YO FUI BUDISTA

 

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YO FUI BUDISTA

El fin de un peregrinaje.

Martin Kamphuis (Con el apoyo de Elke Kamphuis).

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El fin de un peregrinaje.

Prólogo: El anhelo de mi peregrinaje

1. Un mundo gris

2. En busca de iluminación

3. Todo en mí es divino; todo es permisible

4. Amor sin frenos

5. Esta palabra en mi alma

6. Desesperado, frustrado, encontrado

7. La luz viene a la tierra

8. Las fuertes raíces del Budismo

Epílogo: “¡Aquí estoy, aquí estoy!”

Conclusión: Al contrario de toda expectativa

Sumario: Yo fui Budista, por Martin Kamphuis

 

Prólogo: El anhelo de mi peregrinaje

Un destello único en ese hombre
Un buen día fuimos a una conferencia en Londres, con el Dalai Lama como docente. Yo estaba altamente interesado en este primer encuentro con él. Durante mi estadía en Dharamsala, en el norte de la India, no tuve la oportunidad de verle. Hoy era mi día.

Sus horas de enseñanza, celebradas ante unos quinientos de sus discípulos, eran altamente exigentes. Debido a que pude comprender muy poco del contenido altamente filosófico de su discurso, comencé a sentirme  bastante frustrado. Junto con muchos otros, tenía la esperanza de recibir aunque fuera una sola mirada de este hombre, que es considerado como la verdadera encarnación de Avalokiteshvara, el Buda de la Compasión.

Además de la enseñanza, habló el Dalai Lama también en actos públicos. Entre otros lugares, en la Westminster Abbey, y en una gran sala de teatro. Nosotros entonces, en romería junto con un grupo de “Fans” con vestiduras multicolores, visitábamos los lugares del caso. Durante uno de estos actos públicos, una mujer expresó en alta voz su desesperación ante tentaciones y su falta de disciplina. El Dalai Lama contestó con sencillas palabras: “¡Try, try, and try again!” (“¡Intenta, intenta, e intenta otra vez!”). No tanto el contenido de sus palabras, sino más bien el estímulo y el tono de su voz provocaron nuestro espontáneo aplauso.

En el trasfondo de las más sencillas palabras de este hombre, suponíamos una profundidad insospechada. Sobre sí mismo decía él, que aún no estaba iluminado, y que requería, al igual que cada uno de nosotros, meditar diariamente. Nosotros le considerábamos como un Bodhisattva, uno que desiste de su consumada perfección budista en beneficio de los muchos sufrientes en su camino hacia la iluminación.

En el quinto y último día de enseñanza el Dalai Lama cumplía años. Algunos le preguntaron qué podrían obsequiarle. Después de cantarle nosotros un coro de cumpleaños, nos explicó que él, como monje, no necesitaba nada material. Él sólo tenía un deseo, que era: “Dadme vuestros corazones...”, para lo cual yo estuve inmediatamente dispuesto... 

1. Un mundo gris

No; aquí no quiero vivir
Uno de mis más íntimos recuerdos, que no puedo localizar en el tiempo, presenta el siguiente cuadro: Un amplio campo, gris y llano, en el cual sólo hay frío y vacío. Probablemente es el paisaje en el campo en el cual yo nací, en el norte de Holanda, en tiempo de invierno. Quizás nace este cuadro de lo más profundo en mi alma. En todo caso, expresa mi primera percepción del mundo a mi alrededor. Aunque yo mismo en mis primeros años no fuera parte integrante de este cuadro, vínculo con él un profundo sentimiento de rechazo ante el entorno a mi alrededor, que puede expresarse como un: “¡No! ¡No! ¡Aquí no quiero vivir!”. Era como si yo me resistiera al hecho de haber nacido.

Mi rebelde actitud se manifestaba también en mi relación con mi madre. Yo gritaba mucho, para obligar su presencia, y que se ocupara de mí. Ella me cuidaba y atendía tan bien como le era posible. En mi actitud, sin embargo, había un cisma: por un lado exigía su cuidado; por el otro rechazaba su presencia. Al menos conseguía con mi alboroto un continuo cuidado.

Recuerdo, que en mi niñez sentía una gran soledad dentro de mí, y a mi alrededor. En los años siguientes ocupé mucho tiempo tratando de escapar de este mundo gris y refugiarme en un mundo de mi propia fantasía. En este otro mundo me sustraía yo de la realidad con sus exigencias y obligaciones, y podía dar rienda suelta a mi propia imaginación.

Ante mis padres me comportaba con frecuencia como si para mí no existieran ellos como personas de autoridad. En especial mi madre había de someterse a mis caprichos. Ella muchas veces se sentía impotente y me castigaba iracunda.

Con el nacimiento de mi hermana encontré una nueva víctima. No pudiendo ella todavía defenderse, la atacaba tanto física como emocionalmente. Curiosamente, y pese a mi comportamiento, me tengo a mí mismo en mi recuerdo, como a un buen chico con buenas y justas intenciones. Todas mis acciones eran transpuestas a mi pequeño mundo de fantasía y eran allí de inmediato transformadas.

En esa forma comencé a jugar a las escondidas conmigo mismo. Más tarde, ya como budista profesante, uno de mis maestros me mostró un día la verdadera actitud de mi yo interior. Fue un encuentro inesperado. Yo quedé espantado. El me miró, se agachó y pasó ante mí como un gato perseguido. Inmediatamente supe, que él había descubierto mi juego de escondite. Pero aún había de pasar mucho tiempo hasta que este tormento terminara.

El traslado a otro medio ambiente
Cuando cumplía yo cinco años, mis padres se trasladaron del frío norte de Holanda, a un sector ganado del mar mediante diques de retención. Mi padre era campesino, y se le ofreció la posibilidad, aquí en Flevoland, de montar una nueva finca. Nosotros fuimos de los primeros habitantes de esta zona. Todos los que querían establecerse en ella, debían presentar una calificación especial y tener un espíritu pionero. Con la nueva tierra, se quería también buscar nuevas formas de vida en la comunidad, con más carácter humanitario y menos trabas tradicionales.

Era una zona en todo sentido ideada, planeada y distribuida de acuerdo a normas precisas. El curso de las calles no tenía un origen natural. Todas ellas eran rectas, con árboles plantados en diferentes partes. Similar era también el curso de los canales y la distribución de los campos. Los nuevos moradores se esforzaban en imprimir una visión futurista en la estéril campiña. En la extensa planicie, sobre la cual las casas eran los puntos más elevados, soplaban continuamente fuertes vientos, y también la niebla podía extenderse y permanecer suspendida durante largo tiempo. Todo esto contribuía a profundizar mi visión de un mundo gris y frío a mí alrededor.

También mis padres se habían distanciado de la iglesia tradicional. La necesidad de practicar un intercambio con otros, y además, un cierto grado de religiosidad, era abastecida por un así llamado: “Centro de Contacto de Protestantes Liberales”. Las historias que escuchaba en las clases de Escuela Dominical nunca me transmitieron algo. Lo único que tengo aún vivo en mi memoria es una presentación de navidad sobre el nacimiento de Jesús, en la cual se me asignó el honroso papel de formar parte del trasero de un camello. Recordándolo más tarde, pienso que fue el papel más apropiado para mí, ya que en su joroba lleva el camello la provisión necesaria de agua, mediante la cual puede él vagar días y días por el desierto. Y me sentía a menudo, en mi interior, como si viviera en lugar desierto. Incluso dentro de mi propia familia me sentía muchas veces como un extraño, y me preguntaba si era yo realmente el hijo de mis padres.

Con frecuencia me sobrecogía un anhelo profundo de protección y seguridad. Cantábamos en la escuela de vez en cuando una canción, que decía en una estrofa: “Porque en casa todo es abrigado y apacible; en casa está ya la comida hecha...”. Cuando cantábamos esta canción, apenas podía contener las lágrimas. El anhelo de protección y seguridad, por un lado, y el ansia de libertad por el otro estaban siempre en lucha dentro de mí. En mi temor, de no poder recibir ambas cosas conjuntas, me comporté siempre rebelde como niño. Si mi madre me pedía hacer algo, mi primera reacción era siempre un rechazo, o una protesta. Momentos después, sin embargo, mi conciencia no me dejaba tranquilo, y prefería obedecer.

Cuando finalmente me di cuenta, que con mi actitud negativa me maltrataba a mí mismo, comencé a exigir de mi padre reglas claras de conducta, provocándolo a intervenir con autoridad. Mi padre, empero, era de carácter suave y llegaba con frecuencia cansado de su trabajo. También él, al igual que yo, acostumbraba a distanciarse emocionalmente del entorno a su alrededor. Pero yo requería de él, que estuviera presente, tanto física como conscientemente. Algunas veces, por este motivo, lo provocaba en tal forma que se levantaba iracundo y me perseguía hasta mi cuarto, donde me dejaba recluido en castigo. Recién en ese momento me calmaba, sabiendo que en esa ocasión había yo sobrepasado los límites. En lo profundo de mi ser anhelaba ser guiado, especialmente por mi padre, y quería ser obediente... pero, continué siendo desobediente y rebelde.

Mi día también llegará
En mi período de pubertad tuve siempre la idea, de que llegaría el día cuando yo le mostraría al mundo mi capacidad y mis conocimientos. Ese día voy a proclamar: “¡¿Ven ustedes que yo tenía razón?! Cuando yo llegue a ser libre haré todo lo que me plazca, y les demostraré entonces cómo se vive una vida realmente libre”.

Entretanto iba a la Escuela Superior, de lo cual estaba muy orgulloso. La Escuela se encontraba a diecisiete kilómetros, que yo recorría casi diariamente en bicicleta, aunque hiciera mal tiempo. Demostraba así, que dentro del soñador, también había un espíritu de lucha. Más tarde, en mi adolescencia, cambiaron algo mis metas. Si en un principio me había propuesto sacar buenas notas, mis relaciones con el otro sexo cobraron mayor importancia. Desgraciadamente, sufría en ese tiempo de acné, y tenía la cara cubierta de granos, por lo cual me pasaba horas y días “soñando”, escapando así de la realidad. Entonces, un deseo ardiente dentro de mí me decía: “Debo salir de aquí para ser realmente libre”.

Por fin llegó el día. A los dieciocho años finalicé la Escuela Superior con mi bachillerato, y mis padres me donaron como premio un viaje a América. Me decidí por Sud América, pensando que una larga estadía en Norteamérica sería más costosa, y además pasaría frío. Con un mínimo de equipaje y poco dinero quería demostrar lo independiente que ya era. Me sorprendió, que mi madre, con la cual yo siempre estaba en controversia, llorara en la despedida, ya que su meta en cuanto a mi educación siempre fue mi independencia.

Las cartas que escribí después a casa demostraban nostalgia. Aunque en mi casa muchas veces me sentía como un extraño, me di cuenta ahora, que estaba mucho más sujeto a ella, que lo que antes hubiera querido reconocer. Pero ahora me había propuesto probar, que mi día había llegado; el día en que yo descubriera el mundo, la naturaleza humana, a mí mismo, y sobre todo, lo que es verdadera libertad.

El anhelo vehemente de libertad
El avión atravesó la espesa capa de nubes sobre Brasil. Poco después, más o menos a las ocho de la mañana, tocábamos tierra en el aeropuerto de Rio de Janeiro. Los pasajeros, en su mayoría Brasileros, batían palmas aliviados, o se persignaban.

Mi primera estación en este país sería la colonia holandesa Holambra. Amigos míos me habían dado la dirección de una familia holandesa allí residente. Después de cambiar algo de dinero en el aeropuerto le rogué a la amable dama detrás de la taquilla que me explicara, cómo llegar a la estación de autobuses. Ella hablaba inglés, lo que despertó en mí la esperanza, de poder, a lo menos comunicarme con la gente en este país. Muy pronto, sin embargo, sufrió esta esperanza una gran desilusión.

La compra de mi pasaje para el trayecto en autobús no ofreció problemas. Sólo tuve que nombrar el destino de mi viaje. En la estación de autobuses había un gran bullicio. Viajeros corriendo con sus equipajes a mi alrededor; madres llamando a sus hijos. Y entre tanto, los motores de algunos de los buses estacionados en marcha, impregnando el aire con gases de escape. La gente, de pié en largas colas, en todas direcciones. Estuve feliz, cuando finalmente logré entrar en el autobús, que esperaba me llevaría a Holambra. El trayecto a mi destino duraría casi un día entero. El bus se detenía cada cierto tiempo, dando a los pasajeros la oportunidad de refrescarse un poco. Yo tenía sed. Pero, ¿qué bebida me vendría mejor? Una taza de té me pareció aconsejable, pensando que en un té caliente, el agua estaría por lo menos hervida. Desgraciadamente, nadie comprendía la palabra inglesa “tea”. Me ofrecieron diversas bebidas, pero no quise ninguna de ellas. Por fin conseguí darme a entender, gesticulando con manos y pies, aprendí con ello mi primera palabra brasilera: “cha”.

Llegamos a Holambra a medianoche. Solo, en completa oscuridad, en un país extraño. Las casas, pocas, y muy aisladas unas de otras. ¿Cómo encontrar ahora la dirección de mi destino? Cobrando ánimo, me atreví a golpear en una puerta, y preguntar muy tímido, si alguien allí hablaba el holandés. El dueño de casa comprendió que yo buscaba a mis conciudadanos, y me llevó, después de pensarlo un poco, a una casa casi totalmente vacía, en la cual habitaban momentáneamente dos muchachos holandeses. Estos dos, que estaban aquí tratando de ganar algo de dinero para pagar su vuelo de regreso, me recibieron y me ofrecieron lugar para pasar la noche. El lugar era sucio e incómodo, pero a lo menos estaba yo bajo techo.

Al siguiente día encontré a la familia cuya dirección traía. Se trataba de un matrimonio pensionado, cuyos hijos ya habían salido de la casa. Aunque ese día me llevaron en su auto, mostrándome los alrededores, no me sentí recibido con mucha cordialidad, motivo por el cual me quedé allí sólo por tres días.

Partí de Holambra hacia Curitiba. Traía en mi equipaje algunos productos típicos holandeses para una familia holandesa allí residente. El viaje a Curitiba duraba unas dieciséis horas. Llegué a medianoche, siendo imposible a esas horas encontrar a la familia, que vivía en un sector distante de la ciudad. No queriendo pasar el resto de la noche en la calle, y buscando un lugar mejor para dormir, encontré una bodega con un portón medio abierto. Me escurrí como pude allí dentro, y ahí pasé mi primera noche en Curitiba, sobre el duro suelo de la bodega. Mayor fue mi alegría al día siguiente, al encontrar a la familia Barkema y ser recibido amistosamente en su casa.

Pieter Barkema había sido marino. Me contó, que en una ocasión tuvo un encuentro con Dios. Poco después había dejado la navegación y contraído matrimonio. Para mantener ahora a su familia había construido una excavadora, y trabajaba de momento vendiendo arena a importantes empresas constructoras. Yo pude ayudarle en su trabajo. Junto con otros dos muchachos brasileros permanecíamos sentados sobre la ruidosa excavadora, en el centro del lago dragado. La labor era monótona, pero Pieter siempre aprovechaba estos tiempos para hablarme de su fe en Jesucristo, y a mí siempre me impresionaba la alegría que él entonces irradiaba.

    

Me sorprendía también, cuando presenciaba, cómo él y su esposa exponían en oración sus diarias inquietudes y anhelos, dando incluso gracias a Dios por mí, y por mi estancia con ellos. Pienso que fue esta experiencia la que me llevó años más tarde a soñar repetidamente con Jesucristo.        

No lejos de Curitiba, en una región muy verde y cubierta de colinas, un grupo de campesinos holandeses había fundado después de la guerra, la colonia Carambei. Como hijo de campesino pude encontrar fácilmente trabajo con ellos. La mayor parte de mi tiempo allí, viví y trabajé con una joven familia. Los domingos íbamos todos en un pequeño auto por polvorientos caminos a la Iglesia Reformada Holandesa. El culto me parecía algo anticuado, y no me interesaba en absoluto. Paseando mi mirada por las bancas de la iglesia, descubrí de pronto a una muchacha muy joven, rubia y de ojos azul-verdes. Mi tipo ideal, pensé, y comencé a buscar de atraer su atención.

El día de Año Nuevo se reunían los holandeses a orillas de un lago. Era pleno verano. Muchos paseaban; otros nadaban en el lago, y otros practicaban esquí acuático. Participando yo en un concurso de saltos, quise causar impresión con un salto arriesgado desde el tablón de tres metros. Desgraciadamente caí de espaldas en el agua, en forma muy poco elegante. Poco después, estando yo algo deprimido y solitario en un lugar, descubrí de pronto entre la gente a la chica de la iglesia. Me estaba mirando, con una mirada tan amorosa, que pensé caer de rodillas. Un amor como éste, me pareció de dimensiones ya casi sobrehumanas.

Durante los días siguientes me sentía como en el séptimo cielo. Por timidez, no podía comunicar mis sentimientos con nadie, y mucho menos con la chica misma. Hubiera querido mantener para siempre este “divino” sentimiento de amor dentro de mí. Al mismo tiempo me sentía totalmente incapaz de iniciar un contacto, y menos aún, de mantenerlo. Estaba consciente, de que no estaba aún maduro para una tal relación amorosa.

Este fuerte sentimiento de enamorado, pareció despertar en mi alma un ansia profunda e incalmable de amor. Luchaban ahora dentro de mí estos dos: mi anhelo de amor palpable, y mi ansia de libertad. Lo último ganó la partida. No quería estar atado a algo, o a alguien.

En mi total impotencia, pero en un ingenuo esfuerzo por salir vencedor y “limpio”, me saqué los zapatos y me fui caminando descalzo por tres semanas hasta Argentina.

Queriendo ahora conocer el país y la gente más de cerca, me despedí un buen día de la Colonia Holandesa. Emprendí mi viaje por “autostop” (señas de “viajar a dedo”), aunque muchas veces me costara horas, o incluso días de espera al borde de carreteras, a pleno sol. El asfalto debajo de mis pies descalzos quemaba muchas veces en tal forma, que me era imposible detenerme en un lugar y esperar allí. Corría entonces por las carreteras polvorientas como si me fueran persiguiendo.

Cansado de viajar, y en búsqueda de un albergue en algún pueblo por el cual pasaba, me encontré a menudo con grupos de jóvenes reunidos al atardecer. Mi pelo rubio y mis ojos azules llamaban la atención, y las chicas me silbaban al pasar, algo que yo nunca había experimentado en Holanda. Pero también estos dichosos momentos eran de corta duración. Debido a mi temor de ser atado en alguna forma, en contra de mi voluntad, por personas o situaciones, quedaba frecuentemente solo; y pasaba las noches en alguna vivienda vacía, o en una zanja al borde de la carretera. Al siguiente día, después de haber pasado una noche intranquila sobre un duro suelo, me sentía profundamente solitario.

En mis viajes por el país en “autostop”, mi espíritu, bastante abatido y desanimado, cobraba ánimo contemplando los variados paisajes: El mar azulado, las largas playas con sus arenas doradas, los vastos bosques, a través de los cuales corren ríos con saltos y cascadas. Todo esto me maravillaba. También las personas con las cuales viajaba, algunas veces aliviaban sus corazones, contándome sus sinsabores y problemas.

Con frecuencia fui invitado por familias a sus casas. Y, aunque las viviendas en las cuales podía entonces colgar mi hamaca para pasar la noche eran normalmente muy sencillas, el poder participar en algo de la vida familiar suya, me comunicaba de momento un sentimiento de acogida y cariño. Poco después, sin embargo, este sentimiento era sustituido por el temor de una atadura opresiva, que me obligaba a separarme de inmediato para obtener otra vez mi libertad.

En una oportunidad, un joven me llevó en su auto, y me invitó a pasar el fin de semana con sus amigos en la costa. Todos ellos fumaban hachís. Media hora más tarde dormían todos. “Qué estupidez más grande”, pensaba yo mientras paseaba solo por la playa. No veía nada bueno ni útil en la droga.

Con el correr del tiempo tropecé con muchas personas, cada una a su manera y en diferentes formas, en busca de placer. Así es, por ejemplo el sexo, en la cultura sudamericana, un factor de enorme importancia. Esto se manifiesta especialmente en la música, en el baile, en los gestos y movimientos y en la moda. A las mujeres les gusta vestirse de forma provocativa. Incluso chicas de poca edad, desde los cinco o seis años, ya se pintan y están preocupadas de su apariencia exterior. También la homosexualidad se practica abiertamente en las ciudades. Un buen día me llevó un hombre a su mugrienta vivienda. Por mi parte, no sospechaba lo que él quería; emplearme para satisfacer su lascivia. Y no me fue fácil mantener la distancia. Se masturbó durante toda la noche. ¡Qué alivio al día siguiente, cuando pude liberarme, aún sano y salvo, y continuar mis caminatas por la ciudad!

Mi aspecto algo extravagante llamaba la atención. Rubio, de ojos azules, descalzo, en pantalón de deporte y una bufanda roja de campesinos holandeses en el cuello para protegerme del sol y como símbolo de mi libertad, caminaba yo por las calles. En un pequeño morral militar, mi único  equipaje, llevaba un pantalón largo que me ponía en las noches para defenderme de los mosquitos. Muchas veces ocurría que personas espontáneamente me ofrecían zapatos, de modo que incluso pensé en la posibilidad de coleccionar y venderlos, como medio de subsistencia.

En Buenos Aires mi aspecto causaba más bien escándalo. Un día, en medio de la calle, una mano me agarró de súbito rudamente del cuello, y un hombre me arrastró con brutalidad, sin decir palabra, a un edificio público. Felizmente mi pasaporte holandés me salvó en esta difícil situación. Todavía en estado de shock, me dirigí a la Embajada Holandesa, y fue para mí motivo de alegría, cuando allí una empleada responsable me echó una reprimenda en vista de mi descuidada figura y manera de vivir. Me dio ella también la dirección del Ejército de Salvación, donde pasé algunas noches como único europeo, durmiendo sobre una mesa. Quizás habría sido más cuerdo continuar durmiendo en el albergue del Ejército de Salvación, pero para mí era más tranquilo, pasar las noches en alguna vivienda abandonada en los alrededores.

Alojarme en un hotel no estaba al alcance de mi bolsillo. Incluso para mi propia alimentación tenía yo que ser muy económico. Algunas veces sin embargo, experimenté ayudas milagrosas. Me ocurrió, por ejemplo, en un restaurante en el cual pedí una bebida, que el camarero, sin explicación alguna, me agregó también un plato de comida. Otra vez, en una tarde muy calurosa en Buenos Aires, compré en un pequeño quiosco, una Coca Cola y un pan. Como de costumbre, muchas personas estaban sentadas frente a sus casas. Por mi parte, con hambre y sed, me senté al borde de la calle y consumí mi pobre merienda. Entonces, sin decir palabra, vinieron personas trayéndome queso, jamón, y pasándome dinero. Mi corazón dio saltos de alegría y gratitud, un sentimiento de seguridad me llenó.

Una tarde, ya muy cansado de caminar,  a la espera de alguien que me llevara en su auto, ya en plena oscuridad, me decidí por pasar el resto de la noche en la cuneta de la carretera. Cuando desperté al siguiente día con la salida del sol, me encontré con veinte pares de ojos que me observaban incrédulos y espantados. “Buenos días”, les dije... pero ninguno contestó. Uno tras otro se apartaron, y el último me dijo en voz baja: “creíamos que estabas muerto”. En mi infantil imprudencia, nunca pensé en el peligro que corría pasando la noche en la cuneta de una carretera...

Mi viaje continuó hacia Río de Janeiro, donde esperaba presenciar el famoso carnaval. Después, seguí viaje hacia el norte seco y pobre del país. Continué tres días en barco por el Amazonas hasta Manaus, para volar de allí a Brasilia, la capital.

Paseando por un moderno centro comercial, un grupo de hippies me llamaron: “¡Eh, Logo (pájaro raro), acércate!”. Me detuve, y comenzamos a hablar. Me preguntaron si tenía dinero. Les contesté que sí, que aún tenía un cheque de viaje. Ellos propusieron que podíamos festejar un poco en común.  Cuatro de ellos me acompañaron en búsqueda de un banco, donde pudiera yo cambiar mi cheque. Evidentemente nuestro grupo llamaba la atención, y pronto unos policías nos rodearon y nos pusieron frente a un muro con los brazos en alto. Una vez más, mi pasaporte holandés prestó gran ayuda. Mientras los hippies fueron evacuados, los policías me llevaron a la próxima estación de autobuses y me obligaron a abandonar la ciudad el mismo día.

Unos días más tarde, en otra ciudad, me habló de súbito un muchacho de marcadas facciones. Me dijo: “¿Eh, Logo; me vendes tus zapatos”? Después de haber caminado tres semanas descalzo, alguien me había regalado un par nuevo de zapatillas de gimnasia, que acepté agradecido. De momento necesitaba dinero y estuve dispuesto a venderlas. Se las pasé al muchacho para que se las probara, lo que él hizo, comprobando que le quedaban bien. Luego, sin embargo, no quería, ni pagarlas, ni devolverlas. En plena calle comenzó él de repente a pelear conmigo. Tenía el muchacho más o menos mi estatura. Me defendí de sus puñetazos con patadas tipo karate. Entre tanto se había reunido un grupo de curiosos; pero tan repentinamente como había comenzado la pelea, ésta terminó. Mi contrincante se sacó las zapatillas y las tiró al suelo. Me aseguró, que la próxima vez me mandaría al cementerio, y abandonó la escena. Quedé temblando de pánico, y desde ese momento me di cuenta, que el mundo no era tan inofensivo como yo creía...

En cuanto a mi vida emocional, había en esos tiempos más altos y bajos que en el pasado. Como por milagro, había sido hasta el momento preservado de ladrones y de tentaciones de tipo sexual. Una que otra inocente aventura amorosa avivaba por un tiempo mi alma hambrienta, pero el ansia de libertad siempre se sobreponía. Aparte de eso, el vivo anhelo de verdadero amor era más fuerte que el de excesos sexuales, tras los cuales algunos de mis llamados amigos buscaban con avidez. Por ese motivo, mantenía siempre dentro de mí un oculto deseo  de encontrarme otra vez con esa chica en la colonia holandesa. Regresé por esa razón a Carambei. Un día domingo, cuando el grupo de jóvenes iba a cantar en un asilo de ancianos, me llevaron con ellos. Mi rubia adorada también estaba presente, y se mostraba tan linda como siempre. Sin embargo, me pareció que su interés y amor se concentraba más bien en los ancianos, que en mi persona. Los coros cristianos que cantaban los jóvenes no me transmitían nada especial; aunque, mucho me asombró la actitud y devoción del grupo.

De visita en casa de la familia de la chica de mis sueños su madre me preguntó, cuál era mi intención en cuanto a estudio en el futuro. Contesté con solemnidad que deseaba ser piloto, y me imaginé en ese momento cómo yo un buen día tocaría tierra en Brasil en busca de mi novia.

Después de haber pasado ocho meses en Sudamérica, había captado una cruda realidad: que la así llamada libertad tiene un precio; a saber, soledad. Y así, no podría nunca satisfacer mi ansia de amor y reconocimiento. Con la idea en mente ahora de convertirme en piloto, emprendí viaje de regreso a Holanda.

El profundo anhelo de amor
De vuelta en casa, me recibieron mi familia y mis amigos como a un héroe. En un principio, hacía bien la seguridad y cuidado en la casa paterna. Pronto, sin embargo, comencé a sentirme otra vez atado con las antiguas amarras. El resultado de un test psicológico de admisión en un Instituto de Formación para pilotos, demostró una acentuada testarudez en mi persona. Mi solicitud fue rechazada. Poco después fui llamado al Servicio Militar. Acostumbrado yo a un estilo de vida libre de reglamentos, me pareció ridícula la disciplina militar. Cuando un oficial voceaba sus órdenes en un ejercicio de adiestramiento, me desternillaba de risa y perdía el paso. Contagiaba así a mis compañeros, que también se reían, y así nuestra tropa se convertía de momento en una turba caótica. Continuamente tuve que soportar sanciones.

No sabiendo la tropa qué hacer conmigo, fui trasladado a Alemania. Allí, en el cuartel holandés en Seedorf, debía trabajar en una oficina. Una vez más me encontraba en otro país, con otra cultura y otra mentalidad. Los medios de diversión y pasatiempo en Europa eran los mismos que en Sudamérica: Sexo, mujeres, alcohol, drogas y discotecas.

No interesándome mayormente  el palabrerío chabacano de mis camaradas, busqué contactos a mi manera. Tuve por ejemplo largas conversaciones con una joven madre de dos niños. Estaba ella frustrada en su matrimonio, y desde hace un tiempo ya acariciaba la idea de abandonar a su familia. Finalmente también yo tomé parte en que realizara sus planes, y pronto después terminamos durmiendo juntos. Esperaba que esta íntima relación calmara mi gran anhelo de amor. Pero este sentimiento fue de corta duración. ¡No! Yo seguiría buscando hasta encontrar el verdadero amor.

Después de terminar mi servicio militar decidí estudiar psicología. El descubrir y explorar mi vida interior, se convirtió para mí en una necesidad existencial. Tampoco me parecía posible continuar viviendo con mis padres. Alquilé  una pequeña habitación en Nimwegen, ciudad universitaria, y allí pasé mi primer año de estudios sin mayores problemas. Las vacaciones preferí pasarlas en países de climas cálidos; Francia, España, Marruecos y Portugal, viajando en autostop. Otra vez experimenté, junto con el sentir de libertad, el amargo sufrir de soledad. Sentí nuevamente el anhelo de comunión y contacto personal.

En el sur de España me amisté con una pareja yugoeslava. Ecio, el joven, me propuso viajar con ellos a Marruecos. Acepté con gusto la propuesta, pues había pasado ya dos semanas solo, y vagando sin rumbo. Pronto se demostró, que el propósito del viaje era la compra de hachís. Tres días seguidos pasamos juntos fumando “Dope” (droga) y vagando drogados. Mi conciencia y percepción parecieron dilatarse, y mi hambre insaciable de aventuras estuvo por un poco de tiempo satisfecha.

Al regreso, al pasar la frontera en Gibraltar, Ecio traía sus zapatos llenos de hachís. Tratamos con éxito de ofrecer un aspecto inocente y cándido, y pudimos pasar sin dificultades por el control aduanero. Poco después, Ecio y su amiga se despidieron, porque querían llevar su botín lo antes posible a su casa.

A mí me pareció absurdo, sin embargo, atarme a la droga. Continué mi viaje entonces, sin marihuana, hacia Portugal. Después de estas experiencias, el vacío dentro de mí era aún más intenso. Felizmente, el encuentro con un grupo de jóvenes portugueses que me recibieron en su casa me ayudó a calmarme un poco. Su afectuosidad y cariñosa acogida fueron para mí un consuelo y sirvieron como pequeño vendaje sobre la herida de mi solead. Después de tantas extravagantes aventuras, la normalidad parecía anormal.

Con nuevo ánimo reanudé en Septiembre mis estudios, y tomé incluso parte en cursos, que en principio estaban previstos recién para el tercer año. En una ocasión pasé una noche entera con mi grupo de practicantes. El estado de tensión emocional dentro de mí se exteriorizaba en tal forma, que yo estallaba de risa por cualquier nimiedad, por insignificante que fuera. En consecuencia, una estudiante del grupo se interesó tanto por mí, que me estuvo visitando continuamente.

Aunque ella no me había llamado especialmente la atención, sus repetidas visitas despertaron mi curiosidad. Su aspecto demostraba que ella se movía en círculos “alternativos”. Llevaba jeans, una chaqueta de piel de gamuza y una bufanda “Arafat” libanesa de color lila. Sus ojos castaños y sus turgentes pechos irradiaban un sencillo instinto maternal. Pasábamos noches enteras en mi pequeño, pero cómodo cuarto, conversando y fumando. Algunas noches las pasaba ella junto conmigo, pero tenía también un amigo, que no quería abandonar. Este contacto me condujo a una forma de dependencia que yo no deseaba. Estábamos enamorados, pero no podíamos decidirnos el uno por el otro. En consecuencia, me sentía roto y dividido interiormente, lo que me puso agresivo e impaciente. Tampoco me era posible como antes, refugiarme en mi mundo imaginario. Comencé entonces, buscando relajamiento, a fumar hachís. Con ello, todos los problemas humanos parecían temporalmente no tener importancia.

En mi programa de estudios, me inscribí también para la asignatura de sexología. Nuestro docente era de opinión, que no hay nada que brinde más satisfacción, que el contacto entre un hombre y una mujer, y su mutuo estímulo. Nosotros como estudiantes, no estuvimos de acuerdo con esta afirmación. Nos pareció demasiado simple y primitiva. Nos dijimos: “Dejémoslo hablar. El que se droga, sabe que la verdad se encuentra en otro lugar”.  El tema de mi trabajo en esta asignatura rezaba: “Sexualidad en el Budismo Tibetano”. En mi preparación, leí acerca de la transformación de la energía sexual, mediante prácticas tántricas. Esto despertó mi interés. Mis negativas experiencias amorosas me habían frustrado enormemente, y la posibilidad de vencer los deseos carnales me pareció una buena escapatoria.

No quería continuar siendo un prisionero de deseos insaciables. El estudio de estos escritos me intranquilizó aún más. Se despertó dentro de mí un vivo deseo de experimentar personalmente este estado de transformación. Necesitaba yo para ésto, sin embargo, un maestro.

En una conversación con la hija de un vecino nuestro me vino la idea de viajar a la India y a Nepal. Ella había estado allí, y había abrazado el budismo. Ella parecía estar rodeada de un aura y de un conocimiento misterioso y silencioso. En voz baja hablaba de los Lamas (maestros) Tibetanos y mencionaba al maestro preceptor, Lama Zopa, que ofrecía en Nepal cursos de meditación en inglés, también para principiantes.

Algo me impedía realizar este plan de inmediato, porque tanto mis frustrantes aventuras amorosas, mis experiencias con drogas y mi fascinación por las enseñanzas budistas me habían quitado ya toda motivación en mis estudios. En mi interior estaba intranquilo y anhelaba sólo obtener paz.

Aún tenía una esperanza. Viajes extraordinarios me habían llevado ya, en varias ocasiones, a reconsiderar mi vida y verme a mí mismo desde otro ángulo. ¿No se repetiría otra vez esta experiencia? Distanciarme de mi círculo de amigos, el encuentro con nuevas personas, y la prueba de vivir lo más económicamente posible, pero libre; todo ello contribuiría a liberarme de antiguas dependencias y me daría más confianza, seguridad y tranquilidad. Pensando en esta forma, interrumpí mis estudios en medio de un semestre y emprendí viaje a Yugoslavia para encontrarme en Koper con mi amigo Ecio, con el cual habíamos estado juntos en Marruecos. Ecio se había separado ya de su amiga, y mi llegada fue para él, motivo de gran festejo. Con sus últimos recursos alquiló un auto y partimos en un temerario viaje a Liubliana para participar en un concierto “Punk”.

Llegamos puntualmente al lugar, un centro juvenil, totalmente repleto. La fetidez de cerveza, de sudor y humo me causaron náuseas. La atmósfera reinante era electrizante. Los músicos estaban totalmente drogados y alcoholizados. Después de          haber producido durante quince minutos un verdadero estruendo, continuaron demostrando  la insensatez de su existencia demoliendo sus propios instrumentos. El afán destructivo pasó también al público. Botellas de cerveza volaban por el aire; la confusión, el caos, el terror y el tumulto eran perfectos. Cada uno estaba consciente de poder convertirse en la próxima víctima, aunque no había ningún enemigo visible. Lo único cuerdo era escaparse. Buscamos la salida en medio del tumulto, y ya afuera, nos alegramos de haber escapado ilesos.

Nuestra próxima etapa era una bodega subterránea de estudiantes. En la bóveda de piedra resonaba la música con un estruendo casi insoportable. Continuamente pasaban drogas y alcohol de mano en mano. Ecio me contó, que uno de sus amigos se había suicidado hacía algunas semanas, lo que no me llamó mayormente la atención. Podía fácilmente imaginarme qué vacía y sin sentido sería la vida, si esto que yo aquí veía fuera su único contenido. Al repasar en mi memoria la semana que estuve con Ecio, no recuerdo ningún momento en que no estuvimos alcoholizados o drogados. En todos los lugares que visitamos se bebía y fumaba. Aunque pasamos algunas noches en su propio cuarto, él evitó casi siempre el contacto con sus padres. Ellos nunca comprenderían su manera de vivir, pensaba Ecio. Después de haber pasado una semana entera de “party en party”, de concierto en concierto y de encuentros, consumiendo cantidad de alcohol y drogas, el comentario final de Ecio, ya totalmente agotado, fue: “Nunca en mi vida me he aburrido más”.

Por autostop continué mi viaje hacia Grecia. Era el mes de Marzo y todavía hacía frío. En la zona montañosa, en el sur de Yugoslavia, caminaba por la nieve en mis zapatillas de gimnasia. Pero, no sólo el frío exterior me causaba problemas, la soledad me estaba helando el corazón. La tierra y la gente me eran extrañas. Mi viaje era sin rumbo; no sabía yo, qué buscaba. Estaba escapando, y al mismo tiempo necesitaba probarme a mí mismo, viajando totalmente solo por tierras extrañas.

De pronto, me vino Israel a la mente, la “Tierra Prometida”, y me embarqué en Atenas por el Mediterráneo. Me preguntaba, sin embargo, en qué consiste “la promesa” en ese país. Los Israelitas me parecieron arrogantes como pueblo. En mis trayectos por autostop a pleno sol por las carreteras, nadie se detenía para llevarme. Los únicos que lo hacían eran árabes. Hastiado de Israel después de dos semanas, emprendí viaje a Estambul. Una vez más fui invitado por un grupo de estudiantes a su vivienda. Un tema de discusión con ellos era por qué y para qué existimos, el objeto y sentido de la vida. Por mi parte, no conseguí mayor claridad al respecto, ni en los encuentros y debates, ni tampoco en mi peregrinar por países extraños.

Al regresar a mi casa después de seis semanas, no experimenté la misma satisfacción que había tenido al regreso de mi anterior viaje a Brasil. La fuga en un arriesgado afán aventurero no me había otorgado la paz y tranquilidad que yo tanto anhelaba. Esto acrecentó aún más mi afán de buscar en forma radical una respuesta al sentido de la vida. ¿Es quizás el Budismo, el camino hacia la verdadera paz y plenitud, y la respuesta al gran interrogante?

2. En busca de iluminación

En el mundo de dioses impersonales
A pesar de los diferentes viajes y aventuras, seguí progresando en mis estudios en tal forma, que seis meses más tarde vi la posibilidad de incluir en ellos una pausa más o menos prolongada. Tenía la idea de viajar a la India, e inscribirme en el atrayente curso en lengua inglesa para principiantes en Nepal, y adquirir así, información y experiencia en esa religión, para mí aún desconocida. Mi forma de viaje no requería elevados gastos. Alquilé mi cuarto, e inicié mi viaje a la India, primero por tierra, por autostop. Ante la imposibilidad de obtener una visa para pasar por Irán, no me quedó otra alternativa, que dirigirme a Estambul, de allí a Atenas, y continuar mi viaje desde ahí en avión.

Mi arribo en Bombay fue un verdadero shock. El calor sofocante, el hedor apestante, la muchedumbre y la pobreza me pasmaron. Aquí no era posible echarse a dormir sin estorbo en algún lugar al borde del camino. Con seguridad no había tampoco habitaciones vacías en los alrededores. Decidí entonces, continuar mi viaje lo antes posible en tren a New-Delhi. Tenía allí la dirección de un albergue budista. Fue fácil obtener un pasaje sin reserva de asiento. Pasé horas con muchos otros viajeros en el andén, esperando la salida del tren. La mayoría daba la impresión de indiferencia y apatía, como si hubieran ya capitulado ante el destino. De cuando en cuando me alargaba alguien la mano, pidiendo una limosna. Pero también ésto parecía ser parte de lo acostumbrado. Los viajeros en espera formaban toda una hilera de acuerdo a la buena costumbre inglesa; lo que en cierta forma me esperanzaba, porque yo encabezaba la fila. Sin embargo, cuando finalmente llegó el tren, todos se abalanzaron repentinamente en los vagones en busca de asientos libres.

Me dirigí a un compartimento, al cual un hindú había logrado llegar antes que yo, y que parecía ganar su sustento manteniendo asientos ocupados por él, para ofrecerlos por precio a turistas ignorantes como yo. Me ofreció un asiento de ventana, lo que me pareció apropiado en vista a las próximas veinticuatro horas de viaje. Ocupé el lugar,  sin sospechar, sin embargo, que en el suelo, a mis pies, otros tres pasajeros irían en cuclillas. Hice todo el viaje con las piernas recogidas. Esto me fue posible, observando a otros pasajeros en la misma postura, en un cierto estado de trance. Así pude soportar los dolores en diferentes miembros. Dormir era imposible; ir al toilette tampoco, porque incluso allí se habían instalado definitivamente ya tres pasajeros. Afortunadamente, en las bulliciosas estaciones se vendía té caliente en vasijas de barro. Los vendedores se abrían paso por los pasillos repletos del tren, y ofrecían también sus mercancías por las ventanas abiertas.

El shock de las primeras impresiones en este país con sus miles de dioses impersonales, era casi insoportable. Diálogos con personas, que yo tanto deseaba, no eran aquí posibles. Era como si todos hubieran perdido su individualidad, y sólo existieran en la masa, sin conciencia de sí mismos. Cierto que muchos me hablaban, pero sus preguntas eran siempre las mismas: “¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Qué cámara tienes?” Sólo algo más tarde me di cuenta, que estas preguntas eran parte integrante del ritual de saludo. En un principio me pareció que aquí nadie se interesaba realmente por mí como persona. Quizás, pensaba yo, en este país debo aprender a renunciar a mi ego...

Fue un alivio llegar por fin al albergue budista en New-Delhi. Era una casa confortable, situada en un vecindario pudiente, y estaba bajo la dirección de una joven budista inglesa. El albergue era un paradero intermedio para muchos, que iban, ya sea en camino hacia el Norte de la India, con destino a los claustros o centros budistas en las montañas, o bien, que ya venían en viaje de regreso. Un viajero adulto australiano relató ya en la primera tarde historias muy divertidas sobre los maestros tibetanos. Una inglesa, pelada al rape, envuelta de pies a cabeza en una túnica roja de  monjes tibetanos, hablaba en tono misterioso sobre las capacidades sobrenaturales de su maestro (gurú1). 1 N. del E.: Gurú: En el marco del hinduismo, gurú significa 'maestro espiritual'

A diferencia de las escuelas budistas en Tailandia, Birma y Sri Lanka, en el budismo tibetano es de importancia, que cada uno tenga su propio gurú, cuyas instrucciones deberá él cumplir religiosamente. Los maestros preceptores parecen todos tener facultades telepáticas. Su consejo es de gran importancia, para avanzar con rapidez en el camino hacia la iluminación. Todas estas misteriosas informaciones acrecentaban naturalmente mi curiosidad. El curso para principiantes en Katmandú, la capital de Nepal, comenzaría recién en el mes de Noviembre. Estábamos a mediados de Octubre, por lo cual decidí visitar primero algunos lugares de tibetanos en exilo al pie del Himalaya.

La ruta de mi viaje iba por el norte de la India, en autobuses y trenes repletos. Las noches las pasaba normalmente en albergues baratos, lo que me permitía conocer la cultura hindú más de cerca. Todo ello me parecía soportable sólo fumando hachís, por cuyo medio mis propias limitaciones se disolvían en humo. Mi disgusto ante la increíble actitud impersonal de la gente se disipaba temporalmente, mientras mi propio yo parecía confundirse e identificarse con los olores y cuadros  a mi alrededor. Daba la impresión sin embargo, que yo no era el único en este estado. También para muchos hindúes era este estado de conciencia, semejante al trance, parte del diario vivir.

En comparación con las ruidosas y turbulentas ciudades de la India, eran los lugares en los cuales vivían los budistas tibetanos verdaderos oasis de reposo. En la ciudad de Dharamsala, en el norte de la India, está radicado el líder político y religioso de los tibetanos: el Dalai Lama. Yo había oído de su santidad y omnisciencia. Se dice, que el Dalai Lama es una encarnación del Buda Avalokiteshvara (sánscrito: “Señor que mira hacia abajo”) con sus mil brazos, que tiene un ojo en cada una de sus manos, como manifestación de su omnisciencia y gran piedad. Se dice también que el Dalai Lama posee facultades clarividentes peculiares, que le permiten reconocer el karma de cada ser humano. Tenía yo la vaga sensación de que él ya me veía, aunque aún no habíamos tenido un encuentro personal.

Durante la noche anterior a mi llegada a Dharamsala, había estado yo en la plaza de la estación con un Sadhu (predicador hindú ambulante, considerado como santo), y algunos mendigos, fumando marihuana alrededor de una pequeña fogata. Nos sentíamos rodeados de un ambiente maravilloso y misterioso, y aunque no era mucho lo que podíamos comunicarnos unos a otros, era como si todos en uno nos sumergiéramos en los murmullos de la noche. Durante el bullicio y tumulto diarios se esfumaba esta sensación, y me sentía entonces invadido por un sentimiento insulso e insípido.

Después de un viaje de seis horas en autobús llegué finalmente a Dharamsala, el lugar donde reina el Dalai Lama. Cobré nuevamente ánimo. Me preguntaba, cómo podían haber soportado ese penoso viaje los pasajeros apiñados sobre el techo del autobús.

El clima era agradable. El paisaje montañoso con sus altos pinos me recordaba a Suiza. Un contraste ofrecían sin embargo, las casas con sus techos de chapa ondulada, la gente de piel oscura y de baja estatura, los monos mendigando comida y el hedor de aguas residuales que se mezclaba con el humo de fogatas.

Los cuadros y figuras en los templos tibetanos me infundieron desde un principio un temor reverencial. El ambiente místico me fascinaba enormemente.

Caminando por el templo, en el cual se encuentra el Dalai Lama sobre el trono más alto y excelso, me sentí avergonzado de mi estado de aturdimiento y fatiga. ¡Qué personaje iluminado había sido Buda...!

Con asombro me di cuenta, que en esta ciudad había mucha gente del occidente, todos muy interesados en el budismo tibetano, que continuamente tomaban parte en los “teachings” (lecciones de enseñanza) y después se reunían para dialogar extensamente sobre los temas tratados.

También yo tomé parte en estas lecciones públicas de enseñanza, ofrecidas por diferentes Lamas, o maestros budistas. En estas ocasiones, y en diversas conversaciones con visitantes occidentales, escuché repetidamente, que aquellos, que ya habían sido aceptados como budistas, eran aquellos que ya tenían un buen karma, es decir, una energía vital positiva, que habían acumulado, ya sea en la vida presente, o en una existencia anterior. En consecuencia deduje, que también yo tendría un buen karma.

Así  como la hija de nuestro vecino en Holanda ya me había sugerido, me aconsejaron también aquí tomar parte en el curso para principiantes en Nepal, que sería en Noviembre próximo.

Ya que aún me quedaba suficiente tiempo hasta el comienzo del curso, quise también visitar la región septentrional de la India, habitada principalmente por tibetanos. La ciudad Leh, se encuentra a 4000 metros sobre el nivel del mar. Para llegar hasta ella, viajé primero un día entero en tren, y otros tres en un autobús totalmente repleto, por una peligrosa pista de montaña. Aparte de la ciudad misma, no había árboles ni prados. Sólo laderas grises y peñas rojizas.

Estar en esta ciudad fue para mí una experiencia impresionante. Durante una caminata por la montaña de piedra arenisca, experimenté lo que es una quietud absoluta. Una avispa, que pasó volando a cierta distancia, produjo un ruido tal, que parecía el de un avión atravesando el valle. Pensé, que obtener esta quietud interior por medio de meditación, era el camino para alcanzar finalmente iluminación. Esta quietud y silencio tenían un efecto mágico en mi interior. Los monjes budistas con los que me encontraba, parecían tener esta quietud dentro de sí. En todo caso, en cada encuentro eran ellos muy amables y afectuosos. Me pareció, que profesaban realmente la religión verdadera. Esta impresión mía recibió una nueva confirmación por una experiencia que tuve al regreso de una caminata en la cual atravesé el paso montañoso más alto del mundo.

