando un período como pastor de hombres en prisiones comunistas y que pronto sería pastor clandestino para aquellos cuyas iglesias habían sido cerradas.

Tomé con fuerza mi valija y empecé a caminar hacia la calle principal de la ciudad. Cuando llegué a la estación, eran las nueve de la mañana y el tren había salido a las ocho. El tren siguiente no salía hasta la noche.

No podía pensar en quedar en Belene, tan cerca de la prisión, todo el día, de manera que me puse a caminar hasta la estación siguiente del ferrocarril.

Llegué allí, cansado y cubierto de polvo, cerca de mediodía, después de tres horas de caminar, encontré que había un tren que salía media hora después y que pasaba por mi pueblo natal. Era un viaje que me tomaría sólo un día, pero un día que, si no hubiera sido porque la mano de Dios estuvo conmigo trece años, no hubiera podido pasar nunca.

Para mí era un viaje no menos milagroso que el de los hijos de Israel.

Cuando me senté en el tren, que carreteaba lentamente su camino por la pradera verde y plana de nuestra tierra, miré por la ventana y oré: "Dios, ayúdame a servirte tan fielmente en la libertad, como he tratado de hacerlo en la prisión. No permitas que las circunstancias más fáciles disminuyan mi consagración"

Prefería realmente ser fiel en prisión que permitir que la vida más fácil afuera, debilitaría mi fe. No necesitaba tener miedo alguno. Las cosas eran casi tan malas afuera.

Llegué a la estación de mi pueblo natal, Krasno Gradiste, a eso de las ocho de la noche y caminé unos ochocientos metros por el camino polvoriento hasta el fin de la aldea, hasta una casa pequeña de techo de tejas en el límite del pueblo, donde vivían mi tío y mi tía.

Golpeé en la puerta. Se abrió y mi tía me echó una mirada y gritó: "Haralan, ¿eres tú realmente?". Aquello no era sólo una exclamación de sorpresa. Era una pregunta en serio, porque la prisión había producido cambios tan visibles en mí, que a menudo no era reconocido por viejos amigos.

Había entrado a la prisión cuando era un joven pastor en la plenitud de la vida. Había salido con la salud quebrantada, encorvado y sólo una sombra del hombre que una vez fui.

Mis años de prisión habían llenado los años de la relativa juventud a la transformación en un hombre físicamente envejecido.

"¡Eres tú!", mi tía exclamó y mi tío vino corriendo desde la otra habitación para ver a qué se debía la conmoción. Me abrazó diciendo: "Haralan, jamás esperamos volver a verte en nuestra vida". Retrocedió y volvió a mirarme: "¿Qué te ha pasado?".

¡Entonces desperté a la idea del cuadro horrible que yo debía presentar! Hacía mucho que yo me había habituado a mi "nueva apariencia", pero mi tío aún pensaba en mí como yo era, catorce años antes, cuando me vio por última vez. No pudo disimular el desaliento en su rostro, por mucho que lo intentó.

¡Pobre tío! Hizo tanto por levantar mi ánimo, pero me bastaba echarle una mirada para descubrirle observándome con ojos tristes. Lo siguiente que supe fue que estaba diciendo: "Tío, no te preocupes por mí. Lo peor ha pasado. Dios ha estado conmigo y de muchas maneras ha valido la pena".

Mi tía miró a mi tío como dándole una reprimenda y dijo: "¡Mírate a ti mismo! ¡Ibas a alentar a Haralan y terminaste en el pantano y él teniendo que animarte a ti!". No pude evitar la risa.

Dos días después, se oyó un golpe en la puerta y en un momento apareció allí Ladin, mi hermano menor. Me abrazó y estrujó. Ladin es grande y fuerte, mucho más fuerte de lo que parece y yo era como un fósforo. "Ladin", le dije, "tranquilízate o terminarás lo que empezó la cárcel".

"Haralan", dijo, con lágrimas de alegría brillando en sus ojos, "¡qué bueno es verte!". A menudo tenía buenas razones para sus dudas. Después de sus propios cinco años de cárcel, me llevó comida a la prisión cuando le fue permitido y me veía. Cada vez que las autoridades permitían que se llevara alimento, allí estaba Ladin. "Buen viejo Ladin", dije, "me has acompañado todo el camino. Después de la fidelidad del Señor, tu ayuda me permitió aguantarlo".

En medio de la neblina, Ladin y yo salimos para una caminata bajando la callejuela arbolada de la aldea. Nos dio una oportunidad para hablar. Nos detuvimos en un parque vacío en medio del pueblo y nos sentamos en un banco sencillo, sin pintura. Ladin me contó cómo, después de sus cinco años de cárcel, se le había impedido volver al púlpito por el resto de su vida. Me explicó cómo había estado ministrando como "pastor clandestino" y cómo había sido arrestado muchas veces y golpeado por su trabajo después de haber sido liberado de la prisión. Yo mismo había llevado a Ladin a Cristo cuando estaba a la vera del suicidio muchos años antes. Ahora, al oír de su tortura y su sufrimiento, me sentía llevado a preguntarle: "Ladin, en esos años de cárcel, ¿nunca me tuviste resentimiento por llevarte al Señor, ya que eso te ha acarreado tanta tortura?".

"No", respondió, "nunca. ¡Ni por un momento!". Y por el firme tono de su voz, supe que realmente lo sentía.

De lo que Ladin me contó mientras estuvimos sentados allí, deduje que durante aquellos mis trece años en prisión, el país entero se había transformado en una vasta "prisión" y de que yo había pasado de una prisión más chica a una más grande.

"Haralan", dijo Ladin tranquilamente, "las cosas son muy, pero muy malas para los creyentes. Ha habido un gran cambio en Bulgaria. Muchas iglesias del interior han sido cerradas y las iglesias de la ciudad están controladas por los comunistas, con sus propios hombres en los púlpitos y la policía secreta en todas las reuniones. Pero hay un gran cuerpo de creyentes que no han doblado sus rodillas a Baal y nunca habremos de abandonar la lucha. Nos estamos reuniendo en granjas, casas y en cualquier lugar que podamos".

"Ladin", repuse, "se parece mucho a lo que hice en la prisión en estos trece años. Creo que ahora voy a tener mucha oportunidad de poner en práctica lo aprendido".

Nos quedamos sentados en silencio en el banco del parque, cada uno sumido en sus propios pensamientos, observando a las ardillas que jugaban en el pasto aunque el viento del atardecer se estaba poniendo frío. Poco nos dijimos al rehacer nuestro camino a la casa del tío, cada cual replanteando hondamente sus propios pensamientos.

Al rehacer el camino, el viento de la noche se había tornado muy frío. Estaba levantándose una tormenta en el norte y aquello parecía un ominoso anuncio de las cosas que habrían de venir.

* * *

Pero la mano de Dios estaba sobre nosotros. Él había estado conmigo en condiciones que desafían a la imaginación y El seguiría conmigo.

El primer "milagro" después de mi liberación fue cuando me dieron un "permiso de residente" en Sofía, nuestra capital, y recibí permiso policial para ir allí y tramitar mi tarjeta de identidad.

No sé cómo la conseguí. Tener un "permiso de residencia" para vivir en Sofía hoy significa lo que significó la ciudadanía romana para Pablo. Sofía era el centro de todo y muchos búlgaros hubieran dado mucho dinero para conseguir tal permiso, pero no podían lograrlo. Porque en Bulgaria, Rusia y otros países comunistas, el gobierno trata de controlar cada movimiento de la gente.

Se debe tener un "pasaporte interno", aun para trasladarse dentro del país. Uno no elige a gusto dónde ha de vivir. Se vive donde dicen los comunistas y se viaja a donde ellos dicen.