Estábamos ya a fines de Octubre, y una repentina y fuerte nevada dejó el tráfico paralizado a mitad del camino. El autobús en el cual yo me encontraba, tampoco pudo continuar su trayecto, y se detuvo en el poblado de Kargil, ya que todos los pasos montañosos estaban bloqueados por la nieve. Dos autobuses, que habían partido de Kargil poco antes de comenzar la nevada, quedaron atascados en la nieve. Los pasajeros, en sus livianas vestimentas hindúes, tuvieron que esperar muchos días en los autobuses, hasta que los militares lograron abrir nuevamente el paso.

Junto con otros turistas occidentales tuve que esperar diez días en Kargil hasta poder continuar el viaje, mientras se nos decía cada día: “Mañana seguimos viaje...”

Durante estos días de espera, los musulmanes del lugar celebraban una fiesta religiosa. Los hombres iban por las calles, lacerándose a sí mismos. Según un determinado ritmo, se azotaban las espaldas con cuchillos sujetos en cadenas y se golpeaban el pecho con los puños. Algunas mujeres observaban llorando la escena desde el borde de la calle, tratando de disuadir a sus hijos varones de participar ellos en tal terrible espectáculo. La nieve coloreada de rojo por la sangre, el rechinar de las cadenas, el sombrío canturreo y el retumbar de los puñetazos, todo era pavoroso y repugnante. Esta espantosa atmósfera estaba presente en todos los lugares, y fue un verdadero alivio partir finalmente de ese lugar.

En la India experimenté con gran intensidad el significado de la primera de las “cuatro sublimes verdades” de Buda: “La Vida es Sufrimiento”. Tanto más anhelaba yo el encuentro con budistas amantes de paz.

 

Yo tomo mi refugio en Buda
Un día antes del comienzo del curso, llegué yo, agotado después de un viaje de varios días en autobús y tren, a Katmandú, la capital de Nepal. Como de costumbre, a la llegada del autobús se abalanzó un grupo de jóvenes hacia los turistas que bajaban, para ofrecerles sus distintos hoteles. De principio, no me dejé convencer por ninguno de ellos. Sin embargo, mientras caminaba solitario por la ciudad ya oscura, me alegré, cuando dos jóvenes se acercaron para acompañarme. Me contaron, que en su hotel ya se encontraban otros tres holandeses. Esto me facilitó la decisión de seguirles.

Me llevé una gran sorpresa al encontrarme en el hotel con dos amigos de mi ciudad natal. Junto con otros dos camaradas habían hecho también ellos un viaje por la India. Supusimos todos, que este encuentro no podía ser casual y que debía tener un profundo significado. Cuando les conté, que yo al día siguiente tomaría parte aquí en Katmandú en un curso para principiantes en budismo, decidieron venir conmigo y conocer el monasterio.

En bicicletas alquiladas, partimos a la mañana siguiente por el valle, en su colorido panorama otoñal, en dirección al gran “Stupa” budista en Bodhnath, distante a unos diez kilómetros de Katmandú.

Un Stupa, es un edificio religioso budista; un monumento religioso sin entrada. Tiene una forma definida de tres cuerpos, que simboliza la naturaleza iluminada de Buda. Sobre un fundamento cuadrilátero hay una bóveda semiesférica, en cuyo centro se encuentra una torre cuadrangular pintada con ojos, sobre la cual hay un capitel que apunta al cielo.

Bodhnath es un poblado pequeño, visitado por muchedumbre de peregrinos, en su mayoría, tibetanos. Las viviendas del poblado están agrupadas alrededor del colosal Stupa. Hay pequeños restaurantes, y sencillos quioscos, en los cuales es posible servirse un Chai (té). Se encuentran también tiendas de recuerdos y baratillos, que ofrecen Chang, una cerveza floja, preparada en casa.

Se nos ofrecía un cuadro muy variado y exótico: Peregrinos, monjes y turistas, rondando alrededor del monumento en sentido del reloj, rezando en su mayoría en alta voz. Otros, sentados en posición de meditación, girando molinillos de oración y dando voces con palabras características (Mantras). En diferentes lugares, cerca del Stupa, pude observar a personas, que se tumbaban repetidamente de bruces sobre una tabla. Los budistas creen, que este lugar sagrado irradia una energía especial, y que el rondar, el tumbarse de bruces y el articular “mantras” en alta voz procuran un Karma positivo. Por curiosidad dimos nosotros también varias vueltas en bicicleta alrededor del monumento. A continuación, subimos al monte sobre el cual se encontraba el monasterio Kopan, donde se llevaría a cabo el curso para principiantes.

Los edificios del monasterio eran más bien modestos. Había una pequeña vivienda con una cocina desaseada y un comedor, un templo con dormitorios para los dos Lamas del monasterio, y algunos sencillos dormitorios para unos treinta jóvenes monjes tibetanos como también para un número de visitantes. La única posibilidad de lavado y aseo, consistía en un grifo de agua, instalado en el centro del terreno del monasterio. De seis letrinas construidas en piedra, emanaba una fuerte fetidez, debido al hecho que muchos sufrían de diarrea, como pude más tarde comprobar. Las letrinas mismas, sin bombas de agua ni sifón, estaban totalmente sucias, de modo que nosotros, europeos, necesitábamos de  verdadero coraje para hacer uso de ellas.

No obstante, el panorama que ofrecía el lugar, con vista al hermoso valle bañado en sol, el ambiente tranquilo y pacífico nos tenían profundamente impresionados. Después de un diálogo inicial con una joven de origen inglés encargada de inscribir a los nuevos participantes en el curso que duraría un mes, también dos más de mis compañeros decidieron espontáneamente inscribirse y participar en él.

Junto con la inscripción había el compromiso de aceptar y cumplir con los reglamentos del claustro. Entre otros: no abandonar el área del claustro; no mantener contacto escrito con el mundo exterior, y no fumar. Estupefacientes y sustancias estimulantes estaban prohibidos, y naturalmente, la participación regular del curso era obligatoria.

Junto con unos 150 participantes iniciamos el curso que estaba trazado principalmente para personas de origen occidental. Cada uno debía firmar un escrito, en el cual nos comprometíamos a cumplir con los reglamentos del claustro durante nuestra estadía en él. Para mí, personalmente, con mi indomable afán de libertad, significaba esto someterme cuatro semanas a los rígidos reglamentos de un claustro y estar allí encerrado. No obstante, mi anhelo de estar un día liberado de un mundo de dolor y tortura, era de momento más fuerte que otros impulsos. Así entonces, acepté el compromiso.

A las cinco y media de la mañana nos despertaban. Dormíamos de a tres en un pequeño cuarto sobre el duro suelo de madera. A las seis nos dirigíamos a una tienda de campaña, montada especialmente para nuestro curso como lugar de meditación. Un americano de unos treinta años, discípulo del Lama Zopa, presidía la meditación. Era de aspecto rechoncho, tenía una barba oscura y vestía sencillamente Jeans y un jersey.

Envueltos en mantas de lana por el frío, tratábamos de ordenar nuestras torpes piernas en la poca acostumbrada posición de meditación. Nuestro maestro americano opinaba, que era nuestro Karma negativo la causa del dolor en las piernas y de la inquietud en el alma. Posiblemente, en una anterior encarnación habíamos sido movidos a satisfacer nuestros deseos. Él mismo podía ahora, después de años de ejercicio, pasar fácilmente una hora inmóvil, en postura de meditación.

Con gran esfuerzo tratábamos de mantenernos inmóviles como estatuas. Otro problema, quizás superior a este último, consistía en dominar la continua corriente de pensamientos que subían a la mente. Cuando por fin sonaba la campana llamando a comer, corrían todos a la cocina para conseguir en lo posible un puesto adelante en la cola y llenar el plato quizás con una buena porción de la frugal comida tibetana. Con frecuencia recordábamos entonces las sabrosas comidas que quizás ahora en nuestras casas estarían sobre la mesa.

Las salas del claustro eran frecuentadas por variados géneros de insectos; chinches por ejemplo. Estas últimas nos preferían a nosotros como morada y terreno nutritivo. Quizás, porque comparados con los tibetanos, estábamos algo más limpios. De cuando en cuando, durante toda la hora de meditación, sentía yo, cómo uno de estos bichos caminaba por mi espalda. Estaba absolutamente prohibido matar a cualquier ser viviente, por lo cual, terminada la hora de meditación, corría sin demora hacia afuera, me sacaba la camisa, y ponía en libertad al intruso.

Cuando el maestro preceptor, Lama Zopa, un hombre pequeño con grandes gafas, entró en la tienda de meditación, nos pusimos todos de pie, y nos inclinamos ante él con las manos cruzadas sobre el pecho. También él se inclinó, quizás aún más, y se lanzó en seguida tres veces al suelo, a todo largo, antes de tomar asiento finalmente en su trono decorado en tela de seda bordada. Me sorprendió que también muchos de los participantes occidentales se lanzaran al suelo. Sin pensarlo dos veces, imité yo también esta práctica. Se nos dijo que no nos inclinábamos ante el ser humano en sí, sino ante la naturaleza de Buda escondida en cada ser humano. Es decir, podríamos inclinarnos ante cualquier persona. Ante un Lama, aún más, ya que en él mayormente la naturaleza de Buda predomina.

El pequeño Lama hablaba inglés con dificultad. Tenía problemas respiratorios y tosía continuamente. Nuestro maestro de meditación americano estimaba, que la tos del Lama era consecuencia de nuestro negativo e impuro Karma. Nuestra impureza manchaba su pureza y provocaba la tos.

Comenzamos la instrucción con un escrito de enseñanza de Buda, que lleva el nombre Heart-Sutra, y que leíamos en inglés.

Era en todo caso extraordinario, y en verdad, revolucionario, que este texto se nos transmitiera ya traducido. En su mayoría repiten los tibetanos las Sutras en voces  tibetanas, o en “sanskrit” (sánscrito, es una lengua clásica de la India), sin comprender en absoluto lo que recitan. Se cree, que ya el sonido de las voces basta, para obtener un Karma positivo.

El texto trata de un diálogo secreto, entre El Iluminado y su discípulo Sariputra, en el cual Buda le expone a éste, lo que es la insuperable sabiduría. Debido al limitado conocimiento del idioma inglés del Lama, su fraseología sonaba a menudo algo torpe. Al comienzo pensaba que en Holanda nadie estaría dispuesto a escuchar un discurso tan incoherente y disparatado, aunque fuera por una hora.

Otros participantes sin embargo, que había dado ya varios pasos en las enseñanzas budistas, encontraron el discurso fantástico y estaban realmente fascinados. Poco a poco comencé yo también a encontrar sus palabras atrayentes y expresivas. En el ambiente tan particular de nuestro curso, me daba risa con frecuencia, especialmente cuando el Lama tropezaba repetidamente en palabras que le eran difíciles de pronunciar.

Por último, me desternillaba de risa con las historias más sencillas. Lama Zopa nos relataba entre otras cosas, historias de su niñez, y a mí me daba risa cuando él se condenaba recordando su falta de gratitud ante sus padres en esos tiempos. Parecía a veces, como si su relato fuera la expresión directa de lo que le pasaba por la mente, y su fisonomía y mirada eran como la de un niño travieso. Nuestro maestro americano de meditación nos dio a entender, que el Lama Zopa se dejaba guiar en sus palabras, para transmitirnos aquello que nosotros de momento necesitábamos.

Comprendimos, que la enseñanza budista no podía ser captada intelectualmente. Por el contrario, debíamos renunciar a nuestro intelecto, para dar lugar a un conocimiento trascendental e intuitivo. Las historias servían para vencer nuestra oposición y resistencia, para llegar un día a desvanecernos en la nada, la Nirvana. Quizás, pensaba yo, descubriré por mí mismo el anhelado estado de vacío, o la Nirvana (es el estado de liberación tanto del sufrimiento como del ciclo de renacimientos).

Tenía incluso la impresión de experimentar ya desde un tiempo el vacío. Por la tarde nos reuníamos en pequeños grupos para hablar sobre los diferentes temas. Los principiantes dirigían entonces sus preguntas a los más avanzados. Cuando se trataba de Nirvana, las respuestas eran siempre muy vagas. Esto debía ser así, porque Nirvana no puede ser expresada en palabras; sólo puede ser experimentada personalmente. Puede venir de súbito sobre uno. Ocurriría quizás, cuando la mirada no se encuentra fijada en nada, sino más bien observa a través de todo, y se pierde en una perspectiva totalmente diferente de realidad.
Por mi parte, procuraba continuamente obtener esta visión tan especial. En una ocasión, cuando contemplaba un panorama, sin fijar la mirada en algo definido, pensé que estaba experimentando algo maravilloso. Otra vez, estando en el templo absorto en meditación, sentí como si mis limitaciones físicas dejaran de ser, y fuera yo un ser espiritual de mayores dimensiones. Pensé entonces, que éstos ya eran pasos claros en el camino a la iluminación. ¡Pequeños quizás, no obstante...!

El humor, y el sensible raciocinio del Lama Zopa me agradaban cada vez más. También las misteriosas melodías tibetanas que entonábamos despertaban mi curiosidad. Ocasionalmente no se nos permitía comunicarnos unos con otros durante días, para evitarnos una distracción como consecuencia de conversaciones superficiales, y para que descubriéramos en cambio la primordial importancia del esfuerzo por obtener iluminación.

Al fin del mes se celebraron varias solemnes ceremonias. Una de ellas estaba centrada en la expresión personal del compromiso  ante el camino budista. Cada uno, que aceptaba la fe budista, debía proclamar en alta voz las siguientes tres frases: “Yo tomo mi refugio en Buda” (Buda: La conciencia iluminada, personificada en el fundador de la religión); “Yo tomo mi refugio en el “Dharma” (Dharma: La doctrina liberadora budista) y, “Yo tomo mi refugio en “Sangha” (Sangha: La comunión de los creyentes budistas).

Según recuerdo, todos los participantes en el curso tomaron parte en esta ceremonia. Es decir, todos nosotros éramos desde ahora formalmente budistas. Aquellos que se sentían especialmente unidos al Lama de este monasterio, recibieron de sus maestros preceptores un nuevo nombre. El mío no me gustó especialmente, por lo cual lo olvidé poco después. Pero, desde este momento me sentí aceptado en el círculo de creyentes budistas.

Cien mil Mantras para la Diosa Verde Tara
Al finalizar el curso, todos se alegraron de abandonar el monasterio y bajar del monte sobre el cual se encontraba el claustro, para tomar por fin una buena ducha caliente y servirse una buena comida en la ciudad. Yo, por mi parte, tuve que quedarme en el claustro, enfermo con una fuerte diarrea. Acostado allí, con fiebre y pesadillas, pensaba que mi organismo se encontraba madurando y digiriendo las muchas y nuevas impresiones de los meses pasados. No había nadie de momento que se ocupara de mí. No sé incluso, si alguien se percató de mi presencia. Después de cinco días me sentía ya algo mejor y comenzaba el segundo curso, para el cual se inscribían sólo los más celosos discípulos. Yo estaba firmemente decidido a hacer todo lo que me fuera posible por alcanzar la iluminación. Por eso, me inscribí junto con ellos en el curso. En el budismo tibetano hay ceremonias y rituales. Por ejemplo, se lleva a cabo un ritual de sacrificio, con el fin de apaciguar o satisfacer a los espíritus del lugar. Otra ceremonia se celebra con la finalidad de obtener una cierta bendición de amparo y protección. Sólo algunos pocos maestros preceptores están calificados para transmitir esta bendición. Éstos, están considerados como Tulkus, es decir, como encarnaciones de preceptores de renombre en el pasado.

En el budismo tibetano, se cree que la herencia espiritual de una persona puede ser transferida a la próxima encarnación. Así también, el Lama Zopa, que enseñaba en nuestro grupo, era la encarnación de una anterior personalidad espiritual conocida. Por eso, llevaba él un título de reverencia: “Rinpoche” (“Precioso”). Él tenía la autoridad para transmitir ciertas prácticas.

Después de finalizar el segundo curso de meditación un mes más tarde, el Lama celebró una ceremonia para todos los interesados, mediante la cual fuimos iniciados en las prácticas de veneración y enlace con la divinidad Tara, la imagen femenina verde del Buda. El compromiso que debíamos contraer consistía en un período de meditación de dos semanas dedicado a esta divinidad, durante el cual debíamos recitar cien mil veces su Mantra. Un Mantra es un determinado son melódico, un canto sagrado, que se pronuncia en honor de una divinidad, y que tiene la facultad de transformar la conciencia.

También en esta ceremonia de iniciación tomé yo parte, porque la idea de una divinidad femenina, maternal, que me rodeara y envolviera en su amor, me parecía maravillosa. El anhelo de una divinidad femenina se encuentra en diferentes religiones. Tanto los musulmanes manifiestan en la adoración de Fátima, la hija favorita de Mahoma, así como los católicos en la adoración de María, el humano anhelo de una divina madre. Mi joven vecina en Holanda, que me mostró el camino hacia el budismo tibetano, provenía de una familia católica, y me pareció, que quizás para ella, el paso que había dado del catolicismo al budismo tibetano, no había sido tan grande. Ambas religiones eran semejantes en la observancia de ciertas prácticas y el empleo de ciertos objetos, como el toque de campanillas o el quemar incienso.

Durante las siguientes dos semanas de retiro, iniciábamos cada reunión en conjunto, recitando en alta voz algunas oraciones en honor de la pacífica y maternal Tara verde. Todas las oraciones estaban exactamente prescritas. A continuación pronunciábamos los textos destinados a la meditación según las instrucciones de Sadhanas (reglas determinadas en cuanto a formas de meditación, de visualización y de recitación de Mantras), para llegar a unificarnos con la diosa Tara. Lo hacíamos en forma tal, que de momento sentíamos, por ejemplo, parecernos a la diosa y ser verdes como ella.

Finalmente debía cada uno recitar el Mantra en silencio, y según su propio ritmo, en la convicción y conciencia de ser él o ella esa misma divinidad. Al mismo tiempo contábamos el número de nuestros Mantras con un rosario de ciento ocho perlas. La oración de un rosario completo tenía la validez de cien Mantras. Las ocho perlas restantes eran añadidas para compensar posibles errores o alguna recitación descuidada de un Mantra.

En lo que a mí se refiere, tenía la impresión de cometer casi siempre más de sólo ocho errores. A menudo vagaba mi mente en otros ámbitos. Algunas veces recordaba con nostalgia la mesa familiar y las sabrosas comidas. Otras veces me venía a la mente una amiga muy guapa. Cada vez tenía que concentrarme nuevamente en la tarea que nos ocupaba. Parece que los otros participantes tenían problemas similares. Sin embargo, no debíamos llegar a un estado de estrés, porque en un estado tal, el ser interior no se abre ante la sabiduría intuitiva de la divinidad...

Cuando finalmente, después de dos meses y medio de retiro en el monasterio y muchas horas diarias de meditación bajamos en grupo a la ciudad, me daba la sensación de flotar a varios centímetros sobre el suelo. Me sentía como si estuviera drogado, aunque no había tomado nada del caso. Nos inclinábamos ante todo lugar sagrado y ofrecíamos pequeñas ofrendas. Ante el Supa, sobre el cual estaban dibujados los ojos del Buda, pusimos muchas velas en ofrenda. Comencé ahora a dar vueltas alrededor de este monumento en sentido del reloj, convencido de que ahora mi Karma mejoraría.

Lo mejor para mí habría sido permanecer en el monasterio y continuar meditando. Algunos visitantes de occidente ya eran allí monjes o monjas, y caminaban por dentro en las vestiduras rojo-oscuras del claustro. Con mi tendencia radical a extremos, y mi objetivo de alcanzar por todos los medios la iluminación, estaba dispuesto a ofrecer el precio de mi entrega total y hacerme monje. Dentro de mí, había un profundo anhelo de recibir una señal para mi futuro.

Una tarde estaba conversando con una joven australiana ante la estatua de Tara que se encuentra en el centro del terreno, algo más abajo del templo. Ya había oscurecido. Ella y yo caminábamos alrededor de la estatua como acostumbran los tibetanos, recitando los Mantras de Tara. De pronto se nos acercó el Lama Zopa acompañado de una monja española, que venían camino del templo. Yo ya había tenido algunos encuentros con él, pero, por reverencia y timidez nunca supe cómo comportarme ante él. Cada vez me había preguntado él, cuál era mi nombre y cómo estaba mi salud. También en esta ocasión me hizo las mismas preguntas.

Entretanto estaba ya preparado para dar una respuesta, y sentía dentro de mí una profunda calma. Contesté ahora riéndome, que él ya me había hecho antes las mismas preguntas. En consecuencia se rió también él, pero así como un niño que ha sido descubierto en una travesura. Luego le dijo algo a la monja que estaba a su lado. Ésta me pidió entonces, que por favor cerrara la puerta del templo, lo que ellos habían olvidado.

Recuerdo claramente, cómo subí la empinada escala para llegar al templo y cerrar la pesada puerta de hierro. De vuelta abajo, saludé reverentemente otra vez al Lama, que en el entretanto había platicado con la joven australiana y se encontraba ya en camino a su vivienda, que era parte del edificio del templo, pero tenía otro acceso. Estos simples encuentros, y el cerrar la puerta del templo tuvieron para mí un significado simbólico, que me indicaba con claridad, que yo no había de convertirme en monje. ¡Aquello que buscaba, no se encontraba en un templo, sino, esto había de ser descubierto en el mundo mismo!

 

Purificación, sacrificio y un buen Karma
Hoy pienso, que después de haber recibido esta clara señal, debería haber regresado directamente a casa. Sin embargo, estaba yo aún poseído del anhelo de ser por fin iluminado. Abandoné por eso Nepal, y viajé nuevamente a la India. Esta vez a Bodh-Gaya. Para los budistas en todo el mundo, es éste un lugar sagrado. En este lugar recibió Gautama, el hijo del rey, alrededor del año 500 AC, sentado a la sombra de un Árbol-Bodhi, después de una búsqueda intensiva durante cinco años, la iluminación, y obtuvo el título de Buda (Despierto, o Iluminado). Aún hoy se encuentra en ese lugar un gran árbol Bodhi, cuya semilla proviene sin duda del árbol original.

Junto al árbol hay un alto templo de piedra arenisca en forma de torre. Este es el templo principal del lugar, y en su interior se encuentra una gran estatua de Buda. Alrededor de este templo hay diversos monumentos de personajes, que en las huellas de Buda alcanzaron gran conocimiento. El lugar se asemeja a un cementerio, en el cual, en lugar de cruces se ven estatuas de Buda y Stupas.

Frente al acceso al lugar, amurallado alrededor, había día tras día una horda de mendigos, que, a gritos, y en parte también agresivos, demandaban la benevolencia y generosidad de los peregrinos budistas. Los mendigos eran intocables, que no habrían osado comportarse así entre sus propios compatriotas. Esperaban ayuda de parte de los peregrinos budistas, porque sabían que éstos, como también su propio fundador, rechazaban el sistema hinduista de castas.

Algunos comerciantes hindúes habían instalado quioscos donde ofrecían cambio de dinero, para que los peregrinos pudieran dar limosna, y mejorar así su propio Karma. Otros sacaban algunos peces dorados del estanque dentro del lugar, los mostraban a los tibetanos, y amenazaban matarlos, si los peregrinos no daban dinero. Según la creencia tibetana, es posible, que precisamente estos peces pudieran ser una encarnación de algún Lama del pasado. Los peregrinos entonces daban dinero, cogían los peces y los devolvían al estanque, “su ámbito de libertad”.

Junto al templo principal en Bodh-Gaya, se encuentran templos de cada nación budista. De todas partes vienen los peregrinos, traen sus ofrendas, y realizan ejercicios espirituales de purificación y otras acciones, para obtener así un mejor Karma, necesario para alcanzar la iluminación. Mediante ejercicios de purificación, ofrendas y buenas obras, no se expía la propia culpa, ni tampoco se anula un mal Karma de una anterior vida, pero sí, se obtiene un mejor Karma en la actual. Los actos de postración por ejemplo, sirven al peregrino como actos de reverencia, inclinándose ante los Budas, que pueden ayudarle en el camino a la iluminación. Si bien, el estado de iluminado, que encuentra su manifestación final en la expresión Nirvana, significa la propia extinción en un cierto nada cósmico, la presencia de los Maestros ya iluminados continúa aún existente en su omnisciente energía para apoyar a aquellos, que también aspiran y se esfuerzan por ser iluminados. Esta creencia es sostenida por los budistas tibetanos, que aceptan las enseñanzas Mahayana. Los budistas Hinayana en cambio, de Tailandia, Birmania, Sri Lanka y de otros países, no aceptan estas enseñanzas, porque no provienen de Gautama, el fundador de la religión.

Si bien yo mismo no sabía con claridad, cuál era mi culpa, y cuáles mis malas acciones, estaba sin embargo convencido, de que necesitaba ser limpiado y purificado. Decidí naturalmente someterme a los mismos ejercicios religiosos como los otros peregrinos. Junto con distribuir ofrendas, decidí practicar diariamente el ejercicio de postración. Este ejercicio consistía en tumbarse repetidamente boca abajo sobre una tabla plana y pronunciar cada vez una determinada oración. El ejercicio había de efectuarse en la cercanía del templo, porque allí actuaban mayormente las energías del Buda.

Debido a que en este lugar, en el centro de la India, a fines de Febrero el clima es muy caluroso, me vino la idea de cambiar mi ritmo de ejercicios tan fatigosos, del día a la noche. Como el acceso al terreno amurallado del templo estaba impedido durante la noche, trepaba cada noche por el muro, para practicar allí dentro el ejercicio de postración  hasta el amanecer del siguiente día. La profunda oscuridad del lugar me causaba temor. El amanecer era peor aún, cuando un enjambre de mosquitos despertaba y se activaba en busca de alimento. Después de tres semanas había realizado ya 60.000 veces mi ejercicio de postración y estaba flaco como un espárrago. La liviana comida hindú en el Ashram tailandés donde me alojaba, no era particularmente nutritiva, y durante el día, debido al extremo calor, me era difícil conciliar el sueño. Estaba totalmente debilitado y escuálido.

Una joven alemana, que también se alojaba en el Ashram tailandés, me preguntó una vez, qué me motivaba en tal forma para ejercitarme así en la religión. No me fue posible darle una respuesta satisfactoria. Casi sin excepción, todos los visitantes de origen occidental, se orientaban según sus propias ideas en el camino hacia la iluminación. Muchos de ellos se veían sucios y desaliñados. Trataban ellos, a través del budismo y el sencillo estilo de vida en la India, de escapar de las rígidas tradiciones cristianas, y de la presión en cuanto a rendimiento y productividad de una sociedad orientada a la prosperidad, sin reconocer, no obstante, que en el ejercicio de nuevas prácticas religiosas se sometían ellos a una nueva forma de presión y rendimiento.

Un buen día corrió la voz, de que un notable Lama daría valiosas lecciones durante una semana en la Casa Tibet, en Delhi, la gran metrópoli. Junto con muchos otros provenientes del occidente me puse en marcha a Delhi, con la esperanza de recibir de este Lama una especial bendición. Este Maestro, Ling Rinpoche, ya de ochenta años de edad, había sido uno de los Maestros Preceptores del Dalai Lama, por lo cual era también de gran estima.

Durante esta semana sin embargo, la bendición de este Maestro pareció pasar de largo ante mí, sin tocarme. Comprendí escasamente sus enseñanzas. El ajetreo y el bullicio de la ciudad me crispaban. Junto con otros jóvenes budistas estábamos alojados en un albergue barato, en el centro de la ciudad.

También mi estado físico me tenía algo preocupado. Aunque comía suficiente y con regularidad, estaba cada vez más flaco. Al finalizar la semana en New-Delhi, escuché que en Dharamsala, la ciudad al Norte de la India en la cual yo ya había estado, habría un curso especial de iniciación. Tenía la esperanza, de que una iniciación en prácticas más profundas me abriría por fin la puerta hacia una verdadera liberación, ya que, aunque me esforzaba por obtener paz y armonía, dentro de mí me sentía en realidad cada vez más perseguido y perdido. Me parecía entretanto, como si fuera movido interiormente por algo, que no provenía de mí mismo.

La imagen de la Diosa Roja Tantra
Me alegró el hecho, de que el curso de iniciación estaría dirigido por el Lama Zopa, al que yo ya había conocido en Nepal durante mi primer curso de meditación. Junto con el Lama Yeshe habían establecido centros de meditación en Katmandú y en Dharamsala. Por el hecho de estar ellos en condiciones de ofrecer los cursos en lengua inglesa, tenían mayormente alumnos de origen occidental, y con ello habían obtenido apoyo económico para montar los centros.

A través de la meditación dirigida a la Diosa Verde Tara, había conocido yo una de las  prácticas tántricas más simples; ahora sin embargo, deseaba experimentar un nivel superior. El Tantra, es un sistema muy complejo de enseñanza, mediante el cual, aplicando ciertos principios filosóficos, de visualización, y ciertas prácticas, se puede llegar con más rapidez a la iluminación. La filosofía Tantra confirma y apoya los deseos humanos, e integra los placeres mundanos como posibles elementos integrantes en el camino a la iluminación. En las visualizaciones, se concibe e imagina una esfera inmaterial, en cuyo centro se encuentran imágenes de Buda. En las prácticas, se trata mediante las Sadhanas, de alcanzar la iluminación en una profunda unificación con la divinidad central.

En víspera al comienzo del curso de iniciación, el Lama Zopa pronunció un severo discurso. Mientras se anunciaba una tormenta y un fuerte aguacero azotaba sobre el techo de latón del Centro, advertía él ante el peligro de un uso impropio de esta tan importante práctica Tantra. Sólo debían participar en el curso aquellas personas que estaban seriamente seguras y dispuestas a comprometerse para un próximo retiro de dos meses de duración, durante el cual habían de pronunciar cuatrocientas mil veces el Mantra de la Diosa Tantra.

Él puso en claro, que en este caso no se trataba de una práctica Tantra elemental, como en el caso de la pacífica y maternal Diosa Verde Tara, sino de la Diosa Roja Vajra-Yogini, con su irradiación agresiva, sanguinaria y sensual. En consecuencia a esta advertencia se retiraron algunos del Centro. En cuanto a mí, no me dejé intimidar, ya que se decía que estas meditaciones Tantra redundaban en un acortamiento en el camino hacia la iluminación. Hasta el momento encontraba yo el camino bastante penoso, y la perspectiva de un acortamiento me parecía muy oportuna.

Nuestro maestro preceptor nos expuso las prácticas Tantra. En forma detallada se nos explicó, qué debíamos imaginarnos durante los ciclos de meditación. Como apoyo para el desarrollo de nuestra imaginación, había frente a nosotros en la sala de clases una estatua de la imagen femenina del Buda. Debido a que el Lama Zopa era un monje casto, había hecho cubrir el cuerpo desnudo de la estatua con un paño. La imagen de esta ardiente deidad debía tomar forma en todo detalle ante nuestro ojo interior, de modo de intimar con ella en forma tal, hasta llegar finalmente a convertirnos en esa brillante aparición.

Aunque todo tipo de orgullo es generalmente rechazado en el budismo, ahora, consciente de esta íntima unión con la deidad, estaba permitido desarrollar un orgullo de carácter divino. Además se nos dijo, que la práctica de estos avanzados ejercicios tántricos traería consigo una liberación del deseo imperioso de comida, bebida, sexualidad y de otras necesidades mundanas. Incluso era posible integrar los placeres carnales, y transformarlos entonces en energía positiva. Este aspecto fue naturalmente de especial agrado para la mayoría de los visitantes del occidente: Alcanzar rápidamente el estado de iluminación, sin tener que desistir de los placeres mundanos.

Aun así, ante la perspectiva de poder obtener la iluminación en conjunto con placeres mundanos, no me dejé tentar por una relación con una chica alemana, que también participaba en los cursos de iniciación, y que visiblemente se había enamorado de mí. Me encontraba en el escarpado camino a la iluminación, en el cual una compañera sería un estorbo.

Finalizado este fatigoso curso, lo único que yo deseaba era paz y tranquilidad, lo que en la India difícilmente era posible tener. Cuando me informaron que en la ciudad Dehra Dun, donde aún se encontraba la joven vecina holandesa, un notable Lama daba nuevamente lecciones, decidí partir a ese lugar. Quizás podría combinar allí ambos propósitos: mi necesidad de paz y tranquilidad, y el deber de cultivar el trato con personas, que como yo, estaban en el mismo camino; ya que en éste, según las enseñanzas de Buda, son de importancia no sólo la conciencia iluminada (El Buda) y la enseñanza sagrada (Dharma), sino también la comunión entre los seguidores de Buda (Sangha).

Las lecciones se llevaban a cabo en una gran villa inglesa, que había sido alquilada por personas del occidente con el fin de ofrecer allí sesiones intensivas de prácticas budistas. También mi vecina holandesa se hospedaba en la villa. Deseaba ella entregarse totalmente a las enseñanzas y a la meditación, y pensaba permanecer allí durante tres años. Cuando quise saber algo más acerca de sus ejercicios y prácticas, ella sólo se encogió de hombros, dándome a entender, que de estas cosas misteriosas y sagradas no se habla. Sin embargo, había aprendido ella también a no ser demasiado obstinada, de modo que me invitaba de vez en cuando a ir con ella a la ciudad, a servirnos una hojuela hindú y fumar juntos. Sentados entonces en un Café, hablábamos sobre banalidades de la vida.

Había muchas opiniones diferentes en cuanto al camino a la iluminación. Especialmente entre los visitantes occidentales los criterios discrepaban considerablemente en este contexto. Durante el intercambio de opiniones entre nosotros sobre el tema, se percibía una fuerte tensión en el ambiente, ya que el ansia de cada uno era avanzar lo más posible hacia la meta.

Los tibetanos no daban la impresión de estar ellos mismos sufriendo bajo esta tensión. Los Maestros acostumbraban a meditar cada día, ya desde su más temprana niñez, y estaban habituados a tratar temas filosóficos. A menudo se divertían, cuando nos acercábamos a ellos con nuestras inmaduras preguntas, y nos estimulaban a no tomarlo todo tan en serio. Opinaban ellos, que las muchas prácticas eran sólo medios auxiliares en el camino hacia la iluminación en Buda. No obstante, y pese a estas palabras consoladoras, continué considerando las prácticas Tantra de gran importancia, ya que ellas ofrecían alcanzar con rapidez la iluminación.

Ya estábamos a comienzos de Junio cuando me puse en camino de regreso a mi casa. Mis padres querían festejar sus bodas de plata, y ya que también el Budismo enseña a honrar a los padres, pensé yo también en darles un gusto. Mi anhelo sin embargo, de llegar a ser un Buda no había disminuido en absoluto. Decidí por eso categóricamente volver otra vez a La India.

Como budista en la hacienda de mis padres
Llegué a Holanda bastante flaco y experimenté aquí mi segundo choque cultural. El aparente orden exterior parecía contrastar con la inquietud interior y el ajetreo diario de la gente. Mis padres, mis amigos y conocidos se espantaron al verme. No les comuniqué mucho sobre mis prácticas secretas de meditación, ya que se sabe, que sólo aquellas personas con un Karma maduro son naturalmente asequibles a las enseñanzas budistas. Por este motivo, no es necesario predicarlas. El poder del budismo radica en la transformación interior, donde está escondida la naturaleza de Buda. El hombre exterior es sólo ilusión; la verdadera renovación ocurre en el interior. La iluminación se manifiesta de adentro hacia afuera. Sobre esta base, pensaba, que nadie estaba en condiciones de constatar mi transformación interior.

Mi forma budista de pensar era casi incompatible con la forma occidental de vida. Esto se demostraba incluso en el entorno más cercano: Mi padre, como campesino, se esforzaba naturalmente por obtener una buena cosecha. Para ello, según su opinión, era necesario el empleo de insecticidas para impedir infestación por insectos. En Nepal había aprendido, que dentro de lo posible no debía matarse ningún ser viviente, ya que ello acarrearía un mal Karma. Naturalmente le transmití a él mi inquietud en cuanto a su mal Karma, y rechacé de plano prestarle ayuda en esta tarea.

En general, irradiaba yo poca alegría. El principio básico budista: “La vida es sufrimiento”, había echado raíces en mi interior, y se confirmaba continuamente. Otra vez, así como en mis primeros años, me escapaba yo en una forma de ausencia mental. En sueños y meditaciones creía encontrarme ya iluminado. Cuando un buen día pasó un amigo por mi casa, que había participado en Nepal junto conmigo en un curso de meditación, les relató a mis padres en detalle sobre nuestras experiencias allí. En el entretanto me había retirado para ocuparme en “cosas de mayor importancia”. Mi padre recuerda hoy, cómo, buscándome después de un cierto tiempo, me encontró en mi habitación, “sumido en profunda meditación, y totalmente elevado sobre el mundo real”.

Entretanto decidí interrumpir mis estudios, dejé mi cuarto en Nimwegen y regalé o vendí todas mis pertenencias, que consideraba innecesarias. Durante los meses de verano trabajé en la finca de mis padres. En secreto me preparaba ya para mi próximo gran viaje. Una tarde, contemplando desde nuestra terraza una magnífica puesta de sol, se acercó mi padre algo vacilante a mí. Se sentó a mi lado y me preguntó cuáles eran mis planes para el futuro. Le comuniqué, que deseaba volver otra vez a La India. Acto seguido me ofreció él, pasarme una parte de mi herencia, para que pudiera yo realizar mis planes. En este tiempo había poca comunicación dentro de la familia. Tanto más me sorprendió, hasta qué punto había captado mi padre lo serio de mi actitud. Sin embargo, rechacé por el momento su oferta, recordando que el materialismo puede ser un obstáculo en el camino a la iluminación.

Para mis padres, con seguridad no era fácil sobrellevar la vista de mi estado escuálido y ausente. No obstante trataban ellos de comprender el trasfondo de la fe budista. En la India, había hecho confeccionar una Tanka, una imagen budista en recamo de brocado, como regalo para mis padres. Esta imagen era una representación del futuro Buda Maitreya, al que aún se espera. El Buda se encuentra sentado sobre una silla, con sus pies sobre el suelo, indicando con ello, que está dispuesto a levantarse y venir. Este pintoresco cuadro había recibido un sitio de honor en la sala de estar de mis padres. De esta forma encontró el Budismo entrada en su casa. Un año más tarde viajó también mi hermana a la India, y adoptó la fe budista.

El budismo occidental: Placer y mundanalidad
En el Suroeste de Holanda se había establecido en el entretanto un centro budista tibetano en una antigua mansión señorial, en un poblado vecino a Róterdam. Me sorprendió que el centro llevara el nombre, “Instituto Maitreya”. La misma imagen Tanka que les había regalado a mis padres, estaba colgada en la Sala-Templo del Instituto. Un escriba tibetano, un Geshe, y algunos monjes y monjas holandesas, se alojaban allí. Cuando visité el templo en un día de meditación, fui recibido allí directamente como budista. Orgulloso, pude atestiguar mis experiencias en la India, manteniéndome inmóvil durante media hora sin problemas, en posición de meditación, algo que sólo pocos pueden.

Los dirigentes del centro me informaron de un próximo retiro que duraría tres semanas, y estaría dirigido por un maestro tibetano en Francia. Este maestro, Sogyal Ripoche, pertenecía a otra escuela del budismo tibetano.

Espontáneamente decidí participar en ese retiro y me puse en marcha por autostop a Francia. La asamblea, en la cual se encontraban unas doscientas personas, se reunía en un viejo castillo, en las afueras de París. La sala de reunión, originalmente la sala principal de una antigua iglesia, había sido mudada en un templo budista mediante una profusión de lienzos tibéticos, Tankas especiales y estatuas de Buda. En un pequeño estuche había una reliquia, que según se suponía, poseía un gran poder: Un diente de Buda. La gran sala abovedada respiraba ya el ambiente mágico de un templo budista. Las comidas se servían en las bóvedas subterráneas, y el alojamiento estaba repartido en diferentes habitaciones del castillo.

Los visitantes venían de diferentes países. El primer shock para mí fue constatar, que varones y mujeres no sólo dormían en habitaciones comunes, sino también a menudo en la misma cama. En la India, hombres y mujeres, participantes en un curso, estaban siempre alojados en diferentes habitaciones. Se observó con mucha claridad, que todo tipo de contacto sexual causaría distracción, y por ello estaba terminantemente prohibido. Decidí entonces, no dejarme distraer por mi entorno, y continuar al mismo tiempo con el ejercicio de las prácticas ya aprendidas.

El maestro tibetano, que hablaba un perfecto inglés porque vivía en Inglaterra y había cursado allí sus estudios universitarios, me pareció ser algo más mundano que los maestros en la India. Era obeso y de pequeña estatura, llevaba gafas y era soltero. Evidentemente le interesaban en gran manera las jóvenes guapas. Cuando una de ellas me contó de sus tentativas de contacto, me pareció increíble. Sogyal Rimpoche era para mí un maestro preceptor, y sobre un tal, no quería oír nada negativo. Debía ser más bien altamente honrado, como un predicador de las sagradas enseñanzas de Buda. En la India se enseñaba, que la reverencia ante el gurú, ante los escritos sagrados, y ante aquellos que buscan la iluminación, debía ser mantenida y practicada.

Las lecciones de Sogyal Rimpoche eran interesantes. Sus ejemplos eran más cercanos al mundo en que vivimos, y por ello también más comprensibles para europeos. El tema era El Libro Tibetano de los Muertos. Con mucho humor, trataba él de exponernos en una forma comprensible para nosotros, los relatos de este libro, en parte, espantosos. Sus enseñanzas se diferenciaban mucho de aquellas, que yo había escuchado hasta el momento. Pero, yo sabía, que en el camino a la iluminación era determinante mantenerse flexible, ya que todas las enseñanzas ayudan. Para la mayoría de los participantes, el retiro era más bien un “perfeccionamiento” interesante. Ellos nunca habían estado en la India, y no habían conocido la severidad de las prácticas budistas. Yo era el único que meditaba al amanecer, y desistía de la cena para someterme a otras prácticas.

Al final de las tres semanas, apareció una chica francesa muy guapa, que tenía un cierto parecido con la rubia, de pelo ondulado, que había conocido en Brasil durante mi viaje a Sudamérica, y que tanto me había gustado. Joëlle, sin embargo, no era en absoluto tan recatada como aquella, y entabló directamente contacto conmigo. Dominaba el inglés hasta tal punto, que podíamos conversar a gusto. Especialmente, la última tarde, en la que se festejó con alcohol y música (lo que en la India habría sido inconcebible), quería ella estar a mi lado. Poco a poco comencé yo también a entrar en calor, de modo que las rigurosas enseñanzas y prácticas que me tenían tan atado empezaron poco a poco a relajarse. No obstante, no quise pasar esa noche con Joëlle.

Un día después se sobrepuso el apasionamiento, y con ello, me pasé la siguiente semana con Joëlle, en su apartamento en París. Así como yo, también ella había estudiado psicología, y estaba fascinada al escuchar mis historias. Le relaté a ella todas mis experiencias en la India. Tenía la sensación, de que en el entretanto mi corazón estaba totalmente endurecido. Sin embargo, en la inesperada mutua confianza que se manifestó entre nosotros, comencé poco a poco a reblandecer. En mí se despertó un nuevo sentir en cuanto a experiencias, de las cuales me había distanciado yo totalmente en los meses pasados, como por ejemplo, ternura y cariño. Tranquilizaba mi conciencia, recordando las enseñanzas de algunos maestros, que opinaban, que el deleite de placeres mundanos puede ser incluido en la doctrina Tántrica.

Manjushri, el médium Iris y el Gurú Ling Rinpoche
Con todo, y a despecho de esta intensa experiencia, mi afán por progresar en la fe budista no se detuvo. Decidí entonces, continuar mi viaje a Inglaterra. En el centro geográfico del país, en el Lake District, en un antiguo castillo, había un gran Centro Budista. A mi llegada al atardecer al lugar, el cielo resplandecía en maravillosos tonos rojizos. Las enseñanzas budistas indican poner atención a las señales del momento. Pensé entonces, que el radiante cielo era un presagio para mí, y que aquí ocurriría algo decisivo para mi iluminación.

Casualmente se llevaba a cabo aquí, bajo la dirección de un maestro tibetano residente en el lugar, un acto de iniciación para la diosa Tara. El maestro, un hombre pequeño, magro y muy suave, que llevaba el título de Geshe, me pareció ser un verdadero modelo de humildad. Él era un maestro activo en la práctica de meditación, y se esforzaba en la obtención de sabiduría intuitiva. El Centro llevaba por eso el nombre Manjushri, el Buda de la Sabiduría. Este maestro me inspiró nuevamente. Cada día pasaba yo ratos en un maravilloso estado ausente meditativo, en la alcoba de varones.

Mi delirio de iluminación fue sin embargo interrumpido un buen día por una pequeña mujer holandesa de cabello rubio-rojizo, que también se encontraba en el Centro. Iris vestía un Jeans y una chaqueta de una tela tibetana con bordes de color. Según me dijo, ella era ya budista desde hacía varios años, y estaba continuamente acompañada en comunicación telepática, por su maestro tibetano en la India. Sus acompañantes espirituales habían dirigido su atención hacia mi persona.

Pudimos comprobar, que su maestro preceptor era el mismo Lama Ling Rinpoche, en cuyo curso en New-Delhi yo había participado sin entender palabra de sus enseñanzas. Aunque esta mujer daba una cierta impresión de trastorno e inquietud, y poco después me relató la extraña historia de su niñez, su contacto con este maestro despertó mi curiosidad. Parecía ocupar él en la jerarquía de Lamas un lugar especial, ya que incluso una fotografía suya se encontraba aquí en Inglaterra en un lugar muy elevado sobre el altar.

En el budismo tibetano, un gurú personal es imprescindible. Yo buscaba un tal maestro. Se despertó en mí el deseo y la esperanza, de que este Lama quizás me aceptaría como su discípulo. No pasó mucho tiempo, y mi esperanza se vio confirmada. Iris recibió una comunicación telepática, en la que él deseaba ser mi gurú. Mi plan original había sido volver a la India, para buscar allí mi gurú personal y recibir sus instrucciones. Pero, después de dos semanas con Iris, me explicó ella, que el gurú no veía la necesidad de un viaje, ya que él se podía comunicar telepáticamente conmigo a través suyo y transmitirme sus instrucciones.

Práctica terapéutica de relaciones, bajo dirección telepática
Con Iris teníamos diferentes conversaciones de orden terapéutico. En su niñez había experimentado fuertes trastornos traumáticos, y básicamente, ella misma necesitaba ayuda. Por un lado, buscaba una tal ayuda para experimentar sanidad; por otro, deseaba ella misma ayudar a otros, mediante sus capacidades mediumnísticas. Era una continua lucha entre fuerza y debilidad. En su primera edad, Iris había sufrido abusos, tanto en orden espiritual, como sexual. Sus padres habían estado envueltos en ocultismo, y ella había estado totalmente impotente ante ello. En este momento, esto no debería repetirse. A través de las enseñanzas budistas, había adquirido ella muchos conocimientos, y visitaba ya desde hacía años, curanderos y terapeutas en la escena “alternativa”.

Para estar totalmente libre durante su proceso de sanidad, había renunciado a su labor como maestra en una Escuela Superior. Fuerza y energía para sobrevivir, recibía ella principalmente mediante las instrucciones de guías espirituales, con los cuales se encontraba en comunicación telepática. Estos Guías nombraban a menudo sus nombres: Ling Rinpoche, el Dalai Lama, Padmasambhava y Tara. Ellos le comunicaban con exactitud, por ejemplo, cómo debía comportarse ante determinadas personas y situaciones; qué debía comer o comprar, o, hacia dónde debía viajar. También le comunicaban ellos informaciones sobre personas con las cuales ella se encontraba.

Iris se había ocupado en el estudio del Budismo, de las enseñanzas de Bhagwan, de la Antroposofía y de New Age. Sus convicciones budistas eran, como en el caso de la mayoría de europeos, un conjunto de enseñanzas de diferentes fuentes. Su meta no era sólo la iluminación. También quería ella ser una médium para los maestros preceptores. Para este objeto, era imprescindible primero liberarse de todos los obstáculos y ataduras internas, como por ejemplo, aquellas heridas aún no cicatrizadas. Recién entonces podría el gurú hablar libremente a través suyo.