De modo que ni una vez en un millón podría yo haber conseguido un permiso de residencia en Sofía. Pero Dios lo preparó, usando a los oficiales comunistas para que lo hicieran. Él tenía aún un plan para mi vida.

Me dije: "Gracias, Señor; sé que Tú tienes trabajo para mí en Sofía" y seguí mi camino allá confiando en encontrar un lugarcito donde vivir.

Pero yo era a la vez un ex presidiario y un pastor evangélico "no inscripto". Ser sólo una de esas dos cosas era bastante para llevar la "marca de Caín" por el resto de la vida. ¡Y yo tenía ambas cosas! Tan pronto como las autoridades que otorgaban alojamiento vieron por mis papeles quién era yo, fui despedido.

Busqué por todas partes por cuenta propia, pero no podía encontrar un lugar donde vivir, ni siquiera una piecita y mucho menos un departamento. Algunos antiguos miembros de mi iglesia se arriesgaron a grandes problemas, invitándome a vivir con ellos por un tiempo. Pero yo no quería causarles problemas y seguí buscando y orando: "Dios, aun las aves tienen su nido. Sé que Tú tienes un lugar para mí en alguna parte".

Y Él me lo dio. Pronto encontré una media buhardilla abandonada y vacía, que era usada para almacenar baúles y valijas. Era pequeña, polvorienta y llena de telarañas. La lluvia goteaba a través del techo. No tenía calefacción ni agua corriente y era tan pequeña que sólo había lugar para una camita, un escritorio minúsculo y una silla. Los cristianos que la veían se sorprendían de que yo fuera capaz de vivir en tal rinconcito, pero me sentía feliz en él. Dije a uno de mis antiguos miembros: "En la prisión viví por años en un espacio tan chico como éste junto con otros siete u ocho".

Pude colegir por su expresión dubitativa, de que le resultaba difícil creerme. Así era de chico aquello.

Para llegar a mi media buhardilla, tenía que subir cinco escaleras hasta lo alto del edificio, luego trepar por una escalerilla de madera hasta un agujero del techo y lanzarme dentro de la buhardilla. ¡Buen trabajo costaba conseguir aunque sea un rinconcito donde dormir!

Cuando llovía, la lluvia goteaba por los agujeros del techo y como mi pequeña cama cubría por sí misma la mayor parte de la piecita, el agua caía principalmente sobre aquella. El vidrio de una ventanilla se había roto de manera que entraba mucho frío. Pero cuando lo tapé con papel, me quedé sin luz, por lo que lo dejé roto y pasé los días invernales arrebujado con mantas. Pero la pieza era un don del Señor y le agradecí por ella.

La primera noche que pasé en mi fría buhardilla fue tormentosa y la lluvia se derramó sobre mi cama. Me quedé envuelto en las frazadas que me habían dado los creyentes, pensando en Ruth, en Rhoda, en Paul que estaban en Suecia y en lo que estarían haciendo aquella noche. Me pregunté si volvería a verlos. Finalmente caí en un sueño incierto y perturbado.

SORPRENDIENDO A LA VIEJA "BABBA" MARIA

Tenía un solo consuelo en mi "hogar" de la buhardilla. Era la babba María. "Babba" es nuestra palabra afectuosa en búlgaro por "abuela" y "Babba" María era una dama cristiana de setenta y dos años, muy arrugada, pero vital y enérgica, que vivía en un piso más abajo. Llegó a ser como una gallina que me cuidada como a un pollito.

Babba María era una mujer notable y una de las personas más difíciles de olvidar que he encontrado. Era una de esas mujeres a quienes no se puede detener cuando se hacen cargo de algo, quien realmente parecía creer que el Padre celestial era el dueño de todo lo que se veía y mucho más.

Había sido una obrera cristiana desde su juventud y tenía una fe incontenible, contagiosa, abundante, que animaba a cualquiera a su alrededor. ¡Qué gigante espiritual y qué pilar de fortaleza era Babba María! No había nada que pareciera aplastarla. Cuando las cosas parecían más negras, se podía contar con la Babba María para sonreír y decir: "Y bueno, ¿quién está en el Trono? ¿Dios o el diablo?". Y el ánimo de todos se elevaba. Era una mujer que caminaba muy cerca del Señor y que tenía una fe incontestable. Nadie que la haya conocido podrá olvidarla, especialmente los comunistas que una o dos veces intentaron interrumpir una de sus reuniones de oración.

"Un momento, jovencito", sermoneó con firmeza a un joven policía cierta vez, "Dios me dijo que orara. Ahora bien, ¿a quién tengo que obedecer?, ¿a usted o a Dios?". El joven policía balbuceó algo y se fue. Nunca más la molestaron.

"Haralan", dijo ella un día, "usted saldrá de esa buhardilla ya mismo. ¡Vamos a empezar una reunión de oración y usted va a dirigirla!".

Nadie se atrevió a decir que no a Babba María, de modo que comencé reuniones de oración y clases bíblicas en su pequeño departamento. Cité las Escrituras de los cuarenta y siete capítulos que había memorizado y, en muchos sentidos, todo era similar a mi ministerio secreto en la prisión. Cuando yo hube terminado, Babba María dijo: "¡Gracias a Dios! No tenemos Biblias, pero Dios nos ha dado una "Biblia" viviente en la buhardilla".

Desde aquella noche nos reunimos, oramos y yo citaba las Escrituras. Era una fraternidad bendecida y agradable. No hay nada más dulce que la fraternidad de los verdaderos creyentes entre sí cuando están rodeados por la dificultad y el sufrimiento. Ahora entendía la fraternidad que tanto extrañaba el apóstol Pablo cuando escribió a los creyentes desde su prisión en Roma.

Poco después que comenzaron las reuniones recibí un gran don de Dios. Llegó la noticia de que Ruth había logrado unirse a un grupo de turistas suecos que vendrían a Bulgaria ¡y que pronto estaría en camino para verme! ¡Mi corazón saltaba de alegría por la noticia! La última vez que había visto a Ruth había sido en la prisión, once años atrás. Babba María estaba tan feliz como yo, y decía: "¡Mire Haralan! Yo le dije que todo era posible para Dios".

Al acercarse el día de la llegada de Ruth, yo estaba tan feliz como una criatura. No podía dormir de noche y me quedaba en mi cama, mientras la lluvia se deslizaba por las ranuras del techo pensando en la última vez que había visto a Ruth once años atrás. En aquellos once años, nunca me había permitido el lujo de pensar que volvería a verla a ella o a los chicos. Esperanzas así habían hecho enloquecer a muchos hombres. Pero Babba María siempre decía: "Dios todavía está en el Trono".

Finalmente llegó el gran día. Cinco horas antes de la que estaba señalada para la llegada del avión de Ruth, yo estaba en el aeropuerto, esperando ansiosamente. El aparato llegó con una hora y catorce minutos de retraso que fueron la hora y catorce minutos de retraso más largos que he pasado. ¡Parecían ciento catorce años! Finalmente llegó la máquina y encontré a Ruth en la puerta de la aduana. "¡Ruth!", grité, "¡aquí!".

"¡Haralan!", contestó. Pronto estuvimos ambos en los brazos del otro. ¡Once largos años sin esperanza de volver a verla y allí estaba ella misma! "Haralan" musitaba y luego balbuceaba algunas palabras. Yo me imaginaba que aún era todo un espectáculo.

Fuimos a lo de Babba María y ella preparó té para nosotros, mientras Ruth me contaba de Paul, de Rhoda y su marido. Mi corazón saltaba tanto que no me cabía en el pecho cuando oía de las buenas notas de Paul en el colegio y de cómo mi pequeña Rhoda se había casado con un buen médico creyente. Ruth me mostró las últimas fotos de mis hijos y yo reía y lloraba casi al mismo tiempo.

"Haralan", dijo Ruth, "ahora estoy con el grupo de turistas. Es la única manera en que podía entrar al país y debo volver pronto con ellos, pero tan pronto como Paul se reciba, tenga un empleo y pueda cuidarse por sí mismo, volveré aquí a estar contigo".

"Ruth, ésta no es vida para ti", repuse. "No sé qué es lo que el futuro tiene para mí, pero no quiero verte viviendo en estas condiciones. Es mejor que te quedes en Suecia. Mi futuro es muy incierto".

"Haralan, tú eres mi marido", contestó ella con lágrimas, "y quiero estar contigo en cualquier parte que estés. No me importa cómo sea ni cuáles son las condiciones".

También llegó rápidamente el día del regreso de Ruth a Suecia y yo fui con ella en el triste viaje al aeropuerto. Lloramos al despedirnos, sin saber si volveríamos a vernos. Ella voló a Suecia y yo volví solo a mi buhardilla, profundamente triste, con el corazón quebrantado.

"Dios, dame fuerzas", oré al echarme en la cama. "He tratado de hacer sólo tu voluntad toda mi vida. No me fallaste en la prisión. Ahora dame fuerzas".

En lo profundo de mi desesperación cuando clamaba a Dios desde el corazón, sentí su presencia llenando mi habitación tal como la había sentido por trece años en las celdas de las prisiones. "Señor,", oré, "mi vida está aquí con mi gente". Entonces caí en profundo sueño.

LOS ESPIAS DE LA IGLESIA ESPIANDO A LOS ESPIAS

Con la excitación de la visita de Ruth ya pasada, me lancé fervientemente a las reuniones secretas de oración y a los grupos de estudio bíblico. Gradualmente la enormidad de la tragedia que había caído sobre nuestras iglesias en mis trece arios de ausencia me fue golpeando con toda su fuerza. Todo lo que Ladin me había contado era verdad... y mucho más aún.

Mi corazón se quebrantó al ver lo que había ocurrido. ¡Iglesias que tenían doscientos o trescientos miembros ahora tenían quince o dieciséis! Donde antes la iglesia tenía cuatro, cinco o más reuniones por semana, ahora había una sola. Los pastores que se negaran a "cooperar" en la estrangulación de la iglesia desde dentro fueron removidos y pastores "cooperadores" fueron puestos en su lugar.

Las escuelas dominicales fueron prohibidas y los espías de la DS estaban en todas las reuniones. Querían saber quiénes estaban, qué se decía, quién oraba con tanto fervor, si había algún intento de hacer "proselitismo" para ganar nuevos convertidos.

Sin embargo, no necesitaban preocuparse porque los "nuevos pastores" que habían instalado eran más que celosos para poner en práctica las leyes religiosas.

Un aparato policial de contralor total había alcanzado con tentáculos como de un pulpo a todas las iglesias en un mortal abrazo.

Para estar seguros del contralor total de todo lo que se decía y hacía en las iglesias, la DS tenía espías en cada reunión para espiar a sus propios "nuevos pastores" recién nombrados. Eran espías espiando espías. Sin embargo, muchos verdaderos cristianos permanecían en esas iglesias para mantener vivo algo del testimonio. Entre esos cristianos, corría una broma de que los espías de la DS eran los miembros más fieles de la iglesia. ¡No faltaban a una sola reunión.

El espía de la DS que había en cada iglesia trataba de mantener en secreto su identidad, pero los verdaderos creyentes pronto los descubrían. Los creyentes se hacían entre sí dos preguntas: quién estaba en casi todas las reuniones y quién parecía prestar más profunda atención a cada palabra vacía, sin valor que era dicha por los pastores instalados por los comunistas. Cualquiera que cumpliera con esa descripción normalmente resultaba ser el espía de la DS.

En una iglesia, los creyentes decidieron que el hombre de la DS necesitaba el verdadero evangelio. Comenzaron a detenerle en la puerta de la iglesia, discutiendo lo maravilloso que había sido el sermón, mejorándolo considerablemente al repetirlo. El espía se veía obligado a demostrar mucho interés para mantener su máscara. Una reunión tras otra, lo encontraban y le hablaban de Dios hasta que se hartó de aquellos "fanáticos religiosos" y pidió una transferencia.

Pero, por supuesto, otro "nuevo convertido" se unió pronto a la iglesia y los creyentes supieron que era el reemplazante de la DS. Comenzaron también con él. ¡Aquellos cristianos irreprochables obligaron a un hombre de la DS tras otro a pedir su transferencia!

Pero las tácticas de desgaste de los comunistas comenzaron a dar su efecto. La técnica usada era muy simple. Tan pronto como el pastor hacía reducir el número de creyentes en la iglesia, las autoridades declaraban que no había "suficiente interés" y ordenaban la clausura de la iglesia y la entrega del edificio "para un uso más provechoso". Las iglesias del campo, los pueblos y aldeas recibieron los peores golpes, siendo clausuradas muchas de ellas. El uso de esta inteligente táctica de la DS nunca pareció exteriormente como una persecución. Las autoridades siempre podían jactarse de que "la iglesia estaba cerrada por falta de interés".

En cada una de las principales ciudades, quedaban abiertas una o dos iglesias, pero éstas eran pastoreadas por hombres aprobados por la DS. Allí eran llevados los extranjeros que veían la "libertad religiosa" en la práctica. Aun así, un remanente fiel permanecía en las iglesias oficiales, determinado a mantener su testimonio y lograr que las puertas de la iglesia quedaran abiertas, de modo que las autoridades no pudieran decir que no había interés.

Luego un nuevo golpe cayó sobre los creyentes que quedaban en las iglesias. Uno por uno, los jóvenes fueron citados a la sede local de la DS. Allí se les preguntaba: "¿Por qué no han atendido las insinuaciones y dejado la iglesia? Allí no es lugar para usted. Queremos que salga y si no aprovecha la insinuación, encontraremos la manera de hacernos entender mejor".

La mayor parte de nuestros jóvenes se negó a abandonar. Uno a uno, se les ordenó que volvieran a la oficina de la DS de noche, donde eran golpeados de una manera que no quedaran marcas visibles. Las palizas duraban hasta las cinco o seis de la mañana y luego los enviaban a sus casas, diciéndoles: "Si dice a alguno, aún a su esposa, lo que ha pasado aquí esta noche, lo hará al precio de su vida. ¡Vuelva aquí a las diez de la noche!".

Muchos de los mejores jóvenes de nuestras iglesias tuvieron que dejar a sus familias todas las noches después de la cena y presentarse para la paliza nocturna. Sufrieron en silencio, por Cristo, sin decir nada a nadie.

Estas palizas nocturnas secretas a cualquiera que parecía ser "celoso" de su fe en Cristo fueron la prueba normal de todas las noches para mucha de nuestra gente, tal como sigue ocurriendo hoy en Rusia, Bulgaria y muchas otras tierras comunistas. No ocurre "oficialmente", pero miles de hombres hoy están llevando silenciosamente esta carga por Cristo.

EN LA CLANDESTINIDAD CON DIOS

Enfrentados con el hecho de la clausura de las iglesias controladas oficialmente, seguimos el molde de la Iglesia primitiva en Roma al crear una Iglesia subterránea, como de catacumba.

En las ciudades más importantes, los cristianos comenzaron a formar grupos clandestinos que se reunían y adoraban a Dios en las casas de los creyentes, esparcidos por toda la ciudad, cambiando siempre el lugar de reunión para evitar el ser descubiertos.