En el budismo tibetano, la práctica de caridad es un ejercicio básico y necesario para alcanzar el estado de iluminación. Éste, así llamado “Ideal-Bodhisattva”, encierra el deseo de liberar a otros seres de sus sufrimientos. En cuanto a mi persona, mi afán de libertad y mi actitud individualista fomentaban en mí un sentimiento más bien despiadado ante otros. Sin embargo, tenía la esperanza de poder desarrollar en mí las cualidades de caritativo y compasivo, ya que estaba consciente, de que en este campo tenía aún mucho que aprender.

Sobre esta base, estaba dispuesto a ayudar a Iris. Para ello no obstante, era necesario iniciar una relación muy íntima con ella. Pese a que tenía bastante más edad que yo, y no era necesariamente mi tipo, entré en relaciones con ella, convencido de que ello sería un paso necesario en mi camino hacia la iluminación. Para practicar caridad debía yo primero cambiar interiormente.

El primer paso de transformación fue la disposición de despertar de mi mundo imaginario. Según Iris, este estado de sueño, ocultaba una cantidad de trabas y ligaduras que debían ser liberadas para alcanzar iluminación. Para esto quería ella ayudarme mediante sus métodos terapéuticos curativos. Así entonces, nuestra mutua relación se basaba en cierta forma en un acuerdo recíproco, de ayudarnos el uno al otro, en el camino hacia la iluminación.

En un lugar solitario en la playa comenzaron algunas de nuestras actividades terapéuticas. Iris me incitó a articular a gritos, todas aquellas cosas que me causaban dolor. Recuerdos de heridas como niño, deseos no satisfechos y sucesos frustrantes me vinieron a la mente, y los articulé a gritos, hasta que, debido a una respiración entrecortada me vinieron calambres en las manos. Hasta ese momento había reprimido aquellos sentimientos, o no había estado consciente de ellos, considerándolos como experiencias ineludibles de la vida.

Ahora, con la meta de iluminación en mente, estaba yo dispuesto a soportar todas las dificultades que vinieran. Entretanto, la relación con Iris ya no era sólo amistosa. Todos los tabúes debían ser eliminados en vista a la iluminación. El contacto sexual era un agente activo en este proceso terapéutico.

Iris decía que me amaba mucho, y sentía que yo también la amaba. Yo estaba asombrado de su impresión, ya que dentro de mí no podía descubrir tales sentimientos. Me preguntaba, si la represión de sentimientos sería la causa de ello. Poco a poco comencé a dudar, si mi facultad perceptiva respondía, o no, a la realidad. Más bien por mi propia decisión y no por amor sostuve las muchas y difíciles conversaciones con ella.

Un día, cuando salí del castillo para dar un corto paseo, me habló una joven inglesa, Margaret era su nombre. También ella era budista, y vivía sola, con sus dos hijos cerca del Centro. Perplejo, escuché de ella, que había soñado conmigo seis semanas atrás. Aún sin conocerme, me veía en su sueño junto con mi gurú cerca del instituto caminando desde la costa, y observaba, cómo todas las personas, incluso el dirigente Geshe del Centro-Manjushri, se inclinaban ante nosotros. Cuando ella tuvo este sueño, yo aún estaba en busca de mi gurú, y ni siquiera había llegado a Inglaterra. Esto me pareció ser una nueva señal, que confirmaba mi camino.

Las palabras de Margaret me honraban y me estimulaban. También ella estaba asombrada de ese sueño, y quería descubrir, qué dones misteriosos se escondían en mi persona. A partir de este momento, me sentí llamado a anunciarle, tanto a ella, como a las personas del Centro, lo que yo acababa de comprender, a saber: que la iluminación no hay de buscarse en el retiro de un claustro, sino en la realidad misma de la vida. Sin embargo, no sabía claramente, cómo debía actuar. Aunque sí estaba seguro de que mi gurú me guiaría.

Margaret tenía un cierto parecido con mi madre, no tanto exteriormente, sino en su carácter. Esto se me demostró cuando, en medio de una discusión filosófica perdía por momentos mis fuerzas. Me ponía furioso ante Margaret y manifestaba mi furia en alta voz. Ella me observaba entonces algo perpleja, y yo le explicaba, que mis arrebatos de cólera eran necesarios para eliminar las trabas y ataduras que se habían formado en mí, a causa de mi relación con mi madre.

Aunque no tenía yo la intención de entablar una relación íntima con Margaret, terminamos durmiendo juntos. No obstante, la nueva divisa era: “Todo lo que es útil para tu libertad y bienestar, es permitido”.

Pasado un tiempo, durante un viaje por Escocia, tuve la oportunidad de hablar con el Lama dirigente del Centro Budista Tibetano del lugar, Samyé Ling. Le pregunté, cuál era su opinión en cuanto a prácticas sexuales. Me contestó, que las enseñanzas budistas advierten en contra de una conducta desenfrenada en este campo, y me aconsejó dejar de practicarlas. Cuando objeté, que mi gurú me confirmaba en mis prácticas, me respondió, que era necesario observar las instrucciones del gurú. En el budismo tibetano, la palabra del gurú es considerada en general como de más peso que las enseñanzas escritas, y puede incluso contradecirlas.

Ocupaba ahora mi tiempo en meditación, pero poco a poco, también esta práctica fue perdiendo importancia para mí. Comencé en cambio, a darle más importancia al proceso de sanidad en mi interior. Escribí libros, llenos de observaciones y recuerdos sobre mi persona. Desde el momento en que habíamos iniciado el proceso terapéutico con Iris, creía yo reconocer, hasta qué punto mis padres habían puesto trabas en mi vida. Muchos de mis problemas y trabas internas comenzaron ahora a aclararse.

Findhorn – El mundo como unidad encantada
Este nuevo conocimiento e intuición despertó en mí la esperanza de obtener una visión más amplia de las cosas y de la vida. En encuentros con otras personas, e incluso, en árboles y plantas, comencé a reconocer partes de mí mismo. El mundo parecía estar integrado por una unidad mágica, en la cual se reflejaban continuamente aspectos de mi persona.

Esto se me hizo evidente en especial durante una práctica terapéutica. Como ya explicaba anteriormente, había dentro de mí una ruptura en la relación con mi madre. Ella había sido consecuente y severa en su enseñanza. Dos caracteres fuertes chocaban aquí, el uno con el otro. Ya que, en la mayoría de los casos debía yo, como niño, finalmente someterme, escapaba entonces, ya sea en mi mundo de sueños, o bien, descargando mi furia en mi hermana, o también en mis dos hermanos.

Siguiendo el consejo de Iris, busqué en el bosque un árbol, que representara a mi madre. En voz alta hablé con él (o más bien con ella), haciéndole saber, cuáles eran mis deseos, y le expresé también palabras con rencor y furia. Esto había de servir para liberar energías reprimidas y bloqueadas.

Pasadas unas semanas abandoné el Centro Budista, y me dirigí al Centro New-Age “Findhorn” al norte de Escocia. Antes de ser construido este Centro, en los años setenta, la tierra era árida, allí nadie deseaba estar. Sin embargo, fue escogido bajo la dirección de espíritus, los que indicaban, que en este lugar coincidían distintas radiaciones terrestres. En el entretanto, el área estaba lleno de verdor y flores. Uno de los secretos era, que aquí se rendía culto, tanto al sol, a la luna, a los árboles y a las plantas como a divinidades. Esto se practicaba mediante rituales, cánticos y danzas determinadas. En las sesiones terapéuticas ofrecidas en el Centro Findhorn se incluía también el contacto con las fuerzas de la naturaleza. Estas fuerzas servían a la autorrealización, porque actuaban apoyando al cuerpo, al espíritu y al alma.

Iris ya había estado en Findhorn bajo la dirección de sus guías espirituales. Según ellos, podríamos aprender nosotros algunas cosas en el Centro New-Age, en especial en lo concerniente a cómo se levanta un centro tal. Iris escuchaba las palabras de sus guías en su fuero interno, y las escribía inmediatamente en un cuaderno. En algunos mensajes, daban los guías a entender, que también nosotros dirigiríamos un día un centro, en el cual ofreceríamos un tratamiento terapéutico según un nuevo “Método Tantra”.

Esta perspectiva, y las nuevas experiencias en Findhorn parecían realmente tentadoras y practicables. Pasado un cierto tiempo no obstante, me sentí bajo una enorme presión. Pensaba que debía comprender, analizar y ordenar todas mis acciones y reacciones para llegar por fin a alcanzar un estado de verdadera libertad. Iris y sus guías espirituales me confrontaban continuamente con mi inconsecuente comportamiento, lo que para mí no era fácil de soportar.

Ya estábamos a fines de Noviembre, y hacía bastante frío. Con nuestras mochilas al hombro, vagábamos continuamente en busca de albergues baratos. La situación era realmente enervante, pero nosotros pensábamos, que debíamos aceptar estas penurias, ya que en alguna de nuestras vidas anteriores también habíamos vagado sin una vivienda fija. La “realidad” de esta vida anterior la confirmaban los guías espirituales en sus mensajes, y de momento, estábamos laborando con uno de ellas, lo que era parte del proceso actual de purificación.

Mientras el budismo asocia el tema de reencarnación con una repetición de los sufrimientos aquí en la tierra, y por ello, en lo posible no la desea. El esoterismo, en combio, vislumbra en el renacimiento una nueva perspectiva positiva. Errores en una vida anterior ahora pueden ser enmendados. Esta idea les resta importancia, por ejemplo, a acciones actuales, erróneas y negativas. Induce a pensar lo que a menudo se escucha: “....entonces, quizás, en una próxima vida”. En forma similar, personas, que no se explican la existencia de problemas en la vida actual, o que son incapaces de superarlos, ven una perspectiva positiva de solución ocupándose de sucesos e incidentes de vidas anteriores. Este es el motivo y la base de la Terapia de Reencarnación, en la cual, el terapeuta trata de introducir al paciente en una vida anterior, y le ayuda a relacionar hechos allí ocurridos con su situación actual, y así comprender y aclarar su situación.

Tanto en Findhorn, como también en otros lugares de Escocia, había lugares calificados de mágicos, a los cuales se les atribuía una irradiación sobrenatural de energía. Nos informamos sobre esos lugares en los cuales, por ejemplo, algunos cientos de años atrás se celebraban ritos, sacrificios y fiestas religiosas paganas. Tan pronto como recibíamos una tal información, emprendíamos viaje al lugar del caso.

Iris decía poder sentir claramente la existencia de tales energías, no sólo provenientes de personas, sino también de lugares, objetos y plantas. A menudo quedaba ella apresada por tales energías y entraba en un estado de pánico. Ella aseguraba, que estos estados eran generados por energías negativas y que influían en ella produciendo impureza.

En realidad, estábamos más bien escapando de influencias negativas, que liberándonos de ellas. Debido a sus experiencias traumáticas cuando niña, Iris sufría continuamente de insomnio. Aparte de eso, tenía ella también problemas digestivos, que trataba de controlar con una dieta especial.

Por un lado, estaba fascinado con todos los nuevos descubrimientos que hacíamos juntos. Por otra parte, se desarrollaba en mí una resistencia cada vez más fuerte en contra de todas las exigencias ante mi persona. A menudo dudaba si era efectivamente mi gurú el que transmitía estas exigencias en mensajes telepáticos. Me di cuenta sin embargo, que esta rebelión procedía evidentemente de mi “ego”, y que en su lugar debía prestar más atención a mi “yo superior”. No obstante, no queriendo en ningún caso perder mi contacto con mi gurú y con los otros guías espirituales, me sometía frecuentemente, pero de mala gana.

El yo superior y el gran conflicto
Estuvimos cerca de un mes viajando por el Norte de Escocia. Iris quiso entonces volver a Ámsterdam, donde ella vivía y hubiera querido que yo la acompañara. Pero pensaba, que yo debía dejarme guiar por mi yo superior, y meditar primero. Aunque había ya acumulado bastante experiencia al respecto, la meditación sobre mi yo superior no me era fácil. Estaba tan inseguro, que dirigía mis oraciones ante todas las imágenes de Buda en el Centro Mansjushri, al cual habíamos, entretanto, retornado pidiendo su consejo y ayuda.

Desgraciadamente, mis ruegos no eran de gran provecho. En mi interior había un profundo conflicto. ¿Era mi ego el que se oponía? Después de una larga lucha conmigo mismo, decidí finalmente volver con Iris a Ámsterdam. Al contrario de mi propio sentir, opinaba ella que mi decisión venía de mi yo superior.

Mi conflicto interno me hizo sentir al principio, en forma inconsciente, que yo ya no estaba libre en absoluto en cuanto a mis decisiones. Mi libertad, que para mí había tenido tanta importancia, estaba ahora limitada por un continuo análisis: ¿A quién debía yo obedecer, y cuándo? ¿A mi propia voluntad; a mi “verdadera” voluntad; es decir, a mi yo superior? ¿A mi gurú, o bien, a las instrucciones y ayuda de mi compañera?

Me parecía haber actuado totalmente ignorante y sin la más mínima idea ante mi actual conocimiento de mí mismo. Tampoco me había traído la paz y la libertad que buscaba. Por consiguiente, debía aún haber algo, que a mí todavía me faltaba. La confianza en mí mismo decaía más y más. La lucha interior, junto con el temor de perder ambos, libertad y dignidad, alcanzaron un punto culminante durante nuestro viaje a Ámsterdam.

Antes de tomar el barco hacia Holanda, pasamos la noche en un albergue barato en Londres. Pasamos muchas horas en nuestro cuarto en el hotel, esperando la salida de nuestro barco, que partía en la noche desde Harwich, a Hoch van Holland, en Holanda. Había oscurecido ya, cuando hacíamos los últimos preparativos para el viaje. De pronto hubo una disputa entre nosotros sobre alguna trivialidad, durante la cual a Iris se le escapó la lengua y me insultó a gritos. Salió luego corriendo del cuarto, bajando la empinada escalera de nuestro piso. Yo, profundamente ofendido y furioso, salí también corriendo tras ella. Loco de rabia y fuera de mí la alcancé y la golpeé repetidamente como un salvaje, hasta que gritaba de dolor. Recién entonces entré otra vez en razón.

Durante el viaje en barco, Iris apenas podía moverse y tenía un dolor punzante en el pecho. Yo estaba profundamente avergonzado de mi conducta.

Después de un penoso viaje, llegamos finalmente de madrugada a Ámsterdam. Estábamos a punto de tomar el autobús que nos llevaría cerca de su casa, cuando Iris se desplomó en la calle, sin conocimiento. Un taxista vino rápidamente, la llevó a su coche y nos condujo al Hospital más cercano. Él preguntaba, qué había ocurrido. Ella, retorciéndose de dolores, le contó de nuestra disputa. Yo hubiera querido desaparecer del mapa; sin embargo, la reacción del taxista mostraba que él ya había tenido experiencias peores.

En el hospital, Iris fue llevada directamente a la sección de vigilancia intensiva, porque algunas de sus costillas estaban fracturadas. Estaba tan avergonzado que no sabía cómo comportarme ante ella. Este estado de vergüenza me impuso una dependencia aún mayor y comprometía mi conciencia para prestarle ayuda con aún más dedicación.

Iris me dejó alojar en su apartamento, y me dio exactas instrucciones, de cómo debía yo comportarme allí, ya que su vivienda era en realidad un templo. Los muros estaban cubiertos de Tankas, con imágenes de Padmasambhava y de Tara. En los pequeños altares había fotografías del Dalai Lama y de Ling Rinpoche, y pequeñas fuentes de ofrenda con agua. Habiendo aprendido en la India las distintas prácticas de ofrendas, me sentí aquí pronto casi como en mi casa.

En mis visitas al hospital no conseguía demostrar compasión ni caridad, aunque era ello un principio fundamental del Budismo Tibetano, el llamado Ideal Bodhisattwa, que yo quería cultivar y practicar en mi relación con Iris. Me sentía profundamente culpable, e interiormente congelado. Pese a los dolores que Iris estaba sufriendo, escribía ella continuamente mensajes de mi gurú para mí. Decía ella, que escuchaba claramente en su interior las voces de los acompañantes espirituales, y que debía escribir sus mensajes. Experimentaba  además el gran amor de los acompañantes como un regalo.

Algunas veces, los mensajes telepáticos eran alentadores. Me daban la bienvenida en mi nueva residencia. Otras veces, sin embargo eran desafiantes. Parecía que mis pensamientos negativos y la actitud en mi fuero interno no le eran desconocidos a los guías espirituales. No obstante, esta confrontación había de serme útil en mi camino a la iluminación.

Tanto a mi familia como a mis amigos les había dicho siempre que quería viajar otra vez a la India. Pero de momento me encontraba en Ámsterdam, viviendo con una mujer budista. Pensaba, que nadie comprendería esta notable alteración de mis planes. Para mí la situación actual era un paso de obediencia ante mi gurú. Durante la primera semana no le comuniqué a nadie dónde me encontraba. El proceso en el cual me hallaba actualmente correspondía, según nuestro consejero espiritual, a aquel retiro de meditación que yo originalmente deseaba realizar en la India. La meta era conocerme a mí mismo, para luego negarme a mí mismo.

El camino a la iluminación implica la liberación del propio ser. Ello ocurre sólo cuando todas las ataduras han sido desatadas. Los medios que estábamos empleando para obtenerlo, eran originalmente budistas; los métodos, sin embargo, provenían de New Age. Esta mixtura es aceptada en el budismo, ya que el método es sólo un medio en el camino a la iluminación.

Terapia Tantra – el sueño de una vida sin trabas
Según la elevada filosofía budista Tantra, todos los medios que puedan fomentar la liberación pueden ser empleados en el proceso terapéutico, como por ejemplo, la sexualidad, o también las diferentes prácticas terapéuticas de New Age. Placeres del mundo, como la sexualidad, pueden ser transformados en energía iluminativa; lo que implica la unificación con la divinidad en todas las esferas, incluyendo la sexual. Si en el sector humano existen costumbres o tabúes - provenientes, ya sea de la educación, o del entorno social - que impidan esta unión, éstos deben ser eliminados, descartados o transformados. La terapia Tantra pretende lograr este objetivo.

Aquí se dan la mano, la religión oriental con el pensamiento occidental. El tema central de esta unión se parafrasea con los términos: iluminación, unificación universal, y otros conceptos fascinantes. Trabas, que se opongan a alcanzar esta meta, deben ser eliminadas. Los mayores obstáculos se han formado, de acuerdo a la psicología occidental, en la niñez, y consisten en determinados hábitos, en modelos de pensamiento y en distintas emociones. Es necesario ahora, descubrirlos, expresarlos y corregirlos de tal modo, que ya dejen de ejercer dominio y ataduras sobre el ser, produciendo temores, e incluso enfermedades. En la India me había concentrado más bien en la pura enseñanza budista. Ahora, en Europa, estaba viviendo según las creencias de New Age, con su énfasis en sentimientos y experiencia autónoma.

Cuando Iris fue dada de alta en el hospital, comenzó en serio el proceso terapéutico. Juntos renovamos su apartamento. Cada labor llevaba un significado simbólico, que representaba algo que en nuestro interior debía ser renovado.

Cuando pintábamos de blanco las paredes de la sala de estar, tenía esta tarea, por ejemplo, el significado de limpieza de nuestros corazones. La ardua labor de limpieza de las grandes ventanas de la sala de estar en el tercer piso, simbolizaba la limpieza de las “ventanas” de nuestros corazones. Casi en cada nueva tarea que emprendíamos había altercados entre nosotros. Ello, sin embargo, no podía ser de otra forma, porque en el proceso de limpieza de cada uno de nosotros, las trabas y obstáculos en nuestros corazones debían primeramente ser descubiertos, para luego ser resueltos.

Apenas pensábamos haber resuelto por fin un determinado obstáculo, aparecía ya el próximo. Un cierto alivio en este continuo estrés nos permitíamos: fumando juntos marihuana. Pero, hacíamos uso de drogas, sólo cuando teníamos la impresión de que ello nos proporcionaría un superior entendimiento. Bajo los efectos de una droga, veíamos los problemas desde otra perspectiva. Nos considerábamos a nosotros mismos desde la posición de espectadores, y nos reíamos de nuestros problemas y fatigas. Al siguiente día, el desengaño era grande, al comprobar que el “superior entendimiento” había desaparecido como por encanto, nuestras disputas comenzaban otra vez como al principio.

En cuanto a mi trato con Iris, ella opinaba que mis reacciones eran en general incorrectas. Mi actitud ante ella ocasionaba con frecuencia violentas discusiones, las que finalmente me hacían sentirme siempre culpable. Pero la finalidad no era sentirse culpable, sino aprender de los errores. Pese a que yo siempre expresaba mis sentimientos de culpa, y reconocía los motivos y causas, no por ello desaparecían éstos realmente. En cambio, sentía en mi interior una frustración cada vez más intensa. Las diarias disputas con Iris me tenían desconcertado. En la mayoría de los casos, ella sabía  todo mejor que yo, como si tuviera mucho más conocimiento de lo que ocurría en su alma y en la mía. Mi “consciencia cotidiana” parecía por el contrario funcionar a un nivel más bajo. Bajo los efectos de marihuana, o bien, en profunda meditación, me imaginaba trasladarme a una esfera superior de conocimiento, y observar desde allí mi estado normal.

Era como si existiera una tensión entre ambos estados de consciencia. Naturalmente deseaba siempre encontrarme en el nivel superior, lo que no lograba. Me imaginaba, que la experiencia de iluminación, era un estado en el cual yo cada día, y sin interrupción, me encontraría en mi “ser superior”, en cuyo caso, mi “yo condicionado” por educación y experiencias vividas no tendría ya más ninguna influencia sobre mi persona.

En el estado de suprema iluminación, pensaba yo, que no debía existir división alguna entre la conciencia de Buda (la luz divina) y la realidad terrena. Me imaginaba que mi iluminación habría llegado a su consumación, cuando hubiere penetrado totalmente en mi realidad terrenal diaria. Una frase, que expresaba en forma acertada la esencia de la iluminación, se convirtió por ello para mí en divisa          : “La luz cae en la tierra”.

Iris percibía asistencia social, y ganaba además algo ofreciendo sesiones terapéuticas. Ella nunca había recibido un adiestramiento en este campo, pero se dejaba orientar por sus guías espirituales en las sesiones. También comenzó ella a ofrecerme a mí sus sesiones, con la finalidad de ayudarme a aclarar y purificar mis relaciones con mis padres. A continuación, yo tenía que guiarla a ella en una sesión, en la cual ella debía tratar nuevamente de ordenar y despejar sus difíciles relaciones con sus padres ya fallecidos. Entretanto, me daba ella instrucciones, de cómo debía yo efectuar mi labor, lo que provocaba con frecuencia fuertes discusiones. Cuando, finalmente ambos ya no sabíamos cómo continuar, recibía ella un mensaje de sus guías espirituales, que nos indicaban lo que nosotros aún debíamos aprender.

Yo ponía por escrito diariamente todos mis sentimientos y emociones, y estaba redactando una extensa carta dirigida a mi madre, en la cual le presenté la gran frustración que yo había experimentado en consecuencia de la educación recibida. El escrito en sí, no bastaba sin embargo, para expresar todos mis sentimientos ante ella. En sesiones terapéuticas practicábamos por ello, el diálogo que había de tener lugar entre mi madre y yo. Casi a modo de entrenamiento, trataba de ponerme en el lugar de mi madre, para así reaccionar ante sus argumentos en forma tal, que todo lo que yo deseaba comunicarle fuera realmente captado por ella.

Preparado en tal forma mediante estos diálogos de ejercicio con Iris, fui entonces poco después a visitar a mis padres. Sin grandes miramientos, le comuniqué a mi madre, que tenía que hablar con ella a solas. Fuimos entonces juntos al dormitorio, y allí le transmití a ella, en voz alta y con claridad todo  mi enojo y dolor. Mi madre estaba sentada frente a mí, al borde de la cama, y daba una impresión totalmente petrificada. No sabía cómo reaccionar. Mi explosión de sentimientos fue algo totalmente inesperado para ella. Y creo haberla herido profundamente.

Ese día tuve que hablar largo con mis padres para calmarlos, explicándoles que esas cosas eran parte de mi terapia, y que tenían como meta, crear y establecer una verdadera comunicación entre nosotros. Para una familia de campesinos, como en nuestro caso, este proceder era naturalmente insólito. Sin embargo, mis padres hicieron todo lo posible por comprenderme. En realidad, en el pasado nunca hubo serios conflictos entre mis padres y yo. Pero, tampoco hubo nunca entre nosotros un verdadero intercambio.

Después de este encuentro, retorné inmediatamente a Ámsterdam, para no correr el riesgo de recaer otra vez en mi antiguo comportamiento. Repetí varias veces mis visitas y aclaraciones. También contra mi padre abrí fuego, e incluso contra toda la familia cuando estábamos juntos. En una ocasión estábamos todos en el salón, y yo toqué el tema de cómo deben ser rotos los tabúes. En nuestra familia, por ejemplo, nadie fumaba. Yo era de opinión, que este tabú debía ser por fin eliminado, y le ofrecí a cada uno de los presentes un cigarrillo. Efectivamente, después de unos minutos estábamos todos con un cigarrillo encendido entre los dedos y nos reíamos fumando. Solamente mi madre se negó a “participar en tal disparate”.

Repasando los hechos hoy, me admira realmente, que mis padres no me hayan echado a la calle. Y, aunque mis acusaciones eran tan fuertes para ellos, los altercados e incluso insultos, no dejaron de hacer cierto efecto en ellos. Algunas veces, después de un par de días, mi madre me llamaba, para decirme, que mis declaraciones le habían procurado cierto alivio, ya que en varios puntos por mí mencionados, admitía ella haber cometido errores. Parecía entonces, que no sólo para mí era un alivio sacar a la luz errores pasados.

También con mis amigos sostuve tales conversaciones aclaratorias. Una vez, durante un fin de semana que pasábamos con un grupo de amigos en una isla, hubo de pronto una gran tensión entre nosotros, cuando yo le dije la verdad a uno de ellos. Fueron necesarias varias otras conversaciones para restablecer nuestras relaciones. Mis amigos estaban espantados viendo mi nueva actitud y comportamiento. Por mi parte, no había hecho nada más que articular mis sentimientos.

La terapia me había cambiado; esto debía explicárselo a los demás. Naturalmente veía yo ahora, cuántas personas se esconden tras una máscara, y cuánta aflicción y enajenación proceden de la contención de los sentimientos y emociones. Mi cambio, no obstante, no había traído más paz en mis relaciones con Iris. Parecía, como si en el proceso de descubrir y allanar trastornos de comportamiento no se avistara fin alguno, tanto en mí, como en ella. ¿Cómo y cuándo acertaríamos por fin a manifestar a gritos todos nuestros sentimientos negativos y depurarlos? ¡Y, pese a todo, ésto había de ser!

Mientras tanto, este interminable proceso nos desgastaba y era una pesada carga para nosotros. Estábamos únicamente ocupados con nosotros mismos. Siendo esto ya difícil de soportar, decidimos separarnos, y yo busqué un apartamento separado para mí. Reinicié también mis estudios de psicología, ahora, en la Universidad de Ámsterdam.

3. Todo en mí es divino; todo es permisible

Psicología alternativa espiritual
Mis estudios tenían muy poco contenido espiritual. Su base, puramente racional, contrastaba totalmente con las diferentes enseñanzas alternativas, que habíamos conocido hasta el momento y que proliferaban por todas partes. En lo que a mí se refiere, tampoco veía la posibilidad de mejorar mi bajo nivel consciente, sólo mediante la ciencia racional. Por ese motivo ocupábamos mucho tiempo en el estudio y ejercicio de diferentes formas de terapia: Terapia de Flor Bach, Terapia de Reencarnación, Yoga, Meditación-Zen, Danzas Espirituales, con curanderos, Reiki, y otros métodos terapéuticos de New Age. Así también, recurríamos a la ayuda de exorcistas, que mantenían contacto con los muertos y conjuraban espíritus malignos.

Iris tenía frecuentemente la impresión de que su apartamento debía ser purificado y liberado de poderes de las tinieblas, y de almas sin reposo. Debido a que ella sufría de continuo insomnio, echaba mano de cualquier medio que pudiera servir para conseguir sanidad y paz interior. Así, entramos en contacto con una mujer, que practicaba una forma de terapia, llamada Terapia de Renacimiento. Se trata en este caso, de un método de respiración, proveniente del Yoga hinduista, y posteriormente desarrollado por un estadounidense2. Según este método, se debe respirar profundamente, y sin pausa entre inhalación y exhalación. De esta forma se vencen obstáculos, que durante años se han creado en el interior, debido a una continua tensión. Especialmente, la tensión originada por el trauma del propio nacimiento ha de experimentarse otra vez, lo que en muchos casos produce un enorme desahogo.

N. del E.  2  Leonard Orr, (Nueva York, 1937) en las décadas de 1960 y 1970.

Mi primera experiencia con este método la tuve durante un seminario de una semana en Francia. Tuvo éste lugar en un campamento, cerca de Perigeux, en la Dordogne, equipado ya para el objetivo de New Age.

Dos mujeres jóvenes, con poca experiencia en este método terapéutico, me llevaron a un césped asoleado, donde debí tenderme de espaldas y respirar profundamente. El respirar en esta forma, le transporta al organismo mucho más oxígeno que de costumbre, motivo por el cual pueden producirse calambres musculares espásticos. Pasada media hora, tuve yo exactamente esta experiencia. Mientras se contraían terriblemente mis brazos, piernas y cara por los calambres, corrió rápidamente una de las jóvenes hacia la dirigente del grupo. La que, para liberarme de mis espasmos, se tendió boca abajo sobre mí, y me dio instrucciones de cómo debía yo respirar.

Comprendí, que se trataba de considerar desde una perspectiva externa, los pensamientos negativos, los sentimientos y las convulsiones que se originaban. No debía uno irritarse ni sentirse culpable, sino en cambio, continuar respirando profundamente. La idea básica es: “Todo puede ser”; también convulsiones y temores. Todo ello es parte integrante de la vida, del ser humano y de mi persona. No necesito sentirme culpable de nada. No tengo culpa alguna, y en el fondo de mi ser, soy bueno. Y, aparte de esto, afirmó la dirigente, ya no estoy solo. Ella me ayudaría a salir a través del “canal del parto” hacia la libertad.

Pasaron algunos minutos, hasta que de pronto terminaron los calambres, y una corriente calurosa y cosquilleante inundó mi cuerpo. Un delicioso sentimiento de expansión y desahogo me llenó en forma tal, que me sentía ya como en el séptimo cielo. Como un recién nacido comencé a dar brincos por el césped. Hubiera querido permanecer siempre lleno de este sentimiento. Con este método, esperaba yo, me sentiría siempre fantásticamente bien, incluso sin empleo de drogas.

En el grupo, cantábamos himnos de la Madre Tierra, de Dios, de Dioses y Diosas. Divinidades, que éramos en realidad nosotros mismos, como lo entonábamos en el himno “I am the Godness” (yo soy la diosa). Cantábamos también coros sobre la naturaleza y sus elementos, cuya energía y poder queríamos recibir. Muchas veces me corrían las lágrimas, tan conmovido estaba. Hoy pienso, que estos coros tocaban en lo profundo de mí ser un anhelo inconsciente de comunión con Dios.

En ese tiempo aprendíamos sin embargo, que la naturaleza divina estaba en nuestro interior. Pero que estaba obstruida debido a la educación, el ajetreo de vida, enfermedades, problemas, y muchas otras causas. Ahora se trataba de liberarla. Pensaba, entonces, que el motivo de mi emoción era el anhelo y la real perspectiva de ser yo mismo divino, y de volver otra vez a mi “estado original” de seguridad.

La filosofía budista concuerda con esta idea de New Age. En cuanto a mi camino budista, bastaba únicamente cambiar la palabra “Dios”, en la palabra “Buda”. Por eso pensaba siempre en los momentos cuando entonábamos los himnos sobre el mundo espiritual, o sobre Dios, en mis amados gurúes budistas.

Terapia de renacimiento: Volver a ser niño otra vez
Las experiencias durante este seminario me convencieron. Y tanto a Iris como a mí nos pareció oportuno, que yo optara por un aprendizaje y entrenamiento en el método alternativo de terapia de renacimiento, en forma paralela a mis estudios universitarios. Los centros de adiestramiento se encontraban en diferentes lugares, en Holanda y Bélgica, dispuestos para albergar a grupos de aprendices. Yo me inscribí en uno de ellos por un precio bastante elevado, para participar en sesiones individuales, y esperaba con ello, sobreponerme a mi crisis de conciencia y elevar mi nivel consciente.

El plan de enseñanza y adiestramiento estaba primeramente centrado en la experiencia personal del aprendiz en la terapia, y en su sanidad interior. Yo consideraba una tal experiencia de importancia, no sólo para mí, sino que también pensaba en las muchas personas que habían reprimido en tal forma sus experiencias de la infancia, que ya no podían ser devueltas a la memoria.

Durante estas sesiones, era importante revivir todas las emociones y sentimientos del pasado que salían a luz. Yo tuve en el grupo de aprendices la oportunidad de revivir mi anhelo de ser un niño pequeño, responsable ante nadie, que se apropia de lo que quiere.

Una experiencia muy especial, fue el revivir mi propio nacimiento. Felizmente, mi parto se había realizado sin problemas. Pero, varios de los aprendices participantes habían tenido experiencias traumáticas, o habían sido repudiados por sus padres. Sumergidos en una tina de suficiente tamaño, llena de agua templada, respirábamos con esnórquels (un equipo para bucear con una máscara transparente de plástico y un tubo corto para poder respirar), mientras éramos mantenidos allí por un terapeuta o un ayudante. La sensación de estar en el vientre de la madre se hacía presente. El esfuerzo por respirar, despertaba la memoria, y al mismo tiempo, la consiguiente sensación de temor y dolor ante la perspectiva y necesidad de tener que abandonar aquel lugar protegido y seguro. El conocimiento, de que “mis padres no se gozaban de tenerme”, producía también mucha tristeza y heridas. El proceso de sanidad de tales heridas había de efectuarse paso a paso, al adquirir conciencia de las causas y motivos, bajo la dirección y cariñosa aceptación por parte del terapeuta y sus acompañantes, teniendo la posibilidad de elaborar interiormente aquellos hechos hasta ahora desconocidos.

La mayoría de las prácticas terapéuticas de New Age tienen sus raíces en la filosofía e la ideología orientales de la vida. Quizás fue la compatibilidad espiritual, entre el método de terapia de renacimiento y el budismo, lo que me dio la confianza necesaria, para iniciar el curso de preparación de dos años de duración. Aprendíamos, no sólo métodos de respiración, sino también formas de masaje mediante las cuales se suprimen obstáculos y trabas físicas. El curso incluía también ciertas técnicas de coloquio, llamadas, “voice dialogue” (dialogo de voces), por cuyo medio, diferentes voces en nuestro interior, que son activadas durante luchas, conflictos y decisiones podían articularse. Cada “voz” podía ahora exponer su punto de vista, hasta que “la verdad”, es decir, lo que para mí era lo mejor en una situación específica, quedaba claramente establecido. No se trataba sin embargo, solamente de la admisión de las diferentes voces en nuestro interior, sino también de la aceptación de los distintos componentes de nuestra personalidad.

Durante un curso de fin de semana, recuerdo muy bien, cómo habíamos de conocer al “monstruo en nuestro interior”. A modo de preparación, se nos guió por medio de un ejercicio de meditación al el interior de nuestro ser. Esto se efectuaba imaginándonos por ejemplo, que entrábamos en una casa, y observábamos primero las diferentes habitaciones hasta llegar a una puerta que conducía al sótano. Abríamos la puerta y bajábamos la escalera. También allí había diferentes cuartos y corredores. Con nuestro ojo interior observábamos atentamente todo el entorno, y decidíamos finalmente correr el riesgo y entrar en uno de los oscuros cuartos.

Y allí nos encontrábamos cara a cara con nuestro monstruo interior. Después de haberlo reconocido claramente, representábamos en forma escénica este aspecto característico de nuestra personalidad ante el grupo, lo que redundaba en profundizar el proceso de aceptación. El encuentro con el monstruo en nuestro interior no era algo espantoso, ya que cada uno de nosotros estaba consciente, de que éste es parte de mi persona, y que todo lo que está dentro de mí, puede ser, porque a mí me pertenece. El no aceptar este aspecto de nuestra personalidad sería en este caso motivo de un obstáculo.

Mientras los otros participantes del grupo, algunos a gritos y aullidos, arrastrándose por el suelo, representaban el papel del monstruo que acababan de reconocer; yo, por mi parte estaba sentado en quieta postura de meditación. Mi monstruo, no era otra cosa, que mi recogimiento y retiro en la postura de Buda. ¿Qué significado tenía esto ahora para mí personalmente? A decir verdad, este conocimiento no tuvo mayores consecuencias. En el ambiente de general de aceptación, este conocimiento no penetró en tal forma en mi conciencia, de modo que debiera quizás ocurrir un cambio en mi persona.

Durante el período de entrenamiento en terapia de renacimiento, descubríamos día tras día nuevas verdades sobre nosotros mismos. Verdades que eventualmente originaban dolor, tristeza y otras sensaciones. Respirábamos ahora profundamente, hasta que éstas afloraban a la superficie, y lográbamos superarlas con la ayuda y cariñosa atención de los otros compañeros del grupo. Con frecuencia nos reíamos después de nosotros mismos. Por mi parte me sentía, por un lado, cada vez más libre, mientras aprendía paso a paso a reconocerme y aceptarme con todas mis ideas, acciones y deseos, y liberarme también de mis complejos de inferioridad y de culpabilidad. Por otro lado sin embargo, me sentía cada vez más ligado y dependiente del cuidado de mis compañeros. Muchos anhelos y deseos, que yo hasta el momento quizás había refrenado por vergüenza o culpa, querían ahora de pronto ser saciados.

No sólo los anhelos espirituales eran incitados, sino también los deseos  emocionales y físicos despertaron. Si éramos nosotros divinos, pensábamos que entonces todos nuestros anhelos y deseos debían también ser divinos, y debían ser saciados y satisfechos. Toda exigencia era de origen divino. Y siendo así, ya que todo, fuera furia, dolor, sexualidad, y muchas otras cosas, es permisible, era necesario aprender a articularlo todo, sin vergüenza.

Repartidos en grupos de dos en dos, nos comunicábamos nuestros sentimientos personales de culpa, el uno al otro, y nos declarábamos respectivamente nuestra inocencia en los temas mencionados. Por fin, no necesitaba yo refrenar más mi furia y tener que manifestarla a gritos en un lugar solitario. Los demás compañeros encontraban mi actitud muy valiente, de expresar mi rabia en público. Tampoco ocultaba mis emociones ante los dirigentes del grupo. Sin miramientos los criticaba e insultaba. Ellos como verdaderos terapeutas, sabían que no eran ellos personalmente el objeto de mi furia, sino que se trataba sólo de una proyección.

En cierto sentido, no obstante, me encontraba en un conflicto: tenía la sensación, de no comportarme realmente fiel al budismo con sus prácticas de meditación. La grieta entre las experiencias en la meditación, y mi vida cotidiana, se agrandaba cada vez más. Me preguntaba algunas veces, si no me estaba más bien alejando, que acercando a la iluminación. Pese a que tenía yo de pronto otra vez una profunda experiencia en una sesión de Renacimiento, o durante un ejercicio de meditación, lo que hacía revivir en mí la esperanza de que la meta ya no estaba lejos. Me tranquilizaba además recordando, que según opinión de los representantes de la Filosofía Tantra, todo lo que pueda ser efectivo, puede también ser incluido en el proceso de iluminación.

La meta de alcanzar la iluminación quería conseguirla costara lo que costara. Pero aún me faltaba la compasión, y el amor por mis semejantes. Ya que la enseñanza budista considera estos sentimientos como algo indispensable, debía aún cambiar mi actitud en este concepto. Con frecuencia percibía en mi interior un profundo odio, que se centraba normalmente en Iris. Ella sin embargo, esperaba de mí consuelo y ayuda en su gran problema emocional. Ésta, su esperanza, me llevaba a menudo a recluirme en un estado de mal humor y en diferentes pasatiempos.

El Dalai Lama en Londres: “¡Dadme vuestros corazones!”
En una ocasión fuimos a una conferencia en Londres, durante la cual el Dalai Lama enseñaba. Yo estaba altamente excitado ante este primer encuentro con él. Durante mi estadía en Dharamsala no había tenido oportunidad de verle. Sin embargo, a través de Iris, había recibido instrucciones de su parte, ya que su voz estaba siempre presente, junto con la de los espíritus acompañantes que Iris continuamente escuchaba. Sus mensajes eran comúnmente estimulantes, y afectuosos.

El plan de enseñanza del Dalai Lama en Londres se celebraba ante unos quinientos discípulos, y era extremadamente exigente. Por mi parte, sin poder comprender gran parte de sus palabras de alto contenido filosófico, me sentía algo frustrado. Y, junto con muchos otros, deseaba yo por lo menos recibir una mirada de este hombre, considerado como una encarnación de Avalokiteshvara, el Buda de la misericordia. Estaba convencido: una sola mirada suya bastaría para liberarme de mi frustración. También Iris abrigaba la esperanza de ser sanada de su continuo insomnio.

Además del curso de enseñanza, ofrecía el Dalai Lama también conferencias públicas. Entre otras, en la Westminster Abbey, y en un gran teatro. En esas ocasiones, íbamos los “fans” en romería a los lugares del caso, en nuestras coloridas vestiduras. Durante una de esas conferencias, una mujer expresó en alta voz su desesperación ante las muchas tentaciones y su falta de disciplina. El Dalai Lama contestó con palabras muy sencillas: “Try, try, and try again” (¡“Intenta, intenta, e intenta otra vez”!). No fue tanto el contenido de sus palabras, sino más bien el marcado estímulo en su voz, lo que originó un aplauso espontáneo de todos los presentes.

Dentro de las sencillas palabras de este hombre, sospechábamos frecuentemente una enorme profundidad. Él mismo decía de sí que aún no era iluminado, y que requería meditar día a día, como cada uno de nosotros. Nosotros le considerábamos como a un Bodhisattwa, uno que conscientemente desistía de ser un Buda completo, para ayudar a todos los seres sufrientes en el camino a la iluminación.

El quinto y último día del curso, el Dalai Lama cumplía años. Diferentes personas le preguntaban, qué le podrían obsequiar. Después de haberle cantado un himno de cumpleaños, nos explicó que siendo él monje, no necesitaba nada material. Sólo un deseo tenía, y nos dijo: “¡Dadme vuestros corazones!”, para lo cual yo estuve inmediatamente dispuesto.

Recién abandonábamos la sala de clases, cuando Iris me echó en cara, que no demostraba sensibilidad ante su situación personal. Ella estaba agotada, y yo me sentía acusado. Sus palabras bastaron, para poner en marcha una cadena de sentimientos y pensamientos negativos. Los insultos que nos dirigíamos el uno al otro, bastaban ya para arruinar nuestras almas ya heridas.

De las bendiciones recibidas ya no quedaba rastro alguno. Parecía como si durante esta conferencia, el conflicto entre nosotros hubiera alcanzado su cumbre. Mi tan anhelada libertad estaba en peligro. Presumía en parte, que de momento debía preocuparme más de Iris y su problema, que de mi propio desarrollo espiritual. ¿A quién, o a qué debía yo darle preferencia? Prefería buscar mi refugio en la meditación y no ocuparme del problema de Iris.

Entretanto, los mensajeros espirituales intervinieron a través de Iris, ordenándome corregir mi comportamiento. La práctica budista de meditación, sin un comportamiento correspondiente en el diario vivir, no tiene valor alguno. Reconocí lo egoísta de mi actitud y me avergoncé mucho. El conflicto entre nosotros no obstante, no estaba en absoluto solucionado.

Humillaciones por parte de los consejeros espirituales
En los meses siguientes de verano, visitamos en Francia no sólo el Curso de Renacimiento, sino también quisimos tomar parte juntos en un retiro budista con curso de iniciación, dirigido por maestros tibetanos de alto nivel, de la “Línea-Ningmapa”.

En el Sur de Francia hay varios centros budistas de renombre. En un lugar hay incluso un gran Stupa, y mucha gente peregrina allí para recibir bendiciones. Yo, por mi parte, quise recluirme totalmente y concentrarme en la meditación. La consecuencia fue, que no me ocupara más de Iris, lo que la indignó cada vez más.

Una tarde, Iris me mostró un mensaje transmitido por nuestros consejeros espirituales budistas con el siguiente contenido: Ellos consideraban necesario, que yo debía abandonar ese lugar, con sus iniciaciones y bendiciones. El motivo era mi comportamiento ante Iris. Mi actitud egoísta no ofrecía base alguna para percibir las bendiciones budistas. En cambio, debía yo volver al Centro New Age, al campamento, donde habíamos tomado parte en el Seminario de Renacimiento.

Cuando leí este mensaje, sentí, que ante mí el mundo se desmoronaba. Me sentí sorprendido y degradado. Para mí, la práctica de New Age era sólo una etapa previa ante las bendiciones del Budismo Tántrico. Hablando con otros compañeros budistas sobre mi problema, no comprendían ellos, por qué motivo no debía yo permanecer en este lugar de iniciación, ya que mediante la práctica de meditación desaparecería prácticamente cualquier problema existente.

Para mí sin embargo, era de momento de más importancia obedecer a mi gurú. Profundamente humillado, me sometí entonces a la voluntad de mi guía espiritual y emprendí camino de retorno por autostop al lugar de New Age, para ocuparme otra vez con las formas terapéuticas nuevas que había aprendido, y conseguir allí quizás superar mi profundo egoísmo.

Con dos compañeras en camino a la iluminación
Aunque la práctica de relaciones amorosas era también parte de mi formación, y ya me había desarrollado algo en ese campo, sentía mi gran incapacidad en mis relaciones con Iris, tal como ella lo necesitaba. Sus reprimendas en este sentido eran realmente dolorosas, pero me mostraban de continuo la realidad de mi problema. Podía comprobar con claridad, que yo aún no había llegado al estado de iluminación.

Iris y yo estábamos juntos ya por más de dos años. También ahora padecía ella de insomnio. Durante el día se sentía intranquila y acosada. Sus mensajeros espirituales le transmitían visiones futuras, que parecían ser prometedoras, y nos daban ánimo para seguir luchando en nuestro desarrollo. No obstante, el diario trato entre nosotros estaba continuamente bajo tensión. Las repetidas disensiones y debates dejaban profundas heridas. Cada vez nos proponíamos mejorar nuestras relaciones, pero los resultados eran desalentadores.

Con frecuencia, después de haber pasado un día frustrante, me venían grandiosos sueños. Despertaba entonces dichoso y embelesado. En mis sueños, me encontraba yo con una mujer, que irradiaba únicamente amor hacia mí. Me aferraba tenazmente a esas visiones, creyendo reconocer en ellas la cercanía de la anhelada iluminación. Uno de los dichos de Buda, era que la vida es sufrimiento. También él se había sentido impotente ante los sufrimientos del mundo, y había buscado un camino de escape. Los escritos budistas dicen, que Buda recién en el momento de recibir la iluminación fue liberado de la prisión del sufrimiento. Buda enseñó, que es realmente posible alcanzar la iluminación en el transcurso de la vida. Por ello, tenía yo la ilusión, de que mis grandiosos sueños tenían carácter profético.

Naturalmente también anhelaba yo, fuera de mi mundo de sueños, el real encuentro con una mujer que iluminara mi vida. Aquel estado maravilloso, en el que todo es amor. No se trataba en primer lugar de satisfacer mis deseos sexuales. Sentía más bien, que la divinidad se manifestaba en forma femenina, y que en ella serían satisfechas mis ansias de amor, de protección y de intensa unidad.

Al finalizar el Curso de Renacimiento, se inició en forma inesperada una relación con una joven enfermera holandesa, que también había participado en el entrenamiento. No vivía ella lejos de Ámsterdam, de modo que yo podía visitarla fácilmente.

Su gran deseo era formar una familia. En realidad, también éste era mi deseo; pero, para mí tenía prioridad mi desarrollo espiritual. Iris, que en principio estaba de acuerdo en romper convenciones y tabúes, quedó consternada y opuso resistencia cuando le expuse honestamente que había iniciado una nueva relación. Hasta ese momento, ella había opinado que no sería problema alguno, si yo iniciara otra amistad, porque era preciso experimentarlo todo. Ahora sin embargo, me quería sólo para ella.