Esas reuniones eran peligrosas, porque en todos los países comunistas, es ilegal tener servicios religiosos fuera de las cuatro paredes de un templo "autorizado". Las iglesias clandestinas necesitaban desesperadamente enseñanza bíblica y la misma medida de ayuda pastoral que una iglesia "normal". De modo que me dediqué a esa iglesia clandestina y llegué a ser muy activo, yendo a las casas de otros creyentes por toda Sofía, dirigiendo reuniones clandestinas, períodos de oración y clases sobre la Biblia. Mi programa estaba lleno de tales reuniones.

Pronto comenzó a emerger un "esquema" para mis reuniones clandestinas. Se citaba a una reunión en la casa de un creyente alrededor de medianoche. Los horarios más preferidos eran la medianoche y alrededor de las seis de la tarde. Para las reuniones a medianoche, la gente comenzaba a aparecer de a dos o de a tres a las ocho. Nunca llegaban juntos más de tres o cuatro a la vez para no despertar la atención. Unos minutos después aparecían otros dos o tres siguientes. De esta manera, se podía reunir un grupo de cierto tamaño sin despertar la atención. Generalmente yo era el último en llegar, ya que a menudo me apuraba para ir de un grupo clandestino a otro y no podía darme el lujo del tiempo de larga espera antes de que comenzara la reunión. Hacia la medianoche, al llegar a la casa del creyente del caso, generalmente encontraba las calles desiertas y la vecindad en una tranquilidad total. Todas las ventanas estaban cerradas con llave. Nadie se podría imaginar que había alguien por allí, pero al entrar a menudo encontraba a veinticinco o treinta personas, apretujadas adentro esperando que comenzara la reunión.

Un grupo de gente normalmente hace ruido. Aun si no hablan ni dicen una palabra, generalmente se produce algún tipo de ruido por el simple hecho de estar: una tos, un ruido de pies o algo así. Pero yo había comprobado en la prisión y ahora una vez más que los cristianos, al reunirse clandestinamente, a menudo no hacen ningún ruido, aun en grupos de veinticinco o más. Es un cuadro extraño.

Los hombres generalmente se quedaban de pie contra la pared. Las mujeres se sentaban en las camas o en sillas plegadizas y los jóvenes se acurrucaban en el suelo. A veces, corríamos el riesgo de cantar un himno, muy suavemente por cierto para evitar el ser oídos. Brotaban las lágrimas cuando nos reuníamos y cantábamos las hermosas melodías espirituales, exactamente como en la Iglesia primitiva.

"Queridos hermanos y hermanas en Cristo", yo empezaba. "Él está con nosotros esta noche". Y así seguía y seguía. Como era peligroso reunirse, las reuniones duraban tres o cuatro horas, terminando con oración los unos por los otros y por todos los creyentes de nuestro país y de Rusia que se reunían esa noche como nosotros.

Cuando la reunión llegaba al final, teníamos que irnos de la misma manera que habíamos llegado, de a dos o tres. Una vez más, yo era el primero en irme, en razón de mi pesado programa. Se tardaba tanto en dispersarse como en reunirse. Después de una reunión bien concurrida, los asistentes aun estarían saliendo a las seis o siete de la mañana cuando la gente llenaba las calles rumbo a sus empleos.
Tales iglesias pequeñas y clandestinas estaban surgiendo por todo el país y la persecución llevó a los creyentes a la profundidad de su sinceridad y consagración, dispuestos a arriesgar sus hogares, sus empleos y aun su libertad para reunirse y adorar con otros.

"EVANGELISMO DE CUMPLEAÑOS"

Siempre improvisábamos y encontrábamos nuevas formas para reunirnos, enseñar la Palabra de Dios y disfrutar de fraternidad. Pronto descubrí que uno de los mejores momentos para tener reuniones era en los cumpleaños, porque era común y seguro que un grupo se reuniera en cierto número para esa oportunidad. No había peligro de ser descubierto ni necesidad de reunirse a escondidas o cantar con voz apagada. Pronto los cumpleaños se transformaron en una de las oportunidades preferidas para reunirse de las iglesias clandestinas.

Los cumpleaños daban una oportunidad tan maravillosa que muchas familias cristianas de tres o cuatro miembros comenzaron a celebrar quince o veinte "cumpleaños" por año. Yo mismo celebré tantos "cumpleaños" que, si tuviera el mismo número de años en edad, tendría más o menos la de Matusalén. ¡Teníamos a los cristianos "más ancianos" del mundo en aquellas iglesias clandestinas!

Los casamientos y funerales también proporcionaban oportunidades maravillosas para que predicáramos abiertamente el evangelio. Un día, la ceremonia de bodas, en la que yo no podía oficiar, pues era un pastor "no registrado", ocupó unos diez minutos. Después alguno dijo: "Muy bien, pastor Popov, pase adelante para saludar al novio y la novia y desearles felicidad". Yo pasé al frente de la habitación ¡y les "deseé felicidad" por tres horas! Prediqué, cité la Biblia, y enseñé las Escrituras, tal como si estuviera de vuelta en mi púlpito antes de mi arresto.

¡Qué maravillosa oportunidad eran esos casamientos!

Después de un casamiento, yo había predicado un tiempo más largo de lo común y todo el mundo quedó sentado escuchando a cada palabra. Después, uno de los hombres se levantó y me dijo: "Haralan, apostaría que usted siempre está orando para que alguno se apresure y se case, para darle oportunidad de tener una reunión". Su hija, de dieciséis años, estaba a su lado. Yo le dije: "Bueno, Larissa, cuento con tu boda el año próximo. Y no me defraudes". Ella se sonrojó mientras su padre reía.

De incontables maneras improvisábamos y descubríamos nuevas maneras de reunirnos, adorar y esparcir el evangelio clandestinamente. El Señor estaba conmigo muchas veces de manera maravillosa. Una vez mientras enseñaba a un grupo de creyentes en una casa a medianoche, oímos pisadas por la acera, que se detenían justo delante de la puerta. Uno de los hombres miró por la persiana y murmuró: "Es un policía". Comenzamos a orar fervientemente en el silencio de nuestro corazón. Pronto pudimos oírle que seguía su camino.

Por supuesto algunas veces la policía secreta lograba descubrir una reunión clandestina y el líder era arrestado, se tomaba nota de los presentes y los hombres eran citados a la sede de la policía para interrogatorios y a veces para "sesiones de instrucción" toda la noche con palizas en el subsuelo de la DS.

Pero comenzó a ocurrir algo hermoso en la Iglesia clandestina. Al crecer los fuegos de la persecución, hacían quemar la paja y la escoria y dejaban sólo el oro purificado. Los sufrimientos purificaban a la Iglesia y unían a los hermanos en un maravilloso espíritu de amor fraternal tal como había existido en la Iglesia primitiva. Las diferencias por minucias eran dejadas a un lado. Los creyentes se amaban y cuidaban el uno del otro, llevando las cargas los unos de los otros. No había cristianos nominales o "tibios". No tenía sentido un cristiano "a medias" cuando el precio de la fe era tan elevado. Surgió así una gran profundidad y riqueza espiritual en Cristo que yo nunca he visto en la época anterior, cuando era libre.

Era como si el Espíritu de la Iglesia primitiva hubiese descendido con toda su belleza, plenitud y amor sobre los creyentes de la Iglesia clandestina. Cada hombre, mujer o joven se veía obligado a calcular el precio y decidir si servir a Cristo merecía el sufrimiento que vendría. Y para pena de los comunistas, eso era lo más saludable que podrían haber hecho a la Iglesia, porque los insinceros abandonaron, pero los verdaderos cristianos se dieron cuenta de lo que Cristo significa para ellos y se hicieron más consagrados que nunca antes.