En mis sueños, no obstante, había ya comenzado la búsqueda de otras relaciones. No me parecía posible, estar unido a una sola mujer, poder experimentar un verdadero crecimiento espiritual. Creía más bien, que distintos aspectos de mi ideal se encontraban de seguro en distintas mujeres. Además, el mismo fundador del Budismo Tibetano, el iluminado maestro Padmasambhava, había tenido dos mujeres.

Probablemente habían sido ellas una verdadera ayuda para él, en el camino a la iluminación. Yo, realmente, no era el tipo que mantuviera relaciones con varias mujeres a la vez. Pero, si ello fuera necesario, y favoreciera mi crecimiento espiritual, debía hacer también uso de esta posibilidad.

Retiro en India: Ratas, Gurúes y Demonios
Tener dos amigas en Holanda significó para mí un aumento de intranquilidad superior al que yo de momento podía soportar. Me faltaba la necesaria tranquilidad para la meditación. En medio de esta situación, emprendí por ello otra vez camino a la India, para tomar parte allí en un retiro budista. Durante mi primera estadía en la India, había participado en Dharamsala, con el Lama Zopa, en una iniciación en las prácticas de veneración y unificación con la Diosa roja Tantra. Junto con ello, me había comprometido a llevar a cabo un retiro de dos meses, durante el cual debía yo pronunciar cuatrocientas mil veces el Mantra de la Diosa Tantra. Me propuse de momento cumplir con la mitad de este compromiso.

Antes de iniciar mi retiro, viajé a Dharamsala. Quería prepararme allí con tranquilidad, y recibir las bendiciones espirituales necesarias para cumplir así mi cometido. Me alojé en una pequeña vivienda, vecina al lugar donde había vivido mi Gurú Ling Rinpoche. Él había fallecido ya hacía un tiempo, pero yo creía, que su poder aún estaba presente en su casa y en sus entornos. Su cuerpo había sido conservado mediante medios especiales. Una escultora canadiense, discípula ella misma de Ling Rinpoche, había sido encomendada para elaborar un recinto escultural, dentro del cual se encontrara su cuerpo embalsamado. Algunas veces se me permitió observar parte de su trabajo. Ella declaraba, que se sentía altamente honrada y bendecida con esta difícil labor.

La muerte de nuestro gurú no originó cambio alguno en su contacto telepático con Iris. Su ser iluminado, se encontraba en un estado intermedio, llamado Bardo, y sería nuevamente encarnado en un cuerpo humano en un momento determinado. En secreto, esperaba yo reconocerlo un día quizás en un recién nacido tibetano.

Las conquistas espirituales de Ling Rinpoche habían sido ya anteriormente transferidas a diferentes maestros, como el Dalai Lama.

Me comunicaron, que en la vecindad vivía un maestro de la Meditación Tántrica, que me podría ayudar en mi práctica de meditación. Era también posible, que a él le hubieran sido transferidos algunos de los conocimientos espirituales de mi fallecido gurú, ya que ambos provenían de la misma escuela.

En una tarde lluviosa pude visitar a este maestro en su vivienda. En una pequeña habitación, llena de Tankas y escritos sagrados, se encontraba sentado un hombre diminuto y magro, en túnica de monje. Evidentemente acababa de interrumpir sus prácticas, porque aún parecía flotar en otras esferas cuando yo, de acuerdo a las costumbres, me postré tres veces ante él y le entregué un obsequio. Él era muy tierno, y contestaba mis preguntas con mucha paciencia. Me dijo también, que podía venir en todo momento y consultarle con respecto a mi práctica de meditación. Algo más tarde, durante mi retiro, pude comprobar asombrado, que su oferta era totalmente literal. Parecía, como si la distancia física entre él y yo fuera irrelevante, y él se presentaba ante mi visión interior sin demora al ser llamado.

Siguiendo el consejo de este maestro de meditación, escogí para mi retiro el pequeño pueblo Kullu, en el norte de la India, donde Padmasambhava, el fundador del Budismo Tibetano, había meditado junto con una de sus esposas. Para los tibetanos, Kullu es un lugar sagrado. Se cree que el poder iluminador de aquel gran gurú, hoy aún, después de casi 1200 años, está presente.

Según una leyenda, el rey gobernante en aquella época, incitado por hombres malvados, había planeado hacer matar en ese lugar al iluminado maestro y a su esposa, hija del rey. Para ello, pusieron a ambos sobre una pira y encendieron fuego en ella. En el mismo momento, un verdadero diluvio vino del cielo e inundó el pequeño valle, donde murieron ahogados los malhechores que habían puesto fuego a la pira, mientras el maestro, abrazando a su esposa, estaba a salvo, flotando en medio del lago sobre una flor de loto.

El rey, maravillado por este suceso, se convirtió en un adepto del Maestro Tantra. Aún hoy, un pequeño lago en medio del valle hace recordar esta leyenda. Por este motivo, los tibetanos llaman a este lugar, Tso Pema  (Lago del Loto). Con frecuencia escuchamos de los maestros budistas leyendas similares.

Cuando después de un agotador viaje nocturno en autobús llegué por fin al pequeño poblado que se encuentra alrededor del lago, me impactó de inmediato la influencia tibetana. Había allí tres claustros tibetanos, y muchos tibetanos que rodeaban el lago orando en alta voz. Cuando China en 1959 ocupó el Tíbet, huyeron muchos religiosos tibetanos a la India, donde vivían como exiliados. Con el apoyo económico de adeptos budistas occidentales fueron construidos aquí también algunos monasterios.

Por mi parte, me uní a los peregrinos que rodeaban el lago, y caminé varias veces a su alrededor. Pronto me hablaron algunos monjes jóvenes, que dominaban el inglés. Cuando escucharon de mis planes, me llevaron a su claustro y pusieron una habitación a mi disposición. Un joven maestro en meditación se hizo mi amigo. Aunque él hablaba poco inglés, tenía entre sus discípulos dos muchachos de unos doce años que hacían de intérpretes. El maestro propuso que yo no llevara a cabo mi retiro en el bullicioso poblado, sino, más bien en el monte, en la parte alta del pueblo. Aparte de la tranquilidad y aislamiento del lugar, actuaba allí el poder del Padmasambhava en forma especial. También él había meditado en ese lugar.

El maestro me ofreció su propia cabaña en la montaña, que él había construido allí especialmente para sus prácticas de meditación. Sus dos discípulos se encargarían de traerme diariamente los víveres y provisiones necesarias. El plan me pareció bueno. Tenía casi la impresión, de que ya todo estaba preparado de antemano. El maestro me ofreció también su ayuda en cuanto a los preparativos prácticos para mi estadía allí. En un pueblo vecino más grande compré las cosas que consideraba totalmente necesarias, como arroz, harina y velas.

Con el maestro y el dirigente de uno de los tres monasterios junto al lago, un joven Tulku, escogimos en base a un calendario lunar, el día más apropiado para el comienzo de mi retiro.

En el día prefijado, transportando mis enseres, subí al monte acompañado de los dos muchachos, discípulos del maestro, para ordenar la cabaña. Ésta, tenía muros de barro y un techo de latón. El muro trasero era parte de la pendiente rocosa del monte. Los únicos muebles eran dos camas viejas de madera. Por una pequeña ventana entraba algo de luz en el cuarto. Le entregué al maestro algún dinero, para que me enviara cada dos días a sus jóvenes monjes con verduras frescas y leche. Ya que no me estaba permitido hablar durante mi retiro, preparé una lista escrita de compras.

Mi comida la preparaba yo en la cabaña, en un pequeño hornillo de gas. Mi retrete eran los entornos de la cabaña. A un par de cientos de metros de mi lugar de retiro había una bomba de agua, en la cual me lavaba y recogía agua para beber. Hacía uso de la bomba junto con un grupo de monjas tibetanas, que vivían en las cercanías, o que también estaban en un retiro.

Me construí naturalmente también un altar, ante el cual meditaba, sentado sobre una de las camas, y no sobre el frío suelo. Sobre el altar tenía varias fotografías de mis gurúes y diferentes escudillas (vasijas sin asas) pequeñas de ofrendas, en las cuales había ciertas substancias prescritas, como arroz, agua, incienso y flores. También me había hecho elaborar algunas Tormas: diferentes figuras simbólicas de masilla, que adornaban también mi altar.

Desgraciadamente, los víveres en mi cabaña despertaron el apetito de ratas en el lugar. Cada día trataban de apoderarse de los alimentos en las escudillas sobre mi vistoso altar. Al comienzo, lo defendí con manos y pies. Pero algo más tarde, cuando también durante la noche las ratas no me dejaban tranquilo, eché afuera las figuras de masilla, ya mordisqueadas. Un buen día, observé cómo una rata se metió en mi morral que tenía yo colgado en una viga del techo. Aprovechando la oportunidad, tomé la mochila, manteniéndola cerrada con ambas manos, y la transporté a un par de kilómetros de distancia, para dejar allí la rata en libertad, ya que no está permitido matar animales.

Así pasé un mes solitario. Solo conmigo mismo, con las ratas, con los gurúes, que querían estar presentes en espíritu, y con los demonios del lugar. Día tras día practicaba yo la meditación, centrada en la diosa roja, Vajira-Yogini. Me estaba sólo permitido articular en alta voz las Sadhanas (los textos prescritos de meditación), y los Mantras, dedicados en honor a la colérica imagen femenina de Buda; ¡nada más!

Es común, que los seres humanos se comparen continuamente los unos con los otros. Esta práctica me estaba de momento vedada. Sólo me podía observar a mí mismo, y constataba lo intranquilo que estaba, y el esfuerzo que me costaba concentrarme en mi actividad. Pasadas dos semanas me venían cada vez más pensamientos negativos. Para combatirlos, decidí pronunciar oraciones en voz muy alta, golpeando al mismo tiempo con un bastón una vasija de lata, con lo que esperaba echar fuera los demonios.

Los budistas son de la opinión que las energías, las fuerzas espirituales y los demonios existentes en los contornos ejercen su influencia en las prácticas de meditación. Se dice que Padmasambhava trajo el Budismo al Tíbet, intentando al mismo tiempo mediante prácticas mágicas, ganar a los demonios para su religión. Hoy incluso pronuncian los tibetanos muchas veces, antes de iniciar sus meditaciones, ciertas oraciones, golpeando al mismo tiempo con fuerza en tambores, para expulsar los poderes negativos y ganar así también el favor de poderes espirituales positivos, incluso ofreciéndoles también sacrificios.

Era época lluviosa. La lluvia daba con fuerza sobre el techo de latón de la cabaña. La humedad y el agua entraban por muchas grietas y orificios. Cuando lavaba yo mis prendas de vestir, no sabía entonces cómo secarlas. Si dejaba de llover, había generalmente niebla, de modo que ni en mis tiempos libres me podía distraer algo, contemplando un hermoso paisaje. Una bombilla minúscula ofrecía de vez en cuando un poco de luz en las tardes oscuras. Generalmente, sin embargo, fallaba el suministro de la corriente eléctrica. Trataba entonces de leer los textos prescritos con una vela en la mano.

Cinco veces al día formulaba yo en voz alta los largos textos, y cumplía los ejercicios prescritos de visualización. Mediante ciertas técnicas de respiración, trataba de alterar mis estados de conciencia. Comprobaba sin embargo, que los ejercicios de meditación no tuvieron en mí ningún efecto práctico. Después de un ejercicio de dos horas, me alegraba de haberlo podido soportar sin grandes dolores. Al finalizar mi retiro, me costaba trabajo caminar largos trechos.

Al fin del mes, me alegré de haber finalizado todo eso, e invité a cenar al joven maestro en meditación, a sus dos discípulos y a dos monjas que vivían en la vecindad. Fueron gratos momentos, y las monjas quedaron admiradas de mis cualidades culinarias. Se relataron alegres historias de famosos Yogis y Maestros preceptores. Me parecía extraño estar otra vez en contacto con mis semejantes, y charlar con ellos, aunque los diálogos eran difíciles, porque mis invitados casi no hablaban inglés.

Ninguno de los presentes disfrutaba de una vida holgada. Vivían de los donativos que recibían de otras personas. Al mismo maestro le preocupaba el cuidado y sustento de sus dos jóvenes monjes. Él mismo estaba enfermo, y sufría continuamente de dolores de estómago. No podía ir al médico, por falta de dinero. Soportaba los dolores, pensando que cuando alcanzara la iluminación, también sería sanado. En otro lugar había conocido yo a un monje, que me pidió dinero para consultar a un médico por causa de una úlcera gástrica. Temía, que ello le pudiera causar la muerte.

Al fin del retiro, viajé otra vez de regreso a Dharamsala para llevar a cabo allí una ceremonia prescrita de ofrenda de fuego. Un cierto número de granos y hierbas, para mí desconocidas, debían ser quemadas, pronunciando oraciones. Dos monjes me ayudaron a comprar los ingredientes necesarios, y a realizar la ceremonia en la forma prescrita. Debido a la continua lluvia, se había construido un lugar techado para la fogata.

La ceremonia duraba horas. Los dos monjes que me prestaban ayuda, opinaban, que era un buen augurio, que todos los ingredientes hubieran sido totalmente consumidos por el fuego. Más tarde nos reunimos con todos los que pertenecían a esa sección del monasterio. Debido a que había donado una cena para todos los monjes se celebró una solemne Puja, una ceremonia especial de ofrenda,.

El encuentro personal con el Dalai Lama
Entretanto, Iris me había escrito una carta a Dharamasala, pidiéndome que consultara al Dalai Lama, y le pidiera su consejo en cuanto a su problema de insomnio. En lo que a mí se refiere, nunca habría tenido yo el coraje necesario para dirigirme a un tan alto personaje espiritual, y pedirle que me otorgara una entrevista, y rogara por una sanidad.

Un encuentro con el Dalai Lama debía primero ser convenido con su secretario. Con gran temor llamé a la puerta de su apartamento. Me hizo entrar en una amplia habitación, donde había varias otras personas. Les relaté, que acababa de finalizar un retiro y les manifesté mi problema. Todos estaban impresionados con mi historia, y el secretario dijo que trataría de incluirme en la agenda muy repleta del Dalai Lama. Debido a que el Dalai Lama es también el dirigente político del pueblo tibetano, recibe naturalmente muchos enviados de diferentes países. Un día antes de mi partida tuve efectivamente la posibilidad de encontrarme con él.

Temblando, tomé asiento respetuosamente en la sala de espera. Llevaba un regalo, que había hecho especialmente para esta oportunidad. Era un candelero en forma de corazón, que pretendía simbolizar la entrega de mi propio corazón. Pese a la continua lluvia, llevaba ropa limpia. El regalo lo llevaba envuelto en un lienzo blanco.

Después de un tiempo, se acercó a mí un tibetano en una túnica negra, y me pidió que le siguiera. Me llevó a una sala de recepción, adornada con alfombras tibetanas. Los muros estaban cubiertos con sencillos lienzos de brocado. El ambiente tenía un carácter oficial, más bien que religioso.

Mientras esperaba yo temeroso en la sala, el conserje en la túnica negra fue en busca del Dalai Lama. Se veía a éste exactamente como lo presentan los medios audiovisuales: Con gafas y vestido con una túnica roja oscura de monje. Sobre ella llevaba una capa amarilla, recién planchada, como acostumbran vestir los Maestros Preceptores de su escuela, la escuela Gelugpa, durante los ciclos oficiales de enseñanza, o durante ceremonias. Caminaba algo inclinado, quizás como expresión de humildad.

Se acercó a mí con tal rapidez, que antes que pudiera yo postrarme ante él, como es costumbre, me había cogido ya la mano. Con su mirada puesta en mis ojos, y golpeándome cariñosamente en el hombro, me preguntó cómo me sentía.

Yo balbuceé sólo un par de torpes palabras, y le ofrecí mi regalo. Parecía, como si en su presencia, todos los problemas comenzaran a esfumarse. Su persona me tenía tan fascinado, que apenas encontraba palabras.

El Dalai Lama contempló encantado un rato mi regalo, y luego se lo dio al servidor con ciertas palabras en tibetano, el que entonces abandonó la sala. Ahora estábamos solos los dos. El me invitó entonces a tomar lugar a su lado en el sofá, y me preguntó directamente, cuál era el motivo de mi visita.

Después de darme algunos golpecitos tranquilizantes en la espalda, traté finalmente de describirle el complejo problema de mi amiga Iris. Cuando le manifesté, que él era uno de los guías telepáticos de Iris, y por su medio, también mío, no hubo prácticamente reacción de su parte, ni tomó mayor nota de ello. Tampoco mi explicación del proceso terapéutico, en el cual estábamos enredados Iris y yo, pareció comprender.

En consecuencia, su respuesta fue para mí desilusionante. La solución que él propuso para Iris, consistía únicamente en ciertas prácticas budistas de sanidad, y en ejercicios de meditación que ella debía ejecutar.

A continuación él se informó sobre mi retiro, preguntándome, cuántos Mantras de Vajra Yogini, la colérica imagen femenina de buda, había yo ya formulado. Me pareció casi, como si ese número tuviera un significado especial en cuanto a mi nivel espiritual. Finalmente, elogió mi empeño, me estimuló a continuar luchando, y me despidió cordialmente.

Impresionado por el aura que irradiaba este personaje, pero algo desilusionado por su respuesta en cuanto al gran problema de Iris, abandoné la residencia. Lo que primero hice a continuación, fue buscar rápidamente un retrete. Si eran mis nervios, o el efecto detergente de mi reciente encuentro, no lo sabía, pero el hecho fue, que momentáneamente quedé liberado de un estreñimiento que ya llevaba días. En el templo vecino encendí muchas velas, para dar más fuerza a mis ruegos por la sanidad de Iris, y por las relaciones con mis padres y mi hermana.

En la tarde, me encontré con dos mujeres jóvenes, una inglesa, y una israelita, que vivían cerca de mi hospedaje. También ellas tenían un vivo interés en el budismo tibetano. Cenamos juntos y fumamos después hachís. Bajo la influencia de la droga, tuve la impresión, de que todo el mundo estaba cimentado sobre las palabras que hablábamos. Esta experiencia era tan fantástica, que supuse en ese momento, que estaba experimentando una realización espiritual, es decir, el conocimiento de una verdad espiritual, que hasta el momento había estado fuera de mi alcance. Con seguridad, había ganado este escalón en el camino hacia la iluminación, en consecuencia a mis intensas prácticas de meditación en el pasado mes, y al encuentro y bendición del Dalai Lama.

Rebosante interiormente con tantas nuevas experiencias, subí al autobús al día siguiente en dirección a Bombay, para seguir viaje de allí a Ámsterdam, donde me esperaban mis dos amigas. Muy pronto sin embargo, tuve que comprobar, que mi fantástica experiencia de realización espiritual, el conocimiento, de que todo el mundo está integrado por determinadas palabras y sonidos, no traía en el diario vivir prácticamente cambio alguno. Al igual como mis otras experiencias en meditación, y fumando hachís, también esta última en su efecto, no era más que un viento pasajero.

“Cornelia”; El Barco del Rin – Mi propio centro terapéutico
Mi segunda amiga rompió su relación conmigo. No estaba dispuesta a compartirme con otra mujer, y yo no quería abandonar a Iris. Poco después, contrajo matrimonio y quedó embarazada, así como ella lo había deseado.

Iris había convertido su apartamento, que nosotros antes habíamos restaurado, en un centro terapéutico. De acuerdo a sus posibilidades, ella daba cursos sobre el tema, “Curación Interior por medio de Meditación de Luz”, y ofrecía también sesiones terapéuticas privadas. Poco a poco, comencé yo también a organizar un consultorio privado, ofreciendo sesiones de masajes y de respiración (Terapia de Renacimiento). Oficialmente, vivíamos del subsidio de desempleo, que ambos recibíamos.

Con el dinero así ganado me compré un auto usado, con el cual, después de una noche en vela de Año Nuevo, fui a dar en una zanja junto a la carretera, porque me había quedado dormido en el volante. Toda la noche la había pasado con otros, meditando y recitando Mantras. Fue realmente un milagro, que sólo el auto sufrió daños. El segundo auto que compré más tarde, duró también sólo un par de meses. Después de un fuerte altercado con Iris, conduje el coche en forma tan agresiva, que topé primero contra una tapa de canal semiabierta, para luego chocar de frente contra un taxi que venía en dirección contraria.

Este accidente me sirvió de escarmiento. Esta vez había salido ileso, pero... ¿tendría otra vez la misma suerte?... Una disputa tras otra; otra escapatoria; querer romper relaciones; largas discusiones nocturnas; otra reconciliación... Estas series se repetían continuamente. Los muchos fracasos y frustraciones era algo necesario vivirlos. Dentro de mí, tenía, sin embargo, un sentimiento de continuo fracaso.

Casualmente, establecimos contacto con el dueño de una embarcación, de nombre “Cornelia”, que él, junto con un compañero, había transformado en un Centro Terapéutico flotante. Ahora quería vender este barco, porque su compañero se había separado de él. Yo decidí espontáneamente comprar el barco. Mi padre me prestó el dinero necesario. La pertenencia y dirección de este Centro Terapéutico elevaron un poco la confianza en mí mismo. Mi vivienda se encontraba ahora en la proa del barco, donde en tiempos pasados el  propio capitán había vivido con su familia.

Todo lo que en un principio había sido sólo superficie de carga, lo había transformado el anterior dueño en salas para tratamientos terapéuticos. Existía incluso una habitación con un gran estanque de agua caliente, donde se podían efectuar sesiones subacuáticas de respiración. En el barco se podía hacer tanto alboroto como se quisiera, porque estaba anclado algo más afuera de una pequeña dársena, al borde de una arboleda. Frecuentemente, durante los fines de semana, alquilaba mi barco “Cornelia” a grupos terapéuticos alternativos. Con estos alquileres se cubría la mayoría de los gastos generales.

Queriendo finalizar finalmente mis estudios de psicología, llevé a cabo un período de práctica en el servicio psiquiátrico de un hospital. Allí realicé un examen, sobre el cual escribí más tarde mi disertación final. Me parecía casi un milagro, cuando por fin llevaba el diploma en mi bolso. También esto sirvió para elevar algo más la confianza en mí mismo.

Mis padres estaban orgullosos de mí y me prestaron también ayuda en el barco. Mi padre acababa de vender su finca, porque ninguno de sus hijos quería hacerse cargo de ella. Mis padres se alegraban ahora de tener más tiempo para ellos, y esperaban haber comenzado así un nuevo capítulo en sus vidas. Quizás por eso estaban ellos incluso dispuestos a llevar a cabo sesiones de respiración conmigo. En todo caso, me mostraban su confianza y estaban dispuestos a prestarme todo su apoyo en mi futuro, ahora como psicólogo y terapeuta en prácticas terapéuticas alternativas, y jefe de un Centro de Terapias New-Age, que prometía buen éxito.

Terapia Subacuática con mi padre en el barco
Las personas que me visitaban para una sesión terapéutica no eran generalmente enfermos mentales. Tenían con frecuencia problemas en diferentes campos, como por ejemplo, en la vida profesional o en la relación conyugal. Muchas veces estaban sólo descontentos de sus vidas. En la mayoría de los casos, se despedían conformes y satisfechos después de una sesión. Los ejercicios de profunda respiración y relajamiento les liberaban de sus temores e inquietudes, una experiencia, que yo también conocía de mis primeras sesiones propias de respiración. Sin embargo, cuando lo nuevo se convirtió en rutina, las experiencias perdieron poco a poco su brillo.

Mientras yo permanecía sentado junto a mis clientes, que se encontraban envueltos en una frazada, tendidos sobre un colchón, respirando, me parecía como si poderes espirituales estuvieran actuando en ellos. En cuanto a mí, me parecía ser sólo espectador. Acto seguido, me sentía normalmente vacío. Con el tiempo, comencé a sentirme cada vez más insatisfecho con mi trabajo. En un principio, parecía como si hubieran estado ocurriendo cosas fantásticas. Más tarde sin embargo, se demostraba, que no había ocurrido ningún cambio real.

De primordial importancia para mí en mi trabajo era el hecho, que mis padres visitaran mis sesiones terapéuticas. Pasadas las fuertes confrontaciones que había entre nosotros durante muchos años, nuestras relaciones cambiaban ahora en sentido positivo. Quizás estaban ellos impresionados por mi nueva forma de vida. Probablemente mi mayor liberalidad y franqueza despertaban también su curiosidad, y al mismo tiempo el deseo de poder comunicarse más abiertamente.

Mi padre fue el primero en aceptar mi oferta de efectuar con él una Sesión de Renacimiento. Por su parte, se entregó él totalmente al método de respiración. Algunas veces descansaba él en mis brazos, como un niño pequeño. Yo sabía, que su madre había fallecido cuando él tenía seis años. Recién ahora comprendía yo por primera vez, lo abandonado que él se habrá sentido muchas veces. De esta forma, llegamos a conocernos desde una nueva perspectiva, lo que para mí fue un verdadero milagro.

Mi madre siguió el ejemplo de mi padre. Ya que yo había tenido con ella siempre las más fuertes discusiones, me sentía obligado ahora, durante las sesiones, a liberarme de todo sentimiento negativo y de todo enojo. Conociendo ahora sus heridas provenientes desde su niñez, aprendí ahora a aceptarla más de corazón. Ella misma había ya comenzado a aclarar sus relaciones con sus padres. Y con ello, también mis abuelos fueron integrados en el proceso de purificación.

En el transcurso de mi aprendizaje adicional de dos años, conocí a un terapeuta, que organizaba cursos sobre el tema, “Relaciones Amorosas”. Lo invité durante un fin de semana, para dirigir un curso de generaciones. Esto significaba, que jóvenes participaran junto con sus padres, y en lo posible también con sus abuelos, para ejercitarse en conjunto en sus mutuas relaciones.

Ese fin de semana vinieron también mis padres, junto con mis abuelos maternos a mi barco. Mediante sencillas prácticas nos expresamos mutuamente nuestra gratitud y nuestro perdón. Muchos de los participantes estaban profundamente conmovidos al escuchar en este ambiente seguro y protegido, palabras que normalmente no se expresan. Incluso mi abuelo, un soberbio campesino frisón (habitante de Frisia, en el norte de Holanda), estaba muy conmovido, cuando su hija le manifestó su gratitud, por primera vez en su vida.

Como ya lo expuse anteriormente, veía en estos encuentros el objetivo principal de mi trabajo. Algo de un año más tarde se acentuó incluso esta convicción mía durante una sesión subacuática con mi padre. Siendo esta forma de terapia alternativa algo nuevo y sensacional, despertó también el interés del servició público de televisión holandés en mi trabajo.

Un buen día vino un equipo operador de TV a mi barco, con el fin de realizar una película para un programa de televisión. Naturalmente me ofrecía esto la ocasión, de dar publicidad a mi centro y a mi trabajo. Sin embargo, necesitaba personas que estuvieran dispuestas a mostrarse públicamente durante una sesión terapéutica. La mayor parte de mis amigos “alternativos” rehusaron mi petición. Por último, ya en extrema necesidad, le consulté a mi padre si estaría dispuesto a participar. Y él decidió espontáneamente hacerlo.

El equipo operador de TV, nunca había presenciado una sesión terapéutica semejante. Acordamos filmar primero una sesión de grupo. A continuación, uno del grupo sería escogido para continuar la película de sesión subacuática en el estanque de agua.

Inicié la sesión con una meditación dirigida de iluminación. A los participantes se les pidió, que se concentraran en sus cuerpos y respiración, imaginándose que rayos de luz penetraban por la coronilla en sus cabezas y se repartían por el cuerpo atravesando todos sus miembros.

Para ello, era necesario “abrirse interiormente” (respectivamente, la coronilla de la cabeza), para que la luz, que proviene del cosmos, penetre. Después de este ciclo de meditación, se iniciaba el ejercicio consciente de respiración.

Entretanto, todos los participantes estaban tranquilos y relajados, y la presencia del equipo de TV había perdido ya su relevancia. Como dirigente del grupo, naturalmente no me era posible entrar yo mismo profundamente en el proceso de respiración. Advertí después de un tiempo, que varios de los participantes estaban conmovidos por sentimientos negativos y positivos. Pedí por ello a todo el grupo, abrir los ojos y entablar contacto los unos con los otros. Era posible ahora, manifestar abiertamente todos los sentimientos. Ante esta exhortación, se originó una atmósfera de total aceptación, que dio lugar en muchos a derramar lágrimas de dolor y emoción.

Mi padre se había entregado totalmente al proceso de grupo, lo que llamó especialmente la atención del equipo de TV, ya que él, como un campesino cualquiera, no formaba parte del grupo de escena alternativa. Y precisamente por esto, porque él era un personaje “normal”, se le escogió para la sesión subacuática, recalcando con ello la seriedad de este medio terapéutico. Bajamos entonces, cuatro personas al estanque de agua templada: el operador de TV, una colega que me asistía, mi padre y yo.

Mi padre se empeñó en efectuar el ejercicio de respiración bajo el agua mediante un esnórquel (respiradero), obediente a nuestras instrucciones y bajo la mirada del operador de TV. El agua templada, junto con la técnica de respiración, despiertan en la persona en muchos casos, y en en poco tiempo, la sensación de encontrarse aún en la matriz. Incluso el propio nacimiento puede venir otra vez a la mente. Según hayan sido los problemas del parto y sus consecuencias, revive la persona las ideas y sensaciones correspondientes.

Pasado algún tiempo, le resultó a mi padre difícil continuar respirando. Calambres y convulsiones comenzaron. En vista a esta situación, yo normalmente habría interrumpido el ejercicio de respiración subacuático con esnórquels, y le habría mantenido de espaldas en mis brazos, respirando despacio. El operador de TV, sin embargo, me rogó, que continuara aún unos momentos, porque necesitaba todavía sacar una última vista subacuática característica.

Mientras yo estimulaba a mi padre a no cejar todavía por un momento, noté claramente la angustia que le sobrecogía. Su nacimiento había sido muy difícil. Todos habían visto el peligro inminente de la muerte de su madre. Ella misma nunca pudo reponerse después del parto, y su muerte, seis años más tarde, fue consecuencia del mismo. Quizás por este motivo, se le había prestado más atención a la madre, que al recién nacido en ese proceso.

Mientras mi padre permanecía bajo el agua, respirando todavía algunas veces en forma profunda, me vino a la mente una frase, que le expresé de todo corazón; un mensaje, que evidentemente encerraba un significado clave para él y para su vida: “¡Tú eres totalmente nuestro!”. Al escucharlo, se volvió mi padre espontáneamente hacia nosotros, y en su semblante parecía querer decirnos; “¡Sí, yo soy vuestro!”.

De inmediato terminaron los calambres y convulsiones. Era, como si él, por primera vez se sintiera realmente aceptado. Una expresión de profundo gozo irradiaba su semblante.

Cuando abandonamos el estanque, un periodista le preguntó cómo se sentía. Espontáneamente respondió mi padre: “¡Me siento como un niño pequeño en un prado lleno de flores!”. Lo que efectivamente era visible. Todos los presentes estaban admirados con esta experiencia, y se ocupaban de mi padre, como si fuera un niño, hablándole amorosamente, dándole té a beber, y secándole suavemente la espalda.

Esta experiencia tuvo un efecto tal en mi padre, que él decidió tomar parte también en el Curso de Renacimiento. Seis meses más tarde, cuando el programa fue mostrado en la televisión holandesa después de las noticias de la tarde, la experiencia con mi padre me tenía aun profundamente impresionado. Muchos espectadores estaban también muy impresionados, y llamaban, para informarse de las posibilidades para participar ellos en sesiones similares.

Mi consultorio terapéutico podría haber prosperado en gran manera, si yo en el entretanto, por determinados motivos, no hubiera decidido dejarlo.

La mujer de ojos azul oscuro
La continua tensión con mi amiga, me tenía ya casi loco. Con frecuencia, me aparecía en sueños la imagen de la mujer ideal. Un terapeuta esotérico insinuaba, que esa mujer se encontraba sólo en un ámbito espiritual. Su opinión  no me convencía. Aunque en mis pasadas experiencias había meditado ya varias veces en divinidades femeninas, quería encontrar mi sueño de mujer también en el mundo real. Sin duda, entablar relación con esa “mujer ideal” exigiría también trabajo, pero, al menos, la condición básica sería positiva.

Exactamente en este punto no concordábamos con Iris en nuestra convivencia. Mis repetidas promesas de cambio, de nada servían. Con ellas, me sentía cada vez más culpable. En lo profundo de mi corazón, rechazaba esta relación. Las así llamadas “razones espirituales”, a saber, ayudar a Iris, y crecer como budista en amor y compasión, no parecían tener base sólida.

En largos diálogos, tuve por fin el coraje para manifestar mi deseo de finalizar nuestra relación. Iris comprendió mi deseo, pero opinó, que sería necesario primero, finalizar algunas etapas determinadas en el proceso actual de desarrollo suyo. La consecuencia fue que nuestra relación siguió adelante, porque el proceso de desarrollo nunca llegaba a su fin.

En una ocasión, alguien nos aconsejó probar la nueva droga XTC  (éxtasis). Esto nos ofrecería una nueva perspectiva en cuanto a nuestra relación. Tomamos la droga y fuimos a caminar a un parque en Ámsterdam. Mientras paseábamos por allí, esperando el efecto de la droga, tuvimos otra vez un fuerte altercado. Furiosos y en mutuo rechazo, nos separamos. Estaba yo a punto de abandonar el parque cuando comenzó el efecto de la droga. Me invadió de pronto una enorme sensación de éxtasis.

De pronto vi a Iris. Venía de otra dirección del parque, caminando hacia la salida, de la mano de un africano. Ella no me vio. Profundamente asombrado los observé, mientras abandonaban el parque. Admirado, me oí decir: “Children of the world” (niños del mundo). Esta experiencia me demostró claramente, que no era obligatorio mantener la relación; pero no tuve el coraje necesario para tomar una decisión definitiva.

En una ocasión, participé en un encuentro con todo el grupo que había cursado junto conmigo el aprendizaje de Terapia Alternativa. El encuentro duró un fin de semana, y vinieron algunos de Bélgica, de Holanda y de Alemania. Todos habían efectuado el aprendizaje en el mismo instituto terapéutico. Iris viajó conmigo para pasar el fin de semana en el vecino instituto budista Maitreya. Como de costumbre, llegué con mucho atraso, lo que para mí no tenía importancia. Ese día, me sentía muy bien. El grupo se encontraba sentado en un gran círculo, y uno tras otro relataba sus experiencias en el espacio de tiempo recién pasado. Cuando entré en la sala, recibí un saludo en alta voz: “¡Hola Martin!”, que me hizo sentirme bien recibido.

Cuando encontré en el círculo un lugar libre, observé primero las caras de los visitantes. Muchos de ellos me eran bien conocidos. De pronto descubrí a una mujer joven, que no conocía. Ella tenía puestos sus ojos azul oscuros en mi persona. Vi en esos ojos un anhelo inexpresable; un anhelo, que yo hasta el momento conocía sólo en mis sueños. Esta mirada despertó en mí el recuerdo de mis repetidos sueños de la mujer ideal. ¿Era ésta quizás, la mujer que yo en mis sueños siempre buscaba? Bueno; durante esta semana tendría suficiente oportunidad para conocerla. Cuando la saludé después del colectivo almuerzo, me dijo, casi disculpándose, que era alemana.

Orgulloso, relaté en el grupo, que en el entretanto había creado un Centro Terapéutico en un barco. Todos me dieron sus parabienes y me estimulaban en vista a mi positivo desarrollo. Me sentía ahora, como si la continua tensión de los años pasados se disipara. Durante este fin de semana creía estar en el séptimo cielo.

En una tarde celebramos una fiesta. El consumo de algo de marihuana me puso en un estado exuberante. Bailaba yo alegre con cada mujer que me gustaba, y naturalmente también con la de los ojos azul oscuro. En un corto diálogo, me dijo ella: “Tu eres realmente mucho... pero no todo”.

Aunque ella con estas palabras me rebajaba un poco, para mí fueron liberadoras, y me hacían aún más fácil buscar su contacto. Me daba la impresión de tener ella amistad con otro participante del grupo alemán, pero estaba cierto, de que esta amistad no era de gran importancia. Al finalizar nuestro encuentro de fin de semana, estaba claro para los dos, que ésta no sería la última vez que nos veríamos.

La historia de Elke, contada por ella
Cuando por primera vez se encontraron con Martin nuestras miradas, tuve la sensación de precipitarme en mi interior, conscientemente y sin temor, en el vacío. El término “entrega” me vino a la mente. Desde hacía ya algunos años estaba en busca de una nueva pareja, a la que me uniera más, y no sólo a una promesa matrimonial, sexualidad, los niños, cierta seguridad y una relación superficial. Yo anhelaba una relación profunda y genuina en todos los campos.

Actualmente estaba casada, y tenía todo lo que quizás muchas mujeres hubieran querido tener. Mi marido me daba mucha libertad. Vivíamos ya desde algunos años con nuestros dos niños en el campo, en una casa confortable con jardín. Yo podía satisfacer todas mis necesidades económicas, y tenía mi propio coche, con el cual me sentía totalmente independiente. Sin embargo, en mi interior me sentía continuamente frustrada. Tenía yo siempre la sensación de dependencia, y de no ser realmente estimada.

Después de seis años de matrimonio reinicié, en una segunda vía de formación, mi educación escolar, con el fin de obtener el bachillerato e iniciar a continuación una carrera profesional. Comencé con un costoso estudio de Terapia Morfológica, para seguir después con un curso de Terapia de Respiración. En este tiempo, dependía únicamente de mí, cómo organizaba yo mi tiempo y otras actividades, ya que mi esposo se encontraba mayormente fuera de casa, en diferentes terrenos de obras, y llegaba con frecuencia de vuelta sólo una vez por semana, o durante los fines de semana.

Desorientada e intranquila en mi interior, no supe durante mucho tiempo, qué buscaba o anhelaba realmente. Cuando una vez alguien me preguntó hace años: “¿Qué buscas tú en tu vida?”, sólo pude responder: “Realmente no lo sé; creo sí, que tiene algo que ver con amor, y con una total entrega”. Me parecía, por ello, que este anhelo sólo podía ser saciado en una relación personal de verdadero amor.

En un comienzo, la sensación de soledad iba acompañada de un cierto descontento en cuanto a mí existir, sólo como ama de casa. En medio de una sociedad de rendimiento, me sentía marginada, dependiendo únicamente del salario de mi marido. Nuestros primeros años de casados pasamos en Kaarst, una localidad vecina a Düsseldorf. En unos pocos años, la población en esta localidad se había quintuplicado. En su mayoría, vivían aquí familias jóvenes de clase media, provenientes de diferentes regiones de Alemania. Los padres de familia, habían encontrado trabajo en las ciudades vecinas. Por el mismo motivo habíamos también nosotros abandonado Uelzen, una pequeña localidad en la Lüneburger Heide donde anteriormente vivíamos.

En los campos estériles alrededor del pequeño poblado original de Kaarst se comenzó a construir una casa tras otra. Desde nuestro apartamento divisábamos la autopista, escuchábamos el tránsito de vehículos y despertábamos regularmente todos los lunes alrededor de las cinco de la mañana con el tufo de gases de escape del tráfico en aumento. Cuando salí por primera vez a dar una vuelta por el lugar con mi cochecito y mi bebé, busqué inútilmente un parque. Lo único que encontré fue un cementerio, y también éste se encontraba cerca de la autopista.

Yo había crecido en el campo. Y siempre, cuando tenía problemas, o sólo buscaba paz y tranquilidad, encontraba mi refugio en la naturaleza. Algunas veces, cuando niña, me pasaba horas sentada en la ribera del rio Weser, observando el flujo del agua y el paso de las nubes. Cuando anhelaba especialmente protección y seguridad, me iba en bicicleta al bosque, y me sentaba en un claro, a la sombra de los árboles, y contemplaba a los venados y a las liebres, pastando juntos en paz, y absorbía así, dentro de mí, la tranquilidad del bosque. De vez en cuando, tendida ya en mi cama, me sobrecogía un ansia profunda e indescriptible. Entonces me levantaba, me sentaba en la repisa de la ventana y contemplaba el cielo estrellado. Cerca de nuestra casa había una pequeña arboleda, donde nosotros como niños frecuentemente jugábamos y trepábamos a los árboles. Este lugar me era tan familiar, que yo, cuando de noche con luna llena me sobrecogía esta ansia, saltaba por la ventana, y me sentaba al borde del bosque, para contemplar la luna y el paisaje tenuemente iluminado, con sus campos y praderas.

En Kaarst, mi vida como ama de casa y madre se limitaba a un apartamento de tres habitaciones y terraza, a un césped de 40 metros cuadrados, a dos niños pequeños, y a esperar a mi esposo. Cuando él llegaba, estaba normalmente cansado y quería reposar un poco. Por mi parte, estaba naturalmente ansiosa de conversar y compartir con él. Cuando los niños se encontraban por fin en sus camas, terminaba nuestro encuentro normalmente ante el televisor.

Aunque yo me esforzaba por buscar contacto con otras mujeres, no me era posible entablar relaciones de verdadera amistad. Pasados dos años, leí un día un anuncio en un periódico. Dos damas expresaban el deseo, de reunirse con otras mujeres, para conversar, e intercambiar opiniones sobre “Dios y el mundo”. Escribí una carta, describiendo mi situación, y manifestando mi deseo de comunión e intercambio. Otras dos mujeres habían dado también respuesta, y así, nos encontramos por primera vez en una tasca. Teníamos nosotras varias cosas en común: maridos diligentes y exitosos, niños pequeños, la necesidad de intercambio equivalente con otros, y el deseo de activar otra vez nuestras facultades mentales. Unos pocos años de existencia como ama de casa y madre, habían bastado ya, para impedirnos poder concentrarnos en la lectura de un libro o en una conversación. Ya estaba tan acostumbrada a ser interrumpida por los niños en cualquiera ocupación o conversación, que cuando esto casualmente no ocurría, perdía en poco tiempo automáticamente el hilo del tema, que de momento me ocupaba. El encuentro con el grupo de mujeres fue para mí un rayo de esperanza en el horizonte.

Nuestra meta era reactivar nuestra vida mental e intelectual. En poco tiempo estos encuentros dejaron de ser suficientes. Queríamos recibir instrucción de verdaderos maestros. Nos inscribimos por ello en cursos en un Centro Femenino de Instrucción, o en un Centro de Enseñanza Superior.

Un buen día, me inscribí para un “Curso Creativo de Fin de Semana”. Antes de casarme, la pintura era uno de mis “hobbies”. Tenía la esperanza, de que el curso me ayudaría a despertar otra vez esta afición. En el transcurso del fin de semana, me di cuenta sin embargo, que se trataba de un curso de experimentación y conciencia de sí mismo, bajo la dirección de un psicoterapeuta. Totalmente desprevenida, y sin saber de qué se trataba, estuve dispuesta a dibujar algo que recordara mi niñez. Sin pensarlo dos veces, me vino a la mente el gran roble en el patio de nuestra casa. Frecuentemente jugábamos mis dos hermanas y yo debajo de ese árbol. Lo que más nos gustaba, era el gran columpio que mis padres habían hecho instalar en él. Este lugar bajo el árbol era para mí un sinónimo de seguridad y protección.

No obstante, tanto el terapeuta, como los participantes del curso tenían diferentes opiniones observando mi dibujo con el árbol. Escribieron detrás del dibujo diferentes conceptos: “Soledad”, “Aislamiento”, “Frialdad”. Fundaban su interpretación en el hecho, que el árbol no tenía hojas, ni raíces profundas. Me puse triste y pensativa, y cuando el terapeuta continuó apoyando su interpretación, no pude ocultar mi tristeza y me puse a llorar.

Me pidieron que evocara otros recuerdos en mi memoria, y tuve que reconocer, que yo efectivamente muchas veces me había sentido muy sola, porque mis padres tenían poco tiempo para mí. En cuanto a mi actual situación, reconocí también, que en mi vida matrimonial me sentía con frecuencia sola y aislada.

Pasado este fin de semana, llegué a mi casa totalmente confundida emocionalmente. Estaba enojada con mi marido, y con mi condición de ama de casa y madre. Considerando mi reciente conocimiento en cuanto a nuestra situación matrimonial, demandé de mi marido, que tomara parte conmigo en una sesión de terapia de grupo. Él sin embargo, se negó, opinando, que en su concepto, en nuestro matrimonio no había problemas. Mi aflicción ante este nuevo estado era tal, que hubiera querido lamentarme a gritos.

Mi único refugio era el terapeuta. Sólo él sabía, en qué estado yo me encontraba, y cuáles eran los motivos de mi tristeza y dolor. Él estaba asimismo dispuesto a escucharme y prestarme atención. Era necesario iniciar una terapia individual, para prevenir el posible comienzo de una psicosis.

Hoy estoy consciente, de cómo mi estado emocional podía distorsionar la realidad de las cosas. En ese tiempo, consideré absolutamente necesario, darle por fin libre salida a todas mis emociones. Desde ahora, pensaba yo, debía ser abierta y honrada ante toda persona con la cual tuviera contacto, dándole a conocer mi estado emocional e inquietudes. Guardar miramientos significaba contención, y esto, desde ahora, no debía ser ya más practicado.

De pronto me di cuenta del desconsolado estado emocional en el que viven las personas a mí alrededor. Descubrí además, cómo también ellos refrenaban muchos impulsos, y cómo  en su inconsciencia e ignorancia de sí mismos, no le daban cabida a sus propias emociones, permitiéndoles con ello a otros, o a las situaciones presentes, disponer de ellos.

Los conceptos mentalización y experiencia propia adquirieron una importancia especial en mi vida. Desde ahora, nada debía ser aceptado así como así. Todo debía ser analizado, y servir en el proceso de liberación. Ignorancia de sí mismo significaba, querer permanecer en un estado de profunda apatía. Sin miramiento ni consideración, comencé a abordar puntos débiles en mis amigos y conocidos, y quedaba sorprendida cuando mostraben resistencia. Mi propósito sin embargo, no era molestar ni ofender. Sólo pensaba reconocer sus problemas, y descubriéndolos, ayudarles a combatirlos y superarlos.

Mi propia crisis emocional despertó en mí el deseo de convertirme yo misma en terapeuta. Para eso era necesario un estudio previo. Comencé por ello mi preparación, que había de llevar varios años, aparte de mi labor diaria como ama de casa y madre de dos niños. Esto me fue posible, porque vivíamos cerca de Düsseldorf, donde yo podía ir cada día con rapidez a la Escuela Superior de Pedagogía Social en ese lugar.

Junto con mi preparación terapéutica básica, participé también en una instrucción adicional de Terapia Morfológica, durante la cual me vi por primera vez confrontada con métodos de New Age, de lo cual en un principio no estuve consciente. Pensaba más bien, que esta preparación era parte integrante del estudio básico. Con la expresión New Age no relacionaba yo nada concreto, y mucho menos, algo que pudiera causarme daño. Por el contrario, me fascinaba, cuando el terapeuta dirigente practicaba con nosotros. Uno de estos ejercicios consistía por ejemplo, en posicionarnos en forma estable sobre el suelo, abriendo algo las piernas, y aflojando y doblando algo las rodillas. Además, debíamos esforzarnos por establecer contacto con el cosmos, abriendo mentalmente la coronilla en nuestra cabeza, para dar por allí entrada a la energía cósmica, que fluía entonces a través de la cabeza y espina dorsal hasta el coxis, y de allí, hacia el suelo, ofreciendo así un “tercer puntal” estabilizante para el cuerpo.

Este ejercicio le dio nombre a un profundo anhelo que yo había tenido en mi corazón como niña, que era: “Ansia de Dios”. Al cumplir dieciocho años, había abandonado mi fe tradicional de niña. Una experiencia frustrante con el Pastor en nuestro pueblo fue el motivo. Me sentía condenada por él, y me decía: “Si Dios es semejante a su representante aquí, no quiero tener nada que ver con él. Caminaré por mi propio camino”.

Mientras me iniciaba en el ejercicio, y el anhelo de niña se despertaba otra vez dentro de mí, tuve la impresión, que el momento había llegado para satisfacerlo. Me aliviaba y alegraba, haber encontrado un camino, que a mi juicio no estuviera atado a legalismo y tradiciones muertas. Me ofrecía éste, una alternativa para unirme con Dios. Me tranquilizó este pensamiento, y esa noche pude dormir mejor que nunca. Lo consideré un indicio, de que este estudio y este ejercicio eran exactamente lo que yo necesitaba.