Cuando los creyentes eran descubiertos reuniéndose secretamente, algunos eran enviados confinados a partes remotas de nuestro país. Al llegar allá, comenzaban a esparcir la Palabra de Dios como habían hecho en su tierra, tal como los discípulos de la Iglesia primitiva, llevados por la persecución, desparramaron la Palabra de Dios a los rincones más lejanos del mundo conocido entonces.

La historia cristiana había completado su ciclo en la Iglesia clandestina de los países comunistas de la actualidad.

LA BIBLIA ENTRE DESPERDICIOS

Al trabajar en la Iglesia clandestina, comencé a enfrentar la tragedia de los cristianos sin la Palabra de Dios.

Nadie puede ni comenzar a describir en palabras el gran vacío que hay en el corazón de un cristiano al que se niega la Palabra de Dios. No hay nada más "antinatural". Es como un pez sin agua o un ave sin aire. Los cristianos son hijos de la Palabra de Dios y deben tenerla para crecer espiritualmente.

Un día encontré en la calle a un anciano con ropas muy sucias, que se acercó diciendo: "Pastor, usted no me conoce, pero yo le conozco a usted y tengo aquí algo que quiero mostrarle". Yo tenía algo de sospecha de que fuera de la DS. Pero pensé que ninguno de los orgullosos hombres de la policía secreta aparecería tan sucio, de modo que creí que era sincero. Abrió su rasgado saco y me mostró un libro desgarrado, parcialmente quemado, en muy malas condiciones. Entonces dio vuelta algunas páginas ¡y comprendí que era una Biblia! Estaba quemada en parte y le faltaban algunos trozos, ¡pero era una Biblia!

Tomándole por el brazo y llevándole a un costado donde no se nos pudiera oír, le pregunté: "¿Dónde consiguió esto?".

"En la quema de basura de Sofía", repuso.

"¿Cómo...?". Pero antes de que yo pudiera terminar la pregunta, me interrumpió: "Yo rebusco en los vaciadores en busca de cualquier cosa de valor y la vendo. Así me gano la vida. Un día estaba revolviendo una pila de basura y vi un libro medio quemado. Lo levanté y descubrí que era una Biblia a medio quemar. Se me ocurrió que era una de las Biblias que están sacando a la gente para quemarlas luego. Pensé que había descubierto dónde estaban tirando las Biblias y pensé que allí era donde las quemaban y destruían, de modo que allí podría volver".

Prosiguió: "Desde entonces, he estado yendo porque me conocen. Pero ahora busco sólo la mercadería necesaria para esconder mi propósito real de obtener Biblias. Busco sólo Biblias de ahora en adelante y las vuelvo a poner en circulación. Me imagino que, si las autoridades no quieren que circulen, deben ser buenas".

No podía sino reírme para adentro. Este tipo de humor es característico de la gente que vive bajo el comunismo. "Y además", continuó, "puedo ganarme la vida robando estas Biblias de los que robaron antes. Aquí está, pastor", murmuró, extendiéndome la Biblia, "quiero que usted tenga ésta para su trabajo". Comencé a agradecerle, pero él se dio vuelta y se fue.

"¿Dónde va?", le pregunté. "Quiero agradecerle de alguna manera".

"No", respondió, "me tengo que ir".

Yo sabía adonde se iba. No volví a verle, pero de tiempo en tiempo, vi Biblias parcialmente quemadas o trozos muy sucios en las reuniones clandestinas y sabía que el viejo basurero seguía en su trabajo.

¡Así son las cosas! Los comunistas robaban las Biblias de la gente. El las robaba de los comunistas y las volvía a poner en circulación.

Prediqué y enseñé la Palabra de Dios en las numerosas pequeñas iglesias clandestinas que se reunían ya regularmente alrededor de Sofía. La Biblia significaba mucho para mí, porque yo sólo sabía cuarenta y siete capítulos de memoria y me faltaban los demás.

Después de una reunión tarde en la noche con un grupo clandestino de creyentes, una joven de unos dieciséis años vino a mí. La reconocí como una nueva creyente que se había unido recientemente a la Iglesia clandestina.

Pastor Popov", dijo, mirando la Biblia parcialmente quemada que me había dado el viejo, "¿podría pedirle prestada la Biblia hasta mañana?".

"Bueno, sí, ciertamente", respondí.

Ella tomó la Biblia y exactamente a la mañana siguiente me la trajo de vuelta a lo de la Babba María. Me la agradeció y antes de dejarme, se dio vuelta y me preguntó: "Pastor, ¿podría prestármela otra vez después de la reunión de esta noche?".

"Por supuesto", dije, con curiosidad de saber para qué la quería a esas horas nocturnas. A la mañana siguiente, volvió con ella, me agradeció y me preguntó: "¿Dónde hablará usted esta noche?".

Se lo dije y me repuso: "Si voy allí esta noche, ¿puedo pedírsela de nuevo y devolvérsela mañana por la mañana?".

Yo me moría de curiosidad y no pude soportar más. "Sí, por supuesto que puedes, pero ¿para qué? ¿Qué estás haciendo con ella? ¿Te estás pasando la noche leyéndola?".

"No, pastor", contestó, "si la llevo a casa y me limito a leerla, la pierdo para la mañana siguiente. La llevo y copio todo lo que puedo a mano desde medianoche hasta el alba. ¡Si tengo una buena noche, puedo copiar varios capítulos!", dijo con excitación. "Un día", me dijo brillante de orgullo, "si me mantengo firme, ¡tendré mi propia Biblia! ¿No será maravilloso eso, pastor?".

Fui tocado profundamente y le dije: "Puedes tenerla esta noche y todas las noches también durante el día si persistes hasta tener tu Biblia lista". Se apretó las manos, casi saltando de excitación. "¡Ay pastor, gracias!".

Después que ella salió, sentí quebrantarse mi corazón. Allí estaba una muchachita tan excitada ante la perspectiva de trabajar incontables noches, la noche entera, copiando las Escrituras, hasta poder tener la propia. ¡Qué hambriento y desesperado estaba mi pueblo por la Palabra de Dios! Eso ocurría en toda Bulgaria. ¿Y qué de aquellos que no tenían ni siquiera una Biblia semi quemada que copiar? Es una de las grandes tragedias de nuestro tiempo.

"FABRICA DE BIBLIAS" CLANDESTINA

Un día supe de una "fábrica de Biblias" clandestina, establecida en la pieza trasera de un hogar cristiano en las afueras de Sofía y me fui hasta allí. Pasando por una pequeña puerta trasera, tan baja que tuve que inclinarme, entré en una habitación bien iluminada con pesadas cortinas bien colocadas sobre las ventanas. Dentro encontré una gran mesa y a varias personas sentadas alrededor enfrascadas en el trabajo. La mayoría eran jóvenes, con un hombre mayor copiando afanosamente en el extremo más lejano de la mesa. Ni siquiera levantaron la mirada cuando yo fui introducido en la habitación. Había entrado en una "fábrica de Biblias" clandestina.

Era un cuadro increíble que describe bien la suerte de los cristianos en los países comunistas, carentes de Biblias.

De alguna manera, se habían provisto de una Biblia y la dividieron cuidadosamente en libros. Cada "etapa de trabajo" en la mesa tenía asignado el copiar un libro una y otra vez, con lenta y trabajosa escritura a mano. En otras "etapas de trabajo", tenían asignados libros como Juan, Lucas y Hechos. Cuando un grupo estaba cansado, era relevado por otros en turnos, de manera que el trabajo no se detuviera. La copia a mano continuaba durante doce horas por día. Cuando se terminaba un libro de la Biblia, era puesto junto con los otros y luego cosido para formar un ejemplar completo.

Una vez que la Biblia estaba completa, manuscrita, cuidadosamente encuadernada en cuero, era despachada a algún grupo de cristianos en una Iglesia clandestina en alguna parte de Bulgaria. Esta "fábrica de Biblias" producía unas veinticinco Biblias por año, siempre con gran riesgo e increíbles horas de trabajo.

Aunque nunca las vi, supe de otras "fábricas de Biblias", ya que nuestros hermanos cristianos de la Iglesia clandestina trabajaban ansiosamente para producir Escrituras para el pueblo hambriento de la Biblia.

Una noche yo había terminado una reunión en una clase bíblica clandestina en la casa de un creyente, cuando uno de los asistentes me alcanzó un trozo de cartón con hojas escritas a máquina dentro, diciéndome: "Mire esto, pastor". Lo examiné y vi que era un libro sobre el evangelio, llamado "El camino del Calvario", de Roy Hession. Pero era un libro completamente escrito a máquina, con las hojas dactilografiadas cosidas con hilo y aguja en tapas de cartón.

Yo le pregunté: "¿Dónde consiguió esto? ¡Es maravilloso!".

Me explicó: "Hay un hombre lisiado que habla inglés, que vive del otro lado de la ciudad. Tiene una antigua y desvencijada máquina de escribir. Consigue estos libros de enseñanza bíblica y como es lisiado, usa todo su tiempo traduciendo y escribiendo a máquina varias copias con papel carbónico por vez. Tan pronto como ha terminado, comienza a escribir el libro de nuevo. Hace cuatro o cinco copias cada vez. Sus libros escritos a máquina están circulando de mano en mano por toda Bulgaria".

Me aseguré de su dirección y fui a su minúsculo departamento. Cuando entré, lo primero que vi fueron pilas de papel por todos lados en su departamento. Yo no podía creerlo. La compra de tal cantidad de papel tenía que atraer inmediatamente la atención de la policía secreta que comenzaría a hacer averiguaciones. Vio la sorpresa en mi rostro y se rio, contestando mi pregunta aun antes de que yo la formulara: "Pastor, donde hay una voluntad, hay un camino. Tengo creyentes por toda Sofía que van por mí, cada uno comprando un poco de papel aquí y otro poco allá en pequeñas cantidades. Todos los traen aquí y yo los uso para copiar estos libros que he traducido".

Luego continuó más y más explicando cómo trabajaba, mientras me mostraba un libro y otro en el proceso de traducción. Luego me mostró el stock de libros ya listos para ser despachados. Su pequeño departamento era una verdadera librería cristiana clandestina, allí en la misma capital comunista.

Aunque él no podía salir de su departamento, los libros y materiales que él producía en su vieja máquina de escribir en aquel reducido ambiente de Sofía habían traído incontables bendiciones a centenares y quizá miles por toda Bulgaria.

Aquellos heroicos esfuerzos de la Iglesia clandestina me tocaron profundamente. Vi un sacrificio más allá de cualquier medida, pero aun tales heroicos s-crificios y esfuerzos no podían ni empezar a cubrir las necesidades de nuestro pueblo en cuanto a Biblias, himnarios, evangelios y libros para nuestra juventud. Todos estos esfuerzos heroicos producían apenas una minucia de lo que era necesario.

Las "fábricas de Biblias" trabajaban día y noche, pero a lo sumo producían veinticinco o treinta Biblias por año.

Jóvenes cristianos, como la muchachita que conté antes, pedían prestada una Biblia y la copiaban afanosamente durante toda la noche, pero aquello no bastaba. Una máquina de escribir en manos de un lisiado producía algunos libros, pero era sólo una gota en una fuente comparado con la necesidad.

Una y otra vez, los jóvenes cristianos se me acercaban diciendo: "Pastor, necesitamos una Biblia. ¿No habrá alguna para nosotros?".

Mi corazón se quebrantaba viendo la necesidad de las Iglesias clandestinas. Por todo el país, la tragedia estaba sacudiendo a la Iglesia. Mi corazón lloraba por aquellos jóvenes cristianos que clamaban por el uso de una Biblia a lo menos por unas pocas horas.

¿Y qué de la nueva generación? Posiblemente no podríamos enseñarles la Palabra de Dios sin la Palabra de Dios. Veíamos a los jóvenes llevando libros hermosos y coloridos sobre el ateísmo... pero no teníamos nada que darles. Yo me quedaba en mi buhardilla orando, profundamente conmovido. Debía hacerse algo. Nunca cubriríamos la necesidad por nosotros mismos, con Biblias copiadas a mano. Era evidente que alguno tenía que dar ayuda desde afuera.

Resultó cada vez más y más claro que debíamos conseguir ayuda del extranjero de parte de nuestros hermanos cristianos más allá de la Cortina de Hierro. Alguno tenía que salir al mundo libre y despertar a los hermanos cristianos a la necesidad y de alguna manera introducir Biblias. Alguno tenía que hablar en nombre de las Iglesias clandestinas que no tenían voz propia. "Después de todo", me indicaban, "usted tiene su familia en Suecia y tiene la mejor 'razón' para pedir que se le permita dejar Bulgaria". Y por supuesto, hacía mucho que yo sentía nostalgias de unirme a mi familia.

MI MISION URGENTE

Me quebrantaba el corazón el pensar en dejar mi país y los creyentes allí, a muchos de los cuales había llevado personalmente al Señor y de quienes era tanto el padre espiritual como el pastor.

En mi mente, yo estaba preparado para quedarme con mi gente. Pero muchos de ellos me siguieron urgiendo a irme, reconociendo que sólo haciendo conocer nuestras necesidades podríamos obtener la ayuda que necesitábamos. Para las autoridades —presionaban— parecería que lo único que yo quería era unirme a mi familia lo que era perfectamente natural. Secretamente, mi misión real y más importante sería la de lograr ayuda para la Iglesia clandestina, una misión mucho más trascendental que los deseos familiares.

En lugar de permitir a Ruth que regresara, como ella había planeado, ahora yo sabía que de alguna manera yo tenía que llegar al mundo libre. Babba María y los cristianos por toda Bulgaria comenzaron a orar para que yo pudiera cumplir esa misión. Las reuniones de oración eran celebradas por todo el país. Hice llegar un mensaje a Ruth pidiéndole que escribiera al gobierno sueco para que presionara sobre las autoridades búlgaras, pidiendo aprobación para que yo fuera allá. Hice la solicitud para salir y de inmediato fue rechazada. Pero los cristianos seguían orando.

Un día recibí una carta del ministerio de asuntos interiores, ordenándome presentarme en su oficina. Yendo hasta la puerta, Babba María me detuvo y me dijo: "Hermano Haralan, es para su pasaporte. ¡Usted va a conseguir su permiso de salida!".

Cuando llegué a la oficina, se me ordenó bruscamente que fuera a la de la delegación general, o sea el segundo oficial en rango del departamento. Era un hombre robusto, gordo, con rasgos firmes, ciertamente no de esos con quienes se puede jugar. Cuando entré y me senté, se quedó mirándome. Podía comprender que estaba muy enojado. Sus manos se estrujaban con ira apenas contenida. De repente, gritó: "¡Popov, su hija en Suecia ha escrito al primer ministro ruso, pidiendo su permiso de salida!".

Yo no podía creer a mis oídos. ¡El primer ministro ruso!