Leí más tarde en diferentes libros, que no se requería necesariamente emplear el concepto “Dios”, ya que los términos, “Poder Originario”, “Poder Cósmico”, o “Energía” tienen el mismo significado. Esta libertad de pensamiento me impresionó. Era totalmente lo contrario de lo que había aprendido en cuanto a la fe. Sobre esta base estaba yo nuevamente dispuesta a ocuparme de Dios y en lo divino. A ratos, comencé ahora a meditar, para abrir mi ser interno, y dar entrada a los poderes cósmicos.

Poco después de haber comenzado a practicar con frecuencia en mi casa esta forma de ejercicio para obtener este punto adicional de apoyo como se me había enseñado, fuimos con mi esposo de vacaciones a Bélgica. Nos quedamos en un pequeño pueblo de estilo medieval, cuya principal atracción era un castillo, que naturalmente visitamos. Durante la visita me sobrecogió de pronto la idea: “¡Aquí yo ya estuve alguna vez!”. Cuando entramos en una habitación, donde había un orificio en el suelo a través del cual, los prisioneros eran lanzados en la mazmorra, me invadió un gran temor, y sentí, que debía abandonar inmediatamente el lugar.

La noche siguiente sufrí lo que es un verdadero horror. De una pesadilla pasaba a la otra. Cuando vez tras vez despertaba en pánico, me levantaba y caminaba aterrorizada por la habitación, tratando de tranquilizarme, y diciéndome, que sólo eran sueños. Por mi parte, estaba segura, que los sueños estaban directamente relacionados con mi visita y mi experiencia en el castillo.

Yo había escuchado ya de vidas anteriores, y me preguntaba, si mi experiencia en el castillo no sería una confirmación de ello. La experiencia de esa noche no me dejaba tranquila. Quería ahora saber con certeza, si realmente existía la posibilidad de vidas anteriores, y si era posible traerlas a la mente. Uno de mis compañeros de estudio había hecho un estudio de parapsicología, y me pareció competente para contestar mis preguntas. Su respuesta confirmó mis ideas. Desde ese momento se convirtió para mí en un hecho tangible, que el ser humano ha vivido ya varias vidas, y que éstas pueden influir aún en la vida actual.

A partir de esa terrible noche, sufrí con frecuencia pesadillas. Pero también durante el día me venían cada vez con más frecuencia, en diferentes situaciones, cuadros a la mente, que yo catalogaba como recuerdos de pasadas vidas. No sólo los sueños me turbaban. Algunas veces despertaba palpitándome el corazón, y veía aterrorizada junto a mi cama, tenebrosos seres demoníacos. Cuando en consultas privadas transmitía estas experiencias a mi terapeuta, no sabía éste con claridad cómo actuar. Él suponía, que en mi caso se trataba de reacciones de temor, provenientes de duras experiencias en mi niñez. Él, por su parte, no creía en vidas anteriores, ni en poderes demoníacos. Para él, todo lo que ocurría, era la manifestación de problemas personales, no superados.

Durante mis estudios de Pedagogía Social, me ocupé con un creciente interés en el movimiento feminista de emancipación. Leí mucho sobre el tema en cuestión, y durante tres años, mi atención se concentró cada vez más en la opresión de la mujer, y sus funestas consecuencias para nuestra sociedad y medio ambiente.

Literatura feminista y diversas revistas, exhortaban a las mujeres y a la sociedad a meditar y reconocer nuevamente los valores femeninos. Esto significaba una reorientación de ideas y opiniones, como por ejemplo; de lo racional a lo emocional o intuitivo. Valores, como relaciones humanas, debían ser estimados como superiores al puro rendimiento.

Entretanto estaba naturalmente sufriendo bajo la triple carga, que yo misma me había impuesto: Continuaba siendo madre y ama de casa; estudiaba simultáneamente Pedagogía Social, y cursaba además una instrucción adicional en terapia morfológica (Gestalt). Mi esposo no me ofrecía ayuda alguna, ya que él estaba frecuentemente fuera de casa. Sin embargo, yo opinaba que debía realizar estos estudios, primeramente para poder ayudar a otros, y también, como mujer, para ser dignamente reconocida.

Según afirmaba el movimiento feminista, los valores femeninos debían ser reconocidos, no sólo en el contexto social y emocional, sino también en la reflexión sobre las raíces del conocimiento femenino en antiguas culturas. La sabiduría femenina se demostraba por ejemplo en culturas matriarcales y en religiones paganas, y se basaba en la idea, que el ser humano debía existir y vivir intrínsecamente unido a la naturaleza. Por ello, buscaba y recogía la mujer, fuerza y energía de árboles y lugares, los cuales se suponía, emanaban singulares radiaciones terrestres. Vivía ella en concordancia con el ciclo lunar. Conocía el poder de plantas y piedras. Y se valía para sus predicciones, de la posición de las estrellas. Debido a estos conocimientos y facultades, especialmente en el ámbito de sanidades, en la edad media muchas mujeres eran consideradas con frecuencia como hechiceras, y quemadas.

En centros de educación para mayores, daba yo cursos para mujeres, con la meta de transmitirles los elementos de sabiduría de hechiceras, que consideraba positivos. Comenzaba aplicando antiguos rituales indígenas, y empleaba como elementos, agua, aire, tierra y fuego. Esto lo hacía, tanto en mis ejercicios personales de meditación, como en sesiones terapéuticas o trabajo en equipo. La inclusión de los elementos representaba por un lado, un símbolo de integridad (holismo), y también, la aplicación de rituales ponía en acción al mundo visible y al invisible.

La conservación de la naturaleza era de gran importancia para mí. Como mujeres, aún podíamos oponer resistencia ante opresión y violencia. La naturaleza en cambio, estaba totalmente bajo el dominio del hombre. Me asocié por ello a la Alianza de Protección del Medio Ambiente, queriendo cooperar a lo menos en algo a la manutención de un mundo sano.

Mientras más me ocupaba yo del problema de la contaminación y destrucción del medio ambiente, en manos de una sociedad orientada sólo al lucro, y transmitía mis conocimientos sobre el tema en los cursos, el estado actual del mundo me parecía cada vez más amenazante. Veía, cómo se acercaba el mundo con velocidad vertiginosa a su fin, y nadie podía poner freno a este proceso. A mis hijos les presagiaba una lóbrega visión del futuro, y yo misma caí en un estado de temor y depresión, contra el cual trataba de sobreponerme en una actitud agresiva de crítica y desesperadas propuestas de socorro. Poco a poco me di cuenta de lo que es estar cansada de la vida.

Desde que participé por primera vez en un seminario de auto-experiencia (Curso Creativo), y de haber adquirido conciencia de mi soledad y abandono en mi vida matrimonial, había comenzado a tratar de satisfacer mi hambre de afecto y reconocimiento en aventuras amorosas. Durante un corto tiempo, me proporcionaban las consecuentes experiencias la sensación de vivir en plenitud. A pesar ello terminaba todo bajo el temor de encontrarme en una nueva dependencia. Además, pronto me daba cuenta, que yo realmente quería seguir unida con mi marido. Cautivada y obcecada con la idea de querer y deber caminar por mi propio camino, pensaba que ni mi marido ni mis hijos se darían algún día cuenta de mis andadas, y si no, tampoco les causaría daño alguno.

Mi anhelo de verdadero amor no podía ser saciado con aventuras pasajeras. En mi interior, culpaba yo a los hombres. Y mi actitud ante ellos era cada vez más negativa. Mi propio íntimo conflicto, y el contacto con otras mujeres, que tampoco querían más relación con el otro sexo, varios libros relacionados con el tema, y también la catástrofe ecológica, la que para mí era consecuencia de una política y actitud puramente masculina, todo ello me hizo pensar que los hombres son la peor parte de la humanidad. Sin embargo, una experiencia durante mi aprendizaje en Terapia Gestalt me hizo cambiar mi actitud tan extrema ante el sexo masculino.

En uno de los seminarios, se trataba el tema, “Varones y Mujeres”. El grupo estaba dividido en ambos sexos, y cada participante podía relatar sus experiencias negativas con el otro sexo. Estando el grupo así dividido, pero reunido en una misma habitación espaciosa, pude de pronto escuchar, cómo algunos hombres lloraban, recordando ofensas y agravios por parte de mujeres. Esto me impresionó en cierta medida, pero recién más tarde, se mitigó aún más mi actitud negativa ante el otro sexo, al observar, cómo algunos hombres, habiendo ya finalizado su tarea del día, comenzaron a bailar en la sala de reunión. Atraída por la música entré a la habitación, y observé de cerca, cómo ellos, liberados ahora de penas y aflicciones, se movían al son de una música ligera, pero sentimental, y entablaban incluso contacto los unos con los otros, y con los nuevos que llegaban. De repente me vino a la mente una interrogante: “¿Es posible, que la mitad de la humanidad sea buena, y la otra mitad, mala?”. “No”, fue mi respuesta en ese momento. Me di cuenta, que mi extrema opinión ante el otro sexo era un embuste, que yo misma me había inculcado, bajo la influencia de respectiva literatura y seminarios.

A partir de ese momento comencé en forma consciente y decidida, a buscar un nuevo compañero, ya que mi marido no estaba dispuesto a someterse a una terapia conjunta. En cuanto al nuevo compañero, ponía por condición inherente que éste debía tener los mismos intereses, y profesar los mismos valores y metas como yo. Según conceptos y postulados de New Age, buscaba ahora, mi “alma gemela”. Una pitonisa auguraba, que yo ya encontraría al compañero ideal. Mi confianza ante varones iba poco a poco en aumento, y ahora pensaba, que una íntima relación entre un hombre y una mujer podía ser realidad. Desde este momento estuve nuevamente en condiciones de permitirme el deseo de acercamiento, un deseo que yo agresivamente había rechazado y encubierto durante casi un año.

Habían ya pasado nueve años desde mi participación en el Seminario de Creatividad, y de finalizar mis estudios de Pedagogía Social e instrucción en Terapia Gestalt. Durante todo este tiempo no había pasado ningún año sin terapia. Cuando pensaba haber superado un problema, se presentaba ya el próximo. Aparte de esto, participar en sesiones terapéuticas durante mi aprendizaje, era en todo caso obligatorio.

Entretanto, vivía mis necesidades y emociones con más libertad. Dentro de mi propia familia sin embargo, estaba cada vez más aislada, siguiendo ahora por mi propio camino, el que, según yo pensaba, tenía una meta superior. No obstante, mi actual conocimiento del desarrollo catastrófico del mundo, y mi propia incapacidad ante esta desastrosa perspectiva, me tenían en una continua crisis, de la cual no me podía liberar.

Una amiga me informó, entonces, de una nueva forma de terapia. Me habló de una terapia de respiración, con el nombre: “Terapia de Renacimiento”. Ella misma había revivido en esa terapia profundas circunstancias de su niñez, y de su anterior vida. Quizás me ayudaría esa terapia a dar un paso más en mi desarrollo.

Me inscribí para una próxima sesión. Se llevaba a cabo en un antiguo y hermoso edificio en la ciudad de Düsseldorf. Velas, palillos de incienso, una colchoneta en el suelo; todo ofrecía un ambiente muy especial. El terapeuta tenía más o menos mi edad. Daba una impresión de franqueza y sensibilidad, y pronto le tomé confianza. Envuelta en una manta estaba yo tendida sobre la colchoneta, y respiraba. Era realmente una experiencia única: sin muchas palabras, sólo respirando, ser guiada a través de circunstancias de temor y ataduras; reconociéndolas, y deslizándose fuera de ellas, tan sólo respirando. Evidentemente existía  aún la posibilidad de sobreponerse a temores.

Más tarde, sin embargo, pude comprobar con asombro, que también el terapeuta, al igual que yo, caminaba en busca de autorrealización, camino en el cual toda sensibilidad llega rápidamente a su fin. Sin consideración alguna, y sólo movido por sus propios deseos y necesidades, comenzaba él una relación tras otra. En realidad, su conducta era para mí un verdadero espejo. Debería haber tomado nota de ello, y haberme formulado la pregunta, si esta conducta y estilo de vida eran realmente correctos. No lo hice. Cierto, que me daba cuenta, y sentía las muchas heridas originadas en la senda de autorrealización. Pensaba sin embargo, que era necesario aceptarlas, ya que eran parte de la anhelada meta “superior” por una verdadera libertad e independencia.

La vivienda del terapeuta era también un centro de New-Age. Se reunía allí cada dos semanas un grupo de personas que cantaban himnos espirituales. Me uní naturalmente al grupo. Otra vez se despertó en mí, el anhelo de comunión con Dios, y estaba feliz de haber encontrado personas, que también buscaban ese contacto. Desde hacía ya un buen tiempo, meditaba regularmente con la meta de estar abierta y receptiva ante energías cósmicas. Por fin no estaba más sola con mi anhelo espiritual, sino dentro de un grupo con el mismo deseo, que me podría ayudar en mi búsqueda.

Después de un par de meses me decidí a cursar una instrucción como terapeuta de renacimiento. Aprendí allí, que en realidad nada hay que yo no pudiera tener bajo mi control. Mediante prácticas de visualización recibíamos iluminación interior, dinero, un lugar para aparcar nuestro vehículo en la ciudad, y otras cosas. Se nos dijo incluso, que nuestro ser, antes del propio nacimiento, había decidido el lugar y la familia por la que vendríamos al mundo, para luego aprender cosas definidas y específicas en la vida.

Capacidades mediales se estaban desarrollando cada vez más en mí, y estaba orgullosa de ellas. Para mí eran una señal de mi avanzado desarrollo espiritual. Por un lado, estaba yo cada vez más sensible; por otro, cada vez más intransigente. A mi marido le comuniqué, sin miramientos, que estaba en busca de otro cónyuge.

Los dirigentes del curso eran holandeses. Habían creado un instituto, y ofrecían instrucción en Holanda, Bélgica y Alemania. Habiendo yo cursado con ellos ya casi un año, se organizó con los que habían finalizado el curso, un encuentro en Holanda. Un cierto temor e intranquilidad me indicaban, que allí ocurriría algo decisivo para mí.

Tan pronto como llegamos al lugar, caminé por todas las habitaciones, observando a los diferentes participantes del encuentro. No pude descubrir sin embargo, a nadie que me espantara en alguna forma. ¿Estaba equivocada con mis presentimientos? Todavía algo inquieta, tomé asiento en el vasto círculo de participantes.

Pasada una hora, más o menos, se abrió de pronto la puerta y entró un joven, que me trajo a la memoria a un amigo alemán. Mi primera reacción fue: correr al retrete. A mi regreso le observé a distancia, hasta que nuestras miradas se encontraron. En esa ocasión, había abandonado ya en mi interior la idea de buscar y encontrar al varón de mis sueños. Quizás fue éste uno de los motivos, porqué más tarde, en nuestro primer encuentro, pude distanciarme un poco con las palabras: “tú eres realmente algo, pero no lo eres todo”.

Martin, su nombre, como él se me había presentado, me impresionó con su reacción. En vez de sentirse puesto en su lugar, me dio las gracias. De pronto me dijo; “¡Mírame a los ojos! Nos conocemos”. Mientras yo dudaba, me incitó él, a seguir fijando mis ojos en los suyos. Ya recibiríamos más informaciones. La situación era emocionante y fascinante. Hasta ahora, nunca había conocido a un hombre, que me diera la impresión de estar mucho más adelantado que yo en mi desarrollo espiritual. Me puse totalmente bajo su dirección y clavé mis ojos en los suyos. Pasamos un tiempo así, uno frente al otro, y de pronto vinieron cuadros e historias a mi mente, en las cuales Martin era el objeto de mi anhelo de amor no saciado. El me preguntó, qué veía, y yo le transmití mis visiones. Él, por su parte, había recibido mensajes similares.

Excitada al máximo, me fui esa tarde a la cama. Al día siguiente me levanté de madrugada y fui a caminar largo por el bosque para tranquilizarme un poco. Me repetía una vez tras otra, que, si bien el encuentro había sido excitante, lo era también sin compromiso, y de vuelta en Alemania podría fácilmente dejar atrás la experiencia. Esto sin embargo, no se confirmó. Una semana más tarde recibí en mi casa una llamada de Martin, invitándome a visitarle en Ámsterdam, en su Barco Terapéutico. Acepté gustosa la invitación.

4. Amor sin frenos

Martin: La primera visita de Elke en mi barco de ensueño
Me latía con fuerza el corazón cuando tomé el teléfono y marqué el número de Elke. Por torpeza, había perdido su dirección, pero, ansioso de volver a encontrarme con ella, me dirigí al conductor del Seminario de Renacimiento, para informarme, de paso, sobre ella. Yo, ni siquiera conocía su apellido.

Ella contestó directamente, y pareció alegrarse de mi llamada. A mi propuesta de pasar por su casa y visitarla, contestó que sería mejor si ella me visitara a mí; pues no podía predecir con seguridad, cuándo su esposo o su hija estarían en casa. Me dio como un rayo: “¡Qué cosa..., es casada y tiene hijos; no te metas en líos!” ¿Era ésta la voz de mi conciencia? Pero rápidamente me sobrepuse a mi sobresalto, porque mis deseos tenían prioridad. Quería conquistar este amor, costara lo que costara. Invité por eso a Elke a visitarme en mi barco.

Me quedaba todavía algo más de una semana de tiempo hasta nuestro primer encuentro privado. Con gran entusiasmo, comencé a ordenar y decorar mis habitaciones. Junto con mi padre, construimos una banca en la sala de estar del barco. En mi dormitorio, me construí una nueva cama y pinté las paredes en color blanco. Mientras hacía estos trabajos, me preguntaba qué me movía a estar tan afanoso. Incapaz de dar respuesta a esta interrogante, fumaba marihuana, y soñaba de grandiosas visiones futuras. Ninguna de estas visiones, en las cuales soñaba yo que engendraría a muchos seguidores de Buda, llegó a cumplirse, pero sí, me inspiraban en mi labor.

Me sentía interiormente movido a actuar. Cuando llegó el día de nuestro encuentro, sonó el teléfono y escuché la voz de Elke, diciéndome, dónde debería yo recogerla en Ámsterdam. Encendí rápidamente un par de velas. Había ya puesto flores en las diferentes habitaciones del barco, y mi altar budista estaba colmado de nuevas ofrendas.

Orgulloso, conduje a Elke a mi barco de ensueño. Estaba ella maravillada de esta calurosa acogida, y se sentía como la princesa bienvenida por el príncipe de la leyenda.

También Elke, al igual que Iris, tenía algo más edad que yo. Esto me daba algo que pensar, pero, enamorado como estaba, desapareció pronto toda polémica con la realidad. Todos los factores exteriores que pudieran oponerse a esta relación no tenían ya importancia alguna. Ahora contábamos sólo nosotros, y nuestros recíprocos sentimientos y emociones.

Nuestros encuentros no se redujeron a un fin de semana. Elke le dijo a su marido, que quería vivir conmigo en Ámsterdam. Evidentemente él ya contaba desde hacía tiempo con un tal cambio, y no opuso resistencia alguna.

Por mi parte, debía ahora separarme de Iris. Esto no era fácil, debido a nuestro común proceso terapéutico. Además, debíamos llevar a cabo juntos un Workshop (Taller) de dos semanas en Portugal, que teníamos planeado desde hacía ya tiempo, y al cual se habían inscrito ya unas diez personas. Con sentimientos muy encontrados viajé en auto a Portugal, mientras Iris viajaba en avión, evitándose así el agotador trayecto en automóvil.

Naturalmente tuvimos en este tiempo serios problemas entre nosotros. Sólo con ayuda de drogas, prácticas terapéuticas y meditaciones pudimos, pese a ciertas dificultades, pasar estas dos semanas. No obstante, esta situación caótica entre nosotros, los participantes del curso quedaron satisfechos. En su mayoría, estaban fascinados con las experiencias que habían tenido mediante los métodos espirituales transmitidos por nosotros. Yo sin embargo, me sentía como un ciego, guía de ciegos.

Iris se encontraba en un estado tal de tensión, que ya no podía más conciliar el sueño. Pasado nuestro Workshop, quería quedarse un tiempo en Portugal y acampar a orillas de un lago para recobrar fuerzas. La llevé a su destino, un lugar solitario, pero muy hermoso, y le comuniqué allí mi pronta partida. Le dije también, que desde ahora nuestra relación había llegado a su fin.

Si bien, nuestra separación iba ya desde hacía tiempo en camino, hubo dramáticas discusiones. Me quedé todavía una noche con ella, para amortiguar en algo el golpe. Era mi deseo, separarme de ella por las buenas. Por fin sin embargo, me quedó la sensación de haberla abandonado. Huyendo casi, me puse en marcha solo, de vuelta a Ámsterdam. Durante los siguientes días, endurecí mi corazón, para mantener firme mi resolución, de separarme por fin de mi amiga.

Iris por su parte, no se dio fácilmente por vencida, y me llamaba a toda hora, incluso varias veces al día. Lo hacía incluso desde Francia y América, donde estuvo viajando debido a su estado y desarrollo espiritual. Los elevados costos de las muchas llamadas telefónicas eran cargadas a mi cuenta. Yo las pagaba, porque me sentía hondamente culpable ante ella.

Elke hizo lo que pudo, por ayudarme a liberarme de esta relación. Si finalmente lo conseguí, fue sólo debido a ella. De mi endurecido corazón, no pudo sin embargo, liberarme. Pronto lo pudo comprobar en persona, ya que, iniciar una nueva relación, no engendra necesariamente un nuevo corazón.

Elke: La tan añorada dirección espiritual       
Mi amor por Martin, y mi esperanza de haber encontrado en él al hombre, que por fin me impartiera la anhelada dirección espiritual, me llevaron con frecuencia a sobrepasar mis límites físicos y emocionales. Sentía claramente en qué peligro estaba él, debido a su relación con Iris. Tanto según mi visión terapéutica como humana, tenía la impresión, de que él estaba a punto de perderse. Presentía contactos con poderes ocultos, pero no contaba con la posibilidad de que éstos pudieran atacarme a mí, impidiéndome influir sobre Martin.

Pasadas ya las dos semanas en las cuales estaba él en Portugal, me asaltaron a menudo durante la noche fuertes temores e inquietud. En una ocasión, desperté espantada, y creí divisar en un rincón de mi dormitorio la figura de un enorme fantasma oscuro. Quedé un momento paralizada, me cubrí con la frazada, y traté difícilmente de convencerme, de que todo había sido sólo producto de mi imaginación. Al día siguiente estaban mis piernas cubiertas de magulladuras.

Durante uno de los fines de semana pasados en Ámsterdam, había olvidado mi pendiente en el barco. Cuando Iris lo encontró, dedujo que yo por ese medio, quería difundir energía negativa en el ambiente. Ella, por su parte, aseguraba con frecuencia, que deseaba finalizar la relación con Martin, pero que el proceso terapéutico debía primero llegar a su fin. Esto significaba, que ambos estuvieran en condiciones de separarse el uno del otro, en armonía y libertad. Y para ello, era necesario, que todas las pautas y formas de comportamiento, que aún reclamaran algún derecho o exigencia el uno ante el otro, debían primero ser resueltas y subsanadas.

Cuando un día llamé de Alemania, me contestó sólo el contestador de llamadas. La voz de Martin se escuchaba, como si él no estuviera dentro de su cuerpo. Sonaba totalmente hueca e inestable. Espantada, organicé de prisa lo necesario en mi casa, y partí  rápidamente para asistir a Martin. Cuando llegué, despedía él en ese momento a un cliente. Por un lado, se alegró realmente de verme, pero también estaba en apuro, porque debía salir lo antes posible para encontrarse con Iris a las 5 de la tarde. Me pareció, como si él no fuera el mismo, y traté en mi inquietud de disuadirlo de su propósito de salir. Con actitud glacial y fría mirada se negó a quedarse. Empacó sus cosas y partió. La expresión de su cara, me dio la impresión de una persona para mí totalmente extraña y desconocida, que me infundía temor.

Hasta casi las tres de la mañana estuve despierta esperando a Martin. En lugar de mi original preocupación, me invadieron celos. Ya furiosa, tomé mis cosas, y estaba a punto de abandonar el barco cuando él llegó. Él parecía sentirse relajado. Yo, airada, le dije a gritos, que no estaba dispuesta a soportar otra vez situaciones semejantes. Él, algo confundido con mi arrebatada reacción, hacía nuevamente hincapié en la necesidad de estas conversaciones con Iris. Poco a poco me calmé, y cambié de actitud, porque, en verdad, no quería yo dificultar en alguna forma el desenlace de esta relación.

Martin: Probando la relación con fuertes drogas
Pasados seis meses, Elke se vino a vivir conmigo en mi barco. Cada semana sin embargo, viajaba a su casa por dos o tres días, para ordenar sus cosas y acompañar a su hija de quince años. Así, calmaba ella sus hondos sentimientos de culpa. Su hijo varón, vivía ya fuera de casa, en una vivienda comunitaria.

En nuestra convivencia había entre nosotros tanto por descubrir, que yo comencé poco a poco a reducir mi tiempo en el trabajo. Algunas veces pasábamos horas abrazados, temiendo perder otra vez todo lo bueno que habíamos encontrado el uno en el otro. Pensábamos cada uno, haber encontrado en el otro lo que es verdadero amor.

Elke estaba convencida que ya no teníamos más necesidad de maestros instructores. El amor mutuo bastaba, y nos llevaría por buen camino. Incluso, varios de nuestros amigos en los círculos de New-Age encontraban nuestra relación como algo fuera de lo común. Algunos nos pronosticaban un maravilloso futuro compartido, en niveles superiores de conciencia.

Con el fin de poner a prueba la autenticidad de nuestros recíprocos sentimientos, propuse, que tomáramos en conjunto la droga XTC. Elke nunca había tenido alguna relación con drogas. En mi compañía, y con la meta de ahondar nuestra relación, estuvo ella de acuerdo. Era una aventura palpitante, porque yo ya había tenido una experiencia con esa droga. En esa ocasión habíamos tomado Iris y yo juntos la droga, y fue ahí que yo había reconocido, que debía finalizar mi relación con Iris.

Con Elke tuve una experiencia totalmente diferente. Era como si todo en nosotros confirmara nuestra relación. El mundo exterior no tenía ya importancia alguna. Nuestra pauta eran nuestro sentir, y mi convicción, que esta relación nos llevaría más rápido en el camino hacia la iluminación. La droga confirmaba nuestro sentir, que según pensábamos nos llevaba por estratos más profundos de nuestra conciencia, nos revelaría la verdad, y al mismo tiempo nos capacitaría para experimentar una dirección superior.

Naturalmente, no todas las dificultades fueron superadas. Con frecuencia, mi corazón endurecido se rebelaba, y yo creía reconocer, que Elke también escondía en su interior mucha rabia, que ella sin embargo reprimía. Furioso, la  instaba a expresarse. Ante mi amonestación, reaccionaba ella indignada, lo que yo consideraba una confirmación de la existencia de agresiones ocultas. El ambiente quedaba naturalmente arruinado para el resto del día.

Además, existía el problemático proceso de separación con Iris, que para Elke era un tema cargado de temores y fastidio. Para colmo, estábamos los dos sufriendo de un fuerte sarpullido, que interpretábamos psicológicamente como consecuencia de nuestro ardiente enamoramiento, que se manifestaba incluso debajo de la piel. Después de seis meses, ya no me podía imaginar vivir sin continua comezón. Me duchaba con agua muy caliente varias veces al día para librarme de la comezón por una hora. Probamos diferentes remedios alternativos, pero finalmente nos ayudó sólo una medicina alopática.

Entretanto, habíamos ya comenzado a trabajar juntos, y notábamos lo frágil que aún eran nuestros mutuos sentimientos de amor. Pese a nuestro verdadero deseo de vivir en actitud de mutua entrega, temíamos perder nuestra autonomía, o quedar bajo el dominio del otro. Mientras disfrutábamos ratos libres, todo era excelente. En nuestra labor con otras personas sin embargo, todo se complicaba. Parecía, que el cariño mutuo no era base suficiente para una labor conjunta. Evidentemente, era necesario aclarar funciones de directiva y de competencia.

Durante el primer fin de semana terapéutico que ofrecimos en conjunto, tuvimos pronto diferentes opiniones, y comenzamos a discutir entre nosotros. Para mí, era muy embarazoso llevar a cabo discusiones ante un grupo de personas. Ellos, no obstante, decían que no era problema, ya que les servía incluso de enseñanza. Influenciado por mis experiencias negativas en mis relaciones con el otro sexo, me pareció finalmente adecuado y conveniente mantener separadas la relación privada, y la labor profesional. Este punto de vista despertó en Elke una fuerte oposición y ansiedad, porque con esto, su sueño, que era compartirlo y vivirlo todo en conjunto conmigo, quedaba totalmente frustrado. No encontramos una verdadera solución para este problema.

Elke era de opinión, que el barco era un impedimento para nuestra relación. Algunas veces teníamos la impresión de encontrarnos amenazados por diferentes poderes. Una vidente, que tenía contacto con el ámbito de espíritus, confirmó nuestra impresión. Nos visitó en el barco algunas veces, con el fin de expulsar los muchos espíritus de fallecidos, que habían vivido antes allí. Además, nos enseñó a recitar un Mantra, llamado “Mantra Cristiano”, en el cual, el nombre “Jesús” era expresado como protección ante poderes demoníacos.

Mi labor como psicoterapeuta alternativo me proporcionaba cada vez menos satisfacción. En el entretanto, la oferta en el mercado terapéutico había aumentado en tal forma, que mis propios conocimientos me parecían en parte mediocres. En medio del caos de diferentes métodos y filosofías de liberación, tratábamos nosotros con desesperación de percibir nuestra voz interior. Uno de nuestros amigos, un terapeuta de reencarnación americano, nos había enviado una invitación para un viaje espiritual a Egipto. Elke era de opinión, que en todo caso debíamos tomar parte en este viaje. Después de pensarlo por un tiempo, resolvimos reservar dos pasajes, con la esperanza de recibir en Egipto una nueva dirección en nuestro futuro camino.

Martin: Reduciendo a cenizas todo lo que queda atrás
Los 25 participantes del viaje eran todos “buscadores espirituales”. Venían de Holanda, Inglaterra, América y Alemania. Algunos de ellos trabajaban ya como terapeutas alternativos. Un americano, ya algo anciano, de pequeña estatura, caminaba por todos los lugares de interés con un péndulo en la mano, que le servía para aclarar algunos de sus interrogantes. En el cuello llevaba varias cadenas con diferentes símbolos, entre los cuales colgaba también una estrella druida3.

Todos en el grupo, estábamos curiosos por saber, qué forma de vida habíamos tenido ya anteriormente en Egipto. En sesiones dirigidas de meditación, nos sumergíamos en el pasado, para observar con nuestro “ojo interior”, o bien en nuestra imaginación y fantasía, hechos y acciones que venían a la mente. La mayoría en el grupo pensaba, que habían servido en el templo una vez como sumos sacerdotes. Otros se reconocían incluso como faraones.

Viajamos también una semana en barco por el Nilo. Visitamos los imponentes templos. Trepamos una noche a una de las pirámides, y meditamos a los pies de la esfinge. Lo importante para nosotros, era experimentar personalmente los poderes que aún estaban presentes en esos lugares. Para nuestro guía turístico egipcio, nuestro grupo era sin duda algo bastante exótico. Pero también nosotros, al fin de nuestro viaje, nos reíamos recordando nuestro comportamiento curioso.

3 N. del E.: Estrella de cinco puntas que identificaba sacerdotes de origen celta, siglo VI a. C.

Cuando volvimos a Ámsterdam después de casi tres semanas,          sentía dentro de mí una verdadera aversión ante el barco, y ante nuestra labor terapéutica. Sin pensarlo dos veces, le comuniqué a Elke: “¡No quiero seguir trabajando aquí! No me parece ya bien en absoluto”. La mañana siguiente repetí mi disgusto, porque ya al mediodía debía reiniciar mi labor en una sesión de grupo. Echamos nuestra ropa sucia en la lavadora que se encontraba en la planta baja del barco y nos sentamos a desayunar en la cocina.

Poco después, escuchamos fuertes pasos en la cubierta del barco. Miramos hacia afuera y divisamos a dos hombres que corrían rápidamente hacia nuestro sector. Al mismo tiempo descubrimos una nube de humo que subía desde el centro del barco. “¡Fuego!”. Bajé la escalera a saltos, para ver si aún era posible apagar el fuego. Choqué con una nube negra de humo       , y me di cuenta de inmediato, que ya no había esperanza. Los hombres habían alarmado ya al servicio de incendios que llegó sin dilación y extinguió rápidamente el fuego, de modo que el barco no quedó totalmente destruido.

La cocina, en la cual estaba nuestra nueva lavadora, quedó hecha cenizas. El motivo del incendio fue probablemente un cortocircuito en el cable de alimentación de la lavadora.

Elke y yo, no sabíamos de momento, si reír, o llorar. Todo el sector de trabajo en el barco estaba totalmente destruido. Solamente nuestro sector de vivienda estaba aún en pie. ¡Continuar aquí trabajando era ahora imposible!

Para nosotros fue esto una clara señal, que debíamos abandonar el barco. Felizmente, teníamos un buen seguro, de modo que pudimos repararlo y venderlo sin pérdidas. Sin embargo, pese a esta clara señal, se despertó otra vez en mi interior, la tentación de mantener mi centro terapéutico. Cuando ya casi habíamos terminado con los trabajos de reparación, se mostró en televisión la película de nuestra labor terapéutica. En ella se mostraban entre otros, las imágenes de mi padre durante las sesiones de respiración. Éstas y las mías causaron un tal impacto en muchos de los espectadores, que al finalizar el programa de TV recibimos muchas llamadas telefónicas de personas, que también deseaban tener ellas una experiencia terapéutica similar.

Con todo, después de meditarlo una vez más, mantuve mi decisión final. El barco lo vendimos a otro terapeuta, y nos pusimos en marcha, en viaje por el mundo. El dicho holandés, “Quemar todos los barcos detrás nuestro”, se convirtió en realidad para nosotros.

Martin: Plan de viaje dictado por nuestra “entidad superior”
Elke soñaba ya desde hacía tiempo con viajar por el mundo. Era todavía muy joven cuando dio a luz su primer hijo y casarse poco después. Nunca había experimentado ella la libertad que yo había gozado en mis muchos viajes. Pensaba ella por eso, que este era el momento oportuno para realizar su sueño. Yo, por mi parte, estaba ya algo cansado de tanto viajar, pero, aún muy enamorado de ella, accedí a sus deseos.

Comenzamos entonces a trazar planes, y a meditar, para establecer contacto con nuestro “ser superior”. Sólo él sabía, cuál era la mejor ruta para nosotros, y qué países debíamos visitar. Por mi parte, había cumplido anteriormente sólo la mitad de mi compromiso de meditación de dos meses. Sentí por eso, que era necesario cumplir primero esa promesa. Nos decidimos entonces por una estadía de tres meses en la India. Durante nuestra meditación, le vino a Elke a la mente Indonesia. Este debía ser el segundo destino en nuestro viaje. No habiendo recibido más que estas dos informaciones, decidimos dormir una noche más, e indagar otra vez al día siguiente.

Elke: Despedida, y partida hacia La India
Esa noche tuve un extraño sueño: Vi ante mí el continente australiano, y escuché una voz que me decía: “¡Aquí tu vas a encontrar, tu corazón!”. La directora del curso de instrucción de Renacimiento, me había dicho una vez: “Cuando tú un día encuentres tu corazón, entonces recién comenzará realmente tu labor”. Intuía que, por una u otra razón, mantenía yo mi corazón clausurado. Recordaba la fábula del Rey Rana. En ella, el siervo del rey, cuando éste se transformó en rana, había hecho poner un aro de oro en torno de su corazón, para que éste no se partiera de dolor. Al día siguiente, le conté a Martin mi sueño. Su reacción espontánea fue: “Bien; entonces volemos a Australia”. De allí seguiríamos por nueva Zelandia, nueva Caledonia, Tahití y América, para luego volver a Holanda.

Faltaban todavía dos meses para iniciar nuestro viaje. Nuestros pocos utensilios los dejamos, en parte, en la casa de los padres de Martin. En mi casa, dejé en un pequeño cuarto todas las cosas que yo pensaba, seguirían siendo mías. Era un tiempo difícil. Al juntar yo mis cosas, me sobrecogía una gran pena, y tenía que llorar de continuo. Me parecía como si me encontrara en un proceso mortal. Todo aquello, que hasta ese momento había sido el sentido y contenido de mi vida, debía abandonarlo, cosa por cosa. Mirando hacia atrás a mi ilusión de una vida matrimonial y familiar ideal y feliz, veía ahora, cómo todo se esfumaba y desaparecía. Me preguntaba, ¡por qué es tan difícil vivir una vida intacta y sana!

Mi hija de quince años no se pronunciaba ante lo que ocurría, y yo no tenía el coraje para explicarle mis motivos. Trataba de convencerme, que ella ya tenía la suficiente edad para pasar un par de meses sola. Un pequeño consuelo era, que mi marido trabajaba de momento no lejos, y volvía por las noches a casa. Entre él y yo, ya no había discusiones. Según él afirmaba, había ya dado por terminada nuestra relación desde hacía algunos años. Esto aliviaba algo la actual situación, pero no mitigaba mi pena. Sin duda, me encontraba ahora al comienzo de un capítulo totalmente nuevo en mi vida.

De madrugada, a fines de octubre, llegamos al aún caluroso Bombay. Martin conocía ya de antes la gran pobreza de esta ciudad, y no quería permanecer largo tiempo en ella. Decidimos por ello seguir viaje el mismo día, en vuelo directo a New Delhi. Recién por la tarde logramos nuestro objetivo. Después de una larga lucha por conseguir un pasaje, ocupábamos por fin nuestros asientos en el avión hacia New Delhi. Totalmente agotados, deseábamos sólo tranquilidad y sueño. La primera noche la pasamos en uno de los hoteles más caros de la ciudad.

Estaba fascinada con el pintoresco y ruidoso alboroto en la ciudad. Las muchas rikschas (taxi a pedal) y el aire infestado por los gases de escape de los automóviles no me molestaban. El aire estaba tan recargado de smog y polvo, que sólo en dos días, mi cabellera parecía un hato de paja. Estaba admirada de las suntuosas telas índicas, esculturas y joyas. Un total contraste ofrecían los barrios musulmanes, con sus mujeres vestidas en negro y cubiertas de velos. Asombrada, y también algo insegura, me sentía en este extraño mundo.

En tren y autobús continuó nuestro viaje dos días más tarde hacia Dharamsala, en el norte de la India, donde Martin había estado algunos años antes. Él insistió en que pernoctáramos en el Centro Budista, en el cual él había sido iniciado en aquel tiempo. Esto traía consigo, que debíamos atenernos a las reglas del Centro, y dormir en habitaciones separadas. Las habitaciones estaban equipadas con una cama y una pequeña mesa. Manchas negras en los muros daban muestras de humedad.

Una noche, cuando recién acababa de echarme en mi saco de dormir, sentí un hormigueo en mi cuerpo, como si dentro del saco hubiera un montón de gusanos. Salí de un salto del saco, y corrí asustada a golpear en la puerta del cuarto de Martin. Él, con su linterna, descubrió efectivamente dentro del saco un montón de gusanos.

Esto sobrepasó ya mis límites. No sólo porque cada noche encontraba una araña enorme colgando del techo, y que durante el día debía defenderme de los monos, que trataban de apropiarse de mi comida. Y ahora, para colmo... ¡la imprevista visita de los gusanos en mi saco de dormir! Martin, sin embargo, pese a mi protesta, decidió atenerse a las reglas budistas del Centro, según las cuales no debe quitarse la vida a ningún ser viviente. Después de vestirse, tomó el saco, y lo colgó afuera, en la cuerda para tender la ropa, y se dedicó con gran paciencia, con su linterna y una pinza a sacar los gusanos cuidadosamente uno por uno fuera del saco.

En este lugar me sentía yo totalmente fuera de sitio. Incluso, con los turistas occidentales, que en su mayoría habían ya cursado Meditación o Iniciaciones, no lograba entablar contacto. Pese a todo, estuve dispuesta a esperar las cuatro semanas de meditación previstas para Martin.

Una vez me preguntaron, desde cuándo era yo budista. Contesté, que no era budista, sino cristiana. Me interesaba el budismo, pero no estaba dispuesta a convertirme en budista.

Martin: Nuevo encuentro con el Dalai Lama
En el entretanto, me habían venido serias dudas, si debía efectivamente cumplir con el compromiso de completar la segunda parte del ciclo de meditación. Por algún motivo inexplicable, no me sentía ya incondicionalmente convencido. Hablé con diferentes monjes tibetanos, buscando consejo en mi situación. Uno de ellos se echó a reír cuando le expliqué mi conflicto, y me aconsejó no tomarlo tan en serio, e intentarlo otra vez en una próxima oportunidad.

En general, el carácter tibetano me parecía más tranquilo y moderado. Para ellos, un budista occidental como yo, daba probablemente la impresión de un espíritu inquieto, impulsado por la necesidad de rendir y producir. No obstante, no quise tomar una decisión con ligereza, y continué buscando señales, que me guiaran en mi momentánea situación.

Algunos días más tarde, el Dalai Lama ofrecería audiencia para visitantes occidentales. ¿Aclararía mi situación quizás un encuentro con él? En el atrio de su residencia tomamos lugar en una larga fila de personas en espera. Después de algunas horas, la fila entró en movimiento. El Dalai Lama, junto con otros monjes, estaba en pie, en el escalón más bajo de la escalinata de acceso a su domicilio, y saludaba a cada visitante con un apretón de manos. Cuando aún estábamos a unos cinco metros de distancia de él, su presencia y actitud tan amorosa, sencilla y humilde nos impactó en tal forma, que no pudimos contener las lágrimas. Parecía como si cerca de él todos los problemas humanos se disolvieran en nada. Todos los interrogantes se desvanecían como nieve a la luz  y calor del sol.

Cuando finalmente nos encontrábamos frente a él, fijó su mirada cariñosamente en mis ojos, y apretó mi mano con las suyas, como si me conociera ya de antes. Personalmente, me sentí en un estado supremo de consciencia, como ya lo había experimentado frecuentemente durante mis prácticas de meditación. Agradecí su guía espiritual, y al preguntarme le dije mi nombre. Me parecía, como si él no estuviera viendo en mí sólo el cuadro exterior, sino que vislumbrara más bien en mí, y a mí alrededor, un ser superior. Mi humanidad física no tenía importancia en su presencia. El aura que rodeaba su persona me elevó sobre toda percepción real.

Esta sublime sensación se mantuvo por un tiempo, y pareció disolverse tan de súbito como había llegado, en el frío y húmedo ambiente que reina en este tiempo, a mediados de noviembre en este lugar. Me sentía algo desilusionado. Era como si en ese momento, el efecto de una droga hubiera dejado de actuar. El encuentro no me proporcionó claridad, ni me indicó en forma concreta el camino que debía yo seguir. Quedé desconcertado, sin saber en qué dirección dirigirme.

5. Esta palabra en mi alma

Martin: Mi Gurú en una vitrina
En la India visitamos naturalmente la casa de mi fallecido gurú, Ling Rinpoche. La labor de conservación de su cuerpo había sido finalizada. Estaba ahora sentado en un trono, en posición de meditación, dentro de una vitrina, en una de las habitaciones de su residencia. Se decía, que su espíritu había renacido en un niño. El pequeño, de tres años, había sido encontrado por médiums tibetanos. Con el fin de verificar si el niño era realmente la encarnación del Lama, pusieron ante él un cierto número de objetos, entre los cuales debía él escoger las pertenencias personales del antiguo Lama. Cuando él hubo escogido los objetos correctos, y con ello aprobado el test, fue trasladado junto con su madre a la residencia del Lama, para iniciar allí, pese a sus pocos años, un riguroso período de enseñanza.

Cuando llegamos a la residencia y nos encontramos con el pequeño, vestido en su ropaje de monje, corriendo alrededor, quedé algo confundido. No sabía con claridad, a quién debía rendirle honra: al niño, o al anciano maestro en la vitrina. Cuando el pequeño nos descubrió, interrumpió su juego, corrió a nuestro encuentro, y levantó su mano hacia nosotros para bendecirnos. Para Elke, esta ceremonia era desconocida, y su reacción fue la de una madre ante un niño pequeño. El niño le daba pena, rodeado casi únicamente por mayores, y sometido ya a una tal rígida disciplina. En seguida, un preceptor tibetano lo tomó en brazos y lo sentó en un “Trono de Infante” en la galería. Allí, me incliné yo ante él. El pequeño, ahora consciente de su posición como Maestro, puso inmediatamente su mano sobre mi cabeza y me bendijo.

Lógicamente, tratándose de un niño parecido a cualquier otro niño normal tibetano, no podía yo esperar de él algún consejo sabio. Decidí entonces tomar lugar frente a la vitrina en la galería y buscar contacto telepático con el espíritu de mi gurú. En la sala donde estaba el cuerpo embalsamado, había sólo una ventana pequeña, de modo que, pese a la claridad del día, había allí solamente una penumbra.

En profundo respeto, me incliné tres veces ante el cuerpo, según la costumbre, y me senté entonces, en posición de meditación, ante él. Elke tomó lugar a mi lado. Tuve la sensación, de que la habitación se llenara de pronto de una presencia espiritual. De inmediato se inició una especie de comunicación telepática; un intercambio íntimo de preguntas y respuestas. De pronto, una imponente voz clamó dentro de mí, diciendo: “¡Go your own way!” (“¡Sigue tu propio camino!”). Quedé sin aliento. Estaba atónito ante una tal inesperada intimación. Pensamientos e ideas volaban en mi mente. Mi gurú había sido para mí como un padre. Tenía la impresión, como si él, que hasta el momento había sido un amante padre para mí, me mostrara ahora la puerta...

¿Podría esto ser real? Desesperado y confundido abandoné la casa. En el camino hacia el Centro Budista le pregunté a Elke, cuáles habían sido sus experiencias. Ella me comunicó, que también había tenido un diálogo telepático. El gurú le había dicho: “Martin siempre desea ser algo especial. Él tiene que aprender primero a ser un ser humano normal”. Después de largas y fatigosas discusiones se aclaró para mí, que ambos mensajes indicaban la misma dirección, y el mismo camino.

Poco a poco me di cuenta, en qué forma el budismo tibetano era para mí un escape también en otra cultura. Y, así como para mí ya hacía algunos años, el cierre de la puerta del templo en Katmandú había sido una señal para no convertirme en monje, también ahora se cerraba otra puerta hacia el Budismo. Bajo la intimación del gurú de seguir mi propio camino, comprendí que debía abandonar mi paseo cultural, y descubrir mi propio camino como budista en este mundo. Este camino era ahora un camino junto con Elke; y dialogando con ella, recobré poco a poco mi calma.

Una última visita a otro Lama, durante la cual, también éste me estimuló a posponer el resto de mi compromiso de meditación para otra fecha, acabó de convencerme. Decidimos entonces abandonar el frío norte y dirigirnos hacia el Sur.

Nos tentaba visitar Agra, la ciudad en la cual se encuentra la soberbia tumba de Taj Mahal. Un Maharajá la había construido para su amada esposa, habiendo ésta fallecido al dar a luz su decimocuarto hijo. Nos daba la impresión, que el amor del Maharajá aún rodeaba como aureola el monumento. El edificio, construido en mármol blanco, con sus esbeltas torres en forma de alminares, resplandecía en diferentes matices, ya fuera a la luz del día, o de la noche, o con luna llena. La gente, al estar cerca de este monumento, parecía llenarse de alegría.

Una mañana, cuando Elke y yo abandonábamos nuestro barato hotel, en el cual pagábamos el equivalente de 0,5 $ US por noche, y nos dirigíamos a la ciudad para tomar el desayuno, no habíamos aún decidido, si tomaríamos una Rikscha, o iríamos a pie. Por mi parte, prefería caminar, porque detestaba las discusiones que cada vez había con los conductores de Rikschas en cuanto al precio del trayecto. Una sola vez habíamos tenido una experiencia positiva al respecto, cuando, después de un fatigoso trayecto turístico por la ciudad, el conductor del Rikscha no exigió más de lo que habíamos acordado en un principio. Para sorpresa nuestra, nos dijo que él era cristiano. Su actitud y honestidad nos impresionó realmente.