¡Por cierto que Rhoda iba derecho a la cabeza! La carta había sido mandada allí a Sofía y estaba en el escritorio delante de mis ojos. El delegado en jefe la levantó y la sacudió: "¿Usted cree que esto ayudará en su caso?", gritó. "Si lo cree, está equivocado". Con su cara roja de furia, el delegado me señaló con el dedo y dijo: "Popov, usted escribirá a su familia, diciéndoles que nunca vuelvan a escribir una carta pidiendo en favor de usted. ¡Jamás debe hacer otra solicitud de salida!".

Su voz aumentaba en ira, mientras gritaba: "Se lo advierto por última vez, Popov. Estoy a cargo de estos asuntos y nunca le daré el pasaporte. ¡Usted pasará antes sobre mi cadáver! Usted es no sólo un ex presidiario sino también un pastor sin registrar. Una sola de esas cosas le impide dejar el país. ¡Y usted tiene las dos! ¡Ahora salga de aquí y no vuelva jamás!". Casi trastabillé en la puerta. Estaba aplastado. Toda mi esperanza se había ido. ¿Quién podría hablar en pro de las iglesias clandestinas? ¿Quién contaría nuestra historia para despertar a los cristianos adormecidos en el mundo libre?

Luego de aquellas preguntas, la cuestión de no volver a ver a mi familia de nuevo perdió su importancia. Era algo puramente personal. Yo tenía un mensaje de la Iglesia clandestina para el mundo libre. ¿Cómo podría llevarlo si el mismo delegado en jefe se interponía? Volviendo a mi buhardilla, me sentí desconsolado. "Dios", clamé de corazón, "¿qué ocurrirá ahora con la juventud que está suplicando Biblias? ¿Con nuestro pueblo que no la conoce? ¿De dónde vendrá la ayuda?".

Cuando llegué a casa, encontré a Babba María y dos mujeres esperándome para escuchar las buenas noticias. Mi misión era vital para todos los cristianos de la Iglesia clandestina ¡y todos estaban orando! ¡Ellos sabían lo que estaba en juego! Dije a Babba María y los demás lo que había ocurrido, de cómo había sido despachado de una vez para siempre por el delegado en jefe en persona, que había jurado que antes pasaría por sobre su cadáver.

"¡Bah!", dijo Babba María, "no me importa una pizca lo que él diga. Lo vital es que usted se vaya". Siguió diciendo: "Dios me ha dicho que usted irá y que será muy pronto. Nadie puede ponerse en el camino de Dios".

Aquello me dejó sin habla. De un lado, yo estaba profundamente desconsolado, pero por el otro, Babba María era una mujer profundamente espiritual. Trepé los escalones hasta mi buhardilla, siempre deprimido, pero detrás de mí ella gritó: "Ahora prepare sus valijas, Haralan. ¡Usted se va a Suecia!". ¡La vieja Babba no tenía un asomo de duda! ¡Aquello era típico de la fe sin barreras de las mujeres cristianas detrás de la Cortina de Hierro! Ella siguió orando para que Dios hiciera lo imposible y me abriera las puertas para poder salir.

Entonces ocurrió el milagro por el que ella oraba.

Poco tiempo después, el Partido Comunista Búlgaro realizó su conferencia anual. En forma completamente inesperada, estalló una gran discusión entre los "camaradas" y las cabezas empezaron a rodar. Algunos jerarcas importantes y otros medianos fueron eliminados, incluyendo al ministro de asuntos interiores... y junto con él el mismísimo delegado en jefe que me había jurado que no me dejaría ir.

Ahora, ¡sólo pocos días después de sus amenazas, estaba fuera del puesto él mismo! ¡Apenas podía él imaginar que era una pequeñita Babba María la que había estado orando para eso! Cuando oí la noticia, corrí a decirlo a aquella mujer. "Babba, quizá él no lo sepa, pero posiblemente sea el primer alto oficial comunista que ha sido «orado» fuera del puesto!". Ella sonrió y dijo: "Bueno, y quizá no sea el último".

Él estaba seguro de que yo nunca podría salir, pero no había contado con los planes de Dios. Nadie puede ponerse en el camino de Dios.

El 28 de diciembre me llegó una carta diciéndome: "Se le solicita presentarse en la oficina de pasaportes. Su pasaporte para viajar a Suecia a unirse con su familia ha sido concedido". ¡Cómo alabé a Dios! ¡El milagro había ocurrido!

Babba María se limitaba a sonreír y decirme: "Haralan, no me gusta decirle que ya le dije que se lo había dicho, ¡pero se lo dije! Dios nunca falla. ¡Ah-ra vaya y traiga su pasaporte!".

Jamás se había oído que un ex presidiario pudiera salir del país y mucho menos un ex presidiario que fuera también un pastor fuera de la ley. Era totalmente sin precedentes, tanto en Rusia como en nuestro país. Pero Dios tenía una misión urgente para mí en el mundo libre y cuando Dios ha hablado ningún hombre puede interferir. Cuando un jefe comunista juró personalmente que yo nunca saldría, Dios lo removió.

Los cristianos por toda Bulgaria ayunaron y oraron pidiendo aquel milagro... y ocurrió.

Las palabras de la vieja Babba María se habían cumplido.

Fui al ministerio de asuntos interiores y mostré mi carta a un empleado. Me dijo que fuera al Banco Nacional y pagara un pequeño impuesto y volviera con el recibo para obtener mi pasaporte. Diez minutos después, yo estaba en el Banco Nacional. Todo lo que tenía que hacer fue arreglado rápidamente, pues ni siquiera tuve que hacer fila por horas. Dios cuidó todos los detalles.

Al día siguiente, sábado antes de año nuevo, recibí mi pasaporte. Luego recibí mi visa del cónsul sueco y volví con mi pasaporte a la oficina para la autorización final del viaje. Les dije que había un vuelo el lunes, 31 de diciembre, para Suecia y me dijeron que volviera a las once para obtener mi pasaporte. Como el 31 de diciembre era víspera de año nuevo y feriado, se trabajaba el domingo para adelantar tiempo. Allí en eso vi también la mano de Dios, permitiéndome salir rápidamente. De otra manera, hubiera tenido que esperar diez días para el próximo vuelo a Suecia y ¿quién sabe quién podría haber visto los documentos que declaraban que Haralan Popov, el pastor "no reformado" y ex presidiario, tenía permiso de salida? ¡Aquello violaba todas las normas comunistas!

Volví a la oficina de pasaportes a las nueve del domingo. A las once, comenzaron a entregar los pasaportes a los que esperaban, pero el mío no estaba entre ellos. Cuando pregunté me dijeron: "Ahora estamos entregando los pasaportes para los países comunistas. Usted debe esperar". Llegó el mediodía. Yo pensaba para mi interior: ¿Habrá cambiado su mente la policía secreta?

A las doce y media, una voz de hombre llamó: "¡Haralan Popov!". Me levanté orando: "Señor, hágase tu voluntad".

"Haralan Popov, adelántese", volvió a llamar la voz, "tenemos listo su pasaporte". Lo tomé y corrí a la Oficina de Viajes Balkan para conseguir mi pasaje para el avión al día siguiente. Exactamente a la hora de cierre, a la una de la tarde, todo estuvo arreglado: pasaporte, visa y pasaje, todo estaba en mis manos.

Dios había hecho posible lo imposible, porque Él tenía una misión urgente para mí en el mundo libre. Por todo el país, las Iglesias clandestinas se enteraron de que "el pastor Popov está por salir". Sus oraciones habían sido contestadas. Había regocijo general.

A las ocho de la mañana del lunes 31 de diciembre de 1962, yo estaba en el aeropuerto para tomar mi avión a las diez.