Aquella mañana los conductores de Rikschas no parecían muy complacientes. En contra del deseo de Elke, iniciamos el trayecto a pie discutiendo en alta voz. Un joven se cercó entonces, y nos preguntó si teníamos algún problema. Le comunicamos el motivo de nuestra discusión, tras lo cual nos invitó él espontáneamente a acompañarlo a su casa. Para mí significaba esto una oportuna interrupción de nuestro altercado. Nunca hasta ahora había sido invitado yo a la casa de un hindú, de modo que acepté la invitación con gusto y curiosidad.

En una mansión amplia y muy bien equipada tomamos el té juntos. Acto seguido nos presentó él a su hermano, un comerciante en piedras preciosas. Después de un breve diálogo sobre nuestro viaje, su hermano nos contó que él exportaba sus piedras preciosas en muchos países, y que tenía incluso en Australia un agente de negocios. A éste, sin embargo, no podía ya suministrar más material, porque había sobrepasado el límite máximo admisible de exportación de piedras preciosas.

Nos preguntó si estaríamos dispuestos a ayudarle. El método sería, que nosotros le compráramos las piedras preciosas y las entregáramos en su nombre al agente, el que entonces nos devolvería nuestro dinero. Puesto que nosotros recién en tres meses llegaríamos a Australia, podríamos enviar el paquete a Sydney en “lista de correos”, recogerlo a nuestra llegada y entregarlo al agente. Naturalmente, también para nosotros habría un margen de ganancia.

Embrujados en cierta forma por este inesperado encuentro, nos dirigimos con nuestros nuevos amigos al negocio de piedras preciosas. Detrás de la puerta de su oficina colgaba en el muro un pequeño altar con un “Dios-elefante”. El dueño del negocio se inclinó ante él, y murmuró ciertas palabras incomprensibles. Pensé para mí: “Si este hombre es tan religioso, no habrá nada malo en el negocio”. Incluso, cuando él nos pidió, que no dijéramos a nadie, nada sobre nuestro asunto, no tuve ninguna sospecha. Después de finalizar todas las formalidades del caso, y dejar el paquete de piedras en el correo, nos llevaron los hermanos en dirección hacia el Taj Mahal, donde pudimos contemplar maravillados el soberbio monumento durante la puesta de sol.

Esa noche, Elke despertó de súbito en pánico. Había recibido en sueño un mensaje, que el negocio de las piedras preciosas era corrupto. Que debía bloquear de inmediato su cuenta bancaria porque las piedras habían sido pagadas por nosotros mediante tarjeta Master. Yo, por mi parte, estaba tan convencido de la legalidad y honradez del acuerdo, que tranquilicé a Elke, y asumí para ella toda le responsabilidad en el asunto. Pero, cuando llegamos a Australia se confirmó la veracidad del sueño. El negocio era efectivamente una estafa.

En la tarde del siguiente día continuamos nuestro viaje hacia el Sur. Muy apretados el uno al otro, envueltos en una manta de lana y con los oídos tapados, ocupábamos nuestros asientos en un autobús ruidoso y helado. Los asientos no tenían cabezales, de modo que los pasajeros reclinaban sus cabezas en el hombro del vecino. Cada dos o tres horas, paraba el bus en una “Tchai-Station”, es decir, en un Puesto de Té, o un así llamado Restaurant, o bien, en una estación de autobuses.

Pese a las horas ya muy avanzadas de la noche, los lugares estaban siempre repletos de gente. Algunos dormían sobre sus carretillas de verduras. Otros, fumando y helados de frío, formaban grupos. Me impresionó en especial, un hombre, que a media noche aún trataba de vender sus “Samosas”, bolitas pequeñas de pasta, rellenas de legumbres. Me corrían las lágrimas, al ver, cómo él se empeñaba por ganar un par de Rupias para su familia.

La gente parecía estar interiormente hambrienta y sedienta, en busca de algo que ellos mismos no podían definir qué era, pero aun esperanzados de encontrarlo. Quizás Elke y yo nos encontrábamos en una situación muy similar, y veía reflejada en el hombre con sus Samosas, mi propia búsqueda, mi propia pobreza y desaliento. Desde el día, en el que recibí el mensaje telepático de mi gurú fallecido, “que siguiera yo mi propio camino”, el budismo había perdido para mí su atracción, aunque yo todavía no estaba plenamente consciente de ello. Cuando visitamos otra ciudad, en la cual había vivido un rey budista, no encontré en el templo allí, nada que me trajera a la mente una bendición, o me infundiera fuerza.

Elke: Enfermedad y remordimiento
Entretanto, estábamos ya varias semanas en viaje, y yo tenía desde hacía tiempo problemas intestinales. Los pesados trayectos en ferrocarriles y autobuses; la mucha gente que casi siempre nos rodeaba, queriendo vendernos algo, o pidiendo limosna; la general pobreza, las noches en hoteles baratos, las comidas desconocidas y una continua diarrea consumían mis fuerzas. Lo que más me dolía era no ver más a mi hija. Me imaginaba, cuántas veces estaría ella sola en la casa. Una noche desperté a Martin, y le pedí que me llevara a la oficina de correos para llamarla por teléfono. Dentro de mí, esperaba que ella me dijera, cuánto me echaba de menos, y que por favor regresara pronto. Ésto sin embargo, no ocurrió. Y así, continuó el viaje.

En Khajuraho, un pueblo con cuatro mil habitantes, en el cual se encuentran más de veinte templos hinduistas vacíos, tratamos de recobrar algo de fuerzas.

Cada uno de estos templos está consagrado a una deidad diferente. Tanto exteriormente como dentro de ellos, todo está decorado con diferentes motivos sexuales, motivo por el cual el lugar es muy apreciado por los turistas. Aunque el pueblo en sí es pequeño, tiene su propio aeropuerto, en el cual dos veces por semana llega un avión, en su mayoría turistas, los que permanecen allí sólo dos o tres días, dado que el lugar no tiene más que ofrecer.

En este lugar algo extraño nos quedamos unas dos semanas, que yo pasé casi siempre con fiebre en cama. Los dolores en el vientre eran tan fuertes, que Martin tuvo que llamar a un médico que me dio una medicina. Mientras estaba sola en mi cama pude repasar en calma episodios de mi vida. Escribí cartas y lloré mucho. Dentro de mí había una lucha. Por un lado, estaban la aventura y los viajes, el deseo de estar junto con Martin, y mi anhelo de desarrollo espiritual; por el otro, había remordimientos, y mi anhelo de ver a mi hija. Felizmente podía desprenderme de mi hijo, que ya era independiente.

En cuanto a Martin, me sentía por él abandonada. El “gran amor” parecía no poder sobrellevar dificultades. Él no se ocupaba gran cosa de mí, sino que se pasaba horas meditando en los templos. Una vez observé, mientras él estaba sentado inmóvil meditando en el lugar santísimo de un templo, cómo corrían las ratas a su alrededor. Recién se movió un poco, cuando una de las ratas comenzó a roer en uno de sus calcetines.

De vez en cuando visitaba yo también los templos. Un buen día, caminando sola dentro de uno de los templos y observando las “Figuras-Tantra”, comencé  tenue y lentamente a moverme en pasos de baile en la sala. Creía escuchar dentro de mí una música hinduista característica. Me vino a la mente el concepto de “Prostitución en Templos”, y de pronto se desarrolló una historia dentro de mí, en la cual Martin y yo hacía ya mil años habíamos participado. ¡Y... qué sorpresa: También en esa ocasión me había sentido abandonada por él! Me puse furiosa, y me vino sólo un pensamiento a la mente: ¡Escapar!

Poco después de esta experiencia me sometí a un masaje por un hinduista de edad, de nombre Omre, con el cual en el entretanto habíamos entablado amistad. Cuando él con su arte aflojó uno por uno mis miembros, hasta el momento bajo tensión, se disolvió mi furia y dio lugar a una profunda tristeza. Llorando le relaté a Omre mi historia, y que había abandonado en Alemania a mi familia. Él no sabía qué decir al respecto, pero trató en lo posible de consolarme.

Martin: Dos veces a punto de perder la vida
Omre nos invitó a su casa, una pequeña construcción de barro con techado de paja. Tenía dos habitaciones: Una para él, y una para su hijo y esposa con dos hijos. Se cocinaba en una construcción adicional, similar a un establo, en la cual había un cuarto separado para este propósito. Aquí, en cuclillas, estaba la nuera de Omre y preparaba la comida sobre un pequeño fogón de barro. El agua se traía del río, y como servicio higiénico se empleaba un campo vecino. Mientras esperábamos la comida, fumábamos cigarrillos hindúes, y Omre me enseñó en qué forma se prepara la manteca de cacahuete. Su esposa venía a la casa sólo como visita, porque vivía a un par de kilómetros del pueblo en un cortijo, donde tenía vacas y cabras. Así, pudimos conocer algo más de cerca el pueblo y su gente.

Con ocasión de un día festivo hinduista Omre nos llevó a un restaurante con jardín. La gente estaba sentada al aire libre ante las mesas puestas. Por todas partes veíamos tazas y teteras. Nos dimos cuenta, sin embargo, que las teteras no estaban llenas de té, sino de cerveza. El motivo era, que en ese día estaba prohibido consumir alcohol libremente. Omre no quería ser observado por otros, de modo que nos retiramos a una habitación solos y tomamos allí nuestro  Whisky en tazas de té. Pronto nos encontrábamos flotando en otras esferas, y la conversación dejó de ser.

En este pequeño pueblo se consumía con frecuencia alcohol y drogas. Nos parecía, como si sobre este pueblo flotara un cierto vacío. Era, como si los muchos templos vacíos, fueran lugares de reunión de diversos poderes espirituales, que reclamaban, tanto ellos, como las divinidades anteriormente allí veneradas, actividades espirituales. Incluso Elke y yo fumamos aquí con frecuencia marihuana, y nos sentíamos transportados en esferas divinas; un estado que hacía desaparecer todo temor y todo vacío.

Mis meditaciones en los templos, sólo hacían más y más profundo el vacío dentro de mí. Desde el día en que recibí el mensaje de mi gurú: “Go your own way”, tenía la sensación de ir cayendo cada vez más en un profundo pozo. Si bien había interpretado yo el mensaje en tal forma, que pusiera fin a mi “Paseo Cultural” y siguiera mi propio camino como budista en el mundo, no obstante, era para mí todavía un enigma, si dicho mensaje efectivamente tenía ese único significado, y de ser así, cómo debía realizarlo.

El egocentrismo era tan agudo, que me sentía incapaz de ocuparme de Elke. Estaba ella sufriendo bajo un agudo problema intestinal, y también debido a fuertes remordimientos a causa de haber abandonado a su hija. Reclamaba por ello más cercanía y participación de mi parte. En cuanto a mí, no comprendía su demanda, y la catalogaba sólo como exigencia. Dos semanas más tarde tuvimos finalmente un fuerte altercado, y decidimos continuar nuestro viaje separados. “Casualmente” tomamos el mismo autobús, y pronto, otra vez nos reconciliamos.

Nuestro viaje continuó hacia el extremo Sur de la India. El paisaje en esta región era extraordinario; con palmeras, arrozales y plantas pintorescas. Había también mucha más humedad que en el Norte, relativamente seco. Sin embargo escuchamos asombrados, que en esta región la gente era aún más pobre. Un francés, que vivía como monje budista en Sri Lanka, y viajaba de momento por la India, nos informó sobre un Ashram (una residencia, en la cual vive una comunidad de personas, bajo la dirección de un gurú), dirigido actualmente por una mujer conocida como “la santa madre”. Nos relató, cómo esa mujer realizaba milagros de sanidad, sólo tomando en sus brazos a un enfermo. El francés nos recomendó, no dejar de visitar ese lugar.

Para llegar al Ashram, debíamos cruzar un rio en un transbordador. Al llegar a la otra orilla, los pasajeros le entregaban al barquero un par de “Pesas” (centavos). A nosotros, no obstante, nos exigía el pago de cinco Rupias por persona (50 centavos más o menos). Entre mí y él comenzó una terrible discusión. El barquero gritaba a voz en cuello, y no quería dejarnos bajar del barco. Yo lo empujé a un lado y lancé enrabiado el dinero al agua. Todavía airados llegamos por fin al Ashram.

Llegar al Ashram fue para nosotros una desilusión, ya que allí nos informaron, que “la santa madre” se encontraba de momento en una gira de conferencias por Australia. Sólo algunos de sus discípulos, la mayoría provenientes del occidente, estaban presentes. Se había hecho ya tarde, y una mujer inglesa, envuelta en un “sari” (vestimenta hiduista femenina, que cubre también la cabeza), nos ofreció una habitación y nos invitó a una cena. Nos dio también instrucciones, de no abandonar el Ashram después de las nueve de la noche, porque la gente en los alrededores les era adversaria.

La atmósfera en el Ashram era fría. Durante la cena, todos callaban. Nadie se ocupó o trató de entablar una conversación con nosotros. Nos preguntábamos, dónde estaba escondido en este lugar el amor de la santa madre, y de dónde ella lo recibía. ¿Quizás en su viaje se habría llevado consigo todo el amor? Dormimos mal esa noche. Elke se sentía en cierta forma amenazada. Muy de mañana, a las cuatro, nos despertó el toque de campanillas, que llamaban al primer culto religioso a los discípulos de la “santa madre”.

La siguiente mañana, caminábamos otra vez por las distintas habitaciones de la residencia, meditando aquí y allá, buscando respuesta a nuestras dudas e interrogantes. Nada ocurrió. Este terrible vacío nos confundió aún más. Casi huyendo, abandonamos finalmente el Ashram. Navegamos entonces medio día en un barco, río abajo, para llegar finalmente a un pequeño pueblo en la costa sur de la India, donde pernoctamos.

La tarde siguiente, cuando los pescadores habían ya recogido sus redes llenas en la playa, fui a nadar un poco. Mientras caminaba por las aguas bajas en la costa, sentí de pronto una clavada en un dedo del pie. Espantado, corrí a la playa, pero no pude comprobar ninguna herida. Al siguiente día, al despertar, sentí que mi pierna estaba tiesa. Temí, que algún bicho me habría picado. Cuando examiné más de cerca el dedo del pie, descubrí dos pequeños puntos, uno junto al otro, que parecían venir de la picadura de una víbora.

Espantados, buscamos un taxi, y nos hicimos llevar a un pequeño hospital de la ciudad. Mientras tanto, mi pierna estaba cada vez más tiesa, y me sentía además con fiebre.

El médico tenía su recinto de tratamiento detrás de una cortina. Me dijo, que tenía que ponerme una inyección. Sobre su escritorio había un vaso con agua, que contenía varias jeringas. Cuando él sacó una de ellas, me asusté aún más, y le pregunté aterrorizado, si las agujas de las inyecciones estaban bien desinfectadas. Él contestó: “Escoja usted; ya sea se muere, o acepta la inyección”. No me quedó otra alternativa, que aceptar la inyección. Volvimos entonces al hotel, aunque el médico me había aconsejado quedarme en el hospital. Pasé todo el día en cama con mucha fiebre y pesadillas, y me preguntaba, si podría sobrevivir esta prueba. La mañana siguiente, me sentí ya algo mejor.

Algunos días más tarde decidimos pasar la navidad en Kovalam, un lugar turístico a pocos kilómetros de distancia. Fue difícil, pero pudimos por fin conseguir un pequeño cuarto junto a la playa. En lugar del deseado descanso, me vinieron ahora problemas gastrointestinales. También Elke estaba otra vez enferma. Su estómago estaba algo hinchado, sentía dolores y tenía diarrea. Nuestro estado requería una nueva visita al médico.

Éste nos ordenó urgentemente descanso, de modo que de momento no podríamos continuar nuestro viaje. En vista de mi estado tan debilitado, me administró una inyección estimulante. Cuando poco después llegamos a nuestro cuarto, comenzó esta a surtir efecto. Todo mi cuerpo se contrajo en un ataque espasmódico. Temblaba, y transpiraba en cantidades. Elke trataba de darme a beber agua, pero yo apenas podía abrir la boca y tragar.

Tan pronto como pudo, corrió Elke de vuelta al médico y le comunicó lo que ocurría. Él le preguntó, si yo consumía azúcar. Cuando ella asintió, dijo él que debíamos haberle informado de ello con anterioridad, ya que este me había inyectado un disolvente de glucosa, que ahora había originado un shock de glucosa. Le dio a Elke dos tabletas para mí, y le aseguró que dentro de unos veinte minutos me sentiría ya mejor.

Cuando Elke después de un rato volvió al hotel, se encontró con un grupo de personas frente a nuestra habitación que estaban espantados viendo mi estado. Elke trató de bajar la fiebre mediante compresas fría en las piernas. Después de unas dos horas había pasado el ataque. Para mí estaba claro: En los pasados días había estado yo dos veces a punto de pasar al otro mundo.

Entretanto ya era Navidad. El lugar estaba lleno de turistas occidentales; todos con un común deseo: gozar de la vida. Los hoteles y restaurantes se habían ajustado convenientemente a este evento cristiano, ofreciendo menús especiales. Exteriormente, todo era encantador: Palmeras, playa y mar, comidas opíparas, y mucha gente elegantemente vestidas para celebrar Navidad. Sin embargo, el ambiente festivo nos daba más bien la impresión de una cierta falta de sentido, o quizás, de una búsqueda de sentido.

Naturalmente, también nosotros queríamos festejar Navidad, aunque su verdadero significado poco nos motivaba. Elke me obsequió un librito con palabras de Jesús, pensando, que no estaría mal si yo aprendiera algo de él. Paseando al atardecer por un montículo cubierto de palmeras, leímos en el libro algunos dichos de este Jesús. Desgraciadamente no comprendimos casi nada de lo leído, de modo que no nos quedó interés en continuar leyendo.

En la playa, chocaban fuertemente las costumbres occidentales con las hinduistas. Mientras los turistas entraban al mar casi desnudos, observábamos a las mujeres hindús entrar al mismo cubiertas en sus largas vestimentas. Nos daba vergüenza observar la falta de tacto de los turistas, y nos alegramos, finalmente, al dejar atrás este repelente espectáculo.

Elke: Fiesta de Año Nuevo en Bodh-Gaya
En ferrocarril continuamos nuestro viaje otra vez hacia el Norte de la India. Martin quería festejar el Nuevo Año en Bodh-Gaya. El trayecto a ese lugar llevaba 72 horas. Después de dos días y una noche y media de viaje, debíamos transbordar. A media noche llegamos a la estación en cuestión. En esa época del año, en el noroeste de La India, el clima es muy frío durante varias semanas. Algunas personas envueltas en mantas y en sandalias, estaban de pie y heladas de frío. Se encontraban alrededor de una pequeña fogata que habían preparado en un rincón de la estación. Otras, estaban acurrucadas en grupos, y otras tendidas durmiendo, al abrigo del alero del edificio de la estación.

También nosotros queríamos dormir un poco, y nos dirigimos a la sala de espera para varones, porque en la sala de espera para mujeres habíamos descubierto ratas, rondando alrededor de los durmientes. La sala de espera para varones parecía estar realmente en mejores condiciones. Todavía quedaba algo de lugar libre frente a las puertas de los retretes. Allí, sobre el suelo, desenvolvimos nuestra estera y nos acostamos a dormir.

Pasando por Varanasi, la legendaria ciudad a orillas del Ganges, llegamos por fin a Gaya, después de un trayecto de diez horas en un tren carreta, que se detenía casi cada tres kilómetros por motivos inexplicables. Desde allí nos llevó un Rikscha motorizado, repleto de gente, envueltos en una nube de gases de escape a nuestra meta, la pequeña aldea, Bodh-Gaya. El lugar estaba lleno de peregrinos. Había pocos hoteles. En el centro de la aldea rondaban las vacas entre los pocos puestos de mercado y los peluqueros, que afeitaban a sus clientes acurrucados al borde de la carretera. Tuvimos mucha suerte al encontrar una habitación en una casa recién construida. Olía todavía a revoque fresco y a pintura. Aún estaban húmedos los muros, y pedazos de cemento estaban repartidos por todas partes.

Muchos jóvenes del occidente trataban aquí de seguir obedientes las instrucciones de los maestros de meditación. En parte, estaban también ocupados en aprender el tibetano, o en otros ejercicios. Conversamos algo con una mujer joven, que ya estaba por medio año en Bodh-Gaya. Daba la impresión que ella, según la costumbre tibetana, ya hacía tiempo que no se había lavado. Su cuello mostraba claros contornos negros. Su mirada me parecía vacía y ausente. ¿Reflejaban sus ojos, quizás, mi propia búsqueda sin objetivo?

En el pequeño pueblo Bodh-Gaya se juntan diferentes culturas. De cada nación budista hay aquí un templo, en el cual los correspondientes monjes realizan sus servicios. Bodh-Gaya es un lugar de peregrinaje para personas de todo el mundo. Yo estaba maravillada y a la vez fascinada, cuando en la tarde entramos en el sector sagrado, en el cual se encuentra el árbol Bodhi, bajo el cual Buda fue iluminado. Miles de velas encendidas se encuentran alrededor del lugar. Vecino al árbol Bodhi, hay un lugar enlosado, lleno de ofrendas encendidas de velas y lámparas de aceite de manteca.

Un par de cientos de monjes en sus hábitos rojo-amarillos estaban sentados en el suelo frente al árbol Bodhi, y recitaban sus oraciones en bajos tonos. Bajo el árbol había varias mesas, cubiertas de ofrendas, como pan, arroz y frutas. Algunos creyentes, en su mayoría tibetanos, se postraban en el suelo. Otros, sentados a cierta distancia, repetían continuamente sus oraciones. En otro lugar del jardín, sobre un pequeño trono, estaba sentado un Lama, y daba lecciones a un grupo de visitantes occidentales. Yo por mi parte, trataba con mi vestimenta, y encendiendo velas, de adaptarme al entorno. Por otro lado sin embargo, me sentía más bien como una observadora, que con interés y asombro experimenta una cultura y una religión extrañas.

En la víspera de Año Nuevo se ofreció un pequeño festejo para visitantes del occidente en el Templo-Zen japonés. Formaba parte del programa, un prolongado ciclo de meditación, y una marcha alrededor del templo. Cerca de media noche, nos formamos en una larga fila, y cada uno debía golpear con un grueso madero en una campana de metro y medio de tamaño colgada en una cadena. El número de golpes debía ser exactamente ciento ocho. El nuevo año se inició con una pequeña merienda.

Durante el ciclo de meditación, estábamos todos sentados en varias filas, unas tras otras, y en absoluto silencio. De pronto escuché espantada, que alguien era fuertemente apaleado.

Todo mi cuerpo estaba tenso, y no podía comprender qué estaba ocurriendo. Lentamente abrí mis ojos, y observé a un monje con un gran palo en la mano, que recorría las filas. Me vino a la mente, cómo en mi juventud, mi padre muchas veces me castigaba duramente a golpes. Esto ahora en ningún caso lo permitiría. En mi interior eché un grito: “¡No!”, y me propuse determinantemente levantarme de un salto y retirarme corriendo, si el monje se me acercaba.

Con esto, se acabó dentro de mí toda paz y tranquilidad, y el intento de entrega de mí misma. Sin perder de vista al monje con el rabillo del ojo, observé cómo un concurrente se arrodillaba frente a él, y le ofrecía su espalda, y cómo éste dirigía los golpes junto a la columna vertebral. Más tarde me explicó Martin, que tal tratamiento era necesario para mantener “despierta” a una persona durante el ejercicio de meditación. En cuanto a mí, ya estaba totalmente despierta.

Algunos días más tarde, nos permitimos el lujo de una cena en el hotel más caro del lugar. Para nuestro asombro, comprobamos, que también los monjes Zen estaban presentes. Esos hombres, en su otro ambiente tan disciplinados, parecían en este entorno, haber cambiado radicalmente su actitud y comportamiento. La diferencia, entre la rigurosa disciplina en el templo, y su comportamiento aquí en la vida diaria, era increíblemente grande. Observábamos confundidos se lanzaban a comer como animales salvajes, hablando entre ellos a gritos. Pensábamos comprender ahora, porqué la práctica de la meditación Zen se había originado precisamente en “esta”cultura, ya que, personas como ellas, por naturaleza tan inquietas, necesitaban quizás a modo de compensación, una disciplina rígida para alcanzar verdadera paz.

Martin: La falta de sentido se hace evidente
Siete años antes había estado en Bodh-Gaya, y me había lanzado 60.000 veces sobre el terreno del templo. Ahora, sin embargo, miraba el lugar con otros ojos. De alguna manera me parecían las personas interiormente vacías. Sus almas estaban buscando la verdad, así como yo lo hacía siete años antes. Pero hasta ahora yo no la había encontrado. La falta de sentido y efectividad de todos estos esfuerzos me parecía evidente. Si bien durante los días siguientes continué meditando en los diferentes templos budistas del lugar, y cada tarde junto con Elke dábamos muchas vueltas alrededor del Stupa en el sentido de las agujas del reloj y encendía un sinnúmero de velas como ofrenda, los templos con sus imágenes de Buda habían perdido en parte su atracción.

Porque aún continuaba yo siendo budista, esperaba recibir en este lugar bendiciones especiales para el nuevo año. También mi gurú, el pequeño Ling Rinpoche, llegó durante estos días al lugar, y se encontraba en el monasterio tibetano en el pueblo. Antes de continuar nuestro viaje, quería yo en todo caso recibir su bendición. Di una ofrenda en dinero para la celebración de una Puja, una ceremonia de ofrenda llevada a cabo por un grupo de tibetanos. Ofrecí además dinero para la educación de mi gurú, que todavía era un niño.

Unos días más tarde, ya estando en Bombay, sentí en forma inesperada la presencia espiritual de Lamas tibetanos, que quizás rogaban por mi bienestar. Me sentí consolado, y nuevamente confirmado en mi camino como budista. En el futuro, no obstante, experimenté cada vez menos esta bendición.

Martin: Indonesia – Temor y profunda depresión
En vista de nuestro próximo viaje a Indonesia, nos preparábamos mentalmente, y también en detalles prácticos. Nuestro vuelo partiría de Bombay. Estábamos tan agotados con las muchas experiencias y trayectos, que decidimos tomar primero un par de días de descanso en un buen hotel en Bombay.

En esta ciudad, la enorme diferencia entre ricos y pobres es patente y visible. Cada vez que estuve en la India, al llegar a Bombay experimenté lo que llamamos un shock cultural, que despertaba en mí una actitud agresiva. También esta vez tuve la misma experiencia. En uno de los últimos días que pasábamos en Bombay, una pobre mendiga se agarró a mi camisa, tirando de ella. Yo, enfurecido, le di un golpe tal, que cayó al suelo. Me sentí después muy mal, debido a mi actitud y conducta.

La enorme pobreza, los muchos mendigos, vendedores ambulantes, taxistas, y muchos otros, con sus peticiones y demandas, y su impertinente proximidad, rebasaban casi siempre mis límites personales. Por un lado, su apatía e insensibilidad, y por el otro, su impertinencia y agresividad, todo ello surtía un fuerte efecto en mi subconsciente.

También Elke se preguntaba cómo era posible, que en los países occidentales se presuma, que la India es el país en el cual se pueda conseguir un desarrollo espiritual, y obtener paz mediante ejercicios de meditación. Esto parece ser posible, sólo en el ambiente protegido de un Ashram. En cuanto a nosotros, hasta el momento en todo caso, no habíamos alcanzado esta meta. Muy por el contrario, anhelábamos ya nuestra próxima partida.

Diferentes turistas nos habían dicho, que en Indonesia la gente era mucho más acogedora. En nuestros primeros encuentros en la gran ciudad de Yakarta, tuvimos sin embargo, experiencias contrarias. A media noche llegamos al aeropuerto, y dos taxistas, uno tras otro, nos exigieron el doble del precio acordado en un principio. Furioso, lancé nuestras mochilas al suelo en el atrio del hotel caro al cual nos habían transportado, y exclamé en alta voz: “¡Welcome in Indonesia!”.

Al día siguiente partimos a la isla Bali. La gente allí daba la impresión, de ser mucho más acomodada que en la India, y hacia afuera, todo parecía más ordenado. En vez de Rikschas malolientes y ruidosas, veíamos autos nuevos y hoteles confortables. Había una vegetación estupenda. Era época lluviosa, y todo resplandecía en un claro verdor. El cielo estaba oscuro, amenazante y nublado.

Nos admiraba observar las lindas escudillas tejidas en mimbre, con flores y algunos alimentos dentro, dispuestas frente a las puertas de los negocios, hoteles, habitaciones privadas y apartamentos. Pensábamos, que en esta cultura representaban ellas un simpático saludo para nosotros. Más tarde nos enteramos, que las escudillas así decoradas estaban dispuestas allí como ofrendas, por temor ante espíritus malignos.

Este temor era perceptible y grande. Si, por ejemplo, nosotros queríamos dar un pequeño paseo en la noche, sin una linterna en la mano, nos miraban espantados, y les parecía inconcebible. Nosotros, como occidentales esclarecidos, naturalmente no compartíamos con ellos el temor ante los espíritus. Sin embargo, personalmente teníamos el conocimiento de su real existencia.

Era, como si un mundo de demonios estuviera presente. Incluso los lugares más vistosos, no conseguíamos disfrutarlos en paz. Nos sentíamos intranquilos y manejados, y pasábamos las noches casi en vela. Pero no sólo los demonios de la isla nos torturaban, sino también los espíritus de nuestro pasado nos perseguían de cerca.

Elke sufría cada vez más de remordimientos y cargos de conciencia, y para mí la vida me parecía cada vez más falta de sentido. Lamentaba de pronto, haber abandonado mi consultorio, para viajar sin rumbo por el mundo. Muchas cosas en la isla me hacían recordar a Iris. Ella había estado una vez en Bali, y relataba muchas experiencias allí tenidas.

Caí en una profunda depresión. Nos esforzábamos por sobreponernos a la situación, sentirnos bien otra vez, y disfrutar nuestro viaje y compañerismo. Ejercicios diarios de meditación de casi tres horas, y sesiones terapéuticas no tenían efecto. En búsqueda de lugares pacíficos, recorrimos toda la isla en motocicleta, pero no encontramos la paz anhelada. Si bien, los trayectos en motocicleta, los hermosos panoramas, las exquisitas comidas y los encuentros con diferentes personas eran una pequeña distracción, no nos liberaban en absoluto de nuestro desesperado estado. Me pregunté: ¿Por qué estábamos sufriendo en tal forma? En cuanto a mí, sentía frustrada toda esperanza, y que mi alma, vacía y miserable, sólo vegetaba.

Era patente, que nuestro trayecto a otra cultura, con algo más de desahogo y confort, no había contribuido a mejorar nuestro estado anímico. Más bien nos parecía, cada vez más evidente, que la vida en sí, es sufrimiento. Fue un verdadero alivio para nosotros, abandonar finalmente la isla después de un mes de estadía, y emprender viaje a Australia.

Martin: Australia, y el adiós a las drogas
La fecha de nuestra llegada a Sydney la habíamos planeado de acuerdo al cumpleaños de Elke. En un sueño, había ella recibido un mensaje, que en Australia “encontraría su corazón”. Esperábamos, que con este acontecimiento comenzaría una nueva etapa de vida. Como consecuencia de la creciente frustración que experimentábamos durante nuestro viaje, habíamos ya olvidado este prometedor augurio.

De comienzo, nos alegraba ver las calles limpias, los autobuses lujosos, y los modernos negocios, ante los cuales podíamos caminar tranquilos, sin que alguien nos forzara a entrar en alguno de ellos para vendernos algo. En un confortable y elegante Café celebramos el día con un gran trozo de tarta de crema.

Nos sentíamos como si se nos hubiera retirado una pesada carga de los hombros. Disfrutábamos plenamente estar otra vez en un país con timbre occidental, con tanto confort y libertad. Que aquí todo era mucho más caro, no nos desbarataba la alegría.

No obstante, la primera desilusión la tuvimos ya al siguiente día, cuando comprobamos que las piedras preciosas que habíamos pagado en Agra, en la India, para venderlas en Sydney, no habían llegado al Correo. El negocio del empresario, cliente de nuestro dudoso comerciante Hindú, no existía. La dirección que él nos había dado, era la de un prostíbulo, donde entraban y salían rufianes y drogadictos. Para nosotros significaba eso, la pérdida de más de 4000 Marcos. Considerando, que yo me había responsabilizado por el resultado del negocio, y había invertido en él mis últimos recursos económicos, decidí poner todo mi empeño en ganar otra vez la suma perdida de dinero.

De mis padres tenía yo la dirección de una familia holandesa, que hacía ya muchos años había emigrado a Australia. Por su intermedio, se nos ofreció la posibilidad de trabajar en una granja de árboles frutales, recogiendo manzanas y peras. El granjero había construido una casa al extremo de la arboleda, para los trabajadores en su granja. Para Elke, fue chocante entrar en la habitación prevista para nosotros. Suelo de cemento, una cama con un colchón colgante, un pequeño armario, y una cómoda, en cuyos cajones había una cantidad de cagarrutas (heces) de ratas; este era el mobiliario de la habitación. Era de suponer, que al menos el pasado año nadie se había alojado en el cuarto.  Muy descontentos, y casi llorando, nos sometimos finalmente a nuestra suerte.

Desde ahora, estábamos a partir de las siete de la mañana sobre escaleras de metal, recogiendo los frutos de los altos árboles. Primero, se depositaban éstos en una bolsa, que el recolector llevaba afirmada frente a su barriga con un ancho cinturón. Cuando la bolsa estaba llena, se trasladaban los frutos con cuidado a un cajón de madera, y se llevaban en la tarde en un pequeño tractor a los cobertizos de almacenaje. El pago para nosotros dependía del número de cajones llenos.

Nos repartíamos la casa con otros trabajadores, que hacían este mismo trabajo ya desde muchos años, y viajaban para ello por toda Australia. Trabajaban a destajo. Su grosero lenguaje, y la competencia y rivalidad entre ellos, ocasionaban continuamente situaciones tirantes. En su único día libre en la semana, algunos no estaban tranquilos, antes de haber consumido una buena porción de alcohol.

En este entorno, decidí renunciar finalmente al uso de estupefacientes. En la India, había ya dejado de fumar. Pero, para “situaciones de emergencia”, tenía todavía algo de Marihuana en mi cartera. Si esto hubiera sido descubierto en la aduana, o por la policía en Australia, me habrían llevado inmediatamente a la cárcel. Este pequeño resto se lo ofrecí a mis compañeros de trabajo. Se alegraron en tal forma, que decidieron organizar un festejo. Por última vez me encontré yo flotando en un reino de fantásticas ideas, y transmitiendo a otros mi surgente delirio de grandeza.

Uno de ellos tenía la costumbre de incluir una grosería cada tres palabras. Su persona me importunaba, y a la vez, me atemorizaba. Era evidente, que él buscaba conflicto conmigo. Yo, por mi parte, trataba de evitarlo.

Hoy, no me explico claramente, cómo ocurrió lo siguiente: se me hizo claro, que la droga para mí ya no era un medio efectivo para sobreponerme a sufrimientos y problemas en el diario vivir, sino sólo una ilusión, y un engaño de mí mismo. Y aunque de momento no veía otro camino, tenía aún la esperanza de algo mejor; y, en vista de ello, dejé la droga, que era el último recurso que tenía.

6. Desesperado, frustrado, encontrado

Martin: Una real alternativa
Después de varias semanas de duro trabajo, abandonamos la granja, y emprendimos viaje en autobús a Byron Bay en el sur de Australia, un balneario, distante unos doscientos kilómetros de Brisbane. Como de costumbre, buscamos alojamiento en un “Backpacker-Hostel” (albergue para mochileros), en el que ya había un buen número de jóvenes viajeros de todo el mundo. Los fabulosos relatos de viajes, eran el contenido de todas las conversaciones, pero nosotros, ya hartos de viajar, queríamos sólo descansar, y anhelábamos estar en un lugar tranquilo y cómodo.

Nos alegramos por ello, cuando nuestro amigo Jack, que habíamos conocido en la India, nos invitó a su casa. Él vivía en un poblado vecino a Byron Bay, llamado Mullumbimby. Su casa estaba en las afueras, en medio del bosque. No tenía ni teléfono, ni corriente eléctrica.

Era día sábado, y por ello precisamente no había medio de comunicación por autobús con Mullumbimby. Decidimos entonces, viajar por autostop. Pasó poco tiempo, y paró un coche americano de grandes dimensiones con un muchacho joven al volante. Su nombre: Ron. Él comenzó de inmediato a hablar con nosotros, y nos impresionó la gran alegría que irradiaba su persona. Después de todo lo que nosotros habíamos experimentado en los últimos tiempos, no nos cabía en la mente, que alguien pudiera estar tan alegre, sin estar drogado. Le preguntamos por eso, si quizás había fumado hachís. Para nuestra sorpresa nos respondió, que su buen humor no era consecuencia del consumo de drogas, sino de su íntima relación con Jesucristo.

Nunca, hasta el momento, habíamos escuchado algo semejante, pero pensábamos sin embargo, que hay “muchos caminos que llevan a Roma”, y ¿por qué no podría uno de ellos llevar el nombre “Jesucristo”? Ron nos preguntó, qué profesión teníamos. Le contestamos con cierto embarazo, que éramos “psicoterapeutas alternativos”. Aunque la profesión denotaba un cierto nivel, en nuestro interior nos sentíamos totalmente fracasados. La contestación inesperada de Ron: “¿Quieren ustedes conocer una real alternativa?”

¡Qué pregunta para nosotros, que no buscábamos otra cosa, que lo alternativo! Algo vacilantes, pero curiosos contestamos que sí. “De ser así, tendrán que venir conmigo el domingo a mi iglesia”, nos respondió. Considerando que estábamos en un país extraño, que deseábamos tener contacto con la gente, y además, que el muchacho nos daba una buena impresión, y que nosotros no estábamos impedidos ante nada nuevo, aceptamos la invitación.

Con Jack, nos encontramos en Mullumbimby, en la casa de su hermana. Su aspecto, era el mismo aspecto alternativo de antes, cuando lo conocimos en la India. Nos había llamado la atención su figura pequeña y enjuta, con sus modales y comportamiento introvertidos. También su colorida vestimenta, que hacía recordar la era Hippie, llamaba la atención. Nos preguntábamos, si su tan singular apariencia tendría quizás algo que ver con su origen judío.

Jack nos llevó en su viejo Land Rover a su domicilio en el bosque, construido por él mismo. La creatividad que demostraba su casa nos impresionó mucho, y nos invitaba a sentirnos a gusto. En una de las paredes de la sala de estar había un gran cuadro, que mostraba un guerrero indígena caído. Jack nos explicó, que todo el sector selvático en el cual él vivía, había sido considerado en tiempos pasados como hechizado, conjurado en especial para mujeres. Jóvenes varones, debían primero sobrevivir aquí algunas semanas, sin armas, antes de ser oficialmente aceptados entre los adultos. Jack era de opinión, que el hechizo aún era patente, ya que mujeres casi no soportaban permanecer en el lugar. Ese era quizás el motivo por el cual su propia mujer y sus dos hijos le habían abandonado.

Jack ganaba su sustento fabricando ornamentos. Nos ofreció su casa por una semana, mientras él vendía sus adornos en el mercado de la ciudad. Aceptamos entusiasmados su oferta, y decidimos volver el siguiente lunes a su casa con nuestro equipaje.

Al día siguiente, un domingo, llegó Ron puntualmente a nuestro “Backpacker-Hostel” para llevarnos a su iglesia. Curiosos, y algo inseguros, después de unos veinte minutos de trayecto llegamos al lugar; un aparcamiento para coches, ante un edificio similar a una escuela, sobre cuyo acceso colgaba un paño con un rótulo escrito: “Byron on fire” (“Incendio en Byron”). Ron nos llevó a una sala, que estaba ya en parte llena de gente.

El ambiente era alegre y expectante. Algunos de los presentes se acercaron a saludarnos. Sobre un entablado estaban dispuestos diferentes instrumentos musicales, que hacían más bien suponer, que se escucharía un concierto, a que se celebraría un servicio religioso. Efectivamente, poco después, un grupo de músicos comenzó a entonar himnos conocidos de muchos. Todos los visitantes se pusieron de pie, cantando y batiendo palmas, o danzando al ritmo de la música. Daba la impresión, como si todos ellos creyeran, que el Dios al cual le cantaban alabanzas estuviera realmente presente. Como pudimos comprobar algo más tarde, el pastor mismo tocaba la batería, y su mujer cantaba ante el micrófono.

Esta manera de realizar un culto religioso me impresionó profundamente. Su singular expresividad me hacía recordar algunos encuentros hinduistas o budistas. Me vino a la mente un pensamiento: Si esta gente canta así, de todo corazón, himnos de alabanza a su Dios, o a Jesucristo, y el gozo que demuestran es tan visible y tangible, debe haber entonces un Dios real y vivo tras ello. “¡Quizás este Jesucristo es también un buen gurú!”... pensé yo.

El ambiente que yo hasta el momento había experimentado en reuniones cristianas, había sido para mí generalmente falto de vida. Pocas veces había participado en servicios religiosos, pero siempre había observado, que la gente estaba más bien aburrida, sentada en sus bancas, chupando un bombón y mirando el reloj, en espera del fin del culto. La iglesia era para mí, tedio y aburrimiento. Esta iglesia aquí, sin embargo, ofrecía un cuadro totalmente diferente.

Elke: Un poder superior a mí
El ambiente tan entusiasta no me inspiró gran confianza. Echaba de menos la solemnidad, la “atmósfera de santidad”, que había experimentado en mi niñez en la iglesia. Algo escéptica, permanecí durante el servicio arrimada muy cerca de Martin, tomando sus manos, como si él debiera protegerme ante esta efusiva espontaneidad. Finalizado el servicio se ofreció café, estando también nosotros invitados. De pronto, se me acercó una mujer joven, de pelo negro. Me dijo su nombre, el cual era Mary, y me preguntó: “¿Cómo te llamas?”, “¿De dónde vienes?”, y también,  “¿Me permites orar contigo?”.

Mientras no tuve yo problemas en contestar las dos primeras preguntas, reaccioné algo confundida ante la tercera. Me asusté un poco, y sentí un rechazo en mi interior. La mujer sin embargo, me parecía tan franca y amable, que no me atreví a rechazar su oferta de inmediato. Le respondí por ello, que primero debía hablar con Martin.

Tenía la esperanza, que él, como budista, no aceptaría una oración cristiana. También él, como varón, oponía normalmente primero ante mis espontáneas ideas un “No” bien definido, para meditar primero con calma sobre el asunto. Esperaba que él, también en este caso reaccionara en forma similar, y así podría yo rechazar la oferta, sin cargo de conciencia.

Me sorprendió la contestación de Martin cuando le pregunté su opinión. Él me respondió alegre y con entusiasmo: “¡Acepta; di que sí!”. Se ofreció incluso a acompañarme. Sin pensarlo dos veces, caminamos juntos en dirección a un balcón, que parecía ser de momento el único lugar tranquilo en el recinto. Mary había ido en busca del pastor, y comenzó entonces a orar conmigo. Su oración denotaba tal poder y autoridad, que yo sentí de inmediato: “sus palabras no proceden de ella misma”.

Sus palabras tocaron mi conciencia y mis sentimientos de culpa, de modo que no pude contener las lágrimas y mi dolor. Todo, lo que hasta el momento pretendía justificar mi proceder, se derritió como nieve a la luz del sol. Sentí claramente, que aquí había un Poder presente, superior a todo lo que yo hasta el momento había experimentado. Supe en ese momento, que era Dios quien hablaba conmigo a través de esa mujer.

Y escuché entonces de la boca de Mary, las palabras: “Tus pecados están perdonados”. Si alguien me hubiera preguntado media hora antes, si cometo yo pecados, habría contestado “¡qué no!”, sin pensarlo dos veces. Naturalmente, cometo errores, pero como pecados comprendía yo aquellas acciones, que conscientemente dañan al prójimo, o le hacen mal.

Al escuchar las palabras de perdón de mis pecados, me vinieron a la mente diferentes escenas en mi vida. Me di cuenta, que yo hasta el momento siempre había actuado como consideraba adecuado, o más conveniente para mí. Nunca me había hecho la pregunta, ¿cuál es la voluntad de Dios? en este caso. Partía de la base, que mediante diferentes métodos – meditación, distintos ritos, técnicas de respiración, formas de comportamiento, relaciones mutuas, y muchos otros más – estaría yo en contacto con Dios. Se me hizo claro ahora, que a pesar de todo, había vivido hasta el momento totalmente separada de él, habiendo actuado siempre, sólo de acuerdo a mis propios intereses, deseos y pretensiones. Dios debía actuar, sólo de forma que yo obtuviera mis objetivos. Todo estaba enfocado en mi persona. Mi yo, era para mí el centro de mi vida, y no él. En un instante me di cuenta con espanto, que mi gran pecado era haber vivido hasta ahora, sin Dios...

Mary me preguntó, si desde ahora quería yo vivir mi vida en comunión con Jesucristo, y si oraría con ella, repitiendo sus palabras. Aunque en ese momento aún no comprendía totalmente la importancia de la persona de Jesús, sentí dentro de mí: “Sólo a través de su persona puede haber verdadera comunión con Dios”. Comprendí también, que sólo yo debía decidir: “Si”, o “No”. Siendo ahora no obstante, la meta superior en mi vida, espiritualidad y comunión con Dios, la única alternativa para mí era entregar mi vida y mi corazón a Jesús. Así convencida, acepté espontáneamente la propuesta de Mary de orar conmigo, y expresé en voz alta mi deseo de vivir de ahora en adelante en comunión con Jesús.

Martin: El momento de mi iluminación
Cuando Elke me preguntó si yo le aconsejaba aceptar la oferta de esa mujer, de orar con ella, me asombró mi inmediata afirmación. Estaba muy bien en este ambiente tan lleno de vida. Le ofrecí incluso acompañarla, porque notaba su inseguridad. En la India ella había contestado la pregunta de algunos Lamas budistas en cuanto a su religión, que era ella cristiana, lo que a mí mucho me había llamado la atención. De ello yo no había notado nada hasta el momento. En cuanto a mí, me esforzaba en vivir mi religión como budista y cumplir con sus demandas. Tenía ahora la esperanza, que Elke pudiera convertirse en una verdadera cristiana. Mi idea entonces era: “Un verdadero budista y una verdadera cristiana, cuadran bien el uno con el otro”.

Cuando estábamos con Mary y el Pastor en el pequeño balcón, me sentía yo maravillado, viendo lo que ocurría. Durante la oración de Mary, dirigida a Jesús, tenía la impresión, de que éste estaba realmente presente. Nada era visible, pero yo sentía claramente su presencia espiritual en nuestro entorno. En el encuentro con el Dalai Lama, me había sentido yo elevado sobre mí mismo. Ahora, en contraste, estaba todo mi ser envuelto en una sublime realidad.

Un gran gozo inundó todo mi ser. El llanto de Elke lo comprendí como un llanto de liberación. Sus palabras en la oración, de querer desde ahora vivir en comunión con Jesús, me alegraron en gran manera. ¡Elke era ahora una cristiana! Capté intuitivamente la situación, y deduje claramente: “Todo lo que aquí ocurre es “Verdad”.

Después de esta conjunta oración, se volvió Mary hacia mí, y me preguntó: “¿Me permites orar también contigo?” En cuanto a mí, me sentía bien, y pensaba, que todo estaba en buen orden. No consideraba realmente necesario orar en conjunto. No queriendo sin embargo desilusionarla, acepté su oferta, si bien, algo vacilante. Su oración, y la oración del Pastor me agradaron, pero, acto seguido, me preguntó Mary, si yo repetiría con ella una oración suya.

Orar era para mí como budista, nada totalmente extraño, ya que tanto con mi gurú, como con mis acompañantes espirituales estaba yo en contacto en oración. Me imaginaba, que ellos estaban espiritualmente en contacto conmigo. También ahora sentía yo la presencia espiritual de aquella persona, a la cual Mary dirigía su oración.

Era evidente para mí, que aquí no se trataba del poder de un ser humano, o de un aura que rodea a una persona. Este poder no requería de un médium, sino que él mismo, Jesús, estaba presente ante mí. Maravillado y plenamente consciente de su presencia y poder, acepté la propuesta de Mary.

Una de las primeras palabras que había de repetir, eran: “Yo renuncio y abandono toda otra religión”. Con Elke, ella no había formulado una tal intimación. Mi primera reacción, fue rebelión. En mi interior clamé: “¡No; no haré eso!”. ¿Cómo podía esta mujer saber, que yo profesaba otra religión?

Una cierta forma de orgullo religioso me invadió. Desde hacía ya casi ocho años me había esforzado en busca de iluminación, y pensaba haber alcanzado ya un nivel superior de conciencia. ¿Debía desprenderme de todo esto en un momento?

Continuaba allí, con mis ojos cerrados. Los otros esperaban mi respuesta. La rebelión en mi interior ante este requerimiento, de abandonar todas mis otras religiones, la sentía dentro de mí como una bola de fuego y energía en mi corazón. Simultáneamente me vinieron a la mente las palabras que Buda enseñaba, que debía uno probar el contenido de verdad, de todo aquello que se ve y se escucha. Sentía la resistencia y oposición en mi corazón, pero percibía al mismo tiempo la presencia de Jesús. La realidad de su presencia era manifiesta. Era clara, amorosa, pacífica, y no se imponía. Era mucho más fuerte que mi resistencia y oposición, y parecía envolvernos totalmente. Confiando en mi percepción, y pese a la oposición dentro de mí, articulé las palabras: “Renuncio de todas mis otras religiones”.

Esta enorme lucha en mi interior se había realizado en instantes. A mí me parecía no obstante, que había durado una eternidad. Cuando al final de la oración abrimos otra vez los ojos, Elke y yo estábamos totalmente perplejos. Apenas comprendíamos lo que acababa de ocurrir en nosotros. Mary parecía saberlo mejor, y dijo emocionada: “El Señor Jesucristo os ha sacado ahora de este mundo hacia Él”.

Desde el balcón, observé el cielo nublado y el pobre y desnudo paisaje de dunas. El triste paisaje me trajo a la mente mi antigua visión del mundo, sombrío y ceniciento.

Ahora sin embargo, parecía como si ese sombrío y deprimente mundo hubiera perdido su acceso a mi alma. Lo percibía sólo como un hecho. Mi corazón estaba lleno de gozo y ardor. Tenía dentro de mí, la certeza de haber sido totalmente aceptado en amor, como humano, y como persona, con todos mis distintivos. No me había elevado fuera de mí mismo, como en mi encuentro con el Dalai Lama, sino más bien, descansaba ahora dentro de mí mismo. “¡Yo, Martin, estaba por fin en casa!”.

Mientras meditaba, todavía algo perplejo en lo que había ocurrido dentro de mí, me vino de pronto a la mente ese mensaje tan categórico y decisivo: “La luz cae sobre la tierra”. Tenía la impresión, que esas palabras estaban en esos momentos dirigidas a mí personalmente. En la verdad de esta hora, supe que el momento de mi iluminación había llegado. No en la forma, que yo como budista había esperado: la iluminación viene del interior. Sino, desde afuera, en la persona misma de Jesucristo.

Mientras él me dirigía ahora estas palabras, que encerraban el más profundo anhelo de mi alma, comprendí que él me conocía en lo más íntimo de mí ser, y estaba dispuesto a satisfacer este deseo. Él mismo, era la luz que había venido a la tierra, y en mi comunión personal con él, la iluminación se hizo realidad. Sentía ahora dentro de mí, una profunda paz, y un amor, que hasta ahora nunca había experimentado.

También Elke parecía experimentar algo similar. Ambos estábamos atónitos. El Pastor nos invitó a almorzar con él. Durante el almuerzo, en contra de nuestra costumbre, no teníamos muchos deseos de conversar y cambiar impresiones. Cuando nos llevaron de vuelta a nuestro albergue, nos sentamos en una banca, observando llenos de paz el paisaje en nuestro entorno. Pasamos tres días, en los que nos sentíamos envueltos e invadidos por este indecible amor. Sabíamos ahora, que habíamos encontrado lo que tanto buscábamos.

El Pastor nos había dado un Nuevo Testamento, una parte de la Biblia, y nos había recomendado leerlo, lo cual comencé a hacer en los siguientes días. Las historias allí escritas no me decían nada concreto. Elke, que me observaba mientras yo leía, y detectaba mi reacción negativa, era de la opinión que sería mejor interrumpir la lectura, ya que de lo contrario, mi corazón más bien se obstruiría.

En el entretanto habíamos llegado al domicilio de Jack en el bosque. Le contamos de nuestras experiencias con los cristianos en Byron Bay. Él las calificó como experiencias religiosas interesantes. En cuanto a si mismo, él recibía la dirección para su vida y para su desarrollo espiritual de su gurú hindú. No pudiendo nosotros todavía sopesar la amplitud de nuestra experiencia, dejamos el tema.

Jack nos mostró el paraje y los alrededores, y nos llevó a visitar a un amigo que, como él, había comprado también un extenso terreno por poco dinero. Éste  último había edificado allí un edificio de cinco pisos, de forma hexagonal, en madera y vidrio, pintado en diferentes colores: rojo, amarillo, azul y verde, de apariencia impresionante. Su interior, no obstante, estaba totalmente vacío. Sólo en la planta baja, había un hornillo de gas, un colchón y un saco de dormir del dueño de casa. El amigo de Jack había trabajado once años construyendo su casa, y había invertido en ella todo lo que tenía. Más tarde nos contó, que su casa había de ser un templo para todas las divinidades. Hasta el momento sin embargo, ninguna divinidad había llegado allí, lo que realmente era palpable para nosotros…

En cierta forma nos impresionaba la obra y empeño del amigo. Por otra parte, reflejaba ella un tal vacío, que me hacía recordar mi larga búsqueda. ¿No era esta casa un vivo retrato de nuestro propio vacío interior, que hasta ahora habíamos experimentado en nuestra búsqueda? Tanto más grande y maravillosa era ahora la experiencia de paz y amor en nuestros corazones.

Martin: El término de la profunda emoción
Pasados tres días, pasó de pronto la emoción. Entretanto, se había ido Jack por una semana a vender sus joyas, y nos dejó su casa a disposición, con la única condición, que cuidáramos de su jardín, y lo liberáramos de la maleza y matorral del bosque. Mientras trabajaba en ello, me venía a la mente un pensamiento tras otro. Estaba desesperado. Pensaba en las buenas enseñanzas del Budismo, y en seguida, en el maravilloso encuentro con Jesucristo. Era como si dentro de mí estaban luchando, Buda y Jesús.

Elke notaba mi intranquilidad, y temía que la paz y el gozo que habíamos encontrado, luego nos abandonara. Comenzó ella entonces a discutir conmigo, y antes que nos diéramos cuenta, estábamos envueltos en un violento altercado. En la tarde nos calmamos algo, pero las dudas me siguieron atormentando en los días siguientes.

Cuando el domingo siguiente fuimos nuevamente a la iglesia, Mary nos preguntó, cómo nos sentíamos. Elke le habló, de nuestros problemas y luchas. Mary comenzó a hojear en su Biblia, mostrándonos pasajes de enseñanza y aliento en nuestra situación. Otras dos mujeres se acercaron también, y hablaron conmigo, alentándome a seguir adelante. Hasta ese momento, la Biblia no tenía para mí autoridad alguna, y por ello no me podía imaginar, que ese libro pudiera ayudarme en mi conflicto personal. Por ese motivo, consideré el esfuerzo de las mujeres como algo totalmente ajeno e insensible ante mi situación.

Como terapista, acostumbraba yo darle primordial importancia a mis sentimientos. Mis sentimientos eran la norma, que definía, si mi vida iba en buen o en mal camino. Era por eso necesario, analizarlos y denominarlos, ya que, en mi opinión, la verdad dependía de ellos. Ahora sin embargo, tenía yo la impresión, que no se hablaba conmigo, sino más bien, se pasaba por encima de mi persona. Mis sentimientos parecían ser útiles únicamente para enseñarme algo. El devoto y piadoso ambiente durante la oración el pasado domingo, parecía ahora haberse transformado en puro fanatismo. Decepcionados, retornamos otra vez a la casa de Jack.

Cuando visitamos a Mary algunos días más tarde, nos decepcionó también algo su manera de vivir. Según nuestra visión terapéutica, pensábamos que Mary pudiera muy bien necesitar algunas sesiones terapéuticas. En cuanto a nosotros, no sabíamos cómo debíamos continuar nuestro camino.

Elke: El asalto de poderes amenazantes
La experiencia del perdón radical por parte de Jesucristo, me llenaba interiormente de amor y paz. Mi habitual actitud de crítica ante el mundo y mis semejantes se había disuelto. En este nuevo estado, todos los esfuerzos terapéuticos eran totalmente inútiles. Sólo deseaba, que este estado se mantuviera siempre así. Pensaba, que sólo así tenía la vida verdadero sentido y propósito.

Ahora sin embargo, me di cuenta con espanto, que en Martin la batalla comenzaba. ¿Estaba ciego ese hombre? ¿No concebía, que por fin nuestro profundo anhelo se veía colmado, y nosotros podíamos desde ahora vivir juntos en amor y paz? Traté de convencerlo, de que nos encontrábamos en buen camino. Esfuerzo inútil. Su ánimo y actitud variaba entre agresión y depresión. Poco a poco comenzaron también dentro de mí a aparecer dudas. Me vinieron cuadros a la mente, en los cuales pensaba verme en una anterior vida retratada en la persona de Tomás4, el incrédulo. Para mí estaba claro: separada de Martin no podría yo mantener firme mi fe en Jesucristo. Y ya, en estos momentos, parecía ésta disolverse como arena movediza bajo mis pies.

En la tarde, se agravó la situación en forma dramática. Estábamos solos en la casa de Jack, en medio del bosque. Llovía a cántaros sobre el tejado. Martin, sentado a mi lado en el sofá, profundamente deprimido, y con una dura expresión en su rostro. Sentía claramente la presencia de poderes amenazantes invisibles. Me sentí invadida de temor y abandono. Tenía la sensación, que la casa no podría casi resistir el asalto de esos poderes, y que pronto se desplomaría el techo sobre nosotros. En medio de este trance, lancé en mi interior un grito de súplica a Jesucristo: “¡Jesús, ayúdanos!”. No me atreví a hacerlo en alta voz. Temía que Martin pudiera reaccionar en forma agresiva, y oponer resistencia.

Cuando pensaba no poder soportar ya más el terror, imploré una vez más a Jesús su ayuda, y la paz se hizo otra vez presente. En ese momento supe, que Jesús había intervenido y nos había liberado del ataque de los poderes enemigos. Pudimos ahora exhalar un suspiro de alivio, y gozarnos otra vez en nuestra comunión.

Al siguiente día comenzó nuevamente la lucha. Pero, para nosotros, bastaba ya. Decidimos entonces escapar, dejar todo atrás, y viajar otra vez a Sydney.

Mientras esperábamos al borde del camino con todo nuestro equipaje, a todo sol, que algún auto nos llevara, tuvimos entre nosotros una gran disputa. En mi furia, quería yo únicamente separarme de Martin. Lancé nuestras mochilas en la cuneta, las abrí de un manotazo, y comencé furiosa a separar sus cosas de las mías, dispersando las de Martin en el pastizal reseco al borde del camino. 

N. del E.: 4 Tomás, discípulo de Jesús, no creyó en su resurrección hasta que le vio. Cf.: Evangelio de San Juan 20:24-29.

Martin, entretanto, me observaba impasible, con una mirada glacial. Por fin estaba la separación consumada, y con ello, el orden, por lo menos en mi mochila. Algo aliviada, pero todavía furiosa, le hice señas a un auto que se acercaba.

Un hombre joven detuvo su coche y estuvo dispuesto a llevarme. Percibiendo éste algo de nuestro altercado, me preguntó: “¿El hombre allí, quiere también ir con nosotros?”. Su pregunta reblandeció algo mi corazón, y asentí algo vacilante. Cuando llamé a Martin, comenzó él lentamente a juntar sus cosas dispersas, una por una. Felizmente, el joven tenía una gran paciencia, y así pudimos abandonar Byron Bay, si bien en discordia, pero a lo menos juntos. El encuentro con Jesús había sido una experiencia positiva. Nos quedaría con seguridad en nuestra mente como un recuerdo muy especial, pero no podía albergar en sí la verdad absoluta, ya que nosotros, de momento, no nos considerábamos en ningún modo como iluminados.

Martin: Encuentro con un ángel
En el centro de Sydney encontramos un hotel barato, un Backpacker-Hostel. En cierta forma era tranquilizante sumergirse en el gentío. Aquí podíamos reflexionar en calma. La experiencia con Jesús había sido efectivamente de gran valor. Yo le había dado a Jesús, un lugar de preferencia entre mis otros gurúes. Estaba convencido, que él, junto con ellos, me acompañaría en mi peregrinaje espiritual. En qué forma ocurriría aquello, no lo sabía. Por ahora, a lo menos, Elke y yo estábamos contentos de habernos reencontrado. Nuestras revueltas experiencias espirituales atacaban en cierta forma nuestra mutua relación. Pese a todo ello queríamos al menos permanecer unidos.

Tomados de la mano, esperábamos en el centro de Sydney, en un cruce de calles, la luz verde en el semáforo. Cruzamos entonces la ancha calle, junto con muchos otros transeúntes. Entre las personas que cruzaban la calle en sentido contrario, nos llamó la atención un hombre en especial. Él parecía brillar en cierta forma, mientras se dirigía directamente hacia nosotros. Cuando fijó él sus ojos en nosotros, apreté con más fuerza la mano de Elke, y continué nuestro camino con ella a buen paso.

No obstante, él se volvió, caminando a nuestro lado, y nos preguntó enfáticamente: “¿Do you know God?” (“¿Conocen ustedes a Dios?”). Su radiante apariencia no dejaba duda, que él personalmente conocía a Dios. Algo confundidos por su tan directa pregunta, y la luminosidad de su persona, balbuceamos: “Si, si, algo hemos oído ya de él”. Sin embargo él no se dejó confundir, y continuó a nuestro lado, explicándonos, que su iglesia llevaba a cabo una exposición de biblias en el Pabellón Central de Sydney. Nos entregó una invitación, y nos mostró a cierta distancia la entrada al Pabellón. Tan pronto como había aparecido, desapareció nuevamente, dejándonos a ambos totalmente perplejos. Era ahora cosa nuestra, aceptar la invitación, o rechazarla.

Cambiamos ideas entre nosotros, mientras caminábamos alrededor del edificio que él nos había mostrado. A decir verdad, no queríamos vernos confrontados otra vez con cristianos. Pero, considerando, que ya por segunda vez habíamos sido abordados en forma tan directa, decidimos entrar al lugar.

Hoy no sé ya con exactitud, cuál era el verdadero contenido de la exposición. Recuerdo solamente diferentes carteles, con fotografías de la tierra, bajo las cuales había escrito algunos textos bíblicos. Nosotros nos encontrábamos bajo cierta tensión, y no conseguíamos concentrarnos realmente en el tema de la exposición, porque veíamos en todas partes personas con la biblia en la mano, a las cuales tratábamos a evitar No quería yo verme otra vez confrontado con la biblia. Creo que los anfitriones percibían nuestra cautela. Nos invitaron a una taza de té. Dialogaron algo con nosotros, y nos despidieron amablemente. A la salida nos entregaron una invitación para un servicio religioso en su iglesia.

El servicio religioso tenía lugar un domingo en la tarde. Hasta el último momento no sabíamos si ir, o no ir. A mediodía hicimos un lindo paseo por el Jardín Botánico. Yo, por mi parte, estaba algo nervioso, porque no sabía cómo decidirme. Pensativos pasamos un rato sentados en una banca del parque.

“¡Ahora solamente, un cigarrillo...!” – esto era mi deseo. En realidad, había dejado de fumar hacía algún tiempo. Pero ahora, ante esta interrogante aún sin respuesta, pensaba que algo de nicotina y de distracción me ayudarían. Busqué entonces a mí alrededor, y descubrí a mi lado, a medio metro de distancia, una cajetilla con un solo cigarrillo dentro. Me lo fumé agradecido y contento. Efectivamente, éste fue el último cigarrillo que fumé.

Cuando ya casi era demasiado tarde para llegar a tiempo a la iglesia, que se encontraba en un sector distante de la ciudad, decidimos ambos ir al lugar. Y fue increíble lo que entonces ocurrió. Pudimos sin dilación tomar el metro, y justo al salir de éste, esperaba el autobús que nos llevaría en buen camino. Saliendo de éste, estaba ya el próximo, que nos llevaría a nuestro destino. Cuando nos bajamos de este último, y buscábamos, en qué dirección seguir, personas totalmente desconocidas nos preguntaron si podían ayudarnos, y nos acompañaron hasta la misma iglesia. Llegamos allí entonces sin ningún retraso.

Nos alegró escuchar los expresivos coros. Nos sentíamos como si estuviéramos otra vez en familia. Algunos miembros de esta iglesia nos invitaron a visitarlos en su círculo de estudio bíblico, donde fuimos recibidos con amor, y recibimos también algo de enseñanza. Desde ahora supimos en forma definitiva, que debíamos seguir a Jesús.

Al hombre que nos habló en la calle, no lo volvimos a ver más, aunque seguimos tres veces más visitando la iglesia. El encuentro con este hombre me había impactado profundamente. Como budista, no conocía yo a ningún Dios personal. Pero, cuando este hombre nos preguntó: “¿Conocen Ustedes a Dios?”, y su persona irradiaba una tal luz, capté intuitivamente en mi fuero interno, que un Dios vivo y personal sí existe, y que este Dios se había acercado a mí en la persona de Jesucristo. No, Jesús ahora no es uno de mis gurúes. Yo supe ahora con certeza: Él es el Dios vivo en persona.

Elke: El terapeuta New-Age
Mientras estábamos en Sydney, me vino repetidamente a la mente el nombre de un terapeuta New-Age, amigo nuestro, que me había invitado a llamarlo en Holanda. Decidí obedecer a este impulso y llamar a nuestro amigo. Su esposa contestó el teléfono y, para mi sorpresa, me informó, que su marido se encontraba de momento en Sydney.

Asombrados por esta notable coincidencia, lo consideramos como una señal de que debíamos comunicarnos con él en su hotel. Nos invitó a participar en un Seminario, que él ofrecería por primera vez en Australia, sobre un tratamiento terapéutico de reencarnación desarrollado por él mismo.

Durante el fin de semana del Seminario, aproveché  la oportunidad de participar en una sesión individual, con el fin de renovar y restablecer mi relación y afinidad con mi hija Stefanie. Continuamente me acometía el deseo, de interrumpir nuestro viaje, y volver a Alemania para encontrarme con Stefanie. Esperaba, que con esta sesión recibiría yo claridad sobre este punto, pero al mismo tiempo, podría liberarme de mis continuos cargos de conciencia con respecto a ella. El perdón de parte de Dios, del cual Mary me había hablado algunas semanas antes en Byron Bay, no lo tomaba yo muy en serio a este respecto, porque mis sentimientos me decían otra cosa.

Según el terapeuta, mis actuales problemas podrían tener relación con una anterior vida. Mediante un ejercicio de meditación guiada, pude ver efectivamente cuadros ante mí, de los cuales deduje, que provenían de una anterior vida. En ellos creía yo ver, que Stefanie ya una vez se había quitado la vida por mi causa. Este era el motivo de mis cargos de conciencia. Habiendo yo ahora descubierto la causa de mis remordimientos, no tenían éstos ya razón de ser, porque yo en aquella ocasión no había sido responsable de sus actos, y la actual situación era otra.

El terapeuta me preguntó entonces: “¿Quieres tú en verdad volver a tu casa?”. Siendo ahora interrogada en cuanto a mi verdadero deseo, y escuchando la voz en mi interior, tuve que admitir, que no deseaba necesariamente volver a casa. Viajar por el mundo era realmente mucho más interesante. Según el terapeuta, el interrogante en cuanto a mi posible regreso estaba aclarado. Importante era sólo que realizara lo que yo deseaba. Es decir, no debía preocuparme en cuanto a Stefanie, ya que de lo contrario perdería yo la meta de autorrealización.

En principio estaba satisfecha con este resultado. Podía sentirme totalmente libre en cuanto a mi relación con Martin. Sin embargo, mi preocupación por Stefanie no dejó de ser. Dentro de mí luchaban, el afán de libertad y aventura, y el anhelo de estar con mi hija.

Una noche desperté bañada en lágrimas. En sueño, no podía yo contener mi tristeza, mis sentimientos de culpa, y mi profundo anhelo de estar con mi hija. Esta experiencia fue para mí una clara señal. En vez de guiarme por experiencias en una anterior vida, o por mi anhelo de autorrealización, debía escuchar más bien, lo que mi corazón me decía y actuar de acuerdo a ello. ¿O era quizás Dios mismo, el que hablaba? ¿No había soñado antes de iniciar nuestro viaje, que en Australia “encontraría mi corazón”? Lo había olvidado ya totalmente.

Martin me animó, a actuar de acuerdo a lo que mi corazón me decía. Me di cuenta de pronto, que desde mi encuentro con Jesucristo, ya no fue más yo, sino él, quien había entrado en mi corazón. Prestando oído a lo que mi corazón decía, podía yo ahora escuchar lo que él manifestaba. Me llenó ahora una profunda paz, pensando en volver a Alemania y encontrarme otra vez con Stefanie.

Martin: El final de la búsqueda; el final de la fuga
Reconocer la voz de Dios se convirtió para mí en un nuevo y gran desafío. En el círculo de estudio bíblico en Sydney, que entretanto visitábamos cada semana, se nos estimulaba continuamente a escuchar su voz. El dirigente del grupo, era un simple joven, empleado en un cuerpo de bomberos, que siempre estaba de excelente humor. Esto era así desde que había encontrado a Dios, decía él. Yo me admiraba, ya que en mi caso, mi humor sufría comúnmente altos y bajos.

Algo más tarde Elke y yo pasamos algunos días en las Blue Mountains, algo más tierra adentro de Sydney. Durante este tiempo, mi humor llegó al límite más bajo. Pese a mi gran cariño por Elke, y que estaba siempre a gusto con ella, en esos días no podía soportar su compañía. Así motivado, me puse en marcha solo, en excursión por las quebradas y cañones en las Blue Mountains. Vagando por los bosques me sentía profundamente deprimido.

No sabía, cómo podía elevar una oración a Dios. Comencé entonces sencillamente a formular mi penuria y necesidad, expresando también mi falta de comprensión en cuanto a mis sentimientos negativos y a mi mal humor. ¿Por qué no era mi estado de ánimo similar al del joven dirigente del círculo casero de estudio bíblico en Sydney? Estaría yo entonces siempre feliz, pero nada similar ocurría.

Al atardecer regresé a nuestra casa rodante, donde pasábamos las noches. Por mi parte, no tenía yo nada de que hablar, y así, callábamos los dos. A pesar de su enojo, comenzó Elke a orar por mí en voz baja. Mientras yo permanecía en actitud de espera, se operó en mi interior algo inconcebible. Era como si de pronto, lo que había en lo profundo de mi ser, se vaciara hacia afuera. Todo lo que hasta ese momento había sido sentimientos negativos y depresivos, se transformó en gozo y alegría. Todo ahora dentro de mí, era júbilo y regocijo. Esta experiencia y un cambio radical, ocurrió en forma totalmente espontánea, es decir, sin que yo hubiera hecho uso de una droga, o de algún método terapéutico de respiración. No; la transformación vino del exterior, de parte de un Dios, que estuvo dispuesto a intervenir y sanarme de mis dificultades personales.

Elke, que aún no concebía lo que conmigo ocurría, notó mi cambio de actitud, y se alegró de ver que yo volvía otra vez a entrar en razón. Por mi parte, supe en ese momento con absoluta seguridad, que ese Dios viviente que habíamos conocido, podía liberarme en un momento de todo mi sufrimiento y aflicción.

A partir de esta experiencia, comencé yo a percibir la suave voz de Dios hablándome. También me dí cuenta ahora: debemos regresar, y ordenar nuestras vidas. Presentía también, que ello no sería fácil, y que el continuo gozo dentro de mí, muchas veces dejaría de ser, pero sí, estaba ahora convencido: Dios nos guiaría. Aunque con gusto hubiéramos continuado nuestro viaje por el mundo, dando la vuelta al globo (teníamos aún pasajes para Nueva Caledonia, Nueva Zelanda, Tahití y América), decidimos volar directamente a Europa. En nuestros corazones teníamos ahora la certeza de haber alcanzado ya la meta de nuestro viaje. Elke debía dar fin a su fuga, ante la responsabilidad que Dios le había dado con respecto a su hija. Y también yo, debía aprender en una forma totalmente nueva, a asumir responsabilidad por mi propia vida, por Elke, y por otros.

Habíamos estado buscando algo, pero en realidad no sabíamos qué era. Buscábamos iluminación y dirección divina, pero no teníamos la menor idea, donde se encontraba la verdadera fuente. Ahora, después de haber hablado Dios tres veces claramente con nosotros, en Byron Bay, en Sydney, y en la casa rodante, sabíamos por fin, que habíamos encontrado lo que realmente buscábamos, es decir, a ÉL.

Y no era nuestra búsqueda, la que nos había llevado a la meta. En realidad, era Dios mismo, quien nos había buscado y encontrado. Comprendimos, que era su iniciativa, la que había hecho posible nuestro encuentro con él. Y más tarde comprobamos, que él no sólo había originado el primer encuentro, sino que también en todos los problemas diarios estaba él con nosotros, fiel a esta nueva relación y comunión. Y con ello, terminó nuestra búsqueda, y así mismo, nuestra fuga ante las responsabilidades de la vida.

Fotos und Untertitel – Seiten 161 bis 176 (Deutscher Text)


Fotografías y Subtítulos – Páginas 161 hasta 176

Seite 161   
Bodh-Gaya, Norte de La India: El Buda Japonés

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Martin en su búsqueda; interna y externa: Brasil, 1978

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Abierto ante todo: Martin leyendo un libro tibetano de los muertos, 1988

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Algunos participantes del primer curso de meditación
 en Kadmandú, 1962 (Martin, 2° de izquierda).

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Dos amigos holandeses con Martin (a la derecha), 1982, Katmandú

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El Stupa en Both-Gaya, India

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Ling Rinpoche, el Gurú de Martin; embalsamado, en vitrina de cristal

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Martin con un candelero como presente para el Dalai Lama; 1987 (ver pg. 85)

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Los dos jóvenes monjes, que proveían de víveres a Martin
 durante sus ejercicios de meditación (ver pg. 81)

Seite 165   
Meditando en templos de La India; 1989

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La cabaña de Martin, donde estuvo él cuatro semanas meditando
 (1987, al pie del Himalaya). Ver pg. 82)

Seite 166 (unten) 
Martin, frente a su húmeda cabaña, fotografiado
 por uno de los jóvenes monjes tibetanos
Seite 167   
La “Reencarnación” de Ling Rinpoche,
 con cinco años de edad (ver pg. 123)

Seite 168   
Martin durante su viaje por La India, 1989

Seite 169   
Elke por primera vez en la embarcación de Martin, en Amsterdam, 1988.

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Martin en su barco, en postura de meditación.
 Detrás suyo: la fotografía de su Gurú, Ling Rinpoche. 1988.

Seite 170 (unten) 
Poco antes de efectuar la venta de la embarcación          “Cornelia”, 1989.

Seite 171   
Elke y Martin, en su último día en Sydney, Australia, 1980.

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Martin, frente al palacio del Dalai Lama en Dharamsala,
 en Noviembre de 1989. A sus espaldas, monjes discutiendo.

Seite 172 (unten) 
La residencia oficial del Dalai Lama, en Dharamsala; 1982.

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Elke ante un relicario, en un templo hindú, en La India, 1989.

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Preparación para el retiro en Dharamsala; Noviembre 1989.

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Elke y Martin en Krefeld, 1990.

Seite 174 (oben links)   
De vuelta del Ashram: Paseo en bote en el Sur de La India, 1989.

Seite 174 (oben rechts) 
En el Aeropuerto: Despedida de Australia, 1990.

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Fiesta de despedida en el barco “Cornelia”, 1989.
Seite 174 (unten rechts) 
Tres años más tarde, 1992, en la Escuela Bíblica en Kirchberg

Seite 175 (oben)           
Boda, en Diciembre de 1991¡Martin se ha resuelto definitivamente!

Seite 175 (unten)          
                                           Elke y Martin, hoy.

Seite 176 (oben)           
Elke con su hija Stefanie, después de su encuentro, en Julio de 1993.

Seite 176 (unten)          
Elke, Martin, y un cuadro con carácter simbólico, 1997.

7. La luz viene a la tierra

Elke: No, sin mi hija...
A pesar de nuestra clara decisión de regresar, y de la paz que yo con ello experimentaba, me corrían las lágrimas en el aeropuerto, aunque nadie había venido a despedirnos. Sabíamos ahora los dos, que en nuestras vidas se había operado un cambio de rumbo. Martin había reconocido en Australia, al ser iluminado en aquella hora de la verdad, que Jesús mismo es la luz que viene a la tierra. Cómo, y en qué forma este conocimiento se aplicaría en nuestras vidas y en el diario vivir, no lo sabíamos.

Nuestras familias y amigos, habían ya observado diversos cambios de dirección en nosotros. Ellos considerarían esta experiencia nuestra, como una nueva moda pasajera, que probablemente pronto sería sustituida por otra.

Llegamos a Alemania en el mes de mayo. El fresco verdor de primavera nos daba la bienvenida. Naturalmente, mi primera visita fue para mi hija Stefanie. Si bien se alegró de volver a verme, pronto se fue, porque tenía una cita con alguien. Quedé algo desilusionada. Stefanie no había estado esperando mi regreso, como yo suponía, sino que vivía ella entretanto su propia vida.

Mi marido no tenía nada en contra, que pasáramos algunos días juntos en la casa, pero Martin naturalmente no quería prolongar esta situación. Y también yo, me daba ahora cuenta: “Este lugar no es ya más el mío...”. Nos pusimos entonces otra vez en marcha, y decidimos probar nuestra suerte en Holanda.

Algo similar ocurrió también allí. Martin inscribió su nuevo domicilio en el pueblo de sus padres. Él tenía allí derecho a percibir asistencia social. Pronto le ofreció la oficina de asistencia social una casa en alquiler, en la cual teníamos suficiente lugar para adecuar algunas habitaciones para sesiones terapéuticas. Sin embargo, Martin pronto se dio cuenta, que si aceptábamos la asistencia social, y la casa ofrecida, nosotros dentro de poco estaríamos otra vez ligados en la antigua rutina, caminando según nuestras pasadas normas de pensar y de actuar.

La asistente social quedó admirada, cuando Martin en base a este razonamiento, volvió a devolver el dinero hasta ese momento recibido, y a anular los próximos pagos a su cuenta. Prefería ahora ganar él mismo su sustento. Trabajó entonces algunas semanas en una fábrica, en la cual se lavaba la ropa sucia de diferentes establecimientos, como hospitales y hospicios. Entretanto, nos alojábamos en una casa rodante de una amiga. Este trabajo no ofrecía ninguna perspectiva futura. Luchamos un tiempo, por obtener claridad, y partimos finalmente a Suiza, donde los padres de Martin tenían una vivienda. Decidimos permanecer allí el tiempo que fuera necesario, hasta que Dios nos mostrara, qué camino habíamos de seguir.

Entretanto, estábamos ya dos meses en Europa. En Sydney habíamos encontrado personas, que nos invitaron a sus tardes de estudio bíblico, y a sus servicios religiosos. Habíamos recibido de ellos algo de guía espiritual. Aquí, sin embargo estábamos totalmente solos. La Biblia no tenía todavía autoridad alguna para nosotros, de modo que nos sentábamos cada día a meditar, a orar, a analizar nuestros sueños y a leer libros, de los cuales esperábamos nos proporcionaran cierta dosis de sabiduría. Algunas veces pensábamos haber recibido ya profundos conocimientos, pero una clara respuesta a nuestras preguntas e interrogantes la recibimos sólo a fines del verano.

Mi preocupación por Stefanie se hizo presente otra vez, y me di cuenta con claridad, que debía vivir cerca suyo. Era además totalmente necesario, poner orden en mi situación familiar. Esperando que Stefanie pudiera quizás pasar algunos días de la semana con nosotros, nos trasladamos a Krefeld. Allí tuve una nueva desilusión: Stefanie nos visitaba esporádicamente, pero prefería seguir viviendo con su padre.

Martin: Si no hay solución para la culpa
En nuestros encuentros personales con Jesucristo, habíamos recibido impulsos, para nosotros sorprendentes, sobre una nueva forma de vida. Al comienzo, nos sentíamos inundados de amor y paz. Poco a poco sin embargo, cesó el efecto de esta extraordinaria experiencia. No nos ofrecía una base sólida para nuestra vida como cristianos. Antiguas ideas y formas de comportamiento se hicieron nuevamente presentes, seguidas de dudas y frustración.

Era como si Dios nos hubiera dado primero en Australia, una pequeña visión celestial. Y ahora nos mostraba la tarea que teníamos por delante, de ordenar nuestras vidas, para que éstas concordaran con esa visión; así como la estatura final, la apariencia exterior, como también ciertas características particulares de una persona, están ya establecidas en su nacimiento, pero aquella persona debía ahora crecer y desarrollarse hasta “ocupar finalmente ese cuadro”. Debíamos ahora mantenernos firmes en la fe, esperanza y perspectiva de aquello que Dios nos había ofrecido, pese a los baches e irritaciones del diario vivir.

A partir de mi celestial experiencia de indecible gozo que había tenido yo en las Blue Mountains, tenía entonces la secreta esperanza, de que desde ese momento, mi vida sería una continua experiencia de gozo, placer y alegría. Para mí era ahora un verdadero problema, después de esta profunda experiencia con Jesucristo, no permanecer constantemente gozoso en el séptimo cielo.

Pronto, sin embargo, me di cuenta que mi esperanza estaba arraigada en la idea y comprensión Budista y New Age en cuanto al estado de iluminación. Esta comprensión afirma, que el ser humano alcanza el estado espiritual más elevado, cuando éste es liberado de todas las limitaciones de su cuerpo humano.

En sesiones terapéuticas con frecuencia habíamos observado cómo personas lloraban apenadas, considerando el hecho de encontrarse aún aprisionadas en sus cuerpos, en vez de poder desplazarse libremente en el cosmos, teniendo ahora sus almas acceso a la así llamada “omnisciencia cósmica”. Este estado sería el de una total unificación con el cosmos, o en otras palabras, con la divinidad.

En última consecuencia, implica este concepto sin embargo, la denegación y rechazo de nuestra existencia como seres humanos. Es decir, la existencia del ser humano es inútil y sin sentido. O bien, como lo expresa el Budismo: La vida es sufrimiento.

Algunos años más tarde tuvimos la oportunidad de relatar nuestra historia en un centro de New Age. Uno de los allí presentes manifestó en seguida aquello que también nosotros habíamos creído durante muchos años. Éste suponía, que nosotros, desde aquella experiencia de iluminación, con seguridad “flotábamos interiormente” a medio metro sobre el suelo. “Al contrario”, le contesté. “¡A consecuencia de mi encuentro con Jesucristo, me reconocí a mí mismo, y me acepté por fin como ser viviente!”.

Mientras anteriormente habíamos tratado de evadirnos de la realidad del mundo, estábamos ahora dispuestos a vivir como seres humanos, en el mundo, porque Dios nos había creado como humanos. Su propósito con el ser humano es bueno, ya que en la historia de la creación, en el libro de Génesis, dijo Dios, después de haber creado al hombre como corona de la creación: “¡Es bueno en gran manera!”.

Esto demuestra, que originalmente el sufrimiento no era parte del propósito de Dios. Es decir, la base bíblica en cuanto a la existencia del ser humano está en contraposición con la sentencia fundamental budista: “La vida es sufrimiento”. Si la vida en sí, es sólo sufrimiento, hay para mí sólo dos alternativas: Ya sea, caigo en un estado de continua depresión, o bien puedo liberarme sólo escapando de la realidad. Aunque en los principios de New Age, esta idea fundamental budista no ha sido adoptada en forma consciente, en la práctica sin embargo, la tendencia de escapar de la realidad en esferas transcendentales, es similar. ¿Cómo puede ser esto de otra forma, no existiendo ninguna solución para el tema de la culpabilidad del hombre?

“La iluminación que proviene del encuentro con Jesucristo, no nos transforma en seres flotantes”, le expliqué al joven en el local de New Age. “La luz de Cristo nos muestra dos cosas fundamentales: Nos muestra primero el amor de Dios por nosotros. Y nos permite asimismo reconocer, quiénes somos realmente y cómo actuamos ante él. En la clara luz divina reconocemos todos nuestros pensamientos, nuestras inclinaciones y acciones, que nos separan de Dios. Podemos soportar este conocimiento, sólo porque comprendemos al mismo tiempo, que Dios nos ama, y perdona todo aquello que nos separa de él. Desde ahora, y sólo bajo su dirección, seremos capacitados para vivir nuestra vida como seres humanos de acuerdo a las normas divinas”.

Mi interlocutor me observaba algo confundido. No parecía estar grandemente impresionado por mis palabras, lo que yo podía bien comprender. Qué difícil había sido para mí, incluso después de mi encuentro con Cristo, comprender estos pensamientos y ponerlos en práctica. Sólo cuando comencé a leer la Biblia, se me reveló una comprensión totalmente nueva de la realidad. Y esta realidad hacía una directa referencia a mi original principio básico: “La luz viene a la tierra”.

Elke: La Asamblea de Hermanos y la participación de la mujer
En el entretanto, una nueva rutina diaria se había establecido. Yo me mantenía con un pequeño apoyo económico de parte de mi marido, mientras Martin trabajaba en uno y otro lugar. Algunas veces ofrecíamos también sesiones terapéuticas. Se nos hacía sin embargo, cada vez más patente, que ya no estábamos totalmente convencidos de la eficacia de los métodos terapéuticos alternativos, que habíamos aprendido anteriormente.

Otra preocupación que teníamos, era que solos, no progresábamos en nuestra fe cristiana. Sentíamos, que necesitábamos ayuda, y contacto con personas que nos acompañaran y enseñaran. En una ocasión, paseando por el sector de la ciudad en el cual vivíamos, descubrí una librería cristiana. En la puerta, colgaba un anuncio, con la dirección de una Iglesia Evangélica Libre. Más tarde escuché, que se atribuía también el nombre de Asamblea de Hermanos, lo que significaba, que no tenían un Pastor ordenado, sino que así como en la primera iglesia del Nuevo Testamento, era guiada por varios ancianos. Hasta ese momento no había yo escuchado nunca algo de la existencia de tales congregaciones cristianas, y de haberlo sabido antes de mí encuentro con Cristo, la habría considerado probablemente como una secta cualquiera.

Cuando Martin y yo fuimos un domingo allí a escuchar un servicio religioso, me sentí primero algo incómoda. Poco después sin embargo, cuando habíamos cantado algunos himnos y tres o cuatro varones habían orado en forma espontánea, supe con seguridad: Aquí actúa el Espíritu de Dios. Inmediatamente me sentí feliz y agradecida, y en mi hogar.

Naturalmente, el servicio religioso aquí, no era tan efusivo como en Byron Bay, pero yo pensé: acá estamos en Alemania.

Observaba entretanto a los predicadores desde mi óptica terapéutica. Especialmente uno de ellos, me parecía que no respiraba a fondo. Pensé, que no estaría mal si tomara parte conmigo en un par de sesiones de respiración, para ser así algo más vigoroso, y darle más cabida a sus emociones.

Me llamó también la atención, que las mujeres no participan en forma audible en las oraciones o en la predicación. En mi primera visita, contuve difícilmente un espontáneo impulso de orar en voz alta. Si bien, para mí este criterio en cuanto al papel y participación de la mujer me pareció algo extraño, y no conforme a nuestro actual desarrollo, la repartición de funciones y actividades practicada en la iglesia significó para mí un alivio. Podía ahora relajarme, y simplemente, escuchar. En los años, en los que me había ocupado en el tema de la emancipación de la mujer, pensaba que debía yo situarme siempre en primera fila, y nunca admitir ser incapaz de efectuar una labor típicamente masculina. En mi interior yo estaba siempre tensa, y dispuesta a dar el salto. Con el tiempo sin embargo, esta actitud ya sobrepasaba mis fuerzas.

Era realmente sorprendente, pero Martin tenía en verdad mucho más problemas que yo, con la falta de participación audible de la mujer durante el culto religioso. Según su propia opinión, y también la del principio esotérico5, la participación masculina, y la femenina, deben siempre estar en equilibrio. De lo contrario, nunca habrá verdadera armonía.

Después de algunas semanas, decidí tomar parte en un círculo de estudio bíblico para principiantes en la iglesia. También Martin se interesó, y se integró al grupo una semana más tarde. Las nuevas amistades que entablamos aquí, fueron para mí un verdadero bálsamo sobre la herida de mi quebrantada relación con Stefanie.

Una tarde fuimos invitados por un anciano de la iglesia y su esposa a su casa. Les relatamos nuestra historia y peregrinaje, y para nuestra sorpresa, vimos lágrimas de emoción en los ojos del anciano, del cual pensábamos, al observar su actitud en los cultos, que él no expresaba sus sentimientos y emoción, es decir, no le daba paso a sus “componentes femeninos”. El matrimonio estaba admirado, de ver lo que Dios estaba obrando en nosotros.

Les hablamos también de nuestro trabajo como psicoterapeutas. Nos escuchaban con gran interés. Hacían preguntas, y se demostraban totalmente abiertos ante nuestro mundo. Nos sentimos con ello, realmente aceptados. Aquella tarde comencé yo a aprender, que debía liberarme de prejuicios e impresiones sobre personas, que en un primer encuentro con ellas tomaban forma en mi mente.

5 N. del E: esotérico: Que es incomprensible o difícil de entender.

Martin: El Buda en mi cabeza...
Pasó todavía un año, hasta que comencé yo en forma concentrada a leer la Biblia. En ese tiempo participábamos con frecuencia en los cultos de la iglesia mencionada en Krefeld. En una ocasión, nos visitó un miembro de la iglesia, y me obsequió una biblia en idioma holandés. En base a mi experiencia pasada en Australia, le di las gracias por su obsequio, pero también le dije, con mi franqueza típica holandesa: “¡No sé, si algún día la leeré, porque realmente, la Biblia no me dice gran cosa!”. Me miró algo confundido, pero me dejó la Biblia, pese a mi objeción.

No obstante, después de una semana, tomé la Biblia y me propuse leerla. Me sorprendió, cómo de pronto los textos me fascinaban. Y me decidí entonces a integrarme en el círculo de estudio bíblico para principiantes, que Elke ya visitaba. En un ameno y cordial círculo, con té y bizcochos, se hablaba aquí en forma muy personal sobre textos bíblicos. Paso a paso comprendí, que mediante la lectura de la Biblia yo conocería  cada vez mejor a Jesucristo. Y eso era lo que más deseaba.

Habiéndonos establecido en Krefeld, me puse de momento en contacto con algunos de mis antiguos clientes, y estuve viajando más o menos cada dos semanas a Holanda, a la casa de mis padres, para ofrecer allí sesiones terapéuticas. Pero, mi corazón ya no estaba más en la labor terapéutica. Entretanto, había comprendido con claridad, que si bien los métodos terapéuticos tienen un cierto efecto, ellos nunca podrán liberar totalmente a un ser humano, como sólo Dios lo puede. En base a este convencimiento, mi compromiso e interés por esta labor fue desapareciendo cada vez más.

Elke y yo quisimos realizar un programa cristiano de meditación en la iglesia. Para ello, confeccionamos una atractiva invitación, con la figura de un Buda meditando en ella. Cuando nosotros, orgullosos de nuestro trabajo, pero totalmente desprevenidos e inocentes en cuanto a sus resultados, repartimos algunas invitaciones en nuestro pequeño círculo de estudio bíblico, presenciamos la reacción escandalizada de una de las dirigentes del grupo. Sin  explicación alguna, pero con un claro rechazo, le devolvió la invitación a Elke.

Elke quedó primero consternada. Sólo más tarde se dio cuenta del motivo del rechazo, al saber, que nosotros, junto al único Dios verdadero, no debíamos servir a otros dioses. Aunque la figura del buda en nuestra invitación, tenía según nosotros, solamente un significado simbólico y demostrativo del tema meditación, demostraba sin embargo, en cierta forma, nuestra dependencia budista. Personalmente, no creía que Buda fuera un Dios. Pero, en secreto, esperaba yo todavía cierta ayuda mediante el método y la práctica budista de meditación.

Aunque en Australia, en una oración me había desligado del budismo, en mi diario vivir era algo distinto. En realidad, mi corazón seguía aún atado a esa religión, y yo practicaba ahora una mezcla de meditaciones budistas y de oraciones cristianas. La repentina reacción de la mujer en el círculo bíblico, nos indujo por un lado, a examinar nuestra relación y dependencia del budismo y esoterismo. Pero tampoco debía depender nuestra fe y nuestra actitud, de personas y de sus reacciones, sino debíamos más bien perdonar, así como Jesús nos perdona a nosotros en todo momento. No sin dificultades conseguimos perdonar a la mujer por su reacción de poca sensibilidad. Hoy es ella una de nuestras mejores amigas.

Realmente, nosotros no teníamos aún la madurez espiritual necesaria, para llevar a cabo el programa que habíamos pensado. Dios sabía, que nosotros en cuanto a nuestra fe, éramos todavía como recién nacidos. Y finalmente, nuestro programa no se realizó por falta de participantes...

Elke: Las heridas en mi vida
Gradualmente iban cambiando nuestras vidas. Ahora estaba consciente, de un paso importante que Dios quería que yo diera: aclarar mi relación con mi marido. Necesitaba para ello, distanciarme de Martin, y hablar a solas con Dios. En una Iglesia Católica encontré un prospecto con una información sobre un ventajoso viaje a Taizé. Me puse en marcha, y pasé allí una semana en silencio y en oración. Finalmente obtuve paz, en cuanto a mi relación con Martin.

Me sentía sin embargo, algo insegura en cuanto a mi experiencia de paz, y decidí por ello hablar primero con mi marido, y manifestarle mi sincera disposición de volver otra vez a su lado. De estar él dispuesto a recibirme, consideraría yo, que era esa la voluntad de Dios.

No me fue fácil encontrarme con mi marido y transmitirle mi propuesta. Él sin embargo, no quería continuar nuestra vida conjunta, y afirmó que su calidad de vida había mejorado sin mi compañía. Poco después, dio él los pasos legales para la disolución del matrimonio.

De parte de Stefanie, no vi ni escuché reacción alguna ante nuestra situación. No demostraba ni tristeza, ni disgusto. Recién, siete años más tarde, salieron a luz sus verdaderos sentimientos. Sólo lentamente me di cuenta, qué profundas heridas habían quedado en Stefanie, a causa de mi vida y proceder. En una ocasión, me regaló ella una fotografía, en la que aparecía ella con sus labios apretados. Me pregunté al verla: “¿Me está ella expresando algo; o está pidiendo ayuda; o ambas cosas a la vez?”.

Cuando nos encontrábamos, nunca nos faltaba tema, pero el intercambio era más bien superficial. Los encuentros eran también limitados en el tiempo, porque ella pronto quería regresar a casa. Un par de veces, le pedí perdón por mi manera de actuar. En esas ocasiones, parecía sin embargo, que era más bien ella la que me consolaba a mí, que yo a ella.

Un buen día la visité, con el firme propósito de hablar con ella sobre algunos acontecimientos ocurridos en nuestra casa en su niñez. Durante un seminario en una Escuela Teológica Superior (Escuela Libre Superior de Misión, en Korntal) que entretanto visitaba, me vino a la memoria un evento que Stefanie me relató cuando tenía ella unos doce años. Me contó, que cuando pequeña, siempre que iba ella en la noche al cuarto de baño, sentía allí la presencia de dos personajes invisibles, que hablaban el uno con el otro. Aterrorizada corría ella de vuelta a su cuarto, y se escondía debajo de la frazada.

También yo había tenido en tiempos pasados, la impresión, de que en nuestra casa habitaban fantasmas. Cuando hablé con Stefanie sobre este tema, me repitió ella la historia de aquellos encuentros nocturnos, y del terror que originaban. Incluso hoy en día sufría ella aún de pesadillas.

Habiendo yo leído durante el seminario sobre fenómenos de esta índole, y consciente de la negativa influencia que tales experiencias pueden tener en la vida de una persona, le dije a ella en forma directa: “Tu sabes, que sólo Jesús te puede liberar de esos temores y poderes ocultos. ¿No quieres entregarle a Él tu vida?”.