Después de dejar Sofía, volamos a Praga, luego sobre Alemania Oriental, tocando tierra en Berlín Este por media hora. Dejé el avión, pero al ver los guardias comunistas, sentía las paredes de la prisión a mi alrededor. Al volver al avión, pedí a la azafata que me dijera cuando cruzáramos el límite entre Alemania Oriental y Occidental. Cuando estuvimos sobre el límite, elevé una oración de acción de gracias a Dios de que realmente ahora estaba fuera de las mu-rallas de la prisión.

Diez minutos antes de que sonara el año nuevo, el avión tocó tierra en el aeropuerto de Arlanda en Estocolmo. No tengo palabras para describir la reunión que siguió. Ruth, Rhoda, Paul y mi yerno Juan y mi nietito estaban allí. Cuatro días antes yo no sabía si volvería de nuevo a mi familia en toda la vida. Todas las tradicionales normas comunistas habían sido quebradas y un delegado en jefe del partido había jurado que yo antes pasaría sobre su cadáver, pero súbitamente se encontró fuera del puesto. ¡Y ahora yo estaba allí! Lágrimas de alegría me brotaban sin cesar. Al abrazar a Ruth pensé si sería verdad o si estaría soñando.

Era verdad. Abracé a Rhoda, a Rhoda la chiquilla llorosa que había visto por última vez quince años atrás, llorando "Papito, papito", cuando yo era llevado, Paul, que sólo tenía cuatro años cuando fui arrestado, era casi un hombre y durante todos aquellos años no había tenido padre. Le estreché llorando. ¡Qué reunión era aquella!

Mientras íbamos en el ómnibus del aeropuerto a casa, las campanas de las iglesias saludaban al año nuevo y despedían al viejo. Al oírlas, me acordé de aquellas campanas en la víspera de Navidad en Persin, cuando estuve a punto de ahogarme y cuando estuve echado en el barro helado, exhausto y esperando la muerte. Me hicieron acordar de otras trece Navidades que había pasado en la prisión, frío y solitario. Para mí y para mi familia era realmente un nuevo año y una nueva vida.

Pero aquella nueva vida era una misión: hablar de las Iglesias clandestinas que había dejado detrás de la cortina de hierro. De modo que después de un corto período de recuperación y de estar con mis hijos, dije a Ruth: "Querida, ha llegado la hora de que haga aquello que vine a hacer. Los cristianos cuentan conmigo. No debo desilusionarlos".

Ruth comprendió. Siempre lo ha hecho.

Desde entonces, a menudo he estado lejos de mi cama y mi familia en una misión en pro de mi segunda familia: la fiel Iglesia clandestina que está luchando con las manos vacías en los países comunistas.

UN MENSAJE DE LA IGLESIA CLANDESTINA

Mi misión en el mundo libre es la de despertar la conciencia de los cristianos al sufrimiento y las necesidades de nuestros hermanos cristianos más allá de la Cortina de Hierro. Hoy están sufriendo por su fe como lo hicieron Pedro y Pablo y los cristianos de la Iglesia primitiva.

Sea en Bulgaria o en Rusia o en América, todos somos parte del mismo Cuerpo de Cristo. Todos somos hermanos y hermanas en Cristo, hijos del mismo Dios. Sin embargo, aquella parte del Cuerpo de Cristo que está en los países comunistas está siendo torturada, puesta en cárceles y sufriendo como nunca antes ha ocurrido desde los días de los mártires de la Iglesia primitiva. ¿No puedes tú sentir ese dolor?

Recientemente se ha recibido el informe de que varios líderes de la Iglesia clandestina en Rusia han muerto en prisión, incluyendo al pastor Bondorenko, llamado a menudo "el Billy Graham de Rusia", por su trabajo para Cristo.

Estos valientes líderes cristianos no habían sido sentenciados a muerte. De acuerdo con la policía secreta, murieron por "causas naturales", todos en el término de pocos días. Yo mismo he visto centenares de esas muertes "naturales" en la prisión, como fruto de las palizas, la tortura y el hambre.

Muchos miles están hoy en la cárcel por su fe, en Rusia, Bulgaria, China y otros países comunistas. Tras una imagen cuidadosamente forjada de libertad religiosa, el papel de los mártires cristianos de nuestro día se hace trágicamente más grande. Tras la propaganda actual de la impresión de Biblias en los países comunistas, está el duro hecho de que son los mismos comunistas los que controlan la distribución y que estas Biblias son principalmente para fines de propaganda y que pocas llegan jamás al ciudadano común. Tras la imagen de la tolerancia para los creyentes, está la realidad de los hijos arrancados a los padres cristianos para toda la vida y puestos en escuelas internados ateístas. ¿Puedes imaginar la angustia de esos padres a quienes se le han sacado sus hijos?

¡Aun mientras prosigue esta lucha espiritual tras la Cortina de Hierro, mientras mártires siguen muriendo por su fe y los verdaderos siervos de Dios son arrestados y sus hijos le son arrancados por vida, aun ahora en las iglesias del mundo libre se puede andar por años sin oír una oración por los hermanos que sufren en los países comunistas!

He hablado por todo el mundo en favor de la Iglesia clandestina y a menudo he preguntado: "¿Quién ha orado aquí por los cristianos que sufren en la Iglesia clandestina?". ¡Siempre la respuesta ha sido de casi nadie!

Es una vergüenza para la conciencia de todos los cristianos libres. Los que pertenecemos a países comunistas somos sus hermanos y hermanas en Cristo. Somos un cuerpo en Cristo.

Pedimos Biblias y "herramientas de evangelismo" que necesitamos con desesperación para mantener viva la Palabra de Dios.

La trágica falta de Biblias es la mayor necesidad del mundo comunista de hoy.

Mi pueblo acepta el sufrimiento. Ellos comprenden que ésa es su cruz. Pero no entienden por qué sus hermanos y hermanas del mundo libre parecen haberles olvidado... ¡aun en sus oraciones!

Yo estoy lejos de Ruth y mis hijos hablando día y noche en favor de la Iglesia clandestina y pidiendo a los cristianos que están en libertad que oren por aquélla.

Es nuestro deber cristiano ante Dios ayudar al desamparado, a las familias que sufren porque sus hombres están presos por su fe. Debemos ayudarles y tenemos caminos para hacerlo.

Nunca olvidaré cómo mi propia familia casi murió de hambre cuando yo estuve preso. La misma tragedia está ocurriendo ahora a muchas familias cristianas.

¿Cómo podemos dormir en paz cada noche, sabiendo del sufrimiento que pasan? ¿Cómo podemos leer nuestras Biblias sin que nuestros corazones giman por los que no tienen Biblia?

El mensaje que traigo de la Iglesia clandestina es:

"No nos olvidéis".

"Orad por nosotros".

"Dadnos Biblias, herramientas de trabajo y las usaremos en el nombre de Cristo".

Recuerdo muy bien una de las celdas de confinamiento solitario en Persin. Sobre el cemento gris había una inscripción borroneada, arañada en la superficie por algún cristiano desconocido que había estado allí antes que yo. La inscripción decía: "¿Acaso hasta Dios se ha olvidado de mí?".

Aquel grito de angustia escrito en la pared de la prisión es el clamor que viene de nuestros hermanos cristianos de la Iglesia clandestina en los países comunistas de hoy.

No, Dios no los ha olvidado. Ni debemos olvidarles nosotros.

Este es mi mensaje de parte de la Iglesia clandestina.

Si es oído, y si mi pueblo recibe las Biblias que necesitan, mis años en la prisión habrán valido la pena. Ruth se me une en esta firme convicción.

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