Martin y yo le habíamos hablado ya muchas veces de nuestra fe. Ella siempre había escuchado con respeto, pero había también siempre rechazado aceptar la oferta para ella misma. En esta oportunidad sin embargo, cuando hablé con ella de la fe en Cristo, me contestó para mi gran sorpresa, que ella ya había decidido en su corazón entregar su vida a Jesucristo. Le pregunté, si podíamos orar juntas. Y éste fue para las dos, uno de los contados momentos de una real y profunda franqueza y sinceridad. En el nombre de Jesús, le ordené salir a los poderes de las tinieblas, y oré por el restablecimiento y sanidad del alma herida de Stefanie.

De pronto abrió ella su boca, y manifestó por primera vez, lo terrible que había sido para ella que yo la abandonara. Lloramos las dos juntas, y yo le pedí perdón. Aunque yo ya sabía, que Dios me había perdonado, cuando Stefanie llorando me expresó su perdón, sentí como si una pesada carga hubiera sido sacada de mis espaldas. No era la carga de la culpa en sí, de la cual Dios ya me había liberado. Era ahora la carga y el peso de las consecuencias de mi culpa, que habían traído consigo el abandono y soledad de Stefanie, y habían roto nuestra mutua relación. Y ahora, también esta carga dejó de pesar sobre mis hombros.

Me di cuenta ahora, que también yo debía perdonar a Stefanie su continua reserva en los años pasados. Por un lado, no podía tomar a mal su actitud, porque era yo, quien, al abandonarla la había forzado a adoptar esa posición defensiva. Por mi parte, había ansiado escuchar una vez de su boca: “¡Por favor, vuelve a la casa!”. No habiendo ella nunca pronunciado esas palabras, me sentía yo realmente rechazada.

Liberada de la influencia de poderes ocultos, y de la carga de los años pasados, podía Stefanie ahora admitir y aceptar las heridas y aflicciones recibidas, y expresarlas en palabras. El perdón que provenía de Jesucristo, llenó su corazón. En esta “hora de la verdad”, hubo entre nosotras una verdadera reconciliación. Stefanie estaba ahora en condiciones de poner su vida conscientemente en las manos de Dios. Aliviadas y felices nos separamos esa tarde.

¡Por segunda vez en mi vida había experimentado el poder maravilloso de Jesucristo en una forma concreta!

Martin: Una señal para el mundo invisible
Entretanto había comprendido, que en vez de ocuparme en preparar y ofrecer eventos de meditación, mi actividad debía ser más bien transmitir a otros, el amor de Cristo, que yo había recibido. Un anuncio en la iglesia llamó mi atención. Para un retiro de escolares que se efectuaría en Noruega, se buscaba un cocinero. Cocinar no era en ningún caso mi fuerte, pero me gustaba especialmente el contacto con gente joven. Y ya que los organizadores no encontraron nada mejor, me aceptaron por lo menos como ayudante de cocina.

En Noruega me di cuenta, qué era lo que llenaba ahora mi corazón: No tanto las labores de cocina, sino el contacto e intercambio con los jóvenes, hablando con ellos de Cristo Jesús. A ellos les gustaba hablar con un aventurero como yo. Les estimulaba escuchar, cómo había llegado yo a conocer a Cristo. Y personalmente para mí, era también un estímulo, escuchar cómo practicaban ellos sus vidas como creyentes en Cristo.

Lleno de entusiasmo volví del retiro de jóvenes en Noruega. Dentro de mí, sabía yo ahora con seguridad: “Quiero hacer algo para Jesús”. Pero; ¿Qué sería eso? Pensé, que lo primero debía hacer patente mi relación personal con Jesucristo mediante el bautismo. Hacerla visible, para todos los que me rodeaban, mis padres, mis amigos, mi iglesia; pero también para el mundo invisible. También Elke tomó la misma decisión. Nos inscribimos entonces para el próximo bautismo en la iglesia.

En vista de ello, nos visitaron una tarde dos ancianos de la iglesia para hablar con nosotros sobre el bautismo y su verdadero significado. Nuestro moderno apartamento en el centro de la ciudad estaba todavía profusamente adornado con paños budistas en colores. Los ancianos no hicieron mención alguna de ello. Tampoco a nosotros nos inquietaban los adornos budistas.

Otro tema sin embargo, nos preocupaba especialmente desde algunas semanas: “Vivíamos juntos, sin estar casados”. Aunque nadie nos había llamado la atención al respecto, sospechábamos, que eso no estaba bien. Sugerí separar nuestras camas, pero esto no dio resultados positivos.

El conflicto se agravaba, ya que Elke ni siquiera estaba aún divorciada. Temíamos por eso, que los ancianos nos negarían la posibilidad de ser bautizados. Muy agitados les comunicamos a ellos nuestra situación y nuestros esfuerzos por solucionar nuestro problema. Con toda franqueza hablamos de nuestra lucha y conflicto, como también de nuestras flaquezas.

Los ancianos escuchaban pacientemente, y formulaban también algunas preguntas, para comprender mejor nuestra situación. Al fin, uno de ellos tomó la palabra. Esperábamos una reprimenda. Él sin embargo, dijo: “Veo que el Espíritu de Dios está actuando en vosotros. Él les guiará a dar los pasos necesarios. No tengo por ello ninguna objeción en que sean bautizados”. Quedamos nosotros profundamente aliviados, y en gozosa espera del día del bautismo. Hablamos también con ellos de mi deseo, de hablar con otros de Cristo, y de servirle a Él. Ellos me aconsejaron visitar primero una escuela bíblica.

Junto con otros diez, fuimos bautizados. Fue grande la emoción. Mis padres habían venido de Holanda especialmente para presenciar el acto. Todos estaban conscientes del profundo significado de la ceremonia, similar al de una boda. Yo, sin embargo, no recuerdo haber experimentado algo extraordinario durante el acto mismo.

El bautismo en esta iglesia no se efectúa sólo mediante aspersión de agua sobre los candidatos, sino por inmersión, es decir, sumergiendo al que es bautizado, en el agua, y levantándolo otra vez de allí, en la forma como se efectuaba en la época de Jesucristo. Algún tiempo después, mi padre me describió su impresión en una carta. Escribía él: “Cuando tú entraste en la pileta, fuiste sumergido en el agua, y levantado de allí, pensé: Ahora he perdido a mi hijo. Me sentí muy triste, porque sentía, que desde ahora le pertenecías tú a otra persona”.

Me llamó la atención lo que mi padre pudo percibir. Sin conocer él, el profundo significado del bautismo, ya que tanto mis padres como yo no habíamos sido bautizados, percibió él en su interior su consecuencia. Porque así era: Mediante mi bautismo, manifestaba yo públicamente, “Mi vida le pertenece a mi Padre en los cielos”.

Martin: Pánico ante un enlace matrimonial
Siguiendo el consejo de los ancianos de la iglesia, me inscribí primero solo en una Escuela Bíblica. Elke se quedó por ahora en Krefeld, para finalizar el tema de su matrimonio, que sólo existía por escrito, y decidió juntarse otra vez conmigo, sólo si nos casábamos.

Al siguiente día después de mi bautismo, me llevó ella en nuestro pequeño vehículo a la Escuela Bíblica. Ese mismo día comenzaba el programa de clases. Me ofrecieron un pequeño cuarto, y estuve feliz ante la perspectiva de aprender más de la biblia.

El programa de estudio en la Escuela Bíblica exigía tiempo y dedicación. No obstante, todas las tardes, después de la cena, estaba en contacto con Elke mediante la oración. Así mantuvimos el íntimo contacto, pese a la distancia que nos separaba. Sin embargo, aquí tenía yo ahora la posibilidad y la libertad para meditar con más intensidad sobre nuestra relación, ya que aquí en la escuela bíblica no estaba yo expuesto a la continua demanda de un diario y directo contacto, común en una vida conjunta.

Desde que nos encontramos, habíamos sentido, y vivido como un matrimonio. Nos habíamos enamorado locamente, y habíamos iniciado una íntima relación. En el entretanto, casi nunca habíamos reflexionado sobre la base y fundamento de nuestra relación. Parecía todo tan agradable y bueno, que pensábamos, debía todo estar en buen orden... Una puertecilla de escape nos habíamos dejado sin embargo, por la cual pudiéramos escapar, si el amor dejara de ser.

Mientras tanto, me había dado cuenta, que una vida conjunta como la nuestra, sin una base sólida, no era algo de acuerdo a la voluntad de Dios. Comprendí, que Dios acepta y bendice una relación fundamentada sobre un mutuo compromiso, porque sólo así podemos sentirnos seguros y confiados. En caso de un matrimonio, la puertecilla de escape no tendría ya validez. Tanto menos, si el pacto matrimonial lo realizábamos ante Dios. Esto, me quedó totalmente claro.

Pero este nuevo conocimiento era totalmente contrario a mi antiguo ideal de libertad. En mi interior, todo se rebelaba en contra. Estaba aterrorizado. El temor ante un convenio definitivo, y que pudiera yo cometer un error, era tan grande, que se sobreponía aún a mis sentimientos de amor. Ante la alternativa de un posible enlace matrimonial, sentía ahora sólo opresión.

Yo despreciaba una forma típicamente burguesa de vida. Por ese motivo, la palabra “matrimonio” no formaba parte hasta ese momento de mi vocabulario. Yo quería mi libertad, pero me daba cuenta, que hasta el momento no actuaba con libertad. ¡Conocía la libertad de escapar, pero no la libertad de decidir! Pero ahora se me exigía tomar una decisión.

Hablé con los maestros de la escuela bíblica sobre el asunto que me ocupaba. Mientras más sacaba yo a luz mis dudas y temores, tanto más confundido estaba. Mas la voz de Dios, suave, pero clara, continuaba hablándome, en medio de mi caos interior. La escuché en una ocasión con toda claridad durante una hora de enseñanza, cuando uno de los maestros dijo: “Si tú no recibes ahora respuesta de Dios, haz entonces lo último que él te dijo”. Me di cuenta inmediatamente, qué en mi caso, la indicación era... casarme con Elke.

Cuando, durante una visita en  Krefeld, le comuniqué algo vacilante a uno de los ancianos de la Asamblea de los Hermanos nuestra intención, observé asombrado que se le llenaron los ojos de lágrimas. Fue tan sorpresiva y auténtica su alegría, que Elke y yo la consideramos como una nueva señal del cielo, que confirmaba nuestra decisión. Nos casamos en diciembre del mismo año. La Asamblea en Krefeld organizó la celebración de la boda.     Y aunque aún no conocíamos a muchos miembros de la iglesia, hubo muchos visitantes. La celebración fue muy linda, y también muy edificante.

Elke se trasladó ya en enero, junto conmigo al sur de Alemania, y se inscribió en el mismo programa de estudios de la Escuela Bíblica donde yo ya estaba. Una confirmación del Señor, de que íbamos en buen camino, fue también, que encontramos muy a tiempo, un lindo y cómodo apartamento.

El plan de estudios en la Escuela Bíblica no era siempre fácil para mí. Por ejemplo, algunas de las sangrientas historias en la Biblia, me causaban verdaderos problemas. Pasaron aún varios años, hasta que pude comprender su significado. Los enunciados bíblicos y las enseñanzas budistas son en muchos puntos totalmente opuestos. En esta confrontación de enseñanzas se me hizo presente con gran claridad la arraigada ideología budista dentro de mí. Mi fe en Jesús y mi fidelidad ante él sufrieron con frecuencia fuertes pruebas.

Oposición, dudas, e interrogantes se hicieron presentes. Me era incluso difícil de aceptar, que hubiera sólo un camino de salvación, y sólo una verdad absoluta. Jesucristo dice de sí mismo: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida. Nadie viene al Padre, sino por mí”. Afirma con ello, que él es la personificación de la absoluta verdad que vino al mundo. En contraste con esta afirmación, el budismo rechaza la existencia de una verdad absoluta en este mundo de sufrimiento.

Una verdad absoluta existe sólo fuera de esta existencia, en un estado de iluminación, en el Nirvana. En el mundo, afirma el budismo, existe sólo una verdad relativa. Y por ello, muchos caminos son posibles.

Cada vez sin embargo cuando yo batallaba, hasta comprender y aceptar las declaraciones de Jesús, me sentía otra vez lleno de paz y amor, y seguro en su divina presencia. Sentía, que Dios me estaba transmitiendo una calidad de vida totalmente diferente; una vida en la luz de Dios; una vida realmente iluminada.

8. Las fuertes raíces del Budismo

Martin: El terrible y solitario vacío del Nirvana
Me sentía continuamente frustrado en cuanto a mi “vida cristiana”. No comprendía con claridad, cual sería ahora mi actividad como cristiano, y estaba con frecuencia de mal humor y abatido. Me estimaba entonces incapaz para comunicar a otros, algo de mis experiencias con Jesús. Pensaba, que debía yo estar siempre de buen humor, para poder hacer algo por él. Tampoco me podía imaginar, que él aún me amaba, pese a mi mal humor y falta de ánimo.

El principio y enunciado básico de Buda, “La vida es sufrimiento”, me parecía nuevamente corresponder a la realidad. Me lamentaba entonces pensando, que quizás las enseñanzas budistas eran razonables en diferentes aspectos. “Su actitud pacífica ante todos los seres vivientes es realmente ejemplar. Y muchos cristianos podrían sacar conclusiones provechosas de ellas...”

Siempre, cuando estos pensamientos me venían a la mente, ocurría que después de algunos días, un vacío indefinible me llenaba interiormente. Me privaba éste de todo tipo de actividad, en especial, de la lectura y estudio de la Biblia, y de la  oración. Me era posible desenmascarar la causa de este terrible vacío, sólo cuando me daba cuenta, que yo otra vez había estado coqueteando con las ideas budistas. Le pedía entonces perdón a Dios, y el vacío desaparecía como la nieve bajo los rayos del sol.

Me daba cuenta entonces, que no es posible incorporar sólo algunas enseñanzas y doctrinas budistas en un nuevo sistema espiritual. Éstas no pueden ser desligadas de la estructura budista en su totalidad. En otras palabras: “Yo no puedo saborear sólo las pasas del pastel, sin gustar al mismo tiempo la pasta, la sustancia básica del mismo”. Es decir; tan pronto como quisiera yo admitir sólo algunos principios budistas, aceptables humanamente hablando, me incorporaba otra vez necesariamente a la totalidad de la estructura espiritual budista.

Ahora en soledad, pude vislumbrar los verdaderos rasgos de la filosofía budista. A primera vista, su apariencia se muestra atractiva, con su carácter pacífico, y su elevado estándar moral. En seguida sin embargo, se revela como un espíritu sutil y furtivo, que me captura para sí, y me arrastra hacia el espantoso y solitario vacío del Nirvana, donde no existe una relación con un Dios personal, y donde no hay vida alguna.

Me di cuenta ahora, que debía desligarme totalmente de las raíces budistas dentro de mí, para mantener en mi interior aquella plenitud de amor y paz de Jesucristo, que yo había experimentado en mi primer encuentro con él.

El pacífico Buda y Jesús en su sufrimiento
Pasaron años, hasta que, después de repetidas experiencias, el gozo del don de Dios se arraigó en mi corazón, y se fortaleció mi confianza en él. Poco a poco pude aceptar el hecho, que incluso la fe es parte integrante de este don de Dios, y no una cualidad y capacidad personal mía. Lo que al principio no era más que una tímida suposición, se convirtió para mí en una maravillosa certeza, y un seguro fundamento. Tenía ahora una sólida base bajo mis pies, así como un niño, que está cada vez más consciente y seguro del amor y cuidado de sus padres.

¡Cuántas veces había tenido yo en el pasado la sensación de desplomarme en una fosa sin fondo, después de haber otra vez fracasado, y comprobar nuevamente, cuán lejos estaba aún de la perfección de Buda! En esos momentos, me invadía un tal desaliento y frustración, que casi me desgarraba en mi interior. La grieta entre mi estado deprimido y frustrado, y la armonía imperturbable de Buda, parecía imposible de ser vencida.

La apariencia de armonía de una estatua de Buda me había siempre fascinado. Era mi más profundo anhelo, obtener esa serenidad y armonía. Parecía como si junto a él el mundo pudiera llegar a su fin, pero el mantendría aún su serenidad inmutable en sí mismo... ¿o era en la nada? En cuanto a mí, parecía que este deseo, pese a los muchos esfuerzos físicos, mentales y emocionales, no se realizaba en mi diario vivir.

Algunas veces, después de un tiempo de profunda meditación, me levantaba y tenía la impresión de estar muy cerca ya de la meta de iluminación. Sin embargo, cinco minutos más tarde estaba otra vez envuelto en una violenta discusión con mi amiga, debido a alguna banalidad insignificante. La magnífica experiencia desaparecía por completo. Lo que quedaba, eran sensaciones de culpa y frustración. ¿Dónde estaba la solución? ¿Necesitaría yo tantos años como Gautama (Buda), el hijo del rey, para encontrarla? ¿O tendría yo que vivir aún varias vidas, para quedar finalmente liberado de este sufrimiento? Me sentía profundamente desalentado ante esta disonancia, y la culpa en mi vida.

Si bien, el contemplar la pacífica apariencia de Buda en las estatuas siempre me fascinaba, mi momentánea devoción no me transmitía paz. Permanecía muy distante en mi interior de la armoniosa serenidad que ellas emanaban. Experimentaba sólo momentos, en los que mi ser se sentía elevado en esferas superiores, distanciado de todo lo que significa “vida”.

El diario vivir con todas sus exigencias, lo sentía con el tiempo cada vez más amenazante, ya que en él me retrataba sin perdón, cuán lejos estaba aún de la meta anhelada. Tenía por eso sólo un deseo: “escapar”... incluso de mí mismo, porque pensaba que era yo mismo el que impedía mi propio camino hacia la iluminación.

Si comparo ahora la estatua de Buda, sumergido en silenciosa meditación, con la imagen de Cristo, sufriendo y muriendo en la cruz... ¡Qué enorme contraste entre ambos! Al comienzo de mi fe en Cristo, evitaba en lo posible observar este triste cuadro. Era él tan contrario a todo lo que yo hasta el momento había aprendido, y consideraba deseable y digno de esfuerzo.

En nuestra iglesia en Krefeld, los temas de la cruz, y los sufrimientos, eran frecuentes en las predicaciones. En cuanto a mí, no lograba reconocer en ellas ningún mensaje atrayente y prometedor. Y pensaba yo: “Probablemente es este el motivo, por el cual algunos de los creyentes no irradian gran gozo”. Sin embargo, me asombraba escuchar de parte de algunos miembros de la iglesia, con los cuales ya teníamos un íntimo contacto, después de una tal predicación, cuán constructivo y útil habían encontrado ellos el mensaje.

La imagen de Cristo sufriendo y muriendo en la cruz, significaba para ellos, liberación; liberación de la propia culpa y fracaso, porque comprendían, que Jesús allí en la cruz cargaba sobre sí todo ello. Como si él les hubiera dicho: “Ven; yo sé que tú no eres perfecto, y que no puedes superar con tu propio esfuerzo el vacío que te separa de Dios. Yo llevo sobre mí toda tu culpa y fracaso, para liberarte, y tú puedes así tener una relación personal con Dios, el Padre”.

Este pensamiento era para mí muy extraño; Jesucristo, el Gran Maestro, con el cual habíamos tenido aquel encuentro en Australia, y nos había transmitido y llenado de paz, no se me presentaba como Buda, en su aspecto majestuoso e iluminado, sino en un estado lastimoso de sufrimiento. No obstante, debía yo admitir, que este cuadro de sufrimiento me conmovía. Correspondía éste a mi propio estado y al del mundo a mí alrededor. También Buda enseñaba: “La vida es sufrimiento”. Pero él mismo, se escapaba del sufrimiento del mundo, y se distanciaba totalmente del sufrimiento de los seres humanos. Eso evidentemente no lo había hecho Jesús.

Percibía ahora cada vez con más claridad, cómo ese cuadro de Cristo sufriendo me hablaba personalmente. Comprendí ahora, que era éste, el mismo Jesús, que nos había salido al encuentro en Australia. Él se dirigía hacia mí, y me aceptaba así como soy, con toda mi desesperación, mi frustración y mi sufrimiento. Allí, desde la cruz, me hablaba, diciéndome: “Este sufrimiento que ves en mí, lo he sufrido por ti, por tu ambición, tu fuga y tu culpa”.

Esta conmovedora, pero también maravillosa “buena nueva”, la comprendí recién pasados dos años después de mi experiencia de “iluminación”, durante una predicación. Hasta ese momento, no podía ni quería creer y admitir, que Dios, en Cristo Jesús, hubiera cargado una tal carga en mi lugar, y me mostrara con ello su amor, y su anhelo de comunión conmigo.

Durante esa predicación tuve un nuevo encuentro con Cristo Jesús. Sentí, como si él me hablara a mí personalmente. Comprendí ¡cuán grande amor demostraba por la cruz. Allí había hecho posible restablecer la comunión conmigo. Mi miseria y su amor se encontraron en la cruz. ¡Por fin, por fin, pude yo encontrar paz!

Dios nunca dijo: “La vida es sufrimiento”, sino; “Dios mismo carga sobre sí mi sufrimiento, y me da vida”.

Dios creó, mediante el cuadro de lamento y sufrimiento, un puente hacia mí. Ahora comprendí: ¡El abismo ha sido superado! Me corrían las lágrimas, y no traté de contenerlas ante las personas que me rodeaban. Por fin había yo encontrado el lugar, donde podía deponer mis fracasos, mi rebelión y mi culpa.

Mi despedida con poco entusiasmo de la Diosa Tara
Una separación verdadera y definitiva del Budismo, implica no sólo la renuncia de todas sus doctrinas, sino también el desprenderse de todos los objetos empleados en las distintas prácticas y rituales. En cuanto a mí, me faltaba el coraje para echar estos últimos simplemente a la basura. Por eso me dirigí un buen día al Centro Budista en Holanda, el Instituto Maitreya, para entregar allí mi estatua de la Diosa Tara. Conversé allí con el Geshe, el erudito tibetano residente, pero no le comuniqué nada de mi fe cristiana.

Ya algo desahogado, me dirigí otra vez a mi auto. Quería abandonar el lugar lo antes posible. Puse el motor en marcha y salí del aparcamiento hacia atrás con ímpetu. Mi impetuosa marcha, o era quizás mi escape, sufrió un brusco freno al chocar mi auto contra el tronco de un árbol a mis espaldas. Una gran abolladura en mi auto quedó como testimonio visible de mi cobarde actitud. No había confesado la verdad. En vez de dar testimonio de mi fe en Cristo Jesús, me había comportado en tal forma, como si quisiera yo hacer una buena obra. Me avergoncé de mí mismo, pero no tuve el coraje necesario para volver, y relatarle al Geshe mi experiencia con Cristo, y sus consecuencias en mi vida.

Una verdadera comunión con Cristo, hacía también necesario, que nos deshiciéramos de toda la literatura budista y esotérica aún en nuestras manos, lo que no nos era nada fácil, porque habíamos invertido mucho dinero en ello. Su contenido había determinado nuestras vidas durante muchos años. Nos decidimos sin embargo por un corte radical, ya que la tentación  de hacer uso de ellas en situaciones inciertas, era todavía real. Así como un alcohólico debe separarse de todo lo que contenga alcohol en su casa, para quedar realmente libre, así también nosotros debíamos desligarnos de todas nuestras ataduras, si bien, de momento, mediante actos exteriores.

No obstante, separarnos sólo de los libros, no nos trajo liberación alguna. Más que nada, era la sustancia de los escritos, la que hasta el momento, sin que lo supiéramos, nos mantenía atados.

Había aún espacios en mi corazón, en los cuales yo todavía creía, que también budistas y esotéricos eran a su manera felices, e iban quizás también por buen camino. Cada uno debía buscar su propio camino de salvación.

Con ello sin embargo, pasaba por alto el hecho, de que yo mismo no había obtenido salvación mediante prácticas budistas y esotéricas. Olvidaba también el hecho, que mi encuentro con Cristo no había sido resultado de mi propio esfuerzo. Elke y yo habíamos recibido “salvación” de parte de Dios, como un don suyo.

Los cristianos en Byron Bay no habían hecho nada más que comunicarnos el mensaje, mediante el cual ellos mismos habían obtenido salvación y liberación. ¿No estaba yo ahora obligado, y era responsable de transmitir este mensaje, esta buena nueva de salvación, a mis amigos, y también a otros budistas? Hasta el momento sin embargo, mis tentativas de transmitirles mis experiencias no habían sido realmente comprendidas. ¿Estaba yo quizás tratando de tranquilizar mi conciencia cuando se me ocurría transmitirles algo sobre mi experiencia de “iluminación”, pensando al mismo tiempo, que ellos posiblemente también se encontraban en buen camino?

Con todas estas ideas, y mis tentativas de autojustificación, no conseguí paz ni tranquilidad. Era más bien un hecho, que mis lazos y ataduras a los principios budistas y de New Age eran más fuertes de lo que yo creía.  Empleando como ejemplo el choque que tuve con aquel tronco de árbol en el Centro Budista: El “árbol” de esta doctrina había sido ya aserrado, pero el “tronco y sus raíces” doctrinales aún estaban presentes dentro de mí, y trataban continuamente de dar nuevos brotes. Era necesario ahora, desarraigar el tronco totalmente, junto con todas sus raíces.

Pasaron casi tres años después de nuestra conversión, hasta que experimentáramos verdadera liberación. Una mujer creyente, conocida nuestra, reconoció en nosotros, en qué forma poderes invisibles trataban continuamente de reconquistarnos, insinuándonos dudas, o susurrándonos al oído, qué bien, o aún mejor, iban las cosas en el pasado, sin Cristo.

Ella nos sugirió, que renunciáramos y nos desligáramos de todo, en el nombre de Jesús, para que estos poderes no tuvieran ya ninguna influencia sobre nosotros. Pasamos varios días juntos con ella. En oración, y bajo la dirección de Dios, adquirimos otra vez clara conciencia de nuestras antiguas prácticas. Pusimos todo por escrito, y lo llevamos en pensamiento y en oración a los pies de la cruz de Cristo. Le rogamos entonces que nos perdonara y nos liberara de toda atadura interna.

Fue un consuelo para nosotros, comprobar, que Jesús nos acepta sin reserva. En un principio, no notamos un cambio significativo, o un desahogo. Pero, al correr del tiempo, comprobamos que el gozo en Cristo, y la fe en él eran cada vez más patentes. A menudo nos comportábamos aún como niños pequeños, que esperan una recompensa después de cada hazaña.

Tantas otras voces...
Una de aquellas “raíces del tocón de arbol” en cuanto a mis pasadas convicciones, que aún debía ser desarraigada, era la manera mediante la cual yo esperaba recibir dirección en mi vida diaria. Tanto todavía ahora, como antes me era difícil percibir con claridad la voz de Jesucristo hablando conmigo. Había tantas otras voces, que aún parecían incluso más audibles. Temiendo reaccionar ante una de las voces falsas, dejaba de comprender que Jesús ya me estaba guiando desde hacía tiempo, poniéndome en contacto por ejemplo con personas que ya le conocían y caminaban con él, y a través de las cuales podía yo aprender y dar nuevos pasos.

Mi problema era simplemente, que no podía tener un contacto físico con Jesús, como lo había tenido en el pasado con el Dalai Lama u otros maestros budistas, los cuales podía ver con mis propios ojos. El Dalai Lama daba en sus lecciones públicas claras instrucciones, en cuanto a lo que se debía hacer, o no hacer. Yo por mi parte, dudaba, si Jesús me podía guiar en la forma como el Dalai Lama lo había hecho. Si bien yo no quería ya más prestar oídos a las doctrinas y enseñanzas budistas, porque había comprendido que ellas no me llevaban a Dios, estaba aun inconscientemente en mi interior atado al Dalai Lama y a su manera de guiar. El grado y solidez de este enlace lo reconocí sólo siete años después de haber aceptado la fe cristiana, mientras el Dalai Lama efectuaba una visita en el Norte de Alemania, y daba allí una serie de conferencias.

Unas diez mil personas asistieron a estas conferencias en Schneverdingen, en la región de la Lüneburger Heide, en el norte de Alemania. Simultáneamente un grupo de creyentes cristianos ofrecía, en un lugar cercano, un ciclo de información y enseñanza en las tardes. Ellos me preguntaron previamente, si estaría yo dispuesto a relatar en esas tardes, cómo yo había aceptado la fe cristiana, habiendo sido anteriormente budista convencido.

Mi respuesta inmediata fue: “¡Sí; con gusto!”. Sin embargo, al informarme, cuándo se llevarían a cabo las conferencias, comprobé que exactamente en esas fechas habíamos planeado Elke y yo unas semanas de vacaciones. Me dirigí en oración a Jesús, rogándole me indicara con claridad, qué decisión debía tomar. El dilema, entre el espontáneo “¡Sí; con gusto!” y mis planes de vacaciones no quedó resuelto. ¿Significaba esto, que la decisión estaba de mi parte? ¿O bien, que el “Sí” en mi interior ya había sido la voz del Señor?

Luché conmigo mismo, y pedí consejo a amigos creyentes. Nos aconsejaron, tomar primero las bien ganadas vacaciones. Finalmente, ganó la razón, y un par de días más tarde partimos Elke y yo hacia el Sur de Francia.

Sin embargo, ya antes de llegar a nuestra meta allí, teníamos la fuerte impresión de ir “por mal camino”. Teníamos todavía la esperanza, de que, al alcanzar nuestro destino, estos pensamientos dejarían de ser, y así podríamos nosotros gozar tranquilos nuestras vacaciones. La intranquilidad en nuestros corazones continuó sin embargo, en aumento.

Finalmente, saqué pasaje en avión de regreso a Alemania, y me presenté al organizador del ciclo de información dos días antes del comienzo del mismo, dispuesto a participar en él. Durante las tres tardes de información pública, experimenté una tal paz en mi interior, que de rodillas le di gracias a Jesús, y le pedí perdón, por no haber reconocido su dirección en un principio. Recién ahí me di cuenta, que el “Sí” espontáneo aquella vez, había sido “Su voz” dentro de mí.

Si bien, él quería mi participación en Schneverdingen, en ningún momento me había presionado. Asimismo, me ayudó él mediante la intranquilidad dentro de mí, a tomar una decisión. Él permaneció en espera, hasta que yo decidiera libremente ir, y entonces recibí su apoyo. Incluso, si no hubiera ido, también en ese caso me habría él perdonado. La bendición sin embargo, que recibí al escuchar su voz y someterme a su dirección, la habría perdido. Hoy conozco, cuan sublime, sensible y veraz, ha sido, y es la dirección de Jesucristo.

El temor paralizante ante errores y castigos
A mis acompañantes y mensajeros espirituales budistas, podía yo verlos, y tener contacto personal con ellos, pero la naturaleza y esencia de su guía era básicamente diferente. El tono de sus mensajes para mí, transmitidos en esos tiempos a través de la médium Iris, era siempre positivo. Aunque también algunas veces se me hacía presente con énfasis, que tenía yo que respetar ciertas cosas, porque de otro modo tendría que desistir de su compañía. De esto tenía un gran temor. Trataba por ello de cumplir sus instrucciones al pie de la letra. En éste, mi temor, estaban las raíces de mi celoso cumplimiento de las instrucciones de mi gurú. Temía yo desviarme otra vez de mi camino hacia la iluminación, como supuestamente había ocurrido en mi anterior vida debido a un Karma negativo. Porque, de no haber sido así, habría estado ya iluminado, y no habría tenido la necesidad de continuar siendo un ser humano.

En el Budismo, se enfatiza mucho la necesidad de un estricto cumplimiento de las enseñanzas e instrucciones. Por esto mi primer maestro budista, Lama Zopa, me había transmitido, que cada acción y cada postura de mi cuerpo tenían una consecuencia de alcance, o no alcance del estado de iluminación. Si nosotros por ejemplo, postrándonos, permanecíamos demasiado tiempo tendidos sobre el suelo, tendría esto como consecuencia, que también permaneceríamos en el polvo del sufrimiento. Si encorvábamos los dedos cuando orábamos, podríamos nosotros en una próxima vida, ser un pájaro, o un animal con garras curvas.

Por este motivo, las diferentes prácticas y ceremonias debían ser efectuadas exactamente según instrucciones prescritas, de lo contrario producirían ellas forzosamente, en vez de un Karma positivo, uno negativo. Es por esto, por lo que fieles budistas, prefieren que los monjes desempeñen ciertas acciones de ofrendas, porque ellos conocen exactamente las instrucciones prescritas.

Era debido a estas pasadas experiencias, que dentro de mí dormitaba un temor latente de cometer errores. Prefería no hacer nada, antes de exponerme a hacer algo falso.

Este temor de cometer errores lo transpuse inconscientemente a mi vida  como creyente cristiano. Era especialmente intenso cuando yo tenía la impresión en un momento dado, de no obedecer a la voz y palabra del Señor.

Pensaba que él entonces me abandonaría, así como mis maestros preceptores algunas veces me habían amenazado hacerlo. Si yo no recibía instrucciones exactas, permanecía inactivo, en espera, como lo había hecho como budista.

Algunas predicaciones, la lectura de la Biblia y el diálogo con otros creyentes, corrigieron finalmente mi errónea manera de pensar. Reconocí entonces mi limitado y estrecho pensar, y quedé otra vez admirado de los pensamientos liberadores, y del amor de Dios. Esto me inundó interiormente de un profundo gozo, y de gratitud, ya que el hecho de mi “iluminación” no es producto de mi esfuerzo y acciones, como lo había aprendido siendo budista, sino es un obsequio divino. Él me ha otorgado este don mediante la muerte y resurrección de Jesucristo. No es “mi acción” la que vale, sino “la suya”. Él me invita sólo a creerle y aceptarlo para mí mismo, para entonces darlo a conocer también a otros.

Epílogo: “¡Aquí estoy, aquí estoy!”

Unos cincuenta jóvenes nos escuchaban con atención. Era un sábado por la tarde, cuando les narrábamos nuestras pasadas experiencias. Esta no es “nuestra” historia, les expliqué, sino, “es la historia de Dios, acerca de cómo él ha actuado en la vida de dos seres humanos de nuestra era actual”.

Habíamos pasado un día bastante agotador. El equipo organizador nos había pedido que tomáramos el fin de semana, y tratáramos el tema: “Contraste entre la ideología Budista-Esotérica y la fe Cristiana”. Había sido ya un duro trabajo en la mañana, el describir y confrontar ambos caminos ante los participantes. Elke y yo conocíamos ambos caminos por propia experiencia, y estábamos en condiciones de describir con claridad las diferencias fundamentales entre los pensamientos básicos de ambas doctrinas.

Durante nuestra exposición del tema, se nos hicieron preguntas críticas. Era evidente, que muchas personas, que se denominaban cristianas, nunca habían captado la diferencia real entre ambos caminos, y sin pensarlo dos veces, hacían uso de prácticas esotéricas de sanidad, o de técnicas orientales de meditación. Nuestra exposición los obligaba a meditar, si estaba bien practicar un método aparentemente positivo, pero proveniente de un sistema de creencias y pensamientos totalmente diferente, y aplicarlo en un nuevo contexto para el propio beneficio. Era una verdadera lucha, encontrar aquí en conjunto, dónde se encuentra la verdad.

Elke y yo estábamos agotados al final del trabajoso día. Ya habíamos relatado nuestra historia en diferentes actos públicos, y conocíamos las distintas estaciones de nuestro peregrinaje y teníamos el contenido de nuestra exposición en la memoria. Sin embargo, después de haber acentuado en un principio, que ésta era la historia de Dios actuando, me convertí de pronto yo mismo en escucha, y capté ahora todo lo dicho con nuevos oídos.

Le pedí a Elke, que relatara ella ahora aquellas experiencias, que hasta el momento yo había narrado. Pude comprobar, hasta qué punto ella y yo, en la historia de Dios con nosotros, éramos una unidad. Me di cuenta de la profunda avenencia con Elke, mi esposa, donde el amor por ella era sólo uno de los elementos integrantes de este lazo de unión.

Pese al hecho, que los participantes a menudo durante la conferencia mostraban cansancio y falta de concentración, comenzaron ahora de pronto a escuchar con gran atención.

Cada frase era profunda e informativa. El significado existencial de nuestro encuentro con Dios era tan claro y evidente, que los participantes no podían refrenar la risa, al escuchar de nuestros pasados desatinados esfuerzos e intentos. En verdad, había sido una búsqueda sin rumbo, típica humana. Buscábamos aceptación y unidad espiritual; amor y hogar. Es decir, buscábamos lo que todos buscan y anhelan. Pero, en medio de esta búsqueda, ocurrió algo inesperado. En forma discreta y poco llamativa se hizo presente. Este impulso nos llevó primero por un camino desconocido, y se demostró finalmente en todo su poder y amor en su real existencia como persona: ¡Jesucristo! ¡Dios mismo en persona!

Sólo algo más tarde comprendimos, que esto había sido su acción, que había dejado sus huellas en nuestras vidas. Esta historia me conmovió otra vez, y la realidad de Dios se me reveló en una nueva forma.

Ya no éramos nosotros, los que estaban en el centro. Los jóvenes nos escuchaban embelesados, no por causa nuestra, sino porque estaban conmovidos, en vista a una perspectiva totalmente nueva. Abrí mi Biblia, y leí un versículo del profeta Isaías. Dios dice: “Fui buscado por los que no preguntaban por mí; fui hallado por los que no me buscaban. Dije a gente que no invocaba mi nombre: ¡Aquí estoy, aquí estoy!”

Conclusión: Al contrario de toda expectativa

Han pasado ya nueve años desde nuestro encuentro con Cristo. Al contrario de la suposición de nuestros padres, y de muchos amigos, de que nuestra nueva fe no sería más que otra moda espiritual, también pasajera, como las diferentes fases intermedias ya pasadas; nuestro enlace y unión con el Señor Jesucristo se ha estrechado y profundizado. Entretanto ellos están asombrados al observar los cambios que Dios ha operado en mi vida y en la de Elke. Y en retrospectiva, estamos también nosotros maravillados de estos cambios, tanto en nosotros, como en nuestro entorno.

En el caso de la hermana de Elke y su esposo, no fue sólo el asombro sobre nosotros, sino también ellos están profesando la fe en Jesucristo desde hace ya algunos años, y han experimentado, cómo él ha intervenido en sus vidas, sanando y con amor. También ésta fue la experiencia de la madre de Elke, y también de su hija Stefanie. Así también mis padres demuestran interés desde  hace ya algún tiempo por el Jesucristo. Leen libros sobre él, y de vez en cuando, abren también la Biblia.

Después de haber pasado ya algunos años como creyente en Cristo, adquirió Elke real consciencia de la extensión del daño causado por ella durante su primer matrimonio. Le pidió perdón a su ex-esposo, y le agradeció sus muchos servicios, que él, pese a sus muchas escapadas le había prestado continuamente.

También pidió Elke juntamente conmigo perdón a su hijo Björn, que había vivido todo el proceso más conscientemente que Stefanie. Sin embargo, el comentario de Björn fue, que sólo por ello llegó él al conocimiento de Dios...

Desde un principio nos dimos cuenta, que no podíamos continuar ejerciendo nuestra profesión como psicoterapeutas alternativos, como lo habíamos hecho hasta el momento. Comprendimos que el grado de liberación que se obtiene mediante esos métodos es insignificante, comparado con la liberación que Dios ha realizado en nosotros.

Así motivados, visitamos primero por un año una escuela bíblica. A continuación, asumimos el reemplazo transitorio en la dirección de un pequeño orfanato en Tanzania. Luego, ya de vuelta en Alemania, nos consultaron de la Asamblea en Krefeld, si estaríamos dispuestos a trabajar con ellos a jornada completa.

En esta labor, totalmente nueva para nosotros, se nos ofrecía la oportunidad de hablar con muchas personas sobre nuestra fe en el Señor Jesús. Dirigíamos círculos de estudio bíblico, organizábamos cultos especiales, hablábamos con personas que sufrían duras pruebas, y organizamos, junto con otros miembros de la iglesia, un pequeño Café Cristiano.

Después de tres años en esta labor, sentimos el deseo de profundizar nuestros conocimientos y fundamentos necesarios en nuestra actividad, sobre una más amplia base teológica. Estudiamos por ello dos años y medio en una Escuela Superior Libre de Teología. Durante este tiempo se nos solicitó repetidamente relatar nuestra historia. Y no sólo esto, sino comenzamos también a ofrecer con regularidad seminarios sobre el tema: “Budismo y New Age”.

Actualmente estamos ocupados como pastores en una Iglesia Evangélica Libre en Hessen (Alemania). Fundamos también una institución sin fines de lucro, bajo el nombre: Gateway e.V., para el apoyo de la labor que estamos realizando. Hablamos en público, y ofrecemos seminarios sobre los temas: New Age, Budismo y Religiones en el Lejano Oriente, en comparación con la fe cristiana. Esta labor se ha convertido ya en un ministerio a tiempo completo, tanto dentro de Alemania, como también en otros países.
Así ha cambiado radicalmente nuestra vida como creyentes, y también nuestra ocupación profesional.

Para más informaciones sobre nuestra organización, ver:   www.gateway-ev.de

Sumario: Yo fui Budista, por Martin Kamphuis

“Yo fui budista” es el relato fascinante de las experiencias de un hombre en búsqueda del sentido y objetivo de la vida, y de “iluminación”. Martin Kamphuis, sin embargo, no alcanza la meta anhelada como resultado de técnicas New Age, ni tampoco mediante prácticas budistas. En realidad y finalmente es Dios quien le busca a él, y le encuentra en la persona de Jesucristo.

Como adolescente viajaba sólo por América del Sur, y se da cuenta allí, que la vida debe ser algo más que “amor libre”. Tampoco descubre una verdadera realización en la vida de su padre, como granjero y agricultor. Siguiendo el consejo de amigos vecinos, viaja a la India, y toma parte en un curso de meditación. Sus impresiones son algo confusas:

Al comienzo pensaba yo, que en Holanda nadie estaría dispuesto a escuchar un discurso tan incoherente y disparatado, aunque fuera sólo por una hora.
Otros participantes, sin embargo, que habían dado ya varios pasos en las enseñanzas budistas, encontraron el discurso fantástico y estaban realmente fascinados. Poco a poco comencé yo también a encontrar sus palabras atrayentes y expresivas.
Comprendimos, que la enseñanza budista no podía ser captada intelectualmente. Por el contrario, debíamos renunciar a nuestro intelecto, para dar lugar a un conocimiento trascendental e intuitivo.

Al final del curso, Martin se convirtió en budista. Su anhelo de obtener “iluminación” le indujo a participar en iniciaciones, ejercicios de meditación, y en diferentes rituales, algunos de ellos, extremosos y fatigantes. Volvió a Holanda con la intención de retornar a la India, con el fin y la esperanza de encontrar allí su gurú personal, pero esto no se cumplió.
En Inglaterra tuvo un encuentro con una mujer budista holandesa, Iris, que afirmaba tener contacto telepático con diferentes gurúes budistas, uno de los cuales llegaría a ser más tarde el gurú personal de Martin. La relación personal con Iris les ayudaría a ambos en su camino hacia la iluminación, y fue de gran importancia para él.

Martin estudió psicología, pero más tarde aprendió también diferentes métodos terapéuticos New Age, ya que, de acuerdo a las enseñanzas del Budismo Tántrico, cualquier método o práctica, que pueda ser de ayuda en el camino a la iluminación, está permitido. La relación con Iris sin embargo, es continuamente tirante. Martin se siente siempre culpable, debido a su falta de simpatía por ella, actitud necesaria para alcanzar iluminación. Aunque ha decidido dar fin a esa relación, no es esto nada fácil, ya que ella actúa como médium de su gurú.

Finalmente se encuentra Martin con una mujer Alemana, también ella en busca de iluminación, que viene a vivir con él en su embarcación. Esto le ayuda a liberarse. Elke, su nombre, es una terapeuta alternativa, que, cegada por el ideal de autorrealización, ha buscado satisfacer su anhelo, en perjuicio de su vida familiar. Aunque ambos sienten que su búsqueda ha llegado a su fin, están aún inquietos, y no se sienten realizados en su labor como terapeutas.

...sentía dentro de mí una verdadera aversión ante el barco, y ante nuestra labor terapéutica. Sin pensarlo dos veces, le comuniqué a Elke: “¡No quiero seguir trabajando aquí! No me parece ya bien en absoluto”.

Salieron de viaje, y decidieron finalmente alcanzar dos destinos: India, donde Martin podría cumplir el ejercicio de un ritual de un mes de duración, e Indonesia. El rumbo de sus viajes no era claro, pero Elke recibió una indicación en forma poco usual:

Esa noche tuve yo un extraño sueño: Vi ante mí el continente australiano, y escuché una voz que me decía: “¡Aquí vas a encontrar tú, tu corazón!”.

Mientras continuaban su viaje por la India e Indonesia, aumentaba cada vez más su sensación de frustración y falta de sentido. En Australia se dieron cuenta que habían sido engañados por un comerciante hindú, y habían perdido una buena cantidad de dinero. Obligados por este motivo, trabajaron primero en una hacienda de árboles frutales, y visitaron más tarde a un conocido que tenía su vivienda en el bosque australiano. Por autostop un día sábado buscaron el lugar y se encontraron por fin con un joven lleno de vida y alegría. Elke y Martin pensaron que la desbordante alegría provenía quizás del consumo de drogas. Pero, para su sorpresa, el joven les explicó, que su gozo provenía de su relación personal con Jesucristo. Les invitó él a presenciar algo “realmente alternativo”, en su iglesia. Siempre dispuestos para cualquier cosa, y también algo curiosos, aceptamos la invitación.

Al final del culto, el día domingo, Mary le preguntó a Elke si podía orar con ella. También Martin estuvo presente. Para Martin y Elke no era nada nuevo percibir la presencia de poderes invisibles. En esta oportunidad sin embargo, sintieron que allí estaba presente alguien, superior y más fuerte que todos aquellos poderes, con los cuales ellos habían estado en contacto hasta el momento. Ellos tuvieron un encuentro con Cristo Jesús, y experimentaron lo que es verdadera luz penetrando en sus corazones. Hasta ahora pensaban ellos, que la anhelada iluminación vendría desde adentro, mediante ejercicios y métodos New Age y budistas. Ahora, no obstante, percibieron que la luz había venido desde afuera, y que ella misma les había estado buscando todo el tiempo.

Después de algunos días de verdadera paz y gozo, Elke y Martin comenzaron nuevamente a sentirse intranquilos interiormente. Buenos creyentes trataron de ayudarles y estimularles, mostrándoles pasajes bíblicos adecuados. La situación sin embargo, se empeoró, ya que Elke y Martin aún no consideraban la Biblia como verdadera autoridad. En consecuencia a su nueva experiencia con Cristo Jesús, estaban ellos ahora dispuestos a asignarle también a él un lugar junto a otros gurúes e ideas, quizás incluso un lugar especial, pero no captaban aún el significado único de su persona.

Su búsqueda de Dios siguió adelante, ahora en Sydney, donde se fortaleció su nueva fe, y Dios tomó finalmente verdadera posesión de sus vidas. Ahora quedó totalmente claro:

No; Jesús no es ahora uno de mis gurúes. Yo supe ahora con certeza:
 Él es el Dios vivo en persona.

La historia de Dios con Elke y Martin no terminó aquí. Ellos volvieron a Alemania a reunirse con la hija de Elke. En el transcurso del tiempo, Dios hizo posible una verdadera reconciliación, y comenzó a sanar las heridas en sus relaciones. También su matrimonio, la Escuela Bíblica, Tanzania, y su actividad como pastores, fueron pasos que Dios dio con ellos. También les dio él la oportunidad de compartir su historia con otros:

Pese al hecho, que los participantes a menudo durante la conferencia mostraban cansancio y falta de concentración, comenzaron ahora de pronto a escuchar con gran atención.

Cada frase era profunda e informativa. El significado existencial de nuestro encuentro con Dios era tan claro y evidente, que los participantes no podían refrenar la risa, al escuchar de nuestros pasados desatinados esfuerzos e intentos. En verdad, había sido una búsqueda sin rumbo, típica humana. Buscábamos aceptación y unidad espiritual; amor y hogar. Es decir; buscábamos lo que todos buscan y anhelan. Pero, en medio de esta búsqueda, ocurrió lo inesperado: en forma discreta y poco llamativa se hizo presente. Este impulso nos llevó primero por un camino desconocido, y se manifestó finalmente en todo su poder y amor en su real existencia como persona: ¡Jesucristo! ¡Dios mismo en persona!

 

(Citas tomadas de “Yo fui Budista”)

 

